CAPÍTULO 19

Las botas de Sharpe crujieron sobre el yeso roto, escuchó las voces que murmuraban en la habitación al otro lado de la puerta astillada, y miró fijamente por una pequeña ventana hacia los jirones de nubes que pasaban rápidamente sobre la luna. Hogan estaba sentado en el último escalón de la empinada escalera junto a las sábanas que habían sacado de la cama de Josefina. Bajo la media luz de las velas que se derramaba por la puerta, las sábanas parecían estampadas de rojo y blanco. Se oyó un grito proveniente de la habitación. Sharpe se volvió irritado.

—¿Qué le están haciendo?

Hogan le hizo callar.

—El doctor la está sangrando, Sharpe. Sabe lo que se hace.

—¡Como si no hubiese perdido ya bastante sangre!

—Lo sé, lo sé —dijo Hogan con tono tranquilizador.

Nada de lo que dijera podría aliviar la confusión que bullía en la cabeza de Sharpe, amortiguar el golpe o desviar la venganza que Hogan sabía que se iba planeando minuto a minuto mientras el fusilero iba y venía por el diminuto rellano. El ingeniero suspiró y recogió una diminuta cabeza de yeso. La casa era de un vendedor de imágenes religiosas y en las escaleras y corredores se amontonaban sus mercancías. Cuando Gibbons y Berry habían forzado la entrada de la habitación de la muchacha habían pisoteado veinte o treinta imágenes de Jesucristo, todas ellas con un sagrado corazón, y los restos de las estatuas todavía estaban tirados en el rellano. Hogan era un hombre pacífico. Le gustaba su trabajo, le gustaban los nuevos desafíos de cada día, era feliz con la cabeza llena de ángulos y cálculos, medidas en yardas y pesos ingleses; le gustaba la compañía que se reía con facilidad, que bebía generosamente, y que pasaba el tiempo con historias felices de tiempos pasados. No era luchador. Su guerra se combatía con picos, palas y pólvora; sin embargo, cuando irrumpió en el ático había sentido una ira abrasadora y sed de venganza. Ya se le había pasado. Ahora estaba sentado, triste y en silencio, pero cuando miraba al alto fusilero sabía que el humor de Sharpe se pulía y se alimentaba. Por vigésima vez Sharpe se detuvo.

—¿Por qué?

—Estaban borrachos, Richard —contestó Hogan encogiendo los hombros.

—¡Eso no es una respuesta!

—No —contestó Hogan volviendo a colocar con cuidado la cabeza rota en el suelo, lejos del ir y venir de Sharpe—. No hay respuesta. Se querían vengar de usted. Ni usted ni la chica son importantes. Es su orgullo…

Dejó la frase inacabada. No había nada que decir, sólo era posible sentir una tristeza enorme y temer por lo que Sharpe pudiera hacer. Hogan lamentaba su primera impresión de la chica, la había tachado de calculadora y fría, pero cuando la había escoltado desde Plasencia a Oropesa, y de allí a Talavera, se había sentido cautivado por su encanto, su risa fácil y la honestidad con la que planeaba un futuro lejos de un pasado empalagoso y de un marido fugitivo.

Sharpe miraba fijamente por la ventana a las nubes que dibujaban la luna.

—¿Creen que no voy a hacer nada?

—Están aterrados.

Hogan lo dijo categóricamente; tenía miedo de lo que Sharpe fuese a hacer. Pensó en el verso de Shakespeare: «la belleza provoca a los tontos». Sharpe se volvió de nuevo hacia él.

—¿Por qué?

—Ya sabe por qué. Estaban borrachos. Por Dios, hombre, estaban tan borrachos que ni siquiera lo pudieron hacer bien. Así que pegaron a la chica. Todo fue con la excitación del momento, ¿y ahora? Están aterrados, Richard. Aterrados. ¿Qué va a hacer?

—¿Qué voy a hacer? No lo sé.

Sharpe hablaba con tono irritado y Hogan sabía que estaba mintiendo.

