CAPÍTULO 23

Sir Henry Simmerson apenas se había movido en toda la mañana. Había observado el rechazo del primer ataque, pero excepto la compañía ligera, el South Essex no había sido necesario; ahora, sir Henry lo sabía, sería diferente. La parte este del Portina estaba llena de tropas francesas, batallón tras batallón, preparándose para avanzar en las inevitables columnas y que sir Henry había inspeccionado silenciosamente con su telescopio. Quince mil hombres estaban a punto de lanzarse contra el centro de la posición británica y, además, otros quince mil empezaban a acercarse al Pajar y a la red de obstáculos que protegía a los españoles.

A la derecha de sir Henry los cuatro batallones de la Legión Alemana del Rey, el Coldstream y el tercero de Guardias esperaban el ataque pero sir Henry sabía que la batalla estaba perdida. Ninguna tropa, ni siquiera las ostentosas como la de la Legión y la de los Guardias, podían resistir a los arrolladores números que esperaban la señal para iniciar su acercamiento en masa.

Sir Henry gruñía y se removía en su silla de montar. Había tenido razón desde el principio. Había sido una locura dejar un ejército en manos de Wellesley, era una locura luchar en este país pagano y dejado de la mano de Dios cuando los británicos deberían más bien estar luchando tras las murallas de las ciudades flamencas. Volvió a mirar a los franceses. Cualquier tonto vería lo que iba a suceder; que las enormes columnas atravesarían la débil línea británica como un toro enfurecido contra una valla de astillas. Talavera quedaría aislada, los españoles cazados como ratas por las calles, pero las tropas del Medellín, como su propio batallón, estaban en la peor posición. Al menos las tropas cercanas a Talavera tenían la posibilidad de alcanzar el puente y comenzar la larga retirada hacia la ignominia, pero para el South Essex y para los otros batallones el único destino era quedar aislados, y la rendición inevitable.

—No nos rendiremos.

El teniente Gibbons acercó el caballo a su tío. A él no se le había ocurrido que deberían rendirse pero hacía tiempo que había aprendido que la manera más fácil de seguir teniendo el favor de sir Henry era estar de acuerdo con él.

—De acuerdo, señor.

Simmerson plegó el telescopio.

—Será un desastre, Christian, un desastre. El ejército está a punto de ser destruido.

Su sobrino estuvo de acuerdo y Simmerson pensó una vez más qué desperdicio de talento era que Gibbons sólo fuera un teniente. Nunca había oído de su sobrino más que cosas con sentido militar, el chico entendía todos sus problemas, estaba de acuerdo con sus soluciones, y si sir Henry no había encontrado temporalmente la ocasión de darle a su sobrino una merecida capitanía, al menos le podría mantener alejado de aquel maldito Sharpe y le utilizaría como consejero y confidente de confianza. Un nuevo batallón apareció en la línea francesa, casi enfrente del South Essex y Simmerson desplegó el telescopio y les miró.

—Es extraño.

—¿Señor?

Simmerson entregó el telescopio a su sobrino. El nuevo batallón marchando por detrás del Cascajal iba vestido con casacas blancas con vueltas y cuellos rojos. Simmerson no había visto nunca tropas como aquellas.

—¡Comandante Forrest!

—¿Coronel?

Simmerson señaló a las nuevas tropas que estaban formando una columna.

—¿Sabe quiénes son?

—No, mi coronel.

—Averígüelo.

El coronel vio que Forrest espoleaba al caballo línea abajo. «Va a ver a Sharpe. Se cree que lo sabe todo.» Pero no por mucho tiempo, pensó Simmerson, esta batalla sería el fin de aventureros militares como Sharpe y Wellesley y devolvería el ejército a hombres prudentes, oficiales con sentido común, hombres como sir Henry Simmerson. Se volvió y observó las granadas que explotaban entre la LAR y los Guardias. Los batallones estaban estirados y la mayoría de los disparos franceses explotaban inofensivamente o saltaban sobre sus cabezas. De vez en cuando sin embargo, se veía una nube de humo en el centro de la tropa y Simmerson vio a los sargentos retirando a los muertos mutilados de la línea y cubriendo los huecos. La línea de tiradores estaba delante, tumbada en la hierba larga junto al arroyo, una acción fútil frente al inminente ataque francés. Forrest regresó.

