CAPÍTULO 18

—Hoy he visto a un hombre…

—¿Y?

Sharpe miraba por encima a Josefina. Estaba sentada desnuda sobre la cama con las rodillas recogidas e intentando limarse las uñas de los pies con el filo de su espada. Se reía de las intentonas y entonces dejó caer la espada y le miró.

—Era precioso. Un abrigo azul con trozos blancos por aquí. —Se restregó el pecho con las manos—. Y un montón de cordones dorados.

—¿A caballo?

Ella asintió.

—Y llevaba una bolsa colgando…

—Su portapliegos. ¿Y una espada curva?

Ella volvió a asentir y Sharpe le sonrió burlonamente.

—Eso parece los dragones del príncipe de Gales. Muy rico.

—¿Cómo lo sabes?

—Todos los soldados de caballería son ricos. Tontos, pero ricos.

Ella irguió la cabeza con su gesto característico y frunció ligeramente el ceño.

—¿Tontos?

—Todos los oficiales de caballería lo son. El caballo es el que pone el cerebro y ellos ponen el dinero.

—Ah, de acuerdo —dijo encogiendo los hombros desnudos—. No importa. Yo tengo suficiente cerebro para los dos. —Le miró y sonrió burlonamente—. Estás celoso.

—Sí.

Él había captado su inclinación por la sinceridad. Ella asintió con gesto serio.

—Estoy aburrida, Richard.

—Lo sé.

—No es por ti —dijo levantando la vista de los pies y mirándole fijamente con gesto grave—. Eres bueno conmigo. Pero hace una semana que estamos aquí y no pasa nada.

Sharpe se inclinó y tiró de sus botas por encima de los pantalones.

—No te preocupes. Mañana pasará algo.

—¿Estás seguro?

—Mañana lucharemos.

Esta vez, sin embargo, pensó, nos superarán en número.

Ella dobló las rodillas y las pegó al cuerpo, las rodeó con los brazos y reposó la barbilla encima de ellas.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

Ella arqueó las cejas.

—¿Quién ganará?

—No lo sé.

—¿Conseguirás tu águila?

—No sé.

Ella le sonrió.

—Tengo un regalo para ti para después de la batalla.

—No quiero un regalo. Te quiero a ti.

—A mí ya me tienes.

Ella ya sabía lo que él quería decir, pero disimuló. Le miró ponerse de pie.

—¿Quieres la espada?

—Sí.

Sharpe se apretó bien el cinturón, colocándose la vaina en su sitio.

Ella le sonrió burlonamente.

—Ven a buscarla.

Dejó la gran espada sobre la cama y rodando sobre ella puso su vientre desnudo sobre el frío acero.

Sharpe se acercó hacia ella.

—Dámela.

—Cógela tú mismo.

Su cuerpo era cálido y fuerte, los músculos endurecidos por el ejercicio, y ella se colgó de él. Sharpe le apartó la cara y la miró fijamente a los ojos.

—¿Qué pasará? —preguntó él.

—Conseguirás tu águila. Siempre consigues lo que quieres.

—Te quiero a ti.

Ella cerró los ojos y le besó con fuerza, entonces se separó y le sonrió.

—Somos simplemente vagabundos, Richard. Vamos sin rumbo juntos, pero ambos realizamos una travesía.

—No lo entiendo.

—Sí lo entiendes. Vamos por dos caminos diferentes. Tú quieres un hogar. Quieres a alguien que te quiera y te desee, alguien que te aligere la carga.

—¿Y tú?

Ella sonrió.

—Yo quiero vestidos de seda y música. Velas al amanecer.

Él empezó a decir algo, pero ella le puso un dedo sobre los labios.

—Ya sé lo que piensas. Que son tonterías, pero eso es lo que yo quiero. Quizás algún día quiera algo más sensato.

—¿Yo soy sensato?

—Algunas veces, querido, cuando te tomas las cosas demasiado en serio.

—¿Te estás despidiendo?

—¡Ahí! —dijo ella riendo—. ¿Lo ves? Te tomas las cosas en serio.

Ella le besó rápidamente en la punta de la nariz.

—Ven después de la batalla. A buscar tu regalo.

Él se agachó para coger la empuñadura de la espada.

—Sepárate, no quiero cortarte.

Ella se movió a un lado y tocó la hoja con el dedo.

—¿Cuántos hombres has matado con ella?

—No lo sé.

