Sharpe perdió la batalla de vista cuando se interpuso el batallón de tropas holandesas y el humo que se elevaba como extrañas nubes de niebla bajo el abrasador calor español. Con la retirada de la primera línea de las columnas francesas los holandeses se habían convertido en un blanco para los cañones británicos y, con bastante sensatez, las tropas de casaca blanca habían desplegado la columna y habían formado una línea. Ahora eran una pared blanca y sucia en ángulo recto con el arroyo y de frente a los restos que huían de la Legión Alemana del Rey que atravesaban corriendo su frente. Sharpe veía que los holandeses atacaban y disparaban los mosquetes dirigidos hacia los batallones dispersos pero no hacían ningún movimiento de avance y remataban a los supervivientes y Sharpe supuso que, estando muerto su coronel por el disparo de Hagman, el batallón no sabía qué hacer y estaba esperando el segundo ataque francés para unirse a ellos.
—¡Capitán! ¡Capitán! —gritó el alférez Denny tirando de la casaca de Sharpe y señalando.
Por entre el humo que levantaban los cañones del Medellín, Sharpe vio un batallón británico que descendía por la colina.
—¡Es el nuestro! ¡El nuestro!
Denny estaba excitado, saltaba arriba y abajo, mientras el único estandarte se abrió camino entre el humo y se hizo totalmente visible en la ladera. Todavía estaban a un cuarto de milla de distancia y tras ellos, apenas perceptible entre el humo, Sharpe vio otro batallón que marchaba hacia la brecha para ponerse enfrente de este segundo ataque francés más amplio. Volvió a oír los tambores, tan persistentes como siempre, y sintió que el punto crucial de la batalla se acercaba y, como para confirmarlo, los cañones franceses volvieron a sonar y de sus cañones calientes y chamuscados lanzaron granada tras granada sobre el batallón británico que corría para formar una nueva línea con la que enfrentarse al siguiente ataque. Los franceses estaban muy cerca de la victoria, sólo tenían que romper la improvisada defensa que se estaba formando con los restos y tendrían el día ganado.
Se olvidaron de los hombres de Sharpe. Eran un pequeño grupo en el fondo de un valle poco profundo en los extremos de una gran lucha. Los batallones se habían dispersado a ambos lados, había cientos de muertos, corría sangre por el riachuelo y ahora, entre el humo y el ruido, miles de franceses marchaban hacia la parcheada línea británica. En cualquier momento el ataque daría en el blanco y las reservas británicas se desmoronarían o aguantarían y Sharpe se quedó, con la espada en la mano, sin saber qué hacer. Harper le dio un golpe en el brazo y le señaló a un jinete que se acercaba lentamente hacia ellos desde el Medellín.
—¡El teniente Gibbons, capitán!
Sharpe volvió a mirar la batalla. Probablemente Gibbons venía con órdenes de Simmerson pero Sharpe no tenía confianza en el coronel y no estaba particularmente interesado en el mensaje que traía Gibbons. El South Essex aún estaba algo alejado para abrir fuego contra el batallón de casacas blancas que tenía enfrente y cuando lo hicieran Sharpe sabía que los holandeses se volverían en contra de sus atacantes y él no confiaba en la habilidad de Simmerson para luchar contra el batallón. Era mejor no hacer caso del South Essex.
El humo cubría a los holandeses. Cuando la lucha se hizo más intensa el humo de la pólvora se espesó hasta convertirse en una nube blanca y sucia que tapaba todo y los lejanos sonidos de las trompetas de la caballería competían con amenaza siniestra. Sharpe se relajó. No se podían tomar decisiones, la batalla se estaba decidiendo con los miles de hombres detrás del humo de los mosquetes holandeses y la compañía ligera del South Essex había cumplido con su deber. Se volvió hacia Harper y sonrió.
—¿Está viendo lo mismo que yo?
Harper hizo una mueca, sus dientes parecían de un blanco brillante en el rostro negro de pólvora.
—Es muy tentador, capitán. Yo también lo estaba pensando.
A doscientas yardas, en el centro de la línea holandesa, había un águila. Bajo la luz brillaba como el oro, sus alas extendidas hacían sombra en el asta sobre la que estaba montada. Sharpe miró fijamente a las espaldas de la infantería holandesa que disparaban a un blanco invisible entre el humo.
—Daría mucho que hablar, seguro.
Sharpe arrancó un trozo de hierba y lo masticó, luego lo escupió.
—No puedo ordenarle que venga.
El sargento volvió a sonreír, una sonrisa amplia y feliz en una cara áspera.
—No tengo nada mejor que hacer. Se necesitan más de dos.
Sharpe sacudió la cabeza y sonrió burlón.
—Tal vez el teniente Gibbons nos echaría una mano.
Harper se giró y se quedó mirando a Gibbons que rondaba a cincuenta yardas detrás de la compañía.
—¿Qué quiere?
—Sabe Dios. Olvídese de él.
