Una bala de mosquete perdida zumbó por encima de la cabeza de Sharpe; los ruidos de la batalla eran más débiles ahora que estaba bajo la cima y la única luz provenía de los reflejos horripilantes de los fuegos aislados por debajo del humo de la batalla que se elevaba de la meseta del Medellín.
—¡Sharpe!
Berry seguía balbuceando. Se estiró boca arriba e intentó subir arrastrándose hacia la cima de la colina, alejándose de la alta y oscura silueta del fusilero.
—No deberíamos ir, Sharpe, ¿y los franceses? ¡Están en la colina!
—Lo sé. He matado al menos a dos —dijo Sharpe sosteniendo su espada contra el pecho de Berry y deteniendo el serpenteo—. Ahora volveré para matar a unos cuantos más.
Berry se calló al oír hablar de matar. Sharpe vio que le miraba fijamente pero estaba demasiado oscuro para adivinar la expresión de su cara. Sharpe tuvo que imaginarse los labios mojados, la cara rechoncha, la mirada temerosa.
—¿Qué le hizo a la muchacha, Berry?
El teniente se quedó callado. Sharpe vio la delgada espada que había dejado tumbada sobre la hierba; el hombre no luchaba, no tenía intención de resistirse, solo la esperanza patética de que Sharpe se aplacara.
—¿Qué hizo, Berry?
Sharpe se acercó y la hoja tembló junto a la garganta de Berry. Sharpe vio que la cara giraba de un lado a otro, oía la respiración contenida en la garganta del teniente.
—Nada, Sharpe, lo juro, nada.
Sharpe sacudió la muñeca de manera que la hoja le pinchara en la barbilla. La hoja estaba afilada y oyó el jadeo.
—Déjeme marchar. ¡Por favor! Déjeme marchar.
—¿Qué le hizo?
Sharpe oía el sonido característico de los fusiles disparando a su derecha. El chasquido arrollador de los mosquetes se oía a la izquierda y supuso que la columna francesa había enviado a sus tiradores por los flancos para disipar los grupos dispersos que todavía ofrecían resistencia. No tenía mucho tiempo; quería estar con sus hombres y ver lo que estaba sucediendo en la cima de la colina pero primero quería que Berry sufriera tanto como había sufrido la chica, que tuviera el mismo miedo que ella había tenido.
—¿Le suplicó Josefina? —su voz parecía el viento nocturno del mar del Norte—. ¿Le pidió que la dejara?
Berry se quedó callado. Sharpe volvió a tirar de la espada.
—¿Lo hizo?
—Sí —contestó susurrando.
—¿Estaba asustada? —preguntó colocando la punta sobre la carne en el cuello de Berry.
—Sí, sí, sí.
—¿E incluso así la violó?
Berry estaba demasiado aterrorizado para hablar. Hacía ruidos incoherentes, giraba la cabeza, miraba fijamente la hoja que surgía de la figura oscura y vengativa que estaba sobre él. Sharpe olía el humo penetrante de los mosquetes en la colina. Tenía que darse prisa.
—¿Me oye, Berry?
—Sí, Sharpe. Le oigo.
En la voz de Berry se percibía un mínimo indicio de esperanza. Sharpe le cortó.
—Le voy a matar. Quiero que sepa que está tan aterrorizado como ella lo estaba. ¿Entiende?
El hombre volvió a balbucear, suplicar, sacudía su cabeza, dejó caer la espada y juntó las manos como si le rogara a Sharpe. El fusilero miró fijamente hacia abajo. Se acordó de una frase extraña que una vez había oído en un acto religioso de campaña lejos en la India. Un capellán había aparecido y se había quedado con la sobrepelliz blanca en la plaza de armas y de todos los murmullos sin sentido, una frase, sin embargo, se le había quedado en la cabeza, una frase del devocionario que le volvía ahora a la mente al preguntarse si el realmente podía matar a un hombre por violar a su mujer. «Libra mi alma de la espada, a mi amada del poder del perro.»
Sharpe había pensado dejar al hombre que se levantara, que recogiera su espada y que luchara por su vida. Pero pensó en el terror de la muchacha, dejó que la imagen de su sangre en las sábanas alimentara su ira una vez más, vio la cara carnosa murmurando por debajo de él y, como si estuviera cansado y sólo quisiera descansar, se apoyó con ambas manos en la empuñadura de la espada.