La deslizó en la vaina, sintió su peso agradable en la cadera. Se puso en cuclillas junto a la cama y la cogió por el talle desnudo. Miró fijamente su cuerpo, como intentando grabarlo en la memoria: su plenitud, su belleza, el misterio que lo hacía parecer inalcanzable. Elle le tocó la cara con un dedo.

—Ve y lucha.

—Volveré.

—Lo sé.

Todo le parecía irreal a Sharpe. Los soldados por las calles de Talavera, la gente que se separaba al pasar, la tarde en sí. Al día siguiente habría una batalla. Morirían a cientos, mutilados por las balas, rajados por los sables de la caballería, atravesados por los disparos de mosquete, y sin embargo, la ciudad bullía. La gente estaba enamorada, compraban comida, hacían bromas y, sin embargo, habría una batalla. Él quería a Josefina. A duras penas podía pensar en la batalla, en el águila, sólo en su cara burlona. Ella se le escapaba, lo sabía, sin embargo no lo aceptaba. La batalla era casi irrelevante frente a la irresistible necesidad de atraparla, de hacerla suya, y él sabía que eso no podía ser.

Caminó hacia la puerta de la ciudad que daba a la llanura hacia el oeste. La compañía ligera montaba guardia en la puerta y Sharpe le hizo una señal a Harper con la cabeza y subió las empinadas escaleras del pretil, donde Hogan miraba fijamente hacia abajo en dirección a los olivares y a los bosques que estaban llenos de soldados españoles desfilando hacia las posiciones que Wellesley les había asignado cuidadosamente. Cuesta, después de haberse negado a atacar el domingo anterior, había marchado impetuosamente tras los franceses que se retiraban. Ahora, cuatro días después, su ejército volvía corriendo, con el rabo entre las piernas, y trayendo tras ellos un ejército francés que se había multiplicado por dos. Mañana, pensaba Sharpe, los españoles tendrán que luchar, los franceses los despertarán, el ejército aliado que podía haber conseguido una victoria el pasado domingo tendría que luchar ahora a la defensiva contra las fuerzas unidas de Víctor, Jourdan y José Bonaparte.

No es que los españoles, pensó Sharpe con amargura, fueran a tener mucho que ver con la matanza propiamente dicha. Wellesley había hecho retroceder a su ejército para crear una línea defensiva junto a la misma ciudad de Talavera. El extremo derecho de la línea lo constituían las murallas de la ciudad, los olivares, campos y bosques enmarañados, todo ello convertido en inexpugnable gracias al buen trabajo de Hogan. Había derribado árboles, construido con rapidez terraplenes, reforzado las murallas, y en ese enredo de barricadas y obstáculos las tropas españolas tomaban posiciones. Ningún soldado de infantería francés podía esperar abrirse paso luchando por el parapeto de Hogan siempre que los defensores se mantuvieran en sus puestos; como consecuencia el ejército francés giraría hacia el norte, hacia el lado izquierdo de la línea de Wellesley, donde los británicos esperarían el ataque. Sharpe miró hacia la llanura al norte. Ningún ingeniero hubiera dispuesto los obstáculos de mejor manera, sólo quedaba el arroyo Portina que un hombre podía cruzar sin que el agua se le metiera por las botas, y un prado ondulante que era una invitación para los batallones franceses y sus largas líneas de espléndida caballería. A distancia estaba el Medellín, la colina que dominaba la llanura, y Sharpe tenía la suficiente experiencia como para saber lo que sucedería al día siguiente. Las columnas francesas atravesarían el arroyo y atacarían contra las suaves laderas del Medellín. Ése era el lugar mortal. Las tropas españolas, treinta mil de sus efectivos, podían quedar a salvo tras los parapetos y mirar cómo las águilas atacaban a los británicos en la llanura abierta del norte y el humo cubría el Medellín.

—¿Cómo está? —preguntó Hogan.

—Bien —sonrió Sharpe.

