Todavía no había acabado, aunque estaba a punto de hacerlo. Cuando las tropas británicas en el centro del campo se hundían en líneas exhaustas junto a la orilla del descolorido arroyo Portina, oyeron ráfagas de disparos y los sonidos estridentes de las trompetas de la caballería provenientes del terreno al norte del Medellín. Pero poco más sucedió; los dragones ligeros del 23.º realizaron una carga suicida, los cañones de seis británicos pulverizaron a doce batallones franceses en cuadro y entonces los franceses se rindieron. Hubo un silencio en el campo. Los franceses estaban acabados, derrotados, y los británicos se habían hecho con la victoria y con el campo.
Y con éste, los muertos y los heridos. Se produjeron más de trece mil bajas, pero entonces nadie lo sabía. No sabían que los franceses no volverían a atacar, que el rey José Bonaparte y los dos mariscales franceses cabalgarían hacia el este durante la noche, así que los exhaustos y ennegrecidos vencedores se quedaron en el campo. Los heridos gritaban pidiendo agua, pidiendo a sus madres, pidiendo una bala, pidiendo cualquier cosa que no fuera el dolor y la impotencia bajo el calor. Y el horror no se conformaba con ellos. El sol había quemado implacable durante días, la hierba del Medellín y del valle estaba seca, y en algún lugar una llama prendió y se extendió por la hierba, quemando tanto a heridos como a muertos. El olor a carne quemada se esparció y se elevó en persistentes nubes de humo. Los vencedores trataron de mover a los heridos pero era demasiado pronto, y las llamas se extendían y los rescatadores maldecían y se dejaban caer junto al sucio arroyo Portina y apagaban su sed en sus aguas ensangrentadas.
Los buitres rodeaban las colinas al norte. El sol caía a plomo y sesgaba las sombras sobre los campos ardiendo, sobre los hombres que luchaban para escapar de las llamas, y sobre las tropas ennegrecidas que se revolvían para saquear a los muertos y mover a los heridos. Sharpe y Harper seguían su propio curso, dos hombres en las cortinas de humo y la hierba ardiendo, ambos sangrando pero con los rostros arrugados de íntima satisfacción. Sharpe sostenía el águila. No era gran cosa; una asta de ocho pies de largo de color azul claro y en su extremo el pájaro dorado con las alas abiertas y en su garra izquierda elevada, un rayo a punto de ser lanzado hacia los enemigos de Francia. No llevaba una bandera atada; como muchos otros batallones franceses los anteriores dueños habían dejado la bandera en el depósito y sólo llevaban el obsequio de Napoleón a la guerra. Era menos ancha que dos manos, y medía lo mismo de alto, pero era un águila y era suya.
La compañía ligera les había visto ir. Sólo Sharpe, Harper y Denny habían atravesado la tropa del batallón enemigo y cuando el ataque francés se derrumbó el resto de la compañía ligera había sido empujado a un lado por la avalancha de los supervivientes aterrorizados que huían de las puntuales descargas. El teniente Knowles, con una bala en el hombro, observaba cómo los hombres seguían disparando a los franceses en retirada y entonces les había conducido de nuevo junto al batallón. Sabía que Sharpe y Harper estaban en algún lugar entre el humo y que ya aparecerían con o sin el águila.
El teniente coronel William Lawford montaba a caballo y miraba fijamente los cuerpos en el campo. Había dirigido al South Essex colina abajo y había observado cómo disparaban sus mosquetes, lentamente pero con calma, contra los enemigos vestidos con casacas blancas. Había visto la lucha por el águila pero el humo que se extendía provocado por las descargas del batallón le había tapado la escena y los supervivientes de la compañía ligera poco más pudieron decirle. Un teniente trajo a cuarenta y tres hombres sangrando y manchados, haciendo muecas como monos, que hablaban del águila pero ¿dónde estaba? Quería ver a Sharpe, quería ver la cara de su amigo cuando descubriera que su compañero en la prisión de Seringapatam era ahora su coronel, pero el campo se estremecía en llamas y humo, así que dejó de mirar e hizo que el batallón empezara la espantosa tarea de desnudar a los muertos y amontonar los cuerpos desnudos como si fueran leña para el fuego. Eran muchos los que había que enterrar.
Sir Henry Simmerson estaba acabado. Wellesley había maldecido brevemente pero con fluidez, y había enviado a Lawford a que se hiciera cargo del batallón. Lawford esperaba quedarse con el puesto, ya era hora de que mandara un batallón, y había mucho que hacer con éste. El comandante Forrest cabalgó hacia él y le saludó.
—¿Comandante?
—Excepto en la compañía ligera, hemos tenido pocas bajas.