—¿Qué puede hacer, Richard? ¿Retarlos a un duelo? Eso arruinaría su carrera, ya lo sabe. ¿Les acusará de violación? Por el amor de Dios, Richard, ¿quién le creería? ¡Esta noche la ciudad está llena de soldados sanguinarios, que violan a todo lo que se mueve! Y todo el mundo sabe que la muchacha estaba con Gibbons antes de estar con usted. No, Richard, debe recapacitar. Debe pensarlo bien antes de hacer nada.

Sharpe se giró hacia él y Hogan vio que no había ningún argumento contra aquella cara implacable.

—Malditos, les mataré.

Hogan suspiró y se frotó la cara con ambas manos.

—No he oído eso. ¿Quiere que le ahorquen? ¿Que le fusilen? Muélalos a palos si quiere, pero nada más, Richard, nada más.

Sharpe no respondió y Hogan sabía que él estaba viendo en su mente el cuerpo que había encontrado con las sábanas empapadas en sangre. La habían violado y golpeado y cuando ellos hubieron llegado, la propietaria gritaba al ver a la chica. Había costado más dinero hacer callar a la mujer, encontrar un médico, y ahora esperarían. Agostino se asomó por las escaleras, vio el rostro de Sharpe y volvió a la puerta principal donde le habían dicho que esperara. Llevaron sábanas limpias a la habitación, agua, y Sharpe, que había oído cómo la propietaria limpiaba el suelo, recordó a la chica, contusionada y sangrando, arrastrándose entre los santos rotos y las sábanas manchadas.

La puerta se abrió, haciendo crujir los fragmentos y la propietaria les llamó. El doctor estaba de rodillas junto a la cama y sus ojos se dirigieron cautelosamente hacia los dos oficiales. Josefina estaba sobre la cama, con el cabello negro extendido sobre la almohada, y aunque tenía los ojos bien cerrados, Sharpe se sentó a su lado, vio la contusión amarilla en su cutis anormalmente pálido y cogió una de las manos que se agarraba al lino limpio. Ella estiró la mano pero él la aguantó y sus ojos se abrieron.

—¿Richard?

—Josefina, ¿cómo estás?

Parecía una estupidez pero no se le ocurría nada más. Ella cerró los ojos y dibujó una leve sonrisa.

Volvió a abrir los ojos.

—Me pondré bien.

Por un momento recordó a la anterior Josefina pero mientras hablaba se le escapó una lágrima, sollozó y se giró dándole la espalda. Sharpe se volvió hacia el doctor.

—¿Cómo está?

El doctor se encogió de hombros y miró sin esperanza hacia la casera.

Hogan intervino y le chapurreó al doctor algo en español. Sharpe escuchaba las voces y mientras lo hacía acariciaba la cara apartada de la muchacha. Todo lo que pensaba era que había fallado a la chica. Él le había prometido que la protegería y ahora había sucedido esto, lo peor, lo impensable. Hogan se sentó junto a él.

—Se pondrá bien. Ha perdido mucha sangre.

—¿Cómo?

Hogan cerró los ojos y respiró profundamente antes de abrirlos.

—La han golpeado, Richard. No tuvieron miramientos. Pero mejorará.

Sharpe asintió. En la habitación reinaba el silencio aunque Sharpe podía oír los gritos y los chillidos que venían de la calle, producidos por los soldados españoles que estaban borrachos. La muchacha se volvió hacia él. Había parado de llorar. Hablaba muy bajo.

—¿Richard?

—¿Sí?

—Mátalos.

Habló con contundencia. Hogan medio sacudió la cabeza pero Sharpe se inclinó y la besó junto a la oreja.

—Lo haré.

Cuando se enderezó, vio otra media sonrisa en su cara y entonces ella forzó una verdadera sonrisa que resultaba extraña al lado de las lágrimas. Ella le apretó la mano.

—¿Habrá batalla mañana?

—Sí.