El irlandés se giró para ver cómo los españoles ocupaban las posiciones que él había preparado. En la llanura del otro lado, ocultos entre los árboles donde el Alberche vertía sus aguas en el Tajo, se oyó el chasquido de los mosquetes. Durante toda la tarde hubo como un incendio forestal lejano y Sharpe había visto a docenas de británicos heridos llevados a través de las puertas de la ciudad. Los británicos habían cubierto la última milla de la retirada española y los heridos decían que los tiradores franceses triunfaron ese día. Dos batallones británicos habían salido malparados, corría incluso el rumor de que por poco capturan al mismo Wellesley, los españoles parecían nerviosos y Sharpe se preguntaba qué tipo de tropas habían encontrado los franceses para lanzar contra el ejército aliado. Bajó la mirada hacia Harper. El sargento, con una docena de hombres, montaba guardia en la puerta de la ciudad, no contra el enemigo, sino para detener a los soldados británicos o españoles que pudieran estar tentados de perderse por los oscuros callejones de Talavera y librarse de la lucha que era inevitable. El batallón estaba en el Medellín y Sharpe esperaba las órdenes que enviarían a su compañía curso arriba del Portina hasta encontrar el trozo de hierba que habían de defender por la mañana.

—¿Y qué tal está la muchacha? —preguntó Hogan sentado sobre la piedra polvorienta.

—Está feliz. Aburrida.

—Así son las mujeres. Nunca contentas. ¿Necesita más dinero?

Sharpe miró al ingeniero de mediana edad y vio la preocupación en sus ojos. Hogan ya le había prestado a Sharpe más de veinte guineas, una suma que le resultaría imposible devolverle a menos que tuviera suerte en el campo de batalla.

—No, de momento ya tengo suficiente.

Hogan sonrió.

—Tiene suerte —dijo encogiéndose de hombros—. Por Dios, Sharpe, que es una criatura preciosa. ¿Está enamorado?

Sharpe miró por encima del pretil donde los españoles habían ocupado las fortalezas provisionales de Hogan.

—Ella no dejará que llegue a estarlo.

—Así pues es más sensata de lo que yo creía.

La tarde pasó lentamente. Sharpe pensó en la muchacha, aburrida en su habitación, y observó a los soldados españoles que cortaban hayas y robles para encender las hogueras de la noche. Entonces, con la brusquedad con que Sharpe lo había esperado, se vieron destellos de luz lejos entre los confusos árboles y arbustos que bordeaban la llanura hacia el este. Era el sol, lo sabía, que se reflejaba en los mosquetes y petos. Sharpe dio un ligero codazo a Hogan y señaló hacia allí.

—Los franceses.

Hogan se puso de pie y se quedó mirando fijamente.

—Dios mío —dijo en voz baja—. Son unos cuantos.

La infantería avanzaba hacia la lejana llanura como una mancha oscura derramándose sobre la hierba. Sharpe y Hogan observaban cómo batallón tras batallón marchaban por los pálidos campos; escuadrón tras escuadrón de la caballería, las pequeñas formas rechonchas de los cañones esparcidas entre las formaciones, el ejército más grande que Sharpe hubiera visto en un campo. Las figuras galopantes de los oficiales del estado mayor se podían distinguir con facilidad, pues dirigían las columnas hacia sus puestos, listas para el avance y la batalla del día siguiente. Sharpe miró hacia la izquierda a las filas británicas que esperaban junto al Portina. El humo de cientos de fuegos impregnaba el aire del atardecer, multitud de hombres apiñados junto al arroyo y en el Medellín lejos de la vista del enemigo, pero las fuerzas británicas parecían lamentablemente pequeñas junto a la enorme marea de hombres, caballos y cañones que cubría la llanura hacia el este y crecía minuto a minuto. El hermano de Napoleón, el rey José, estaba allí junto con dos mariscales de Francia, Víctor y Jourdan. Dirigían sesenta y cinco batallones de infantería, una parte enorme de los hombres que habían hecho de Europa una propiedad de Napoleón, y habían venido a golpear a este pequeño ejército británico y enviarlo destrozado al mar. Planeaban destruirlo para siempre y asegurarse de que Gran Bretaña no se atreviera nunca más a desafiar a las águilas en tierra.

Hogan silbó suavemente.

—¿Atacarán esta noche?

—No —contestó Sharpe examinando las líneas lejanas—. Esperarán a la artillería.

Hogan señaló hacia el este, que se iba oscureciendo.

—Tienen cañones. Mire, allí se ven.

Sharpe sacudió la cabeza en señal de negación.

—Ésos sólo son los pequeños que van con cada batallón de infantería. No, los grandes bastardos deben estar más atrás en algún lugar del camino. Llegarán de noche.