—¿Cuántos?
Lawford miró a Forrest que sacaba un trozo de papel de la bolsa.
—Una docena de muertos, tal vez el doble de heridos.
Lawford asintió.
—Hemos salido bien parados, comandante. ¿Y la compañía ligera?
—El teniente Knowles trajo a cuarenta y tres, y la mayoría están heridos. El sargento Read se quedó con el bagaje y con otros dos; eso suma cuarenta y seis. Cinco hombres estaban demasiado enfermos para luchar y están en la ciudad. —Forrest hizo una pausa—. Eso hacen un total de cincuenta y uno sobre un efectivo de ochenta y nueve.
Lawford no dijo nada. Se inclinó adelante sobre su silla y miró por entre el humo que se elevaba. Forrest se aclaró la garganta nervioso.
—¿Usted no cree que…? —dijo sin terminar la pregunta.
—No, comandante, no. —Lawford se enderezó y se deshizo en cumplidos—. Conozco a Richard Sharpe desde que yo era teniente y él era sargento. Debía haber muerto una docena de veces, comandante, al menos una docena, pero no se sabe cómo consigue escapar. —Lawford sonrió—. No me preocupa Sharpe, comandante. Es mucho mejor dejar que él se preocupe de usted. ¿Quién más falta?
—El sargento Harper…
—¡Ah! —interrumpió Lawford—. El legendario irlandés.
—Y el teniente Gibbons, coronel.
—¿El teniente Gibbons?
Lawford se acordó del encuentro en el cuartel general de Wellesley en Plasencia y de la petulante expresión en la cara del teniente rubio.
—Me gustaría saber cómo se las va a arreglar sin su tío.
Lawford apenas sonrió; Gibbons era lo que menos le preocupaba. Había todavía mucho que hacer, muchos hombres que rescatar antes que la gente de la ciudad se desparramara entre la carnicería para saquear los cuerpos.
—Gracias, comandante. Tendremos que esperar al capitán Sharpe. De momento, podría ir organizando un grupo que vaya a buscar agua para los hombres. Y esperemos que esos franceses muertos lleven comida en sus mochilas, si no vamos a tener una noche magra.
Los franceses sí llevaban comida, y oro, y Sharpe, como siempre hacía, repartía lo que había encontrado con Harper. El sargento llevaba el águila y miraba al pájaro pensativo.
—¿Vale dinero?
—No sé.
Para no perder la costumbre, Sharpe estaba recargando el rifle y gruñó cuando intentaba introducir la baqueta por el cañón sucio.
—Pero nos recompensarán, capitán, ¿seguro no?
—Eso creo yo —dijo Sharpe sonriendo burlonamente al sargento—. El valor patriótico habría de ser de cien guineas, ¿quién sabe? —dijo mientras volvía a colocar la baqueta en su sitio—. Tal vez sólo digan «gracias». Gracias, sargento Harper —dijo al tiempo que hacía una reverencia.
Harper le devolvió la reverencia torpemente.
—Ha sido un placer, capitán Sharpe. —Hizo una pausa—. Los muy bastardos harían mejor en pagar algo. Estoy impaciente por ver la cara de Simmerson cuando le entregue esto.
Sharpe se rió, estaba deseando ese momento. Cogió el águila a Harper.
—Vamos. Haríamos mejor en ir a su encuentro.
Harper tocó a Sharpe en el hombre y se quedó inmóvil, mirando por entre el humo sobre el arroyo. Sharpe no veía nada.
—¿Qué hay?
—¿No lo ve, capitán? —Harper hablaba en voz baja pero excitada—. ¡Allí! ¡Maldita! Se ha ido.
—¿El qué, por el amor de Dios, el qué?
Harper se volvió hacia él.
—¿Puede esperar, capitán? ¿Dos minutos?
—¿Un pájaro? —preguntó Sharpe haciendo una mueca.
—Sí. La urraca de cola azul. Ha sobrevolado el arroyo, no puede estar lejos.
Harper tenía la cara iluminada, había olvidado la batalla de repente, la captura del águila era una nimiedad frente al descubrimiento del extraño pájaro que tanto había deseado ver.
—Vaya. Le espero aquí —dijo Sharpe sonriendo.
El sargento se dirigió lentamente hacia el arroyo, dejando a Sharpe entre el humo que se elevaba de los cuerpos. Un caballo pasó al trote; absorto en su trabajo, con una masa de sangre en su flanco, y alejado tras las llamas, Sharpe oyó los clarines que llamaban a formar a los vivos. Se quedó mirando fijamente el águila, el trueno agarrado en la garra, el anillo que rodeaba el cuello del animal, y sintió una nueva ola de alborozo ante su captura. ¡Ahora no podrían enviarlo a las Indias Occidentales! Simmerson podía hacer todo lo que quisiera, pero el hombre que había traído la primera águila capturada a los franceses estaba a salvo de sir Henry. Sonrió, levantó el águila de manera que el sol le diera en las alas, y oyó un sonido de cascos tras él.