—¿Comandante?

—El capitán Sharpe dice que son de la División Alemana, mi coronel. Cree que son probablemente los batallones holandeses.

Simmerson soltó una risotada.

—Alemanes luchando contra alemanes, ¿eh? ¡Dejemos que se maten entre ellos!

Forrest no se reía.

—El capitán Sharpe pide que la compañía ligera se adelante, mi coronel. Cree que los holandeses atacarán parte de la línea.

Simmerson no dijo nada. Miró a los franceses y a los holandeses, si eso es lo que eran, y ciertamente estaban bien enfrente del South Essex. Un segundo batallón formaba una columna separada detrás de la primera pero Simmerson no tenía ninguna intención de que su batallón se enredara en la lucha a muerte del ejército de Wellesley. La Legión Alemana del Rey podía enfrentarse a los holandeses de la División Alemana mientras que Simmerson al menos salvaría a un batallón del desastre.

—¿Coronel? —le incitó Forrest.

Simmerson hizo señas para detener la interrupción. Tenía una idea en la cabeza y era excitante, una idea que se extendía al futuro y que dependía de lo que hiciera en aquel momento y observó la belleza con que crecía en su mente. El ejército estaba condenado. Eso era cierto y al cabo de una hora aproximadamente, las fuerzas de Wellesley estarían muertas o prisioneras pero no había ninguna necesidad de que el South Essex participara en ese desastre. Si les hiciera marchar ahora, alejándose del Medellín hacia una posición en la retaguardia, entonces no se verían rodeados por los franceses. Más que eso, serían el punto de reunión para los fugitivos que consiguieran escapar a la furia de los franceses y entonces podría dirigirlos, la única unidad que se habría librado indemne de la destrucción de un ejército, de vuelta a Lisboa y a Inglaterra. Tal acción tendría que ser premiada y Simmerson se veía a sí mismo con el grueso galón dorado y el sombrero de tres picos de general. Se agarró a su silla con excitación. ¡Resultaba tan obvio! No era tan tonto como para no darse cuenta de que la pérdida de la bandera en Valdelacasa era una mancha para él, aunque estaba satisfecho porque en la carta le había echado la culpa a Sharpe con firmeza y haciéndolo creíble, pero si pudiera salvar aunque fuera una pequeña parte de este ejército entonces Valdelacasa se olvidaría y la Guardia Real de Whitehall se vería obligada a reconocer su habilidad y recompensar su iniciativa. Su confianza creció. Durante un tiempo se había sentido incómodo con los duros hombres que luchaban en esta guerra pero ahora habían conducido al ejército a una posición terrible y sólo, Simmerson, tenía la visión de lo que había que hacer. Se enderezó en la silla.

—¡Comandante! ¡El batallón dará media vuelta y formará una columna de marcha a la izquierda!

Forrest no se movió. El coronel hizo girar su caballo.

—¡Venga, Forrest, no tenemos mucho tiempo!

Forrest estaba espantado. Si hacía tal como ordenaba Simmerson, el South Essex giraría como una puerta giratoria y dejaría un hueco en la línea británica por donde los franceses podrían introducir sus tropas. ¡Y las columnas francesas habían iniciado el avance! Los voltigeurs hormigueaban hacia el arroyo, los tambores habían comenzado su ritmo de guerra, las granadas iban cayendo cada vez con mayor intensidad entre la Legión Alemana por debajo de ellos. Simmerson dio una palmada al anca del caballo de Forrest.

—¡Dese prisa, hombre! ¡Es nuestra única esperanza!

