9

Salí a la Rué Dauphine aturdido.

Giré a la izquierda y encontré un lugar en el que se cruzaban cinco calles.

Me senté en la terraza de un café llamado Le Buci. Por lo general, me gusta mirar a la gente, pero era difícil concentrarse. Pensé en la vida de Terese. Ahora lo entendía. Reconstruir tu vida para que se parezca a… ¿exactamente a qué?

Saqué el móvil, y porque sabía que me distraería, llamé a mi oficina. Big Cyndi atendió al segundo timbrazo.

—MB Reps.

La M corresponde a Myron. La B a Bolitar. Reps es porque representamos a personas. Se me ocurrió el nombre a mí sólito. Sin embargo, no hago ninguna alharaca de mis dones para el marketing. Cuando representábamos solo a atletas, la agencia se llamaba MB Sports Reps. Ahora es MB Reps. Haré una pausa hasta que se apaguen los aplausos.

—Uuumm —dije—. ¿La actual Madonna, con el detalle del acento británico?

—Bingo.

Big Cyndi puede imitar vocalmente casi a cualquiera o cualquier acento. Digo «vocalmente», porque cuando una mujer mide más de un metro noventa y pesa ciento cincuenta kilos, es difícil triunfar haciendo imitaciones en directo.

—¿Está Esperanza?

—Espera un momento.

Esperanza Díaz, más conocida como Pequeña Pocahontas, su nombre de luchadora profesional, era mi socia. Esperanza atendió el teléfono y preguntó:

—¿Estás follando?

—No.

—Entonces más te vale tener una buena razón para estar ahí. Tienes varias reuniones para esta tarde.

—Sí, lo siento. Escucha, necesito que averigües todo lo que puedas de Rick Collins.

—¿Quién es?

—El ex de Terese.

—Tío, tienes unas citas románticas la mar de curiosas.

Le expliqué lo que había sucedido. Esperanza se calló y supe por qué. Se preocupa por mí. Win es la roca. Esperanza es el corazón. Cuando acabé la explicación dijo:

—¿Así que ahora mismo Terese no es una sospechosa?

—No lo sé a ciencia cierta.

—Pero ¿tiene pinta de un asesinato, un secuestro o algo así?

—Supongo.

—Entonces no sé por qué necesitas involucrarte. No tiene ninguna relación con ella.

—Por supuesto que está relacionado.

—¿Cómo?

—Rick Collins le llamó. Dijo que era urgente, que lo cambiaría todo, y ahora está muerto.

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que piensas hacer? ¿Atrapar al asesino? Deja que lo hagan los polis franceses. Folla o vuelve a casa.

—Solo averigua un poco. Eso es todo. Averigua sobre la nueva esposa y la hija, ¿de acuerdo?

—Sí, lo que quieras. ¿Te importa si se lo digo a Win?

—No.

—Folla o vuelve a casa —repitió—. Es una buena frase.

—Tendría que ser una pegatina.

Colgamos. ¿Y ahora qué? Esperanza tenía razón. Eso no era asunto mío. Si pudiese ayudar de alguna manera a Terese, quizás entonces todo tendría sentido. Pero más allá de mantenerla fuera de problemas —aparte de asegurarme de que no le endosasen un asesinato que no había cometido—, no veía cómo podía ayudarla. Berleand no era el tipo de persona que se lo endosaría.

Por la visión periférica vi que alguien se sentaba a la mesa junto a mí.

Me giré y vi a un hombre con un asomo de pelo en la cabeza afeitada. Tenía cicatrices en el cráneo. Su piel era muy morena, y cuando sonrió vi un diente de oro que hacía juego con la cadena que llevaba colgada alrededor del cuello, a la moda urbana más hortera. Quizás guapo, a la manera de un tío peligroso. Llevaba una camiseta blanca debajo de una camisa gris de manga corta sin abrochar. Pantalones negros.

—Mire debajo de la mesa —me dijo.

—¿Va a mostrarme la pilila?

—Mire o muera.

Su acento no era francés, algo más suave y más refinado. Casi británico o quizás español, casi aristocrático. Eché la silla hacia atrás y miré. Me apuntaba con un arma.

Dejé mis manos sobre el borde de la mesa e intenté respirar con normalidad. Nos miramos fijamente a los ojos. Luego miré alrededor. Había un hombre con gafas de sol en la esquina sin ningún motivo aparente que intentaba con todas sus fuerzas fingir que no nos estaba mirando.

