La batalla estalló durante un corto período de tiempo, pero más tarde cesó, y cuando el sol se elevó en lo alto y el humo se desvaneció, el valle del Portina se llenó de hombres, tanto británicos como franceses, que iban a rescatar a los heridos y a enterrar a los muertos. Hombres que una hora antes luchaban desesperadamente para matarse unos a otros ahora charlaban y cambiaban tabaco por comida y vino por coñac. Sharpe bajó a una docena de hombres al arroyo para encontrar a cuatro hombres de la compañía ligera que faltaban. No murieron en el tiroteo; todos habían sido matados cuando subían de vuelta por la ladera con sus prisioneros. Los cañones franceses habían abierto el fuego, pero esta vez con los tubos bajados y los proyectiles habían reventado sobre la tropa dispersa de los británicos que caminaba colina arriba. Los hombres empezaron a correr, los prisioneros franceses se habían dado la vuelta y habían corrido hacia sus propias líneas, pero no había protección contra las granadas. Sharpe vio una bola de hierro golpear una madriguera y rebotar en el aire con el humo girando locamente en espiral desde la espoleta. La granada, bastante pequeña para caber en una mano, aterrizó junto a Gataker. El fusilero se había agachado para arrancar de un pellizco la espoleta pero era demasiado tarde, ya que explotó, salpicándole con la cubierta rota y vomitando humo y llamas al tiempo que lanzaba atrás su cuerpo ya cadáver. Sharpe se había arrodillado junto a él pero Gataker estaba muerto; el primero de los fusileros de Sharpe que moría desde la lucha en las montañas del norte el pasado invierno.
Cuando los cañones habían parado se les mandó volver para enterrar a los muertos rápidamente y los hombres cavaron agujeros poco profundos en la tierra blanda junto al arroyo. También llegaron los franceses. Durante algunos minutos las tropas se evitaban, pero pronto, alguien hizo una broma, tendió una mano, y a los pocos minutos los enemigos se daban la mano, se probaban los chacós de unos a otros, compartían los tristes restos de comida y se trataban como viejos amigos más que como enemigos declarados. El valle estaba sucio debido a los restos de la batalla; granadas sin explotar, armas, mochilas saqueadas, la porquería normal de la derrota.
—¡Sharpe! ¡Capitán!
Sharpe se giró y vio a Hogan abriéndose camino entre los muertos y heridos.
—¡Le he estado buscando! —dijo el ingeniero deslizándose de su caballo—. ¿Está bien?
—Estoy bien.
Sharpe aceptó la botella de agua que le ofrecía Hogan.
—¿Cómo está Josefina?
Hogan sonrió.
—Se ha dormido.
Sharpe miró las oscuras ojeras bajo los ojos del irlandés.
—¿Y usted no lo hace?
Hogan sacudió la cabeza y entonces señaló los cuerpos.
—Una noche sin dormir no es para tanto.
—¿Y Josefina?
—Creo que está bien. De verdad, Richard.
Hogan sacudió de nuevo la cabeza.
—Está deprimida; infeliz. ¿Pero qué se podía esperar después de lo de la pasada noche?
La noche pasada, pensó Sharpe. Santo Dios, sólo era la noche pasada. Se dio la vuelta y miró el agua ensangrentada del Portina y a los franceses en la otra orilla que estaban excavando un agujero ancho un poco profundo en el que lanzarían los muertos desnudos. Se volvió hacia Hogan.
—¿Qué pasa en la ciudad?
—¿En la ciudad? Ah, ¿le preocupa si estará segura?
Sharpe asintió. Hogan sacó su tabaquera.
—Está todo tranquilo. Recogieron a la mayoría de españoles y ya están de vuelta en sus líneas. Hay una guardia en la ciudad para detener cualquier saqueo.
—¿Así que ya está a salvo?
Hogan miró a los ojos enrojecidos de Sharpe, a las oscuras sombras en su cara y asintió.
—Está a salvo, Richard.
Hogan no dijo nada más. La cara de Sharpe le asustaba; una cara triste, pensó, como el rostro de un aventurero desesperado que arriesgaría todo en una única tirada de dados. Los dos hombres empezaron a caminar junto al arroyo entre los cuerpos y Hogan pensó en el dragón del príncipe de Gales, un capitán con el brazo roto que había llamado a la casa por la mañana temprano. Josefina se había sorprendido de verle, pero le había agradado, y le había dicho que había conocido al oficial de caballería el día anterior en la ciudad. El dragón había sustituido a Harper en la vigilancia pero éste, pensó el ingeniero, no era el momento para hablarle a Sharpe del capitán Claud Hardy. A Hogan le había gustado el hombre, le había resultado simpática la divertida descripción de Hardy de cómo se había caído del caballo y el irlandés había visto cuán aliviada se había sentido Josefina al tener a alguien a su lado que le explicara bromas, le hablara alegremente de bailes y banquetes, caza y caballos, pero que astutamente comprendía los horrores que todavía se escondían en sus recuerdos de la noche anterior. Hardy estaba bien para Josefina, Hogan lo sabía, pero no era el momento de decírselo a Sharpe.
