—¡Mi capitán! ¡Mi capitán!
El alférez Denny corría hacia él, arrastrando la espada, con el rostro chorreando sudor.
—¿Mi capitán?
—¿Qué ha averiguado?
—El coronel está en el castillo, mi capitán. Creo que está con el general. Encontré al capitán Leroy y al comandante Forrest. El capitán Leroy dijo que le esperara.
Por encima del hombro de Denny, Sharpe vio a Leroy, a caballo, saliendo de las empinadas calles que llevaban al castillo. El americano, gracias a Dios, no se daba prisa. Llevaba el caballo al paso como si no hubiera ninguna urgencia; si los hombres del depósito de madera percibían pánico o preocupación entre los oficiales, creerían que estarían ganando y se obstinarían todavía más.
El caballo de Leroy casi hizo las últimas yardas paseando. El americano saludó a Sharpe con la cabeza, sacó las manos de las bridas y encendió un puro largo y negro.
—Sharpe.
Sharpe sonrió.
—Leroy.
Leroy se deslizó del caballo y miró a Denny.
—¿Sabes cabalgar, muchacho?
—Por supuesto, mi capitán.
—Bien, pues súbete a este caballo y mantenlo callado. Aquí tienes.
Leroy hizo escalera con sus manos y ayudó al muchacho a subirse a la silla.
—Espérenos con la compañía —dijo Sharpe.
Denny se fue cabalgando. Leroy se volvió hacia Sharpe.
—Hay un pánico tremendo allá arriba. Simmerson está negro y pide la artillería a gritos, Papá Hill le dice que se calme.
—¿Estaba usted allí arriba?
Leroy asintió.
—Encontré a Sterritt. Le va a dar un ataque, cree que es todo culpa suya porque es el oficial de servicio. Simmerson grita que es un amotinamiento. ¿Qué pasa?
Siguieron caminando hacia el depósito de madera. Sharpe rechazó un puro.
—Dicen que no van a formar. Pero en realidad todavía no se lo ha ordenado nadie. Mis chicos lo hicieron sin problemas. Tal como yo lo veo hemos de sacar al resto de ahí rápidamente.
Leroy lanzó un fino hilo de humo al aire.
—Simmerson ha ido por la caballería.
—¿Qué?
—Papá no tenía elección, ¿verdad? Un coronel le viene y le dice que las tropas se han amotinado. Así que el general envía a la LAR. Sin embargo, aún tardarán; ni siquiera habían montado.
La Legión Alemana del Rey. Era la mejor caballería del ejército de Wellesley; rápidos, eficientes, valientes, y una buena elección para terminar con un motín. Sharpe no se atrevía a pensar en los jinetes alemanes desalojando el depósito de madera con sus sables.
—¿Dónde está Forrest?
Leroy señaló el castillo.
—Viene hacia aquí. Ha ido a buscar al sargento mayor. No creo que espere a sir Henry y su artillería pesada.
Leroy sonrió ampliamente. Llegaron a la puerta que estaba entreabierta. Harper había mencionado unas barricadas pero Sharpe no veía ninguna. Leroy le hizo una señal.
—Adelántese, Sharpe. Le dejo a usted que hable. Se creen que es usted una especie de maldito hacedor de milagros.
Su primera impresión fue la de un depósito lleno de hombres estirados, de pie, sentados, con las armas amontonadas, las casacas y el equipo tirados. Había un fuego que ardía en el centro del patio, lo que le llamó la atención debido al calor del día y entonces recordó los triángulos de más que Simmerson había ordenado para los azotes en masa. El coronel debía haber encargado el trabajo allí y los hombres habían quemado las maderas que habían sido clavadas toscamente unas con otras, listas para los castigos. Hubo un silencio momentáneo cuando los dos oficiales entraron por la puerta seguidos de un zumbido de charla excitada. Leroy se apoyó en la entrada, Sharpe se abrió paso lentamente entre los grupos de hombres, dirigiéndose hacia el fuego que parecía ser el centro del patio. Los hombres bebían, algunos ya estaban borrachos, y mientras Sharpe caminaba lentamente entre los murmullos y las miradas hostiles, un hombre le ofreció irónicamente una botella. Sharpe no le hizo caso, golpeó el brazo del hombre con su rodilla al pasar y oyó como la botella caía al suelo. Llegó al espacio frente al fuego y cuando se volvió para ponerse de cara a la masa de hombres, el murmullo desapareció. Adivinó que no habría que batallar mucho con ellos, no había ningún cabecilla que protestara, sólo se habían oído unos tristes murmullos.