Sharpe hablaba como si ese tema fuera trivial, como si no tuviera importancia.

—Suerte.

—Vendré a verte después —dijo él sonriéndole.

—Sí —contestó ella sin convicción.

Sharpe se volvió hacia Hogan.

—¿Se queda?

—Hasta el amanecer. No me necesitan hasta entonces. Pero usted debe irse.

—Lo sé —dijo Sharpe asintiendo con la cabeza.

La volvió a besar, se puso de pie, se colgó el fusil y la mochila. Hogan pensó que su cara era de lo más cruel. El ingeniero le acompañó hasta las escaleras.

—Tenga cuidado, Richard.

—Lo tendré.

Hogan le puso la mano en el hombro para detenerlo.

—Recuerde lo que puede perder.

Sharpe volvió a asentir.

—Tráigame noticias cuando pueda.

Sharpe se abrió paso hasta la calle, sin prestar atención a los españoles, y mientras caminaba dirección norte no vio al hombre alto con gabán azul y vueltas blancas que observaba desde una puerta frente al alojamiento de Josefina. El hombre miró a Sharpe compasivo, luego miró hacia arriba, a las ventanas, y se instaló en el portal donde intentó ponerse cómodo a pesar del brazo roto con las tablillas y el cabestrillo que lo mantendrían alejado de la batalla del día siguiente. Se preguntaba qué estaría pasando en el segundo piso pero pronto lo sabría; Agostino se lo diría a cambio de una moneda de oro.

Sharpe subió corriendo el camino que salía de la ciudad entre el Portina y las líneas españolas. Los soldados de infantería asustados eran obligados a volver a sus posiciones, pero aunque Sharpe se apresuraba por entre los árboles, oía los disparos de mosquetes fortuitos provenientes de la ciudad, los gritos, la acuñación de la noche de miedo y violación en Talavera. La luna había desaparecido tras un grupo de nubes pero las luces de las hogueras españolas le indicaban el camino, iba medio corriendo para dirigirse al norte, hacia la ladera del Medellín. A su derecha el cielo brillaba con un rojo intenso donde los miles de fuegos franceses se reflejaban en el aire. Debía estar preocupado pensando en la mañana; sabía que sería la batalla más grande en la que habría luchado; sin embargo, su mente estaba dominada por la necesidad de encontrar a Berry y a Gibbons. Llegó al Pajar, la diminuta colina que delimitaba el fin de las líneas españolas y el lugar en que el Portina giraba a la derecha; después de correr tras las tropas españolas, la corriente fluía ahora frente a la posición británica. Vio las siluetas de los cañones de campaña que Wellesley había dispuesto sobre la pequeña colina y una parte de su mente registró cómo el fuego de esos cañones se extendería preventivamente frente a las líneas españolas y desviaría el ataque en masa francés hacia las líneas británicas. Pero la de mañana era otra batalla.

El camino se fundía con la hierba. Vio los fuegos dispersos de los británicos pero no tenía ni idea de cuál era el South Essex. Estaban colocados en la colina del Medellín, eso lo sabía, así que corrió junto al arroyo, tropezando con matas de hierba, chapoteando entre zonas pantanosas, siguiendo el plateado Portina como guía hasta el Medellín.