Se dieron las órdenes y el South Essex empezó el torpe movimiento giratorio que convertía el flanco del Medellín en una pendiente abierta al enemigo. La compañía de Sharpe era el eje del movimiento y la tropa se movía torpemente y miraba fijamente detrás de ellos, espantados, mientras las columnas enemigas iniciaban el avance. La línea de tiradores ya estaba luchando, Sharpe oía los mosquetes y fusiles, pero a trescientos metros del arroyo se acercaban las águilas. Este ataque no sólo era más abrumador que el primero sino que esta vez los franceses enviaban la artillería de campaña con las columnas y Sharpe veía los caballos y los cañones esperando para iniciar su viaje hacia el arroyo. ¡Y el South Essex se retiraba! Sharpe corrió pesadamente a lo largo de la línea oscilante.

—¡Coronel!

Simmerson bajó la mirada hacia él.

—¿Capitán Sharpe?

—¡Por el amor de Dios, mi coronel! Una columna se dirige hacia nosotros…

Fue interrumpido por un teniente dragón, uno de los oficiales de Hill, que hizo que el caballo se detuviera deslizándose y provocara una lluvia de tierra. Simmerson miró al que acababa de llegar.

—¿Teniente?

—Saludos del general Hill, coronel, y que permanezca en su posición y despliegue los tiradores.

Simmerson sacudió la cabeza benignamente.

—Mis saludos al general Hill pero ya verá que estoy haciendo lo correcto. ¡Prosigan!

Sharpe pensó discutir pero sabía que era inútil. Corrió de vuelta a la compañía. Harper estaba detrás, manteniendo la formación, y miró apenado a su capitán.

—¿Qué pasa, mi capitán?

—Vamos hacia adelante, eso es lo que pasa.

Sharpe se abrió paso entre la tropa.

—¡Compañía ligera! ¡Orden de escaramuza! ¡Síganme!

Corrió colina abajo con sus hombres detrás. ¡Maldito Simmerson! Los voltigeurs del batallón con casacas blancas ya habían atravesado el arroyo y desbordaban a los Alemanes del Rey y Sharpe vio a muchos hombres que yacían muertos o heridos donde la legión luchaba contra dos veces su número. Fue una carrera asfixiante, con las mochilas que estorbaban, con bolsas y armas, pero los hombres se esforzaron en seguir adelante hacia los holandeses que habían cruzado el arroyo. Explotaron granadas entre la compañía ligera y Harper, conduciéndoles desde atrás, vio caer a dos hombres pero no había tiempo para cuidarles. Vio que Sharpe sacaba la espada torpemente de la vaina y se dio cuenta de que el capitán planeaba cargar justo contra los voltigeurs y empujarles de vuelta a cruzar el arroyo. Harper respiró hondo.

—¡Bayonetas! ¡Bayonetas!

Los hombres con mosquetes tenían pocas posibilidades de preparar las bayonetas a tiempo, pero a los fusileros no les hacía falta. La bayoneta Baker era larga e iba equipada con un asa y los fusileros de Sharpe se la aguantaban como una espada; los franceses los vieron llegar, giraron y manosearon torpemente las municiones. Una primera bala pasó cerca de Sharpe, cantándole al oído, una segunda golpeó el suelo y rebotó hacia arriba hasta golpear en su cantimplora y luego ya estaba blandiendo la espada hacia el hombre más cercano; el resto de la compañía estaba apuñalando y gritando y los voltigeurs de casaca blanca se volvían corriendo al otro lado del Portina.

—¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo! —gritaba Sharpe a sus hombres y empujaba a dos de ellos hacia el suelo.

La línea de tiradores se había restablecido pero eso era una pequeña victoria. Corrió entre sus hombres.

—¡Apunten bajo! ¡Maten a estos bastardos!

Los tiradores holandeses habían vuelto a formar y empezaron a atravesar el arroyo. Sharpe no les hizo caso y siguió corriendo hasta que encontró a un capitán de la Legión Alemana del Rey cuya compañía había sufrido porque Simmerson se había negado a enviar a su compañía ligera.

—¡Lo siento!

El capitán le hizo una señal a Sharpe con la mano, rechazando la disculpa.

—¡Sea usted bienvenido! Luchamos contra la División Alemana, ¿eh? —dijo riendo el capitán—. Son buenos soldados pero nosotros somos mejores. ¡Diviértase!