—Escúcheme o morirá de un disparo.

—¿Como opuesto a vivirá?

—¿Qué?

—Morirá de un disparo frente a vivirá de un disparo —dije. Y continué—: No importa.

—¿Ve aquel vehículo verde de la esquina?

Lo veía, no muy lejos del hombre con las gafas de sol que intentaba no mirarnos. Parecía una minifurgoneta o algo así. Había dos hombres sentados en la cabina. Memoricé el número de la matrícula y comencé a planear mi siguiente movimiento.

—Lo veo.

—Si no quiere que le dispare, siga mis instrucciones al pie de la letra. Nos vamos a levantar poco a poco y usted se meterá en la parte de atrás del vehículo. Sin escándalos…

Fue entonces cuando le estrellé la mesa contra el rostro.

En el momento en el que se sentó a mi lado había comenzado a considerar las alternativas. Ahora lo sabía: se trataba de un secuestro. Si subía al vehículo, estaría acabado. ¿Quién no ha escuchado que cuando alguien desaparece las primeras cuarenta y ocho horas son cruciales? Lo que no te dicen —quizás porque es demasiado evidente— es que cada segundo que pasa hace mucho más difícil encontrar a la víctima.

Lo mismo pasaba ahora. Si me metían en el coche, las posibilidades de que me encontrasen caían en picado. En el momento en que me levantase y lo siguiese hasta el coche, estaría perdido. Él no se esperaba un ataque inmediato. Creía que le escuchaba. Que no era una amenaza. Aún está soltando el discurso ensayado.

Así que opté por el elemento sorpresa.

Él también había desviado la mirada, solo por un segundo, para asegurarse de que el vehículo seguía en su lugar. Era todo lo que necesitaba. Mis manos ya sujetaban la mesa. Los músculos de las piernas se tensaron. Me levanté como un resorte.

La mesa dio de lleno en su rostro. Al mismo tiempo me moví de lado, por si acaso disparaba.

Ni hablar.

Mantuve el impulso y continué moviéndome hacia arriba. Si solo tenía que preocuparme por Cicatrices, mi siguiente paso estaba claro: imposibilitarlo. Lastimarlo, herirlo o acabar con su capacidad de lucha de alguna manera. Pero al menos había otros tres hombres. Mi esperanza era que se dispersasen, pero no podía contar con ello.

Buena decisión. Porque no lo hicieron.

Mis ojos buscaron el arma. Como era de esperar, la había dejado caer con el impacto. Me lancé sobre mi adversario. La mesa todavía estaba caída sobre su rostro. La nuca golpeó contra el pavimento con un sonido hueco.

Fui por el arma.

La gente gritó y se dispersó. Me arrojé al suelo, rodé sobre mí mismo hacia el arma, la cogí y continué rodando. Me levanté sobre una rodilla y apunté al tipo de las gafas que había estado esperando en la esquina.

Él también tenía un arma.

—¡Quieto! —grité.

Levantó el arma en mi dirección. No vacilé. Le disparé en el pecho.

En el momento de apretar el gatillo rodé hacia la pared. La minifurgoneta verde aceleraba hacia mí. Sonaron disparos. Esta vez no era una pistola.

Las balas de una metralleta destrozaron la pared.

Más gritos.

No había contado con eso. Mis cálculos solo me incluían a mí. Había transeúntes y me enfrentaba a unos locos perdidos que parecían estar muy dispuestos a herir a cualquiera, incluyendo a los transeúntes.

Vi al primer hombre, Cicatrices, al que le había golpeado con la mesa, que se sacudía. Gafas había caído. La sangre me subió a las orejas. Oía mi propia respiración.

Tenía que moverme.

—¡Todo el mundo al suelo! —le grité a la multitud, y entonces, porque piensas cosas raras incluso en momentos como este, me pregunté cómo se decía eso en francés o si podían traducirlo o, bueno, el fuego de ametralladora les daría una pista.

Agachado, corrí en la dirección opuesta al movimiento de la furgoneta, hacia donde había estado aparcada. Escuché el chirrido de los neumáticos. Más disparos. Llegué a la esquina y continué corriendo. Me encontraba de nuevo en la Rué Dauphine. El hotel estaba a unos noventa metros.

¿Podía llegar?