Y por la mañana, pensó, los franceses empezarían con uno de sus cañoneos favoritos, la artillería concentrada lanzaría su lluvia de hierro hacia las líneas enemigas antes de que las columnas densas y acompañadas de tambores siguieran a las águilas cruzando el arroyo. Las tácticas francesas eran raramente sutiles. No era típica de ellos la inteligente maniobra de rodear el flanco de un enemigo. En lugar de ello, una y otra vez, concentraban los cañones y a los hombres y lanzaban un terrorífico martilleo sobre la línea enemiga; y, una y otra vez, les salía bien. Se encogió de hombros. ¿Quién necesitaba ser sutil? Los cañones y los soldados franceses habían destrozado a todos los ejércitos que se habían enviado en su contra.

Se oyeron gritos detrás suyo, atravesó la almena y miró abajo hacia la puerta donde Harper y sus hombres montaban guardia. El teniente Gibbons estaba allí con Berry, ambos montados a caballo, ambos gritándole a Harper. Sharpe se inclinó por encima del pretil.

—¿Qué sucede?

Gibbons se giró lentamente. Sharpe se dio cuenta de que el teniente estaba ligeramente borracho y que tenía alguna dificultad para mantenerse sobre el caballo. Gibbons saludó a Sharpe con su habitual ironía.

—No le había visto ahí, mi capitán. Lo siento.

Se inclinó. El teniente Berry se rió tontamente. Gibbons se enderezó.

—Sólo le estaba diciendo a su sargento, aquí, que ya puede usted regresar, ¿de acuerdo?

—Pero por el camino se han parado a beber algo, ¿no es así?

Berry soltó una risotada sonora. Gibbons le miró y se puso también a reír. Se volvió a inclinar.

—Digamos que sí, mi capitán.

Los dos tenientes espolearon a sus caballos bajo la puerta y empezaron a subir el camino hacia las líneas británicas al norte. Sharpe les vio marchar.

—Bastardos.

—¿Le han ocasionado problemas? —preguntó Hogan sentado sobre el pretil.

—No —contestó Sharpe sacudiendo la cabeza—. Son sólo insolencias, comentarios idiotas, ya sabe.

Pensó en Josefina. Hogan pareció leer sus pensamientos.

—¿Está pensando en la chica?

—Sí —asintió Sharpe—. Pero debería estar bien —dijo como pensando en voz alta—. Cierra la puerta con llave. Estamos en el último piso y no sé cómo podrían encontrarnos.

Se volvió hacia Hogan y sonrió.

—Deje de preocuparse. No han hecho nada; son cobardes. ¡Se han rendido!

Hogan sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—Le matarían, Richard, lo sentirían tan poco como si sacrificaran a un caballo cojo. Lo sentirían aún menos. Y en cuanto a la chica, también intentarían hacerle daño.

Sharpe se volvió hacia el espectáculo de la llanura. Sabía que Hogan tenía razón, sabía que quedaban muchas cosas sin resolver, pero no le tocaba a él jugar; todo tenía que esperar hasta después de la batalla. Las tropas francesas habían inundado el extremo de la llanura, fluían entre bosques y granjas, avanzando siempre hacia el riachuelo y la colina del Medellín. Oscurecían la llanura, la llenaban con una marea de hombres moteados de acero, y seguían llegando; húsares, dragones, lanceros, cazadores, granaderos y voltigeurs, los seguidores de las águilas, los hombres que habían construido un imperio, el viejo enemigo.

—Un trabajo duro mañana —dijo Hogan sacudiendo la cabeza mientras observaba a los franceses.

—Así será —contestó Sharpe y se volvió para llamar a Harper—. ¡Venga aquí!

El enorme sargento irlandés subió corriendo por la muralla derruida y se paró junto a los dos oficiales. El primero de los miles de fuegos brilló en las líneas francesas. Harper sacudió su gran cabeza.

—Quizá se olviden de despertarse mañana.

Sharpe se rió.

—De lo que se tienen que preocupar es de la mañana siguiente.

—Me pregunto a cuántos ejércitos más como éste tendremos que enfrentarnos antes de que todo haya acabado —dijo Hogan haciéndose sombra en los ojos con la mano para mirar.

Los dos fusileros no dijeron nada. Ellos habían estado con Wellesley el año anterior cuando había derrotado a los franceses en Rolica y en Vimeiro, sin embargo este ejército era diez veces mayor que el de los franceses en Rolica, tres veces más grande que el de Junot en Vimeiro, y dos veces más grande que el que habían echado de Portugal en primavera. Era como si por cada francés muerto otros dos o tres salieran del depósito, y cuando los matabas entonces una docena más venía, y así una y otra vez. Harper sonrió con burla.