Su fusil estaba en el suelo y tuvo que dejarlo al rodar desesperadamente para evitar la carga de Gibbons. El teniente, con el sable curvo desenvainado, tenía los ojos enloquecidos y se apoyaba en la silla; la espada silbó sobre la cabeza de Sharpe, él cayó, siguió rodando, y se arrodilló para ver que Gibbons refrenaba al caballo, lo hacía girar con una mano, y volvía a lanzarlo adelante. El teniente no le daba tiempo a Sharpe ni siquiera de sacar la espada, en su lugar apuntaba el sable como una lanza y espoleó al caballo para que adelantara de manera que la hoja se clavara en el vientre de Sharpe. Éste se dejó caer y el caballo llegó como un rayo hasta su lado, se volvió sobre sus patas traseras, y Gibbons se encontraba por encima de él apuntando hacia abajo con el sable. Ninguno de los hombres dijo nada. El caballo relinchó, reculó y azotó con los cascos, y Sharpe se separó de un revolcón cuando el sable bajaba a pincharlo. Sharpe sacudió el águila apuntando a la cabeza del animal pero Gibbons era muy buen jinete y sonrió mientras esquivaba el golpe salvaje. El teniente levantó el sable en sus manos.
—Déme el águila, Sharpe.
Sharpe miró a su alrededor. El rifle cargado estaba a cinco yardas y corrió hacia él, a sabiendas de que estaba demasiado lejos, oyendo los cascos tras él, y entonces el sable cayó sobre su mochila y lo tiró al suelo. Cayó sobre el águila, rodó hacia la derecha, y el caballo hacía cabriolas por encima suyo, los cascos eran como martillos sobre su cara, y la hoja del sable una curva de luz tras las herraduras brillantes. Volvió a rodar, sintió un golpe paralizante cuando uno de los cascos le golpeó en el hombro, pero siguió rodando alejándose del sable de Gibbons. Era inútil. La hierba se le metía por la nariz, el aire estaba lleno de los cascos volantes, el caballo estaba encima de él, pisando junto a él, esperaba que la espada le atravesara y le clavara en el suelo seco. Estaba enfadado consigo mismo, por haber sido atrapado, por olvidarse de Gibbons y se preguntaba cuánto tiempo había estado el teniente espiándole entre el humo.
Apenas podía mover el brazo derecho, todo él parecía estar paralizado por el golpe del casco, pero arremetía hacia arriba con el águila como si fuera una barra, intentado alejar los cascos de su cuerpo. ¡Maldita urraca! ¿No oía Harper la lucha? Entonces el sable se paró encima de su estómago y vio la cara sonriente de Gibbons sobre él.
—Ella se quedó satisfecha. Y me quedo con el águila también.
Parecía que Gibbons se reía de él, la boca del teniente se ensanchaba cada vez más, pero aún no le atacaba. Sus ojos se hicieron grandes y Sharpe se empezó a mover, se alejó del sable, se puso en pie y vio que de la garganta de Gibbons brotaba sangre y caía, lentamente, sobre el sable. Sharpe se seguía moviendo, balanceaba el águila, y el ala del trofeo francés golpeó la boca de Gibbons, le rompió los dientes, empujándole la cabeza hacia atrás, pero el teniente estaba muerto. El águila lo había obligado a echarse hacia atrás, pero el cuerpo estaba inclinado hacia Sharpe y en su centro, entre las costillas, había una bayoneta de un mosquete francés. El sargento Harper estaba en el otro extremo del caballo y sonrió a Sharpe.
El cuerpo de Gibbons cayó junto al caballo y Sharpe se quedó mirándolo fijamente, a la bayoneta y al extraño mosquete francés que había entrado limpiamente en los pulmones y estaba clavado allí, oscilando sobre el cuerpo. Miró a Harper.
—Gracias.
—Ha sido un placer.
El sargento sonreía con ganas como si le hubiera agradado ver a Sharpe luchando por su vida.
—Valía la pena estar en este ejército sólo para hacer esto.
Sharpe se inclinó sobre el águila, respiró hondo, aterrado ante la proximidad de la muerte. Sacudió la cabeza mirando a Harper.
—¡El muy bastardo casi me da!
Su voz parecía asombrada como si le pareciera increíble que Gibbons resultara vencedor.
—Primero hubiera tenido que acabar conmigo, capitán.