Sharpe volvió con su compañía. El enemigo estaba a cincuenta yardas, al otro lado del arroyo, y los fusileros de Sharpe afirmaban su superioridad gracias a las siete ranuras en espiral en los tubos de sus armas. Los voltigeurs se retrasaban poco a poco y los casacas rojas de Sharpe del South Essex se deslizaban adelante acercándose al arroyo para mejorar la puntería; él les observaba con orgullo, ayudándose unos a otros, apuntando a los blancos, disparando con serenidad y recordando las lecciones que les había machacado durante el avance hacia Talavera. El alférez Denny estaba de pie, dando ánimo estridente, y Sharpe le empujó al suelo.

—No haga usted de blanco, señor Denny, ¡les gusta matar a oficiales jóvenes y prometedores!

Denny sonrió de oreja a oreja al oír el cumplido.

—¿Y usted, mi capitán? ¿Por qué no se agacha?

—Ahora lo haré. ¡Recuerde que no ha de quedarse quieto!

Harper estaba de rodillas junto a Hagman, cargando para él, y escogiendo blancos maduros para el viejo cazador furtivo. Sharpe le dio su propio rifle y les dejó para que mataran uno a uno a los oficiales enemigos. Knowles estaba observando sensatamente el extremo descubierto de la línea, dirigiendo el fuego de media docena de hombres para detener a los casacas blancas que desbordaban al South Essex, y Sharpe no era necesario allí. Sonrió abiertamente. La compañía lo estaba haciendo bien, luchaba como una unidad de veteranos, y ya había una docena de cuerpos al otro lado del arroyo. Había dos, vestidos de rojo, en su propio lado pero el South Essex, tal vez debido a la ferocidad de su carga, mantenía la iniciativa y los holandeses no querían arriesgarse acercándose demasiado a la línea de tiradores británicos.

Pero detrás de los voltigeurs, acercándose firmemente, estaba la primera columna, la columna de la derecha de una serie que llenaba la llanura entre el Cascajal y la ciudad. El ataque se producía sólo a unos minutos y cuando llegara, pensaba Sharpe, la línea de tiradores tendría que retrasarse.

Todo el horizonte estaba escondido por las nubes de polvo que levantaban los miles de soldados de infantería franceses, sus redobles y vítores rivalizaban con el sonido de los cañones y de las granadas al explotar, y al fondo se oía el sonido siniestro de las cadenas que cencerreaban y que formaban parte de los arneses de la artillería. Sharpe no había visto nunca un ataque a tal escala, las columnas ocupaban media milla en formación de ataque y detrás de ellos, apenas vistos entre el polvo y el humo, una segunda línea, igual de fuerte que los franceses enviarían si los británicos detenían a los primeros batallones. Sharpe miró hacia atrás. Simmerson había hecho girar al batallón y se alejaba, desfilando, de la gran brecha que había creado en la línea, Sharpe vio a un jinete cabalgando temerariamente hacia la única bandera y supuso que Hill o incluso Wellesley estaban enfrentándose furiosamente contra Simmerson, pero de momento la brecha existía y los holandeses con casacas blancas marchaban directamente hacia ella.

Fue a reunirse con Harper. Sólo faltaban unos segundos para que la columna les obligara a retroceder y él miraba fijamente su lento avance y al águila que brillaba seductoramente en el centro. A su lado cabalgaba un jinete con un sombrero con escarapela y flecos y Sharpe dio una palmada a Hagman en el hombro.

—¿Capitán?

El hombre de Cheshire sonrió con su boca sin dientes. Sharpe gritó más alto que los toques de tambor y que el chasquido de los mosquetes.

—¿Ve el hombre con el elegante sombrero?

Hagman miró.

—¿Doscientas yardas?

Cogió su fusil y apuntó con cuidado, sin hacer caso del silbido de las balas del enemigo a su alrededor, exhaló suavemente y apretó el gatillo. El fusil retrocedió y le golpeó en el hombro, había una oleada de humo, pero Sharpe saltó a un lado y vio al coronel enemigo que caía en la masa de la columna. Dio una palmada a Hagman en la espalda.

—¡Bien hecho!

Fue caminando hacia los otros fusileros.

—¡Apunten a la artillería! ¡Los cañones!