—¡Sargentos!
Nadie se movió. Tenía que haber sargentos en el patio. Volvió a gritar.
—¡Sargentos! ¡Rápido! ¡Aquí!
Aún no se movía nadie pero con el rabillo del ojo captó la imagen de un grupo de hombres, con camisa y pantalón, que se movían inquietos. Les señaló.
—Venga. ¡Deprisa! ¡Pónganse el equipo!
Vacilaron. Durante un instante se preguntó si los sargentos serían los cabecillas, pero entonces se dio cuenta de que probablemente tenían miedo de los hombres. Sin embargo, recogieron las casacas y los cinturones. Se oyeron algunos abucheos pero nadie hizo ademán de detenerlos. Sharpe se empezó a sentir relajado.
—¡No!
Un hombre a la izquierda se levantó. Hubo silencio, no se movía nada, los sargentos miraron al hombre que había hablado. Era un hombre alto con cara inteligente. Se giró hacia los hombres y habló con voz razonable.
—No vamos a ir. ¡Hemos decidido esto y lo hemos de mantener!
Su voz, al igual que la del muerto Ibbotson, era educada. Se volvió hacia Sharpe.
—Los sargentos pueden ir, mi capitán, pero nosotros no. No es justo.
Sharpe no le prestó atención. No era el momento de discutir si la disciplina de Simmerson era justa o injusta. La disciplina, en momentos como ése, no era un tema que se pudiera discutir. Existía y eso era todo. Se volvió hacia los sargentos.
—¡Venga! ¡Muévanse!
Los sargentos, una docena, fueron hacia el fuego con obediencia. Sharpe se dio cuenta de repente del calor abrasador de la hoguera, que junto con el sol le hacía chorrear la espalda. Los sargentos se detuvieron.
Sharpe habló en voz alta.
—Tienen dos minutos. Quiero a todo el mundo en este patio formando y uniformado. Los hombres que tengan que ser azotados, sólo con pantalones y camisa. Compañía de granaderos junto a la puerta, al resto háganlos formar. ¡Venga!
Dudaron. Sharpe dio un paso adelante hacia ellos y de repente se pusieron en movimiento. Se giró y avanzó hacia los hombres en masa.
—¡De pie! ¡Formando! ¡Deprisa!
El hombre corpulento intentó hacer una última protesta pero Sharpe le golpeó.
—¿Quiere más malditas ejecuciones? ¡Muévase!
Todo había terminado, hubo que darles unas patadas en los pies a algunos de los hombres borrachos, pero la batallita estaba ganada.
Leroy se reunió con Sharpe y junto con los sargentos, alinearon las compañías. Los hombres estaban hechos un desastre. Los uniformes no estaban cepillados, estaban manchados del polvo de la madera, los cinturones tenían óxido y los mosquetes estaban sucios. Algunos hombres estaban pálidos por la bebida. Sharpe no había visto nunca un batallón en tan mala forma, aunque eso era mejor que una multitud amotinada y perseguida por la eficiente caballería alemana.
Leroy abrió las puertas de par en par, Sharpe dio órdenes y el batallón marchó hacia fuera en formación para alinearse con la compañía ligera. Forrest estaba fuera. Se quedó boquiabierto cuando vio salir a la primera compañía. Un puñado de oficiales y de sargentos estaba con él y corrieron hacia sus compañías gritando órdenes. El batallón empezó a marchar con resolución, el sargento mayor los puso a punto, les ordenó descanso, y les dejó en esa posición. Sharpe se acercó al caballo de Forrest, le llamó la atención y le saludó.
—¡Batallón formado, mi comandante!
Forrest bajó la mirada hasta él.
—¿Qué ha sucedido?
—¿A qué se refiere, comandante? Nada.
—Pero me habían dicho que se negaban a formar.
Sharpe señaló el batallón. Los hombres se estaban colocando bien los uniformes, cepillando el polvo de las casacas, dando puñetazos a los chacós para devolverles la forma. Forrest los miró fijamente y luego volvió la mirada hacia Sharpe.
—Esto no le va a gustar.
—¿Al coronel, mi comandante?
Forrest sonrió burlonamente.
—Viene hacia aquí con la caballería, Sharpe. Y el general Hill.
Forrest eliminó la sonrisa, que era impropia, pero Sharpe entendió la broma. Simmerson estaría furioso; había molestado a un general, había levantado un regimiento de caballería y todo por un amotinamiento que no existía. Esa idea le agradó.