Lo dijo alegremente, pero Sharpe sabía que el sargento había dicho la verdad y sonrió en señal de gratitud y entonces fue a recoger su rifle.
Se volvió a girar.
—¿Patrick?
—¿Capitán?
—Gracias.
Harper hizo una señal como rechazando el agradecimiento.
—Sólo procure que nos den más de cien guineas. No se captura una maldita águila cada día.
Gibbons no llevaba gran cosa; un puñado de guineas, un reloj que se había roto con la caída y el caro sable que se veían obligados a abandonar. Sharpe se acercó a Harper y, arrodillándose junto al cuerpo caído, metió la mano por entre el cuello de Gibbons y encontró lo que medio esperaba: una cadena de oro. Muchos soldados llevaban colgado del cuello algo valioso y Sharpe lo sabía, si él muriera, algún enemigo encontraría la bolsa con las monedas colgada de su cuello. Harper levantó la mirada.
—Me olvidaba de esto.
Era un medallón en cuyo interior había la foto de una muchacha. Era rubia, como Gibbons, pero sus labios eran más gruesos que los suyos. Sus ojos, a pesar de lo pequeño de la miniatura, parecían mirar hacia afuera del medallón con vivacidad y alegría. Harper se reclinó.
—¿Qué pone, capitán?
Sharpe leyó las palabras en el interior de la tapa abierta.
—Dios te guarde. Con cariño, Jane.
Sharpe silbó suavemente.
—Es guapa, capitán.
Sharpe cogió el medallón y lo introdujo en la cartuchera y entonces volvió a mirar al muerto con la sangre brillante sobre su fina cara.
¿Sabía qué tipo de persona era su hermano?
—Vamos, sargento.
Caminaron sobre la hierba, por entre las llamas, hasta que vieron la bandera amarilla y solitaria del South Essex. El teniente Knowles fue el primero que les vio, gritó y de repente la compañía ligera estaba a su alrededor, dándoles palmadas en la espalda, diciendo palabras que ellos no oían y empujándolos hacia el grupo de jinetes que había junto a la bandera. Sharpe pasó la mirada por delante de un Forrest resplandeciente y miró a Lawford.
—¿Pero?
Lawford se rió ante la sorpresa de Sharpe.
—¿Si no me equivoco usted está al mando de mi compañía ligera?
—¿Suya?
Lawford arqueó las cejas. Estaba exquisito con el galón plateado.
—¿No lo aprueba, capitán Sharpe?
—¿Y sir Henry? —preguntó Sharpe sonriendo y sacudiendo la cabeza.
—Digamos que sir Henry sintió un ardiente deseo de volver a las buenas villas de Paglesham —contestó Lawford encogiéndose de hombros.
Sharpe tenía ganas de reír. Había cumplido la promesa de Lennox pero sabía que la verdadera razón por la que se había abierto camino hacia el águila francesa era para salvar su propia carrera, ¿y había sido, a fin de cuentas, necesario? La muerte de Denny y de tantos otros, ¿todo para que no fuera a las Indias Occidentales? El trofeo estaba escondido entre la multitud de hombres, pero él lo levantó de manera que la estatuilla dorada resplandeciera de repente bajo la luz. Se la entregó a Lawford.
—La bandera perdida del batallón. Lo mejor que el sargento Harper y yo podíamos hacer.
Lawford se quedó mirando fijamente a los dos hombres, al cansancio bajo las manchas de pólvora, a las líneas de sus caras surcadas con sangre de las heridas de la cabeza, y a las manchas negras donde las bayonetas habían chorreado sangre en sus casacas verdes. Cogió el águila, incrédulo, sabiendo que era lo único que devolvería el orgullo al batallón y la elevó alto en el aire. El South Essex, durante tanto tiempo despreciado por el ejército, la vio y lanzaron gritos de júbilo, se dieron palmadas en la espalda, elevaron sus mosquetes al cielo, y jalearon hasta que otros batallones se detuvieron para ver el porqué de tanto ruido.
Encima de ellos, en el Medellín, el general Hill oyó el entusiasmo y dirigió su telescopio hacia el batallón que casi había echado a perder la batalla. Captó el águila con su lente y la boca se le abrió de un palmo.
—¡Que me maten! ¡Santo cielo! Qué cosa más extraña. ¡El South Essex ha capturado un águila!
Se oyó una risa seca a su lado y Hill se volvió para ver a sir Arthur Wellesley.
—¿General?
—Que me maten a mí también, Hill. Sólo le había visto maldecir otras dos veces —dijo Wellesley mientras le quitaba el telescopio a Hill y miraba a través de él pendiente abajo—. ¡Maldita sea! ¡Tiene razón! Vayamos a ver ese extraño animal.