Tenía miedo de los caballos de la artillería que los franceses llevaban con las columnas; si a los artilleros se les permitía acercarse lo suficiente y cargar con botes o metralla abrirían grandes brechas en la línea británica y darían a las columnas francesas la potencia de fuego que normalmente les impedía una formación compacta. Observó a sus fusileros que apuntaban a los caballos y a los artilleros que iban montados en los cañones de cuatro; si algo podía detener a la artillería sería la precisión a distancia del fusil Baker, pero quedaba muy poco tiempo antes de que la columna les obligara a retroceder y la escaramuza se convertiría en un correr y disparar continuo, acercándose cada vez más al enorme espacio que Simmerson había creado en la defensa británica.

Volvió corriendo hacia Harper, en el centro de la línea, y recuperó su fusil. Al tiempo que la columna redoblaba más cerca, los voltigeurs enemigos se armaban de valor y hacían cortas arremetidas hacia el arroyo en un intento de forzar a la línea de tiradores británicos a que retrocediesen. Sharpe vio a media docena de sus hombres yaciendo muertos o malheridos, uno de ellos con casaca verde, y señaló al hombre y arqueó las cejas mirando a Harper.

—Pendleton, mi capitán. Está muerto.

Pobre Pendleton, sólo diecisiete años, y tantos bolsillos que había dejado por hurgar. Los voltigeurs disparaban más rápido, sin preocuparse de apuntar, simplemente concentrándose en saturar al enemigo con fuego de mosquete y Sharpe vio caer a otro hombre: Jedediah Horrell, cuyas botas nuevas le habían llagado los pies. Era el momento de retirarse y Sharpe hizo sonar su silbato dos veces y vio cómo sus hombres apuraban un último disparo antes de correr unos pasos hacia atrás, para arrodillarse y volver a cargar. Atacó una bala en su fusil y volvió a deslizar la baqueta de acero en la abertura de la culata. Buscó un blanco y lo encontró en un hombre que llevaba el único galón de sargento francés y que estaba separando voltigeurs para la carrera que iba a llevarlos al otro lado del arroyo. Sharpe se colocó el rifle en el hombro, sintió el satisfactorio clic cuando el percutor plano y de cuello redondo encogió el muelle y apretó el gatillo. El sargento giró en redondo, tocado en el hombro y se volvió para ver quién había disparado. Harper agarró a Sharpe por el brazo.

—Ha sido un tiro terrible. ¡Ahora larguémonos de aquí! ¡Se querrán vengar por esto!

Sharpe hizo una mueca y corrió con el sargento hacia la nueva línea de tiradores que estaba a setenta pasos detrás del arroyo. El aire estaba lleno del bum-bum, bum-bum, buma bum, buma bum, bum-bum, Vive l’Empereur, y las columnas iban chapoteando por el arroyo, toda la llanura asfixiada de infantería francesa marchando bajo innumerables águilas hacia la débil línea defensiva que recibía aún las granadas de los cañones del Cascajal. Los cañones británicos tenían un blanco que no podían fallar y Sharpe vio cómo, una y otra vez, el disparo sólido abría las columnas, aplastando docenas de hombres, pero había demasiados hombres y las filas se cerraban, la tropa pisaba a los muertos y las columnas avanzaban. Se oyeron vítores de los tiradores británicos cuando se disparó una caja esférica, el arma secreta británica desarrollada por el coronel Shrapnel, detonada con éxito justo encima de una de las columnas y las balas de mosquete, comprimidas en la caja, salpicaron a los franceses y destrozaron a la mitad de la tropa, pero no había suficientes cañones para detener el ataque y los franceses asumieron el castigo y siguieron avanzando.