—No hay por qué preocuparse observándolos. El hombre sabe lo que se hace.

Sharpe asintió con la cabeza. Wellesley no estaría esperando detrás del Portina si creyera que el día siguiente les traería una derrota. De todos los generales británicos era el único en el que confiaban los hombres que llevaban las armas, ellos sabían que había entendido cómo había que luchar contra los franceses y, lo más importante, cuándo no había que luchar contra ellos. Hogan señaló con el dedo.

—¿Qué es aquello?

A unos tres cuartos de milla de distancia jinetes franceses disparaban con sus carabinas. Sharpe no veía el blanco. Observó las nubes de humo y escuchó el débil chasquido.

—Dragones.

—Eso ya lo sé —dijo Hogan—. ¿Pero a qué le están disparando?

—¿Serpientes?

Durante sus paseos por el Portina Sharpe se había fijado en pequeñas serpientes negras que culebreaban misteriosamente en la hierba húmeda junto al arroyo. Las había esquivado pero había supuesto que era posible que también vivieran en la llanura y los jinetes simplemente se estaban divirtiendo con ejercicios de puntería. Era ya tarde y las llamas de las bocas de las carabinas brillaban intensamente a la luz del crepúsculo. Era extraño, pensó Sharpe, que la guerra pareciera bonita con tanta frecuencia.

—Vaya —dijo Harper señalando hacia abajo—. Han despertado a nuestros valientes aliados. Parece un maldito hormiguero.

Bajo la muralla, la infantería española estaba nerviosa. Los hombres dejaron los fuegos y se alinearon detrás de la muralla de tierra y piedras y colocaron los mosquetes sobre los troncos caídos y amontonados que Hogan había colocado en las puertas. Unos oficiales permanecían en la muralla, con las espadas desenvainadas; se oían gritos y empujones, los hombres apuntaban a los distantes dragones y a sus mosquetes refulgentes.

Hogan se rió.

—Da gusto tener aliados.

Los dragones, demasiado alejados para que se les viera con claridad, seguían disparando al blanco invisible. Sharpe se dio cuenta de que no eran más que payasadas. Los franceses eran ajenos al pánico que estaban causando entre la tropa española. Todo soldado de infantería español se había amontonado contra el parapeto, con las espaldas iluminadas por las hogueras, y los mosquetes erizados hacia el campo vacío. Los oficiales ladraban órdenes y Sharpe vio con horror que cientos de mosquetes eran cargados.

—¿Qué diablos están haciendo?

Oyó el sonido de las baquetas introduciéndose en el interior de los cañones de las armas, y vio que los oficiales levantaban las espadas.

—Observe esto —dijo Hogan—. Puede aprender una o dos cosas.

No se dio ninguna orden. En su lugar, un solo mosquete disparó, la bala tamborileó inútilmente en la hierba, y le siguió la mayor descarga que Sharpe hubiera oído. Miles de mosquetes dispararon, goteando llamas y humo, y un trueno retumbó en el aire, el sonido pareció durar eternamente y mezclado con él se oyeron los gritos de los españoles. El fuego y el plomo se derramaron sobre el campo vacío. Los dragones levantaron la vista, sobresaltados, pero ninguna bala de mosquete cubriría siquiera un tercio de aquella distancia, así que se quedaron sentados en las sillas y observaron la nube de humo de los mosquetes elevarse en el aire.

Por un momento Sharpe creyó que los españoles estaban celebrando la victoria frente a la hierba inocente, pero de repente se dio cuenta de que los gritos no eran de triunfo sino de alarma. Se habían asustado de su propia descarga, por el tronar de diez mil mosquetes, y ahora corrían para ponerse a salvo. Un millar fluyó por entre los olivos, tirando los mosquetes, pisando las hogueras presas del pánico, pidiendo ayuda a gritos, con la cabeza levantada, moviendo los brazos de arriba abajo, huyendo de su propio ruido. Sharpe gritó a sus hombres que estaban en la puerta.

—¡Déjenlos pasar!