Estaba solo en la oscuridad. Las hogueras británicas estaban lejos a su izquierda, las francesas más allá a su derecha, ambos ejércitos estaban tranquilos y callados. Algo no iba bien. Sintió la punzada de su viejo instinto y se detuvo, puso una rodilla en el suelo y exploró ante la oscuridad. De noche, la ladera del Medellín parecía un lomo largo y bajo que apuntaba al ejército francés. Era la clave del flanco izquierdo de Wellesley, si los franceses atacaban la colina podrían dar la vuelta y aplastar a los británicos entre el Medellín y Talavera. Sin embargo, no había hogueras en el lomo. Vio unas llamas brillantes en el extremo oeste, más allá del enemigo, pero en el lado que miraba a la ciudad, y en la mitad de la cima plana más cercana al enemigo no había luces. Él había pensado que el South Essex acampaba en la suave ladera que tenía frente a él pero estaba oscuro y vacío. Escuchó. Se oían los sonidos de la noche, los ruidos que provenían de la ciudad que se apagaban en un murmullo seco, el viento sobre la hierba, insectos, el chapoteo de la corriente, y los sonidos lejanos de cien mil hombres en cuclillas junto a las hogueras esperando a que llegase la mañana. Detrás de él, la pequeña colina del Pajar estaba iluminada con fuegos, los cañones se dibujaban frente a la muralla blanca de la granja que había en la cima, pero enfrente todo era oscuridad y silencio. Se levantó y siguió caminando suavemente, con los instintos despiertos ante un peligro que no podía definir, y con su mente buscando claves en la oscuridad y entre los murmullos de la noche. ¿Por qué no le habían dado el alto? Debía haber retenes en la línea del Portina, centinelas amontonados resguardándose del viento frío acechando al enemigo, pero nadie le había parado ni le había preguntado nada. Siguió junto al arroyo hasta que la silueta borrosa y negra del Medellín quedó por encima de él, entonces giró a la izquierda y empezó a subir la pendiente. De día parecía una pendiente suave pero mientras subía con su fusil y su mochila notaba el terreno empinado y cada paso hacía que los músculos de la parte trasera de la pierna le dolieran. Mañana, pensó, por aquí es por donde precisamente vendrán las columnas francesas. Subirán esta pendiente, con la cabeza gacha, mientras los cañones reventarán sus filas y los mosquetes esperarán en silencio en la cima.

A medio camino hacia arriba de la pendiente se detuvo y se giró. En la parte más alejada del arroyo había otra colina, parecida en la forma a la del Medellín pero más baja y pequeña. En el extremo superior Sharpe vio las hogueras de los franceses, las sombras fugaces de su enemigo, y se giró y corrió colina arriba. Su mente estaba todavía alerta al peligro, a una amenaza que no entendía, pero pensaba continuamente en el cabello negro de la muchacha esparcido sobre la almohada, en su mano agarrándose a las sábanas, en las manchas de sangre, en su terror en el ático cuando los dos hombres habían irrumpido. No sabía en absoluto qué hacer. Gibbons y Berry estaban probablemente a salvo en compañía de Simmerson y sus compinches. De alguna manera tenía que hacer que salieran de ahí, adentrarlos en la oscuridad, y se animó a ir más deprisa.

La pendiente se nivelaba en la meseta. A lo lejos vio las hogueras de los británicos y corrió lentamente hacia ellos, con la mochila golpeando torpemente y el fusil moviéndose. Aún no le habían dado el alto. Se acercaba al ejército desde la dirección del enemigo y no había centinelas, ni línea de pelotón en la oscuridad, como si el ejército se hubiera olvidado de los franceses justo al otro lado del Portina. Se detuvo a doscientas yardas de la línea de fuegos y se puso en cuclillas sobre la hierba. Había encontrado al South Essex. Estaban en la cresta de la colina y veía las vueltas brillantes y amarillas de sus uniformes brillando a la luz de las llamas. Buscó entre las hogueras, vio los uniformes verdes de sus fusileros, y siguió mirando como si, a esa distancia, pudiera ver las figuras de sus enemigos. Su ira se convirtió en frustración. Había caminado y corrido más de una milla para encontrar el batallón y, sin embargo, sabía que no había nada que hacer. Gibbons y Berry estarían a salvo con el coronel y sus compinches, sentados alrededor de un fuego con los oficiales, a salvo de su venganza. Hogan tenía razón. Echaría a rodar su carrera si se enfrentaba a ellos; sin embargo, le había hecho una promesa a Josefina, y no sabía cómo cumplirla. Y mañana tenía que intentar cumplir la promesa que le había hecho a Lennox. Sacó la gran espada de la vaina e hincó la punta sobre la hierba frente a él. La hoja brilló mate a la luz de los fuegos, la miró fijamente en toda su largura y sintió que le escocían los ojos al recordar el cuerpo de la muchacha tumbado, provocador y desnudo, sobre la hoja plana. Eso había sido esa misma tarde. Ahora maldecía el destino que le había llevado a esta noche, las promesas que no podía cumplir. Pensaba en la chica, en los hombres arañándola y levantó la mirada hacia las hogueras y sintió su impotencia. Era mejor, lo sabía, dejarlo correr, adentrarse en la luz de los fuegos y concentrarse en mañana pero, ¿cómo iba a mirar a Gibbons y a Berry a la cara y ver el triunfo en sus rostros sin clavarles la espada?