El murmullo se convirtió casi en un chillido, el cuerpo se sacudió una vez, la espada traspasó la piel y el músculo grueso hasta la garganta de Berry y el teniente murió. Sharpe se quedó sobre la espada. Era un crimen, lo sabía, un pecado capital y, sin embargo, no se sentía culpable. Lo que le preocupaba era saber que debía sentirse culpable pero que no lo sentía.
Había vengado a la muchacha matando al perro. Tenía las manos húmedas y al arrancar su espada, sabía que le había cortado la yugular a Berry. Debía parecerse a alguien de un matadero pero se sentía mejor y sonrió en la oscuridad al dejarse caer sobre una rodilla y rebuscar con las manos rápidamente en los bolsillos y bolsas de Berry. La venganza, pensó, le sentaba bien y le sacó al muerto unas monedas y se las metió en sus bolsillos. Se alejó del cuerpo caminando hacia los sonidos de los fusiles, caminando lentamente hacia la cima de la colina, donde las llamaradas escupían balas hacia los franceses, y se hundió junto a Harper. El sargento le miró y entonces se volvió de cara a la cima de la colina y apretó el gatillo. Salió humo de la cazoleta, vomitada por el cañón del fusil, y Sharpe vio a un voltigeur caer hacia atrás en una hoguera. Harper sonrió satisfecho.
—Me ha estado molestando, ése, así que ahí tiene. Ha estado saltando alrededor como un pequeño Napoleón.
Sharpe miró fijamente a la cima de la colina. Era como las pinturas del infierno que había visto en las iglesias españolas y portuguesas. El humo rodaba rojo en retazos extraños allá arriba, densamente allí donde la columna se abría paso con fuerza entre las hogueras que marcaban las líneas británicas, y débilmente allí donde pequeños grupos luchaban contra los tiradores que intentaban despejar la cima. Cientos de pequeños fuegos alumbraban la batalla, los mosquetes bombeaban humo y llama en la noche, todo ello acompañado por los gritos de los franceses y los lamentos de los heridos. Los fusileros habían hecho sufrir a los tiradores franceses. Harper los había alineado en las sombras de la cima y ellos habían matado una a una a las figuras azules que corrían entre los fuegos mucho antes de que los franceses estuvieran lo bastante cerca para usar sus mosquetes con precisión. Sharpe estiró de su fusil y cogió un cartucho.
—¿Algún problema?
Harper sacudió la cabeza y sonrió.
—Ejercicios de tiro.
—¿El resto de la compañía?
El sargento sacudió la cabeza hacia atrás.
—La mayoría están hacia abajo con el señor Knowles, mi capitán. Le dije que aquí no les necesitábamos.
Durante un segundo Sharpe se preguntó si alguien había visto cómo mataba a Berry, pero se sacudió ese pensamiento. Confiaba en su instinto, el instinto que le había advertido de la presencia del enemigo y aquella noche cada hombre había sido enemigo suyo hasta que Berry había muerto. Nadie le había visto. Harper gruñó mientras metía otra bala en el fusil.
—¿Qué ha pasado, mi capitán?
Sharpe sonrió como un zorro y no dijo nada. Estaba reviviendo el instante de la muerte de Berry, sintiendo la satisfacción, el alivio del dolor y del sufrimiento de Josefina. ¿Quién había dicho que la venganza era dura e inútil? Estaban equivocados. Preparó el rifle, lo levantó y lo deslizó hacia adelante, pero no había ningún voltigeur a la vista. La batalla se había trasladado hacia la izquierda donde resplandecía y tronaba en la oscuridad.
—¿Capitán?
Se volvió y miró al sargento. Le explicó, simple y llanamente, lo que había sucedido y observó la enorme cara del irlandés volverse llena de ira.
—¿Cómo está?
—Perdió mucha sangre —contestó Sharpe sacudiendo la cabeza—. Le pegaron.
El sargento buscó en el suelo frente a él, examinó cuidadosamente la lumbre y las sombras jorobadas, las llamaradas lejanas de los mosquetes que podían ser franceses o ingleses. Cuando habló su voz era suave.
—¿Y con los dos, qué va a hacer?
—El teniente Berry ha muerto en la batalla de esta noche.
Harper se giró y miró al capitán, a la espada roja que estaba tumbada junto a él y sonrió lentamente.
—¿Y el otro?
—Mañana.