Entonces, durante diez minutos, no hubo tiempo para mirar nada que no fuese a los voltigeurs al frente, de no hacer nada más que correr y disparar continuamente, de intentar mantener a los tiradores franceses clavados contra su columna. El enemigo parecía más numeroso, el redoble de tambor más fuerte, y el humo de los mosquetes y fusiles ensuciaba el aire con una cortina opaca que rodeaba a la compañía de Sharpe y a los voltigeurs casacas blancas con sus gritos extraños y guturales. Sharpe llevaba a la compañía ligera hacia el lugar donde debía haber estado el South Essex, ensanchando el espacio entre su compañía y los tiradores alemanes. Su compañía había disminuido a menos de sesenta hombres y, por el momento, eran las únicas tropas entre la columna y la llanura vacía en la retaguardia de la línea británica. No tenía ninguna oportunidad de detener a la columna pero mientras pudiera ralentizar el avance existiría la posibilidad de que la brecha se cubriera y el sacrificio de sus hombres fuera justificado. Sharpe luchó con el rifle hasta que estuvo tan sucio que apenas podía introducir la baqueta en el cañón; los fusileros hacía tiempo que habían dejado de utilizar el paño grasiento que rodeaba la bala y en su lugar agarraban el rayado; como Sharpe, atacaban la carga y la bala en el arma tan rápido como podían para desanimar al enemigo. Algunos hombres corrían orinándose en las armas y volvían a la batalla. Era basto, pero era el método más rápido de limpiar la pólvora apelmazada de un cañón sucio en el campo de batalla.

Entonces, finalmente, el bendito sonido de descargas de enfilada, del fuego de pelotón, cuando las tropas de la Legión y de los Guardias desgarró el frente de las columnas británicas y las destrozó, echó la tropa hacia atrás, destruyó a las tropas que dirigían, haciendo golpear las descargas en las columnas con mayor número de cañones. Sharpe no podía ver nada. El batallón holandés se había colado en la brecha en el flanco del séptimo batallón de la Legión Alemana del Rey y se habían detenido. Los alemanes luchaban en dos frentes, delante de ellos y del lado donde el South Essex debiera permanecer, y Sharpe poco podía ayudarlos.

Los voltigeurs habían desaparecido, habían vuelto a su columna para crecer en número y Sharpe y su compañía, exhaustos y con la cara negra, se habían quedado en el centro de la brecha mirando la retaguardia de la columna enemiga mientras intentaba arrollar el flanco de los alemanes.

—¿Por qué no avanzan? —preguntó el teniente Knowles que estaba junto a él, sangrando por el cuero cabelludo, y con cara, de repente, de veterano.

—Porque las otras columnas han sido derrotadas. No quieren quedarse solos.

Aceptó un trago de la cantimplora de Knowles, la suya estaba destrozada y sentía el agua maravillosamente fresca en su garganta ardiendo. Hubiera deseado ver lo que estaba sucediendo pero el sonido, como siempre, explicaba su propia historia. El redoble de las doce columnas francesas balbució y se detuvo, los vítores de los británicos se elevaron en el aire, las descargas cesaron mientras las bayonetas chirriaban al salir de las vainas y encajarse en los mosquetes. Los vítores se convirtieron en gritos vengativos y desde la cima del Medellín los oficiales del general observaban cómo la primera línea del ataque francés se desintegraba y la línea de alemanes y hombres de la Guardia les perseguían de vuelta, perseguían a las columnas destrozadas a punta de bayoneta cruzando el arroyo, pasaban los caballos de la artillería que simplemente habían sido abandonados por el enemigo sin disparar un tiro.

—Oh, Dios —gimió Sharpe incrédulo.

—¿Qué?

Knowles miró hacia el arroyo, tras las espaldas del batallón holandés que estaba aislado en medio del campo, hacia donde los victoriosos alemanes tenían problemas. Las primeras columnas francesas habían huido, dispersas y derrotadas, pero junto al arroyo había una segunda línea de columnas, tan grande como la primera, y los franceses dispersos encontraban protección tras los cañones en espera de su reserva. Las tropas británicas y alemanas, con el ánimo levantado, las bayonetas mojadas y los mosquetes descargados, corrían directos al fuego de la tropa francesa de reserva y les tocaba a los británicos ser destrozados por las descargas de mosquete. Se volvieron y huyeron, en total desorden, y detrás de ellos la segunda línea de columnas, reforzada con los supervivientes de la primera, inició los redobles y empezó a marchar hacia una llanura donde la brecha dejada por Simmerson se había ensanchado hasta media milla y donde las únicas tropas británicas corrían en desorden.

