Dos horas más tarde, estaba en mi apestosa celda en el 36 Quai des Orfevres.
La policía me interrogó durante mucho tiempo. Intenté explicarme lo más llanamente posible y les rogué que buscasen a Berleand. Procuré mantener mi voz firme mientras les decía que buscasen a Terese Collins en el hotel —me preocupaba que el que había venido a por mí pudiese estar interesado también en ella— y sobre todo repetí el número de matrícula de la furgoneta y les dije que la víctima de un secuestro podía estar en la parte trasera.
Primero me dejaron en la calle, lo que era curioso, pero también tenía sentido. Estaba esposado y tenía a dos agentes conmigo todo el tiempo, cada uno sujetándome de un codo. Querían que les explicase qué había pasado.
Me llevaron de nuevo al café Le Buci, en la esquina. La mesa todavía estaba volcada. Había una mancha de sangre en ella. Expliqué lo que había hecho. Ningún testigo había visto a Cicatrices empuñar el arma, solo mi contraataque. Al hombre al que había herido de un disparo se lo habían llevado en una ambulancia. Esperaba que eso significase que estaba vivo.
—Por favor —dije por enésima vez—, el capitán Berleand puede explicarlo todo.
A juzgar por su lenguaje corporal, llegué a la conclusión de que los polis se mostraban un tanto escépticos y aburridos acerca de todo lo que yo decía. Pero no puedes juzgar por el lenguaje corporal. Lo he aprendido a lo largo de los años. Los polis son siempre escépticos; además, de ese modo consiguen más información. Siempre se comportan como si no te creyesen y sigues hablando, intentas defenderte, explicarte y dices cosas que quizás no deberías.
—Tienen que encontrar la furgoneta —repetí—, y de nuevo recité el número de la matrícula como si fuese un mantra.
—Mi amiga se aloja en el D’Aubusson. —Señalé por la calle Rué Dauphine, di el nombre de Terese y el número de habitación.
A todo esto, los polis asentían y respondían con preguntas que no tenían nada que ver con lo que acababa de decir. Contesté las preguntas y continuaron mirándome como si cada palabra que saliera de mi boca fuese un invento.
Entonces me metieron de nuevo en la celda. No creo que nadie la haya limpiado desde mi última visita. O desde que murió De Gaulle. Me preocupaba Terese. Además estaba un tanto preocupado por mí mismo. Le había disparado a un hombre en un país extranjero. Eso se podía demostrar. Lo que no era demostrable —lo que sería difícil, por no decir imposible de corroborar— era mi versión del incidente.
¿Le había disparado a aquel tipo?
Sin ninguna duda. Tenía un arma en la mano.
¿Me hubiese disparado a mí?
No esperé a saberlo. Así que disparé primero. ¿Cómo haces algo así aquí, en Francia?
Me pregunté si alguien más había resultado herido. Había visto más de una ambulancia. Supongo que algún inocente había sido alcanzado por el fuego de la ametralladora. Eso iba a recaer sobre mí. Supongo que si me hubiese ido con Cicatrices, ahora estaría con la chica rubia. Para que hablen de estar aterrorizado. ¿Qué estaría pensando y sintiendo aquella chica, en la caja de la furgoneta, probablemente herida dado que había sangre en la escena del crimen de su padre?
¿Había sido testigo del asesinato de su padre?
Vaya, no nos adelantemos tanto.
—La próxima vez, le sugiero que contrate a un guía particular. Son demasiados los turistas que intentan recorrer París por su cuenta y se meten en problemas.
Era Berleand.
—Vi a una chica rubia en la parte de atrás de la furgoneta —dije.
—Eso he oído.
—Dejé a Terese en el hotel.
—Se marchó unos cinco minutos después que usted.
Permanecí detrás de la puerta de cristal, a la espera de que la abriese. No lo hizo. Pensé en lo que acababa de decirme.
—¿Nos tenía vigilados?
—No tengo personal para vigilarlos a los dos —respondió—. Pero dígame: ¿cómo interpretó lo que le contó acerca del accidente de coche?
—¿Cómo…? —Ahora lo entendía—. ¿Puso micros en nuestra habitación?
Berleand asintió.
—No se puede decir que follase mucho.
—Muy gracioso.
—O patético —replicó—. ¿Qué le pareció su relato?
—¿Qué quiere decir con eso de que qué me pareció su relato? Es horrible.
—¿Usted la creyó?