El batallón permaneció bajo el calor, las campanas de la ciudad dieron las cinco y cuarto, se quitaron el polvo de los uniformes como buenamente pudieron. Quizá la mitad de los oficiales estaba allí, habían ido llegando de la ciudad, pero el resto estaba con Simmerson. Cuando el reloj tocó la media se oyó un trueno de cascos, una nube de polvo, y con un despliegue de fuerzas calculado para desmoralizar a las supuestamente amotinadas tropas, aparecieron los dragones con el uniforme azul de la Legión Alemana del Rey al galope hacia la plaza del mercado. Resultaban espléndidos con sus casacas azules, con las pellizas ribeteadas de piel y, en la cabeza, los sombreros de piel marrón. Llevaban los sables desenvainados y cabalgaban directos hacia el almacén de madera. Lentamente, fueron cayendo en la cuenta de que estaba vacío y que las cabezas que les habían enviado a cortar estaban formadas. Se oyó gritar órdenes, los caballos giraron, la caballería se sumergió en un silencio embarazoso y miró la manada de jinetes con casaca roja que les seguía hasta la plaza del mercado; el coronel sir Henry Simmerson con el general de división Rowland Hill, ayudas de campo, oficiales del batallón como Gibbons y Berry, y detrás de ellos una manada de otros oficiales a caballo que habían llegado a ver la agitación.
Se detuvieron todos y se quedaron mirando. Simmerson se asomó al depósito de madera, volvió a mirar a la formación y otra vez al patio del depósito. El sargento mayor siguió las órdenes de Forrest.
—¡Batallón! ¡Atención!
El batallón de destacamentos se puso firme. El sargento mayor hinchó el pecho.
—¡Batallón! ¡Armas al hombro!
Los tres movimientos estaban perfectamente sincronizados. Sólo se oía el sonido de seiscientas manos palmoteando seiscientos mosquetes a la vez.
—¡Batallón saluda al general!
Había un general.
—¡Presenten armas!
Sharpe saludó con su sable. Tras él las compañías golpearon el suelo con el pie derecho, con los mosquetes inclinados con magnífica precisión; la formación vibró de orgullo. «Papá» Hill devolvió el saludo. El sargento mayor mandó poner las armas al hombro, descansen armas y luego descanso. Sharpe vio que Forrest iba con su caballo hacia Simmerson, que estaba saludando. Vio gesticulaciones pero no pudo oír nada. Parecía que Hill hacía preguntas y Sharpe vio que Forrest se giraba sobre su silla y señalaba en dirección a la compañía ligera. La indicación con el brazo se convirtió en una llamada.
—¡Capitán Sharpe!
Sharpe marchó por la plaza de armas como si fuera el sargento mayor del regimiento en un desfile real. Maldito Simmerson. Podían haberle hundido la cara en la porquería. Se detuvo en seco, saludó y esperó. Hill le miró, el sombrero de tres picos le hacía sombra en la cara.
—¿Capitán Sharpe?
—¡Mi general!
—¿Usted ha formado al batallón? ¿No es así?
—¡Mi general!
Sharpe había aprendido cuando era sargento que repetir la palabra «mi» seguida de la correspondiente graduación con suficiente fuerza y precisión podía hacer que aprobase la mayoría de entrevistas con oficiales veteranos. Hill también lo creía así. Miró su reloj y luego otra vez a Sharpe.
—La revista está preparada con media hora de antelación. ¿Por qué?
—Los hombres parecían estar aburridos, mi general. Pensé que un poco de instrucción les iría bien, así que el capitán Leroy y yo les sacamos.
Hill sonrió, le gustó la respuesta. Miró a la tropa que permanecía inmóvil bajo el sol.
—Dígame, capitán, ¿alguno se negó a formar?
—¿Negarse, mi general? —dijo Sharpe sorprendido—. No, mi general.
—¿Ni un solo hombre, mi capitán? —insistió Hill con intensidad.
—No, mi general, ni uno solo.
Sharpe no se atrevió a mirar a Simmerson. Una vez más, el coronel parecía tonto. Había clamado «amotinamiento» ante un general de división y resultaba que un capitán subalterno había hecho formar a los hombres. Sharpe percibió que Simmerson se removía incómodo sobre su silla cuando Hill bajó la mirada con perspicacia.
—Me sorprende, capitán.
—¿Le sorprendo?
Hill sonrió. Había tratado con bastantes sargentos en su vida como para saber a qué jugaba Sharpe.