No había razón para intentar detener el pánico. Los doce hombres de Sharpe serían arrollados por los cientos de españoles que se agolpaban en la puerta y fluían hacia el interior de la ciudad. Otros giraron en dirección norte hacia los caminos que llevaban al oeste alejándose de los franceses. Saquearían el parque de bagajes, asaltarían las casas de la ciudad, sembrarían la alarma y la confusión pero no había nada que hacer. Sharpe vio que la caballería española usaba las espadas contra la infantería fugitiva. Detendrían a algunos, quizá por la mañana habrían reunido a la mayoría de ellos, pero el grueso de la infantería española se había evaporado, asustada, derrotada por un puñado de dragones a tres cuartos de milla. Sharpe empezó a reír. Era demasiado divertido, demasiado estúpido, sin embargo muy adecuado para esta campaña. Vio que la caballería española segaba furiosamente a la infantería, obligando a algunos grupos a volver a la línea, y en la distancia oyó los clarines que reclamaban refuerzos para la cacería. En la llanura las hogueras francesas formaban líneas de luz, miles y miles de llamas señalando las líneas enemigas, y ninguno de los hombres que estaban alrededor de esos fuegos sabría que acababan de derrotar a algunos miles de soldados de infantería españoles. Sharpe se dejó caer sobre la muralla y miró a Harper.

—¿Decía algo, sargento?

—¿Mi capitán?

—¿Dios salve Irlanda? No podrá. Tiene las manos ocupadas con los españoles.

El ruido y el pánico decrecieron. Quedaba un puñado de hombres en el olivar, otros eran conducidos de vuelta por la caballería española, pero Sharpe calculó que a los jinetes les llevaría toda la noche reunir a los fugitivos y obligarles a volver a los parapetos, e incluso así miles escaparían para propagar el rumor de una gran victoria francesa a las afueras de Talavera. Sharpe se puso de pie.

—Venga, sargento, es hora de que volvamos con el batallón.

Una voz llamó desde la calle.

—¡Capitán Sharpe! ¡Señor!

Uno de los fusileros gesticulaba y, junto a él, estaba Agostino, el criado de Josefina. Sharpe sintió que su humor distendido desaparecía y se veía reemplazado por un temor horroroso. Bajó corriendo por el muro derruido, Harper y Hogan detrás de él, y caminó hasta los dos hombres.

—¿Qué hay?

Agostino empezó a hablar en portugués. Era un hombre pequeño que normalmente hablaba poco, que lo miraba todo con sus ojos grandes y oscuros. Sharpe levantó la mano pidiendo que callara.

—¿Qué dice?

Hogan sabía suficiente portugués. El ingeniero se humedeció los labios.

—Es Josefina.

—¿Qué le pasa?

Sharpe tuvo una sensación de desastre, un sentimiento frío de maldad. Dejó que Hogan le agarrase por el codo y le apartara, con Agostino, de los oídos de los fusileros. Hogan hizo más preguntas, dejó que el sirviente hablara, y finalmente se volvió hacia Sharpe. Hablaba bajo.

—La han atacado. Ellos encerraron a Agostino en un armario.

—¿Ellos?

Él ya conocía la respuesta. Gibbons y Berry. El sargento Harper se acercó hasta ellos, con tono formal y correcto.

—¿Mi capitán?

—¿Sargento?

Sharpe se tragó los cientos de temores que le sobrevenían para poder escuchar a Harper.

—Traeré a ese hombre, mi capitán.

Sharpe asintió. Se le ocurrió que Patrick Harper sabía más de lo que estaba sucediendo de lo que él suponía. Tras sus palabras cautelosas había una preocupación que hizo que Sharpe sintiera no haber tenido más confianza con Harper. El irlandés también mostraba una ira contenida. Sus enemigos, estaba diciendo, son los míos.

—Siga, sargento.

—Sí, mi capitán. ¿Y mi capitán? —dijo Harper tristemente—. ¿Me permitirá saber lo que pasa?

—Sí, sargento.

Sharpe y Hogan corrieron por las calles oscuras, resbalando en la mierda, abriéndose paso entre los fugitivos que estaban forzando las puertas de las tabernas y de casas particulares. Hogan jadeaba para mantenerse junto al fusilero. Sería una mala noche para Talavera, una noche de saqueo, destrucción y violación. Mañana miles de hombres marcharían contra una vorágine de fuego y Hogan, vislumbrando el rostro de Sharpe cuando gruñía a dos soldados de infantería españoles que se quitaran de su camino, temía por el mal que parecía manar como anticipo del de mañana. Entonces llegaron a la pequeña calle donde vivía Josefina y Hogan levantó la vista hacia las silenciosas ventanas, las contraventanas cerradas, y rogó que Richard Sharpe no se destruyera a sí mismo con su enorme cólera.