—Por supuesto. ¿Quién se inventaría algo así?
Algo pasó por su rostro.
—¿Me está diciendo que no es verdad?
—No. Todo parece ser correcto. Miriam Collins, de siete años de edad, murió en un accidente cerca de la autopista A-40 en Londres. Terese sufrió heridas graves. He pedido que me manden todo el expediente a mi despacho para repasarlo.
—¿Por qué? Pasó hace diez años. No tiene nada que ver con esto.
No me respondió. Se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz. Me sentí como un perro en exhibición en la celda de plexiglás.
—Supongo que sus colegas de la escena del crimen le han informado de lo que pasó —dije.
—Sí.
—Tienen que encontrar la furgoneta verde.
—Ya la encontramos —respondió Berleand.
Me acerqué más a la puerta.
—La furgoneta era de alquiler —dijo Berleand—. La abandonaron en el aeropuerto Charles de Gaulle.
—¿La alquilaron con una tarjeta de crédito?
—Sí. Con un nombre falso.
—Tiene que impedir que despegue cualquier vuelo.
—¿En el aeropuerto más grande del país? —Berleand frunció el entrecejo—. ¿Alguna otra sugerencia para evitar crímenes?
—Solo estoy diciendo…
—Fue hace dos horas. Si tenían que volar ya se han ido.
Otro poli entró en la habitación, le dio a Berleand un papel y se marchó. Berleand la leyó.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—La carta para la cena. Vamos a probar la comida de otro restaurante.
No hice caso del pobre intento humorístico de Berleand.
—Usted sabe que esto no es una coincidencia. Vi a una muchacha rubia en la parte de atrás de la furgoneta.
Él continuaba con la lectura.
—Lo mencionó, sí.
—Podría ser la hija de Collins.
—Lo dudo —dijo Berleand.
Esperé.
—Encontramos a la esposa —dijo Berleand—. Karen Tower. Está bien. Ni siquiera sabía que su marido estaba en París.
—¿Dónde creía que estaba?
—Aún no sé todos los detalles. Ahora viven en Londres. Scotland Yard se encargó de comunicarle la noticia. Al parecer tenían algunas dificultades matrimoniales.
—¿Qué pasa con la hija?
—Bueno, ahí está el problema —dijo Berleand. No tienen ninguna hija. Tienen un niño de cuatro años. Está en su casa sano y salvo, con su madre.
Intenté procesar la información.
—La prueba del ADN demostró que la sangre era de la hija de Rick Collins —comencé.
—Sí.
—¿Sin ninguna duda?
—Ninguna.
—¿El pelo rubio largo estaba relacionado con la sangre? —pregunté.
—Sí.
—Entonces Rick Collins tiene una hija con pelo largo y rubio —dije más para mí mismo que para él. No tardé mucho tiempo en pensar en otro escenario alternativo. Quizás fue porque estaba en Francia, la supuesta tierra de las amantes. Incluso el anterior presidente había reconocido abiertamente que tenía una, ¿no?
—Una segunda familia —dije.
Claro que no eran solo los franceses. Estaba aquel político de Nueva York al que pillaron conduciendo borracho de camino a visitar a su segunda familia. Los hombres suelen tener hijos con sus amantes. Si añadimos la creencia de Berleand de que había dificultades matrimoniales entre Rick Collins y Karen Tower no había más que sumar. Aún quedaban grandes agujeros por llenar —por ejemplo por qué Collins llamaría a Terese, su primera esposa, para decirle que era urgente que lo viese en París—, pero hay que ir paso a paso.
Comencé a explicarle mi teoría a Berleand, pero vi que no le convencía lo más mínimo, así que interrumpí el rollo.
—¿Qué es lo que no veo? —pregunté.
Sonó el móvil. De nuevo Berleand habló en francés y me dejó en ascuas. Tenía que ir a un curso de la Berlitz, o hacer algo cuando volviese a casa. Cuando colgó, se apresuró a abrir la puerta y me hizo un gesto para que saliese. Lo hice. Echó a andar por el pasillo a paso ligero.
—¿Berleand?
—Venga. Tengo que enseñarle algo.
Volvimos a la sala del Groupe Berleand. Lefebvre estaba allí. Me miró como si yo hubiese acabado de salir por el ano de su peor enemigo. Estaba conectando otra pantalla al ordenador, una pantalla plana de treinta pulgadas.
—¿Qué está pasando? —pregunté.