Me arriesgué a mirar atrás. La furgoneta había retrocedido para dar la vuelta. Busqué una calle o un callejón en el que meterme.

Nada. ¿O quizás…?

Había una callejuela al otro lado. Pensé en cruzar, pero entonces quedaría más expuesto. La furgoneta avanzaba hacia mí a toda velocidad. El cañón de un arma asomaba por una ventanilla.

Estaba muy al descubierto.

Movía las piernas como pistones. Mantenía la cabeza gacha, como si eso fuese a convertirme en un blanco más pequeño. Había personas en la calle. Algunas dedujeron lo que estaba pasando y se dispersaron. A otras me las llevé por delante y las hice caer.

—¡Agáchense! —gritaba porque tenía que gritar alguna cosa.

Otra descarga. Sentí como una bala pasaba por encima de mi cabeza, noté el aire que me movía el pelo.

Entonces escuché las sirenas.

Era otra de aquellas horrorosas sirenas francesas, el pitido corto y estridente; nunca creí que me alegraría tanto de escuchar aquel horrible sonido.

La furgoneta se detuvo. Me moví a un lado y me aplasté contra la pared. La furgoneta dio marcha atrás para dirigirse hacia la esquina. Tenía el arma en la mano y me pregunté si debía disparar. La furgoneta probablemente estaba muy lejos y había demasiados transeúntes en el camino. Ya había sido bastante temerario.

No me gustaba la idea de que huyesen, pero no quería ver las calles acribilladas por más balas.

Se abrió la puerta trasera del vehículo. Vi aparecer a un hombre. Cicatrices se había levantado. Había sangre en su rostro y me pregunté si le habría roto la nariz. Dos días, dos narices rotas. Un buen trabajo si cobrase por ello.

Cicatrices necesitaba ayuda. Miró a lo largo de la calle en mi dirección, pero yo estaba demasiado lejos como para que me viese. Resistí la tentación de saludarlo. Escuché de nuevo las sirenas, que se acercaban. Me giré y vi que dos coches de la poli venían hacia mí.

Los polis se apearon de un salto y me apuntaron con las armas. Por un momento me quedé sorprendido, dispuesto a explicar que aquí yo era el bueno, pero entonces quedó claro. Sujetaba un arma en la mano. Había disparado a alguien.

Los polis gritaron algo que deduje era una orden para que me quedase quieto y levantase las manos, y fue lo que hice. Dejé caer el arma al pavimento y me agaché con una rodilla en el suelo. Los polis corrieron hacia mí.

Miré de nuevo hacia la furgoneta. Quería señalársela a los polis, decirles que la persiguiesen, pero sabía cómo interpretarían cualquier movimiento súbito. Los polis me gritaban órdenes y yo no entendía ninguna de ellas, así que me mantuve inmóvil.

Entonces vi algo que me hizo pensar en echar mano a la pistola.

La puerta trasera de la furgoneta estaba abierta. Cicatrices estaba subiendo. El otro hombre saltó detrás de él y comenzó a cerrar las puertas en el momento en que la furgoneta comenzaba a moverse. El ángulo cambió y solo por un segundo —en realidad menos tiempo, quizás medio segundo— pude ver el interior.

Estaba a bastante distancia, quizás entre sesenta y setenta metros, así que puedo estar equivocado. A lo mejor no estaba viendo lo que creía ver.

Me dominó el miedo. No pude evitarlo; comencé a levantarme. Así estaba de desesperado. Estaba preparado para coger el arma y disparar a los neumáticos. Pero ahora tenía a los polis encima. No sé cuántos eran. Cuatro o cinco. Se lanzaron contra mí y me aplastaron contra el pavimento.

Me resistí y sentí algo agudo, tal vez el extremo de una porra, que se clavaba en los riñones. No me detuve.

—¡La furgoneta verde! —grité.

Eran demasiados. Sentí que me tiraban los brazos hacia atrás.

—Por favor —fui consciente del miedo desbocado en mi voz e intenté dominarlo—, tienen que detenerlos.

Mis palabras no obtuvieron ningún resultado. La furgoneta había desaparecido. Cerré los ojos e intenté retener el recuerdo de aquel medio segundo. Porque lo que había visto en el interior —o lo que creía haber visto— antes de que se cerrasen las puertas de la furgoneta y se la tragasen por entero era una muchacha con largos cabellos rubios.