Sharpe se colocó delante de sus hombres y les miró. Estaban sentados en cuclillas sobre la hierba, tenían las caras sucias, los ojos hundidos a causa del humo de la pólvora y de la fatiga de la batalla. Lo habían hecho más que bien. Le miraron expectantes.
—Lo han hecho bien. Han estado bien y yo estoy orgulloso de ustedes.
Ellos sonrieron, turbados por la alabanza, agradecidos por ella.
—No les pediré nada más. El batallón viene hacia aquí y dentro de un minuto el señor Denny se los llevará y les hará formar a la izquierda como siempre.
Estaban confusos, las sonrisas se esfumaron.
—El sargento Harper y yo no vamos con ustedes. Creemos que no está bien que nuestro batallón sólo tenga una bandera así que vamos a ir a buscar otra. Aquella.
Señaló hacia el águila y vio que los hombres miraban por detrás de él. Algunos hicieron una mueca, la mayoría parecían espantados.
—Vamos a ir ahora. El que quiera venir es tonto, pero será bienvenido. El resto de ustedes, todos si quieren, regresará con el señor Denny y el sargento y yo nos reuniremos con ustedes cuando podamos.
—¡Yo quiero ir, capitán! —protestó Denny.
Sharpe sacudió la cabeza en señal de negación.
—Cualquiera puede venir, señor Denny, excepto usted. Quisiera que llegara a cumplir los diecisiete.
Los hombres sonrieron con burla, Denny se puso rojo, y Sharpe se alejó.
Oyó que Harper desenvainaba la bayoneta y luego le siguió el ruido de otras hojas que se encajaban. Empezó a caminar hacia el enemigo, con la espada bajada y oía los pasos tras él. Harper estaba a su lado y siguieron caminando hacia el confiado batallón.
—Vienen todos, capitán. Todos.
Sharpe le miró.
—¿Todos? —dijo girándose—. ¿Señor Denny? ¡Vuelva con el batallón! ¡Es una orden!
—Pero capitán…
—No, señor Denny. ¡Vuelva!
Observó cómo el muchacho daba la vuelta y daba unos pasos. Gibbons seguía sentado sobre su caballo mirándoles y Sharpe se volvió para preguntar qué hacía el teniente, pero era irrelevante; el águila lo era todo. Se dio la vuelta y siguió, rezando para que el enemigo no les advirtiera, rezando a lo que hubiera más allá del cielo azul enmarañado con humo para que tuvieran éxito. El águila era todo su afán.
El enemigo todavía no les miraba, todavía disparaba al humo, y el sonido de la batalla creció. Finalmente Sharpe oyó las descargas regulares del pelotón y supo que el segundo ataque francés se había enfrentado a la nueva línea británica y la espantosa monotonía de las cargas británicas luchaba una vez más con el hipnótico redoblar de los tambores. Las balas de los cañones de seis británicos tronaban por encima de sus cabezas y describían malas trayectorias en las invisibles columnas francesas pero los redobles se hacían más intensos, los gritos de «Vive l’Empereur» no disminuían, y de repente se encontraron a unas cien yardas del águila. Sharpe giró la espada en su mano y apretó el paso. ¡Seguro que el enemigo les vería!
Un muchacho que tocaba el tambor, redoblando con las baquetas en la retaguardia de la línea del enemigo, se giró para vomitar y vio al pequeño grupo que se acercaba silenciosamente entre el humo. Gritó un aviso, pero nadie le oyó, volvió a gritar y Sharpe vio que un oficial se giraba. La tropa se movió, los hombres se giraban para enfrentarse a ellos pero tenían las baquetas a medio bajar en los cañones y todavía estaban cargando. Sharpe levantó su espada.
—¡Sigan, sigan!
