Uno de cada diez hombres debía ser azotado. Sesenta hombres del batallón, seis de cada compañía y, el capitán de cada compañía tenían que entregar a seis hombres, desnudos de cintura para arriba, listos para ser atados a los triángulos de azote que Simmerson había mandado hacer a los carpinteros del lugar. El coronel había dado sus órdenes y miraba alrededor furioso, con sus pequeños ojos sanguinolentos, a los oficiales congregados.
—¿Algún comentario?
Sharpe respiró hondo. Decir algo era inútil, no decir nada era cobardía.
—Creo que no es una buena idea, mi coronel.
—El capitán Sharpe cree que no es una buena idea —dijo Simmerson chorreando acidez en cada palabra—. El capitán Sharpe, caballeros, nos dice cómo hay que dirigir a los hombres. ¿Por qué no es una buena idea, capitán Sharpe?
—Fusilar a dos hombres por la mañana y azotar a sesenta por la tarde me parece a mí que es hacerles el trabajo a los franceses, mi coronel.
—Usted sí que se lo hace. Bien, maldito sea usted, Sharpe, y malditas sus ideas. Si la disciplina de este batallón fuera aplicada tan estrictamente por los capitanes como yo lo exijo este castigo no sería necesario. ¡Les azotaré! ¡Y eso incluye a sus valiosos fusileros, Sharpe! ¡Espero que haya tres de ellos entre sus seis hombres! ¡Aquí no hay favoritismos!
No había nada que hacer ni nada que decir. Los capitanes lo explicaron a sus compañías y, al igual que hizo Sharpe, cortaron pajas y las sacaron a suertes para determinar quiénes serían las víctimas de Simmerson. Tres docenas de azotes por sesenta hombres. Hacia las dos, las víctimas iban gorroneando bebidas alcohólicas que pudieran embotarles la mente y sus compañeros malhumorados empezaron la larga tarde limpiando y puliendo su equipo para la revista de Simmerson. Sharpe les dejó trabajando y volvió a la casa que hacía las funciones de cuartel general del batallón. Los problemas flotaban en el aire, un humor que evoca la pesadez anterior a una tormenta, la alegría de Sharpe de la mañana se había visto sustituida por el recelo y se preguntaba qué sucedería antes de que volviera a la casa donde Josefina le estaba esperando, soñando con Madrid.
Se pasó la tarde rellenando laboriosamente los libros de la compañía.
Cada mes, el diario tenía que ser traspasado al diario mayor, y éste se tenía que entregar a Simmerson al cabo de una semana para que lo revisara. Encontró tinta, afiló una pluma, y con la lengua entre los dientes empezó a anotar los detalles. Podía haber delegado el trabajo en el sargento encargado de los libros pero prefería hacerlo él mismo porque así nadie podría acusar al sargento de favoritismos. Al soldado Thomas Cresacre se le cargó en cuenta un nuevo cepillo para los zapatos. Cinco peniques. Sharpe suspiró; cada entrada en las columnas escondía una pequeña tragedia. Cresacre había lanzado el cepillo a su mujer y la madera se había partido contra una pared de piedra. El sargento McGivern lo había visto y le había denunciado de manera que además de sus problemas conyugales Thomas Cresacre perdería cinco de los doce peniques de su paga diaria. La siguiente entrada del pequeño diario que vivía en el bolsillo de Sharpe era un par de zapatos para Jedediah Horrell. Sharpe dudó. Horrell aseguraba que le habían robado los zapatos y Sharpe se inclinaba a creerle. Horrell era un buen hombre, un campesino robusto de la región central de Inglaterra, y Sharpe siempre encontraba su mosquete cuidado y su equipo en orden. Y Horrell ya había sido castigado.
Durante dos días había marchado con botas prestadas y sus pies estaban llagados y escocidos. Sharpe tachó la entrada de su diario y escribió en el diario mayor «perdidas en acción». Le había ahorrado al soldado Horrell seis chelines y seis peniques. Se acercó el libro de equipos y copió en él laboriosamente la información del diario mayor. Le divirtió ver que Lennox ya había descrito que cada hombre había perdido un cuello «en acción», así que oficialmente los cuellos, al igual que las botas de Horrell, iban a cargo del Gobierno en vez de ir a cargo del individuo que las había perdido. Durante una hora permaneció copiando del diario al diario mayor y de éste al libro de cuentas las menudencias de cada día. Cuando terminó se acercó el libro de tropa. Esto era más sencillo. El sargento Read, el encargado de los libros, ya había tachado los nombres de los hombres que habían muerto en Valdelacasa y había inscrito los nuevos nombres, los de los fusileros de Sharpe y los seis hombres que habían sido asignados a la compañía ligera cuando Wellesley lo había convertido en el nuevo batallón de destacamentos. Frente a cada uno de los nombres Sharpe anotó la cantidad de tres chelines y seis peniques, la suma adeudada, cada semana, por el coste de su comida. No era justo, lo sabía, ya que los hombres sólo recibían medias raciones y la cuestión era que la situación del avituallamiento iba empeorando. Los comisarios recorrían el valle del Tajo, había frecuentes choques entre patrullas inglesas y francesas para decidir qué bando podía registrar un pueblo en busca de alimentos escondidos. Incluso se libraban batallas entre los ingleses y sus aliados españoles que no habían entregado ni una centésima parte de los víveres que habían prometido y, sin embargo, cada día entraban rebaños de ovejas, vacas, cabras y cerdos para sus hombres. Pero él no tenía poder para reducir la cantidad que los hombres pagaban si las raciones no se entregaban completas. Sin embargo al final de la página anotó que la suma era el doble de lo que correspondía por la comida y tenía la esperanza de que más adelante se le ordenaría corregir esta injusticia. En la siguiente columna anotó cuatro peniques en cada línea, lo que había costado que las mujeres lavaran la ropa. Lavar la ropa de un hombre costaba dieciséis chelines y cuatro peniques al año, sus raciones más de ocho libras. Cada soldado ganaba un chelín diario, diecisiete libras y sesenta chelines al año, pero una vez se le deducía la comida, el lavado, las medias suelas, y las tapas y la paga de un día que se iba a los hospitales militares de Chelsea y Kilmainham, a cada hombre le quedaban los tres sietes, siete libras, siete chelines y siete peniques, y Sharpe sabía, por su propia y amarga experiencia, que se podían considerar afortunados si obtenían eso. Muchos hombres perdían más dinero al tener que reemplazar el equipo perdido y la verdad era que a cada soldado se le pagaba cuatro peniques y medio al día por luchar contra el francés.
Como capitán, Sharpe recibía diez chelines y seis peniques al día. Parecía una fortuna, pero más de la mitad se le iba en la comida y además el rancho de los oficiales requería un gasto extra de dos chelines y ocho peniques al día para pagar el vino, la comida de lujo, y el rancho de los criados. Pagaba más por la limpieza y los hospitales y se conocía la suma al dedillo. Sencillamente no sumaba. Y ahora Josefina le costaba dinero. Hogan le había prestado dinero y, sumado al contenido de su bolsa de cuero, tenía suficiente para los próximos quince días, pero, ¿qué sucedería después? Su única esperanza era encontrar un cadáver rico en