—Sí, capitán. Usted se ha enterado de que su coronel recibió una carta diciendo que los hombres se negaban a formar. A eso se le llama amotinamiento.
Sharpe se giró con ojos de inocente hacia Simmerson.
—¿Una carta, mi general? ¿Negándose a formar?
Simmerson le miró con enojo; hubiera matado a Sharpe allí mismo si se hubiera atrevido. Sharpe volvió a mirar a Hill y cambió la expresión de sorpresa inocente por otra en la que simulaba ir cayendo en la cuenta.
—Creo que se debe tratar de una broma, mi general. Usted ya sabe lo juguetones que son los muchachos cuando están listos para una batalla.
Hill se rió. Le habían ganado demasiados sargentos como para saber cuándo tenía que parar de jugar.
—¡Bien! ¡Mucho ruido y pocas nueces! ¡Hoy parece que es el día del South Essex! Es la segunda vez que paso esta revista en doce horas. Creo que ya es hora de que pase revista a sus hombres, sir Henry.
Simmerson no dijo nada. Hill se volvió hacia Sharpe.
—Gracias, capitán. Del 95.º, ¿no?
—Sí, mi general.
—He oído hablar de usted. Sharpe, ¿no? Déjeme pensar.
Miró con atención al fusilero y luego chasqueó los dedos.
—¡Claro! ¡Es un honor para mí conocerle, Sharpe! ¿Sabía que los fusileros están de vuelta?
Sharpe sintió que el corazón se le salía.
—¿Aquí, mi general?
—Quizás ahora ya estén en Lisboa. Uno no puede arreglárselas sin los fusileros, ¿verdad Simmerson?
No hubo respuesta.
—¿De qué batallón es usted, Sharpe?
—Segundo, mi general.
—Lástima, entonces. El que viene es el primero. De todas maneras, da gusto encontrarse con viejos amigos, ¿no?
—Sí, mi general.
Hill parecía realmente feliz de estar charlando. Por encima del hombro del general Sharpe vislumbró a Gibbons, sentado desconsolado sobre su caballo. El general espantó una mosca.
—¿Qué se dice de los fusileros, eh, capitán?
—Que son los primeros en llegar al campo y los últimos en marchar, mi general.
Hill asintió.
—¡Eso es moral! Así que lo han incorporado al South Essex, ¿no es así?
—Sí, mi general.
—Bien, me alegro de que esté en mi división, Sharpe, me alegro mucho. ¡Proceda!
—Gracias, mi general.
Saludó, dio media vuelta y volvió hacia la compañía ligera.
Cuando se iba oyó a Hill gritarle al comandante de caballería:
—¡Se pueden ir a casa! ¡Nada más por hoy!
El general condujo a su caballo por las filas del batallón y habló afablemente con los hombres. Sharpe había oído hablar mucho de «Papá» Hill y entendió por qué le habían dado ese apodo. El general tenía el don de hacer creer a cada hombre que se ocupaba de él, parecía realmente interesado en ellos, quería que fueran felices. No había manera de que no percibiera el estado en que se encontraba el batallón. Incluso teniendo en cuenta las tres semanas de marcha y la batalla del puente, los hombres se habían vestido apresuradamente, a pesar de que estaban sucios, pero Hill hizo como que no lo veía. Cuando llegó a la compañía ligera, señaló con la cabeza a Sharpe con familiaridad, bromeó acerca de la altura de Harper y cabalgó hacia Simmerson y su séquito en el centro de la plaza de armas.
—¡Han sido ustedes malos chicos! ¡Me han desengañado esta mañana!
Hablaba lenta y claramente, de manera que las compañías de los flancos, como la de Sharpe, pudieran oírle a la perfección.
—¡Se merecen el castigo que sir Henry ordenó!
Hizo una pausa.
—¡Pero esta tarde lo han hecho muy bien! ¡Formarse antes!
Se hizo un susurro de risas en la tropa.
—¡Parecen ansiosos por recibir el castigo!
La risa cesó.
—Bien, se sentirán desilusionados. Dado su comportamiento esta tarde sir Henry me ha pedido que suspenda la revista de castigo. No estoy totalmente de acuerdo con él, pero voy a dejar que lo haga a su manera. Así que no habrá azotes.
Se oyeron suspiros de alivio. Hill respiró hondo.