Berleand se sentó al teclado. Lefebvre se apartó. Había otros dos polis en la sala. Ellos también permanecieron junto a la pared. Berleand miró la pantalla y luego el teclado. Frunció el entrecejo. En la mesa tenía una caja de toallitas de papel. Cogió una y comenzó a limpiar el teclado.
Lefebvre dijo algo en francés que sonó como una queja.
Berleand replicó, señalando el teclado. Acabó de limpiarlo y comenzó a escribir.
—La chica rubia de la furgoneta —me dijo Berleand—. ¿Cuántos años diría que tenía?
—No lo sé.
—Piense.
Lo intenté; sacudí la cabeza.
—Todo lo que vi fue el pelo largo rubio.
—Siéntese.
Acerqué una silla. Él abrió un correo y descargó un archivo.
—Llegará más vídeo —explicó—, pero esta foto es la más clara.
—¿De qué?
—De la cámara de vigilancia del aparcamiento del aeropuerto De Gaulle.
Apareció una foto en color; yo esperaba algo granuloso en blanco y negro, pero esta era bastante clara. Centenares de coches —claro, era un aparcamiento—, pero también personas. Miré con atención.
Berleand me señaló la esquina superior derecha.
—¿Son ellos?
La cámara estaba tan lejos que los sujetos solo se veían a gran distancia. Eran tres hombres. Uno se cubría el rostro con algo blanco, quizás una camisa, para contener la sangre. Cicatrices.
Asentí.
La chica rubia también estaba allí, pero ahora entendí la pregunta. Desde ese ángulo —una toma desde atrás— no podía decir la edad, pero desde luego no tenía seis o siete o siquiera diez o doce años, a menos que fuese de una estatura fuera de lo normal. Era una muchacha crecida. Las prendas sugerían una adolescente, alguien joven, pero en estos días es difícil saberlo a ciencia cierta.
La rubia caminaba entre dos hombres normales. Cicatrices estaba en el extremo derecho.
—Son ellos —dije. Después añadí—: ¿Por qué supusimos que la hija debería de tener unos siete u ocho años? Por el pelo rubio, supongo. Eso me desconcertó. Mi reacción fue exagerada.
—No estoy seguro.
Miré a Berleand. Se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y se frotó el rostro con las dos manos. Ordenó algo en francés. Los tres hombres, incluido Lefebvre, salieron de la habitación. Nos quedamos solos.
—¿Qué demonios está pasando? —pregunté.
Dejó de frotarse la cara y me miró.
—¿Es consciente de que nadie más en el café vio al otro hombre apuntarle con un arma?
—Claro que nadie más lo vio. Estaba debajo de la mesa.
—La mayoría de las personas hubiesen levantado las manos y se hubieran marchado en silencio. La mayoría de las personas no hubiesen pensado en aplastar el rostro del hombre con una mesa, cogerle el arma y disparar a su cómplice en medio de un bulevar.
Esperé a que dijese algo más. Como no lo hizo, añadí:
—¿Qué puedo decir? Soy la hostia.
—El hombre al que le disparó; iba desarmado.
—No cuando le disparé. Sus cómplices se llevaron el arma cuando escaparon. Usted lo sabe, Berleand. Sabe que no me he inventado nada.
Nos sentamos allí durante otro minuto. Berleand miraba la pantalla.
—¿A qué estamos esperando?
—A que llegue el vídeo —respondió.
—¿De?
—De la muchacha rubia.
—¿Por qué?
No respondió. Pasaron otros cinco minutos. Lo acribillé a preguntas. No me hizo caso. Por fin sonó el correo y llegó un vídeo muy corto del aparcamiento. Apretó el botón de play y se echó hacia atrás.
Ahora veíamos a la muchacha rubia con mayor claridad. Desde luego era una adolescente: quizás dieciséis o diecisiete años. Tenía el pelo largo y rubio. El punto de toma aún estaba demasiado lejos para ver bien las facciones, pero había algo conocido en ella, en la manera como erguía la cabeza, la manera como sus hombros se echaban hacia atrás, la postura perfecta…
—Hicimos una prueba de ADN preliminar de aquella muestra de sangre y del pelo rubio —dijo Berleand.
La temperatura en la habitación bajó diez grados. Aparté la mirada de la pantalla y lo miré.
—No solo es la hija del marido —explicó Berleand, con un gesto hacia la rubia de la pantalla—. También es la hija de Terese Collins.