Dio media vuelta y miró fijamente al lejano horizonte y al resplandor rojo de las hogueras francesas que perfilaban la cima de la colina con una luz tenue. Había conejos corriendo por la cima de la colina que había subido, veía sus pequeñas figuras moviéndose y de repente se quedó helado. ¿Había allí centinelas que no había visto? No eran conejos. Veía las siluetas de hombres, había confundido sus cabezas con conejos, pero mientras subían al otro lado de la cima, vio una docena de hombres, acarreando cañones, en su dirección. Se tumbó en la hierba, agarrando la espada, y miró fijamente el opaco resplandor del cielo. Puso la oreja contra el suelo y oyó lo que había temido oír, el débil golpe de pies al marchar, y levantó la cabeza y se quedó mirando a la docena de hombres que se convertía en una masa deforme. Recordaba haberle dicho a Hogan que los franceses no atacarían de noche; sin embargo, sospechaba que lo que estaba viendo era precisamente eso, un ataque nocturno al Medellín. Los doce hombres serían algunos de los tiradores, los voltigeurs franceses, y la masa sólida era una columna francesa que subía la colina bajo el silencio de la noche. ¿Pero cómo estar seguro? Podía ser fácilmente un batallón británico desplazándose en la oscuridad, buscando un nuevo sitio donde acampar, ¿pero tan tarde? Avanzó serpenteando sobre las rodillas y los codos, apretando bien el cuerpo contra el suelo de manera que quienquiera que viniera en la oscuridad no lo viera dibujado en las hogueras. La espada susurraba sobre la hierba, a él le parecía un ruido ensordecedor, pero los hombres seguían caminando hacia él. Se paró cuando vio que se detenían y vio que se arrodillaban. Estaba casi seguro de que eran voltigeurs, la línea de tiradores que había sido enviada a la cabeza para liquidar a los centinelas, y ahora que ya tenían sus blancos a la vista estaban esperando a la columna de manera que el ataque chocaría contra el objetivo al unísono. Sharpe contuvo la respiración. Los hombres arrodillados se llamaban unos a otros en voz baja y él quería escuchar su lengua.