—¡Mañana marcharemos con nuestro aliados españoles hacia los franceses! ¡Vamos a Talavera y libraremos una batalla! Estoy orgulloso de que estén en mi división. ¡Juntos les enseñaremos a los franceses lo que quiere decir ser soldado!
Levantó una mano hacia ellos en señal de paz.
—¡Buena suerte, muchachos, buena suerte!
Le aclamaron hasta quedarse roncos, se quitaron los chacós y los agitaron saludando al general, quien les devolvió una sonrisa radiante como si fuera un padre indulgente. Cuando el ruido se apagó se giró hacia Simmerson.
—Haga que rompan filas, coronel, que rompan filas. ¡Lo han hecho bien!
A Simmerson no le quedaba más remedio que obedecer. Rompieron filas, los hombres se dispersaron por el campo hablando y riendo. Hill se fue al trote hacia el castillo y Sharpe vio a Simmerson y a su grupo de oficiales cabalgar tras él. El hombre había quedado como un tonto ante todos y él, Sharpe, sería el culpable. El alto fusilero volvió lentamente, caminando hacia la ciudad, con la cabeza gacha. Era cierto que le había gustado desconcertar a Simmerson pero el coronel se lo había ganado; ni siquiera se había molestado en comprobar si los hombres se negarían a cumplir la orden, simplemente había llamado a la caballería. Sharpe sabía que había lanzado demasiados insultos sobre el coronel y su sobrino. Sharpe dudaba que ahora Simmerson se contentara con la carta que ya estaría en Lisboa, esperando un barco que llevase el correo a Londres. La carta arruinaría la carrera de Sharpe y a menos que fuera capaz de obrar un milagro en la batalla que se acercaba cada vez más, Simmerson tendría la satisfacción de ver a Sharpe destrozado. Pero aún había más. Había honor y orgullo, y una mujer. Dudaba que Gibbons persiguiera una solución honrosa, dudaba que el teniente quedara satisfecho con la carta que su tío había escrito, y sintió un temblor de recelo ante lo que podía suceder. La chica se convertiría en el objetivo de Gibbons.
Un hombre le alcanzó corriendo.
—¿Capitán?
Sharpe se giró. Era el hombre corpulento que había intentado impedir que el batallón formara en el depósito de madera.
—¿Sí?
—Quería darle las gracias, mi capitán.
—¿A mí? ¿Por qué?
Sharpe fue rudo al hablar. El hombre estaba aturdido.
—Nos hubieran fusilado, mi capitán.
—Yo mismo hubiera dado la orden.
—Entonces gracias, mi capitán.
Sharpe estaba impresionado. El hombre se podía haber callado.
—¿Cómo se llama?
—Huckfield, mi capitán.
Era culto y Sharpe sintió curiosidad.
—¿Dónde aprendió tanta educación, Huckfield?
—Era oficinista, mi capitán, en una fundición.
—¿Una fundición?
—Sí, mi capitán. En Shropshire. Hacíamos acero, mi capitán, día y noche. Era un valle de fuego y humo. Pensé que esto sería más interesante.
—¡Se alistó voluntario! —exclamó Sharpe mostrando sorpresa.
—Sí, mi capitán —asintió Huckfield.
—¿Decepcionado?
—El aire es más puro, mi capitán.
Sharpe le miró fijamente. Había oído a hombres hablar de la nueva «industria» que estaba naciendo en Gran Bretaña. Habían descrito, al igual que Huckfield, paisajes enteros enladrillados y moteados con los hornos gigantes que producían hierro y acero. Había oído contar historias de puentes construidos sobre ríos, puentes hechos todos ellos de metal, de barcos y máquinas que funcionaban con vapor, pero no había visto ninguna de estas cosas. Una noche, alrededor de un fuego de campo, alguien había dicho que eso era el futuro y que los días de los hombres a pie o a caballo estaban contados. Eso era pura fantasía, por supuesto, pero ahí estaba Huckfield que había visto esas cosas, y la imagen de un país entregado a enormes máquinas negras con vientres de fuego le hacía sentir inseguro. Hizo al hombre un gesto con la cabeza.
—Olvídese de lo de esta tarde, Huckfield. No ha pasado nada.
No hizo caso del agradecimiento del hombre. Sentirse inseguro por el futuro era el precio que tenía que pagar por ser soldado. Sharpe no podía imaginarse en un ejército que no estuviera en guerra; no podía imaginarse qué haría si de repente estuvieran en paz y él no tuviera trabajo. Pero antes había que entablar una batalla, y ganar un águila y luchar por una chica. Se adentró en las calles de Oropesa.