Sir Henry, a salvo con el South Essex detrás del Medellín, vio el segundo avance francés y suspiró aliviado. Por un momento se había espantado. Había visto avanzar a las columnas francesas por la llanura, el polvo levantándose tras ellas, con los voltigeurs a la cabeza. Había visto el sol lanzar la plata de las miles de bayonetas y arder el oro de las miles de insignias cuando las trompetas y tambores acercaban las águilas de doce columnas justo hacia la extensa línea británica. Y se detuvieron. Los mosquetes habían ido arriba y abajo de la línea británica como una llama en movimiento, su tronar ahogando todos los demás sonidos, y desde su lugar aventajado en la ladera Simmerson había visto que las columnas se tambaleaban como maíz golpeado repentinamente al chocar las descargas contra ellas. Entonces las columnas se habían desmoronado, dispersado, y corrido y él apenas podía creer que una línea tan débil pudiera repeler tal ataque. Observó, mudo, que los británicos jaleaban, que las banderas de la Unión avanzaban, que las bayonetas llegaban al enemigo azules y volvían rojas. Había esperado la derrota, y en su lugar había visto la victoria, había esperado que los franceses se labraran el camino a través de la línea británica como si no existiera y en su lugar los británicos estaban consiguiendo sembrar un maldito caos en un ejército que los doblaba en número y ante ellos, y con ellos, se esfumaban sus sueños y esperanzas.

A excepción de que los británicos fueran demasiado lejos. Las nuevas columnas francesas abrieron fuego, los alemanes y la Guardia se separaron y se dispersaron, y un nuevo ataque francés, incluso mayor que el primero, se abría paso desde el arroyo. Los vítores de los británicos habían desaparecido, los tambores estaban de vuelta, y las banderas de la Unión se replegaban en caos ante las águilas triunfantes. Después de todo, tenía razón. Se volvió para remarcar su perspicacia a Christian Gibbons pero en lugar de su sobrino se encontró mirándole a los ojos a un desconocido teniente coronel; ¿o no tan desconocido? Tenía idea de que había visto al hombre anteriormente pero no sabía dónde. Estaba a punto de preguntarle qué quería pero el elegante teniente coronel habló primero.

—Está usted relevado, sir Henry. El batallón es mío.

—Qué…

El hombre no quería discutir. Se volvió a un sonriente Forrest y soltó un chorro de órdenes. El batallón se detuvo, giró, y se dirigió a la batalla. Simmerson cabalgaba detrás del hombre y gritó una protesta pero el teniente coronel se le acercó con la espada desenvainada, mostrándole los dientes y sir Henry decidió que no era el lugar para una discusión y tiró de las bridas de su caballo. El hombre miró entonces a Gibbons.

—¿Quién es usted, teniente?

—Gibbons, señor.

—Ah, sí, ya me acuerdo. ¿De la compañía ligera?

—Sí, señor.

Gibbons lanzó una mirada desesperada a su tío pero Simmerson miraba fijamente a los franceses que avanzaban. El nuevo coronel dio un golpe al caballo de Gibbons con el dorso de la espada.

—¡Reúnase pues con la compañía ligera, señor Gibbons! ¡Deprisa! Necesitan ayuda, ¡incluso la suya!

Los franceses avanzaban por una llanura moteada de cuerpos, rondada por el humo, pero con un vacío atormentador de tropas. Sir Henry estaba sentado en su caballo y observaba al South Essex que marchaba hacia la batalla, vio otro batallón, el 48, apresurándose hacia el camino del enemigo y de la parte extrema de la brecha abierta otros batallones británicos marchaban desesperadamente para formar una fina barrera en frente de la concentración de águilas. Los oficiales del estado mayor levantaban polvo al galopar colina abajo, los largos cañones de seis retrocedían en sus raíles cuando aporreaban al enemigo, la caballería británica rondaba amenazante para detener a los jinetes enemigos que intentaran aprovecharse de los destrozados batallones británicos. La batalla todavía no estaba perdida. Sir Henry miró a su alrededor en la cima de la colina y se sintió terriblemente solo.