Era francés. Giró la cabeza y miró fijamente hacia las hogueras que señalaban la línea británica. Allí nadie se movía, los hombres estaban sentados mirando las llamas, esperando la mañana y totalmente ignorantes de que el enemigo había encontrado la meseta del Medellín sin defensa y estaba a punto de atacar. Sharpe tenía que advertir a los ingleses, ¿pero cómo? Un único disparo del fusil se achacaría a un centinela nervioso, que había visto sombras en la noche; no podía gritar desde tan lejos, y si volvía corriendo entonces no alcanzaría los fuegos británicos mucho antes que los franceses. Sólo había una manera, y era provocar a los franceses para que dispararan una descarga, un chasquido de los mosquetes que sorprendería a los ingleses, y les advertiría del peligro y les haría formar una línea bruscamente. Agarró la espada, percibió la cercana sombra de un voltigeur arrodillado, entonces se puso en pie y se precipitó hacia el enemigo. El hombre levantó la vista cuando Sharpe se acercaba a él y se puso un dedo sobre los labios. Sharpe gritó, un alarido helado de miedo y desafío, y cortó de lado con su espada. No se detuvo a ver si había hecho daño sino que siguió corriendo, arrancando la espada, gritando al siguiente hombre. Éste estaba de pie, gritó una pregunta, y murió con la espada en el vientre. Sharpe siguió gritando. Arrancó la espada, la hizo girar en el aire, de manera que silbara, descubrió movimiento a su izquierda y corrió hacia otro voltigeur. Les había sorprendido lo imprevisto de su ataque, no tenían ni idea de cuántos hombres había entre ellos, ni de dónde venían. Sharpe vio a dos tiradores juntos, cuyas bayonetas le estaban apuntando, pero gritó, ellos vacilaron y le dio un corte a un hombre al apartarse y desapareció en la noche. Se dejó caer en la hierba. Nadie había disparado. Oyó a los franceses que corrían por la hierba, los gemidos de un herido, pero nadie le había disparado. Se quedó tumbado inmóvil, mirando fijamente al cielo, y esperó hasta que sus ojos pudieran percibir las oscuras figuras de la columna que se acercaba. Oyó cómo gritaban preguntas, y cómo los tiradores siseaban las respuestas, pero aún no eran detectados, los británicos estaban sentados junto a los fuegos y esperaban el amanecer que tal vez no llegaría nunca. Sharpe tenía que provocar una descarga.

Tumbó la espada sobre la hierba y se estiró el Baker del hombro. Lo deslizó hacia adelante, abrió la cazoleta y tocó la pólvora para ver que todavía estaba en su sitio, entonces aflojó hacia atrás el pedernal hasta que sintió que se encajaba en su sitio. Los franceses volvían a estar callados, sus atacantes habían desaparecido tan rápidamente como habían surgido.

—¡Batallón! ¡Batallón disparará por compañías! ¡Presenten armas!

Gritaba órdenes sin sentido a los franceses. Veía la silueta de la columna tan sólo a cincuenta yardas. Los tiradores se habían retirado para reunirse con la marcha decisiva cuando esta masa de hombres se abalanzaría sobre los británicos confiados.

—¡Batallón! —desenvainó la espada—. ¡Fuego!

El Baker escupió la bala hacia los franceses y oyó un grito agudo.

Habrían visto el destello de la boca pero Sharpe rodó hacia la derecha y agarró la espada.

—Tirez!

Gritó la orden a la columna. Una docena de soldados nerviosos apretó los gatillos y él oyó las balas zumbar sobre la hierba. ¡Por fin! Los británicos se debían haber despertado y se volvió para ver a unos hombres de pie junto a las hogueras, con señales de movimiento, incluso pánico.

—Tirez! Tirez! Tirez!

Chilló a la columna y más mosquetes sonaron en la noche. Los oficiales gritaron a sus hombres para que detuviesen los disparos pero el mal ya estaba hecho. Los británicos habían oído los disparos, habían visto las llamaradas de los mosquetes, y Sharpe veía a hombres que cogían armas, fijaban bayonetas, esperando cualquier cosa en cuclillas, en la oscuridad. Era hora de ir hacia allí. Los franceses se volvían a mover y Sharpe corrió a toda velocidad hacia las líneas británicas. Su cuerpo corriendo se dibujaba contra los fuegos y oyó el chasquido de algún mosquete y sintió cómo las balas le pasaban cerca. Iba gritando mientras corría.

—¡Los franceses! ¡Hagan una línea! ¡Los franceses!

Vio a Harper y a los fusileros que bajaban corriendo por la línea, alejados del centro donde los franceses dispararían, y fuera de la poco iluminada cima de la meseta. Era lo sensato. Los fusiles no servían para las distancias cortas y el sargento estaba escondiendo a sus hombres en las sombras desde donde pudieran disparar al enemigo. La respiración retumbaba a Sharpe en los oídos, jadeaba, la carrera se había convertido en una lucha contra el cansancio y el peso de su mochila. Vio que el South Essex formaba pequeños grupos nerviosos que se separaban y se volvían a formar. Nadie sabía lo que estaba sucediendo. A su derecha otro batallón estaba en igual desoí den y detrás Sharpe oyó el sonido firme de los franceses avanzando al trote.