—¿Richard?
—¿Sí?
—¿Ha hecho algo respecto…? —soltó Hogan.
—¿Gibbons y Berry?
—Sí.
Hogan se hizo a un lado y separó a su caballo de un francés que arrastraba un cadáver por la hierba. Sharpe esperó a que el hombre se hubiera ido.
—¿Por qué?
Hogan se encogió de hombros.
—Estaba pensando —dijo Hogan dudoso—. Esperaba que después de pensarlo durante una noche sería prudente. Podría destrozar su carrera. Un duelo, una lucha. Tenga cuidado.
Hogan estaba rogando en realidad. Sharpe se detuvo y se volvió hacia él.
—Le prometo una cosa. No le haré nada al teniente Berry.
Hogan se detuvo un momento a pensar. El rostro de Sharpe era inexpresivo pero finalmente el irlandés asintió lentamente.
—Supongo que eso es bueno. ¿Pero está realmente decidido respecto a Gibbons?
Sharpe sonrió.
—El teniente Gibbons se reunirá pronto con el teniente Berry.
Dio media vuelta y empezó a caminar pendiente arriba. Hogan corrió tras él.
—¿Quiere decir?
—Sí. Berry está muerto. Dígaselo a Josefina, ¿lo hará?
Hogan sintió una tristeza tremenda, no por Berry, que probablemente se merecía lo que Sharpe le habría hecho, sino por Sharpe que veía la vida como una inmensa batalla y se había equipado para lucharla con una ferocidad inigualable.
—Tenga cuidado, Richard.
—Lo tendré. Se lo prometo.
—¿Cuándo le veré? —preguntó Hogan temeroso de que Sharpe entrara en la habitación de Josefina y se encontrara a Hardy allí.
—No sé —contestó Sharpe señalando el ejército francés que esperaba—. Va a haber un infierno de batalla y me temo que nos tendremos que quedar todos en el campo de batalla hasta que uno de los bandos se vaya a casa. Tal vez esta noche. Probablemente mañana. No sé.
Se oyeron cornetines en el valle llamando a las tropas para que volvieran a sus posiciones y Hogan recogió las bridas en su mano. Los dos hombres miraron cómo los soldados británicos y franceses se daban la mano y palmadas en la espalda antes de que la carnicería se reanudara.
Hogan se subió a la silla.
—Le diré lo de Berry, Richard. Tenga cuidado, no queremos perderle.
Espoleó a su caballo y se fue a medio galope siguiendo el río de vuelta a Talavera.
Sharpe subió caminando por la ladera del Medellín con sus hombres mientras contaban el botín que habían recogido de los muertos. Él, por su parte, no había encontrado nada pero caminando colina arriba sabía que habría botines mejores en el campo antes de que se pusiera el sol; había un águila que desplumar.
La mañana fue avanzando. Los dos ejércitos se encontraban frente a frente, la caballería enfadada porque no hubiera infantería dispersa que masacrar, la artillería amontonando las municiones para dispersar a la infantería, mientras que la infantería estaba sentada en la hierba y componía las municiones y limpiaba los seguros de los mosquetes. Nadie parecía tener prisa. El primer ataque había sido rechazado y ahora los franceses estaban doblemente determinados a destrozar el pequeño ejército británico que tenían enfrente. A través de su telescopio Sharpe observaba los batallones azules colocarse perezosamente en su sitio, regimiento tras regimiento, brigada tras brigada, hasta que entre el Pajar y el Cascajal pudo ver más de treinta águilas concentradas para atacar.
Forrest se le acercó y sonrió nervioso al tomar el telescopio que le ofrecía.
—¿Se están preparando, Sharpe?
Forrest examinó la línea francesa. Era obvio lo iba a suceder. Sobre el Cascajal los artilleros hacían girar los cañones de manera que pudieran disparar contra las tropas a la derecha del South Essex, a la Legión y a la Guardia. Frente a estos regimientos se estaba reuniendo una vasta horda de batallones enemigos. Los franceses no habían conseguido tomar el Medellín, ni de día ni de noche, así que ahora estaban planeando un martillazo de tal peso que ninguna tropa en el mundo pudiera resistir la furia e intensidad de su ataque. Detrás de la infantería francesa Sharpe vio la caballería impaciente esperando colarse por la brecha y sacrificar a los derrotados británicos. El día recuperaba sus fuerzas, haciendo una pausa antes de la carnicería, preparándose para la demostración enfática de la superioridad francesa que destruiría al ejército británico, lo aplastaría despectivamente, y con esta finalidad, a la una en punto, los cañones franceses volvieron a abrir fuego.