Harper asintió y volvió a la batalla. Los franceses habían sido retenidos a juzgar por la posición de las llamaradas de los mosquetes, como si al avanzar hacia las líneas se hubieran adentrado en una resistencia que finalmente no podían vencer. Sharpe buscó en la oscuridad, hacia su derecha. Los franceses debían haber enviado más tropas pero no había señal de ellas. En el terreno frente a ellos no se distinguía ni un movimiento. Dio media vuelta.
—¡Teniente Knowles!
—¡Mi capitán!
La voz provenía de la oscuridad pero precedía al rostro ansioso de Knowles que subía por la pendiente.
—¡Capitán! ¿Está bien, mi capitán?
—Como pez en el agua, teniente.
Knowles no entendía por qué Sharpe parecía tan contento. Habían corrido rumores por la compañía pues Harper y los fusileros habían vuelto sin el capitán.
—Diga a los hombres que preparen las bayonetas y que suban aquí. Ya es hora de que nos sumemos.
—Sí, mi capitán —contestó Knowles sonriendo.
—¿De cuántos hombres disponemos?
—Veinte, capitán, sin contar a los fusileros.
—¡Bien! A trabajar.
Sharpe se quedó de pie y caminó hasta la cima de la colina. Hizo una señal a los fusileros con la mano para que avanzaran y esperó a que Knowles y su grupo subieran hasta la luz. Sharpe hizo señales a derecha e izquierda con la espada.
—¡Orden de escaramuza! Avancen lentamente. No queremos enfrentarnos a la columna, pero eliminemos a los tiradores.
Las bayonetas brillaban rojas a la luz del fuego, la línea avanzaba firmemente pero los tiradores enemigos habían desaparecido. Sharpe los llevó hasta unas cien yardas de la columna enemiga y les hizo una señal con la mano para que se agacharan. No podían hacer otra cosa que observar la demostración de la infantería británica. Los franceses se habían abierto camino casi hasta el extremo de la colina pero habían sido detenidos por un batallón que Sharpe supuso debía haber subido desde la falda de la misma y que ahora se extendía delante de los franceses como una barrera infranqueable. El batallón formaba línea y disparaba en descargas de pelotón controladas. Era magnífico. Ninguna infantería se resistía a los mejores británicos y el batallón destrozaba la columna con los mosquetes que retumbaban arriba y abajo del batallón, las baquetas destellaban al unísono, los pelotones disparaban en serie, un martilleo irresistible de disparos de cerca de los mosquetes que se derramaba en la tropa compacta de los franceses. El enemigo flaqueaba. Cada descarga diezmaba las tropas delanteras de la columna. Su mando intentó que se desplegaran en línea pero era demasiado tarde. Los hombres de la retaguardia de la columna no adelantarían por aquel granizo de plomo que fluía metódica y mortalmente de los mosquetes británicos. Grupos de franceses vestidos con casaca azul empezaron a fundirse en la oscuridad, un oficial británico a caballo le vio y levantó su espada, la tropa roja jaleó y se adelantó apuntando con las bayonetas y tan de repente como había empezado, la batalla terminó. Los franceses retrocedieron, pisando a los muertos, retirándose cada vez más rápido de las espadas que los alcanzaban. El enemigo hizo bien. Una única columna había capturado la colina, incluso sin las otras columnas que no habían llegado, pero ahora el coronel francés tenía que volver, tenía que sacar a sus hombres del fuego de los mosquetes que los aplastaba. Cuando llegaban a la altura de la línea de tiradores algunos de los fusileros de Sharpe levantaron el arma pero Sharpe les gritó que los dejaran marchar. Mañana ya habría bastante carnicería.
Sharpe se agachó junto a un fuego y limpió la sangre pegada en la espada con la casaca de un francés muerto. Era el momento de recoger a los muertos y contar a los vivos. Quería que Gibbons se preocupara por Berry, que tuviera miedo en la noche, y sintió de nuevo el alborozo del golpe mortal. Se oyeron las campanas de la ciudad que tocaban medianoche y pensó brevemente en la muchacha tumbada a la luz de las velas y se preguntó si ella pensaría en él. Harper se sentó en cuclillas junto a él, tenía la cara negra por el humo de la pólvora, y le alargó una botella.
—Tome un poco para dormir, mi capitán. Lo necesita —dijo Harper sonriendo—. Mañana tenemos que cumplir una promesa.
Sharpe levantó la botella hacia el sargento como si brindara.
—Una promesa y media, sargento. Una promesa y media.