—¡Los franceses!

Se quedó sin respiración. Harper había desaparecido. Sharpe saltó una hoguera y corrió a toda prisa hacia un sargento que le agarró y le sostuvo mientras hacía esfuerzos para respirar.

—¿Qué pasa, mi capitán?

—Columna francesa. Hacia aquí.

El sargento estaba confundido.

—¿Por qué no les ha detenido la primera línea?

Sharpe le miró sorprendido.

—¡Ustedes son la primera línea!

—¡Nadie nos lo ha dicho!

Sharpe miró a su alrededor. Los hombres corrían de un lado a otro buscando a sus sargentos u oficiales, un oficial a caballo cabalgó hacia adelante entre los fuegos. Sharpe no veía quién era, y desapareció hacia la columna. Sharpe oyó un grito, el chillido del caballo al disparo de los mosquetes, y el golpe de la bestia al caer. Las llamaradas de los mosquetes mostraban dónde estaban los franceses y Sharpe, con cierta satisfacción, oyó el sonido crujiente de los Baker en la cima de la colina.

Entonces la columna se hizo visible, sus pantalones blancos mostrándose a la luz de las hogueras, haciendo ángulo con el frente y apuntando hacia el centro de la línea británica. Sharpe gritó las órdenes.

—Presenten. ¡Fuego!

Unos pocos mosquetes dispararon, el humo blanco desapareció inmediatamente en la oscuridad; Sharpe estaba solo. Los hombres habían huido al ver a la enorme columna. Sharpe corrió tras ellos, golpeando a algunos hombres con su espada.

—¡Aquí están más a salvo! ¡Quietos!

Pero no había manera. El South Essex, al igual que el batallón junto a ellos, se había dispersado envuelto en pánico y fluían de nuevo hacia las hogueras detrás de ellos donde Sharpe vio a hombres que formaban en compañías, la tropa con las bayonetas levantadas.

Era el caos. Sharpe cortó por entre los fugitivos, dirigiéndose hacia la cima de la colina y hacia la oscuridad donde sus fusileros estaban escondidos. Encontró a Knowles con un grupo de la compañía, y les empujó adelante para unirse a Harper pero la mayoría del batallón volvía corriendo. Los franceses dispararon la primera descarga, un trueno imponente de disparos que hizo estallar la noche con humo y llama, y abrieron una brecha en las tropas delante de ellos. El batallón volvió corriendo a ciegas hacia la seguridad de la siguiente línea de fuego, Sharpe chocó contra los fugitivos, se libró de ellos, luchando hacia la relativa paz de la cima de la colina. Una voz gritó.

—¿Qué sucede?

Sharpe se giró. Berry estaba allí, con la casaca desabrochada, la espada desenvainada, su cabello negro cayéndole por encima de la cara gorda. Sharpe se detuvo, se agachó y gruñó. Se acordó de la muchacha, de su terror, de su dolor, y se puso en pie, caminó unos pasos, y agarró a Berry por el cuello. Unos ojos asustados se volvieron hacia él.

—¿Qué pasa?

Arrastró al teniente con él, al otro lado de la cima, hasta la oscuridad de la ladera. Oía a Berry que balbuceaba, preguntando qué sucedía, pero él le estiró hacia abajo hasta que ambos estaban bien por debajo de la cima y escondidos de los fuegos. Sharpe oyó a los últimos fugitivos pasar pesadamente la cima, el chasquido de los mosquetes, los gritos apagándose a medida que los hombres volvían corriendo. Soltó el cuello de Berry. Vio la cara blanca volverse hacia él en la oscuridad; se oyó su grito sofocado.

—Dios mío. ¿Capitán Sharpe? ¿Es usted?

—¿Acaso no me estaba esperando?

La voz de Sharpe sonaba tan fría como la espada en invierno.

—Le estaba buscando.