Empezó a correr, sin pensar en nada que no fuera el águila y las caras espantadas del enemigo que se apresuraba desesperadamente a cargar los mosquetes. Alrededor de los portaestandartes Sharpe vio granaderos que llevaban altos gorros de piel, algunos de ellos iban armados con hachas, los protectores del honor francés. Un mosquete disparó y una baqueta dio una voltereta sobre su cabeza; Harper estaba a su lado, con la espada bayoneta en la mano, y los dos hombres gritaron el alto cuando los muchachos de los tambores huyeron a cada lado y los dos enormes fusileros se introdujeron en el centro de la línea enemiga. Los mosquetes explotaron con un chasquido terrible, Sharpe tuvo la impresión de ver a hombres vestidos de verde lanzados hacia atrás, pero no vio más que a un granadero alto que arremetía con pinchazos cortos y profesionales con una bayoneta. Sharpe se desvió a un lado, dejó que la hoja se deslizara más allá de él, agarró el cañón del mosquete con la mano izquierda y tiró al granadero sobre su espada afilada. Alguien le atacaba por la izquierda, un golpe bajo oscilante con un mosquete, y se giró de manera que éste cayó con un ruido sordo en su mochila y le lanzó sobre el cuerpo del granadero cuyas manos agarraban la espada hendida en su estómago. Un disparo le hizo ensordecer, y de repente se encontró libre y arrancando la hoja del pesado cadáver y gritando muerte a los hombres que protegían el águila. Harper se había abierto camino, al igual que Sharpe, entre la primera fila pero su bayoneta era demasiado corta y el irlandés era repelido por dos hombres con bayonetas. Sharpe los aplastó hacia un lado con su espada, cortando una gran astilla del mosquete más cercano y Harper saltó en la brecha, cortando a derecha e izquierda, mientras Sharpe forcejeaba al lado. Más mosquetes, más gritos, los casacas blancas les arañaban, les rodeaban, volviendo a cargar para destruir al diminuto grupo con fuego de mosquete que los machacaría sin piedad. El águila se retiraba, se alejaba de ellos, pero el portaestandarte no tenía otro lugar donde ir que hacia el fuego de mosquete de un batallón británico invisible que estaba en algún lugar entre el humo que chorreaba del estallido de la columna contra la línea. Uno de los hombres con hacha se dirigió hacia Sharpe; era un hombre enorme, tanto como Harper, y sonrió al tiempo que levantaba la inmensa hoja y la balanceaba con fuerza hacia abajo dando un golpe que hubiera partido la cabeza de un buey. Sharpe se tiró a un lado, sintió el aire producido por la hoja, y vio caer el hacha en el suelo empapado en sangre. Clavó la espada en el cuello del hombre, supo que le había matado y vio que Harper recogía el hacha del suelo y tiraba su bayoneta. El irlandés gritaba en la lengua de sus antepasados y se le subió la sangre enfurecida, blandiendo el hacha en un círculo tan salvaje que incluso Sharpe tuvo que agacharse cuando Patrick Harper siguió; los labios torcidos en su cara ennegrecida, su chacó perdido, su largo cabello enmarañado con la pólvora, la gran espada plateada silbando en sus manos y usando el antiguo idioma, abriéndose paso entre el enemigo.
El portaestandarte saltó de la tropa para llevar la preciada águila a salvo hasta el batallón pero se oyó un chasquido, el hombre cayó, y Sharpe oyó el usual «cójalo» de Hagman. Entonces se oyó un nuevo ruido, más descargas, y el batallón holandés se estremeció como un animal herido al tiempo que el South Essex se acercaba a su flanco y empezaba a derramar sus descargas. Un oficial enloquecido estaba mirando a Sharpe, se abalanzó hacia él con una espada, falló, y gritó de pánico cuando Sharpe arremetió con la punta. Un hombre de blanco salió corriendo de la tropa para recoger el águila caída pero Sharpe estaba en la misma línea y le dio una patada en las costillas, se dobló, y cogió la cosa del suelo. Se oyó un grito deforme proveniente del enemigo, los hombres arremetieron contra él con bayonetas y sintió un golpe en el muslo, pero Harper estaba allí con el hacha y también Denny con su espada ridículamente delgada.
¡Denny! Sharpe hizo que el muchacho se agachara, balanceó la espada para protegerle pero tenía una bayoneta en el pecho y aunque Sharpe estrelló la espada en la cabeza del hombre notó que Denny se estremecía y se desplomaba. Sharpe chilló, balanceó el águila de cobre dorado hacia el enemigo, vio que el oro rasgaba el aire y le obligó a retroceder, volvió a gritar y saltó por los cuerpos con su espada ensangrentada buscando más. Los holandeses se replegaron aterrorizados, el águila les atacaba y ellos retrocedían ante los dos enormes fusileros que gruñían, se lanzaban hacia ellos, sangraban por una docena de cortes y seguían avanzando. ¡Eran inmortales! Y ahora venían descargas por la derecha, de frente, y los holandeses, que habían luchado tan bien para sus amos franceses, ya tenían bastante. Corrieron, al igual que los otros batallones franceses corrían, y entre el humo del valle del Portina los restos de batallones como el 48 y los hombres de la Legión y los Guardias que habían vuelto a formar y adelantaban para volver a luchar avanzaban sobre el terreno resbaladizo de sangre y embestían con sus bayonetas y obligaban a las enormes columnas francesas a retroceder. El enemigo se alejaba del acero chorreante, se retiraba de una escena que era como las imágenes más pavorosas del infierno. Sharpe no había visto nunca tantos cuerpos, tanta sangre derramada en un campo; ni siquiera en Assaye, que creía que era incomparable en cuanto al horror, había corrido tanta sangre.
Desde el Medellín, a través del humo, sir Henry observó que todo el ejército francés retrocedía, destruido una vez más por los mosquetes británicos, destrozado y sangrante, habiendo perdido una cuarta parte de sus efectivos; derrotados, destrozados por la línea, por los mosquetes que podían hacer cinco disparos por minuto en un día bueno, y por hombres que no temían a los tambores. Y en su mente, sir Henry redactó una carta que explicaría cómo su orden de retirar al South Essex de la línea había sido el movimiento clave que había permitido la victoria. ¿Acaso no había dicho él siempre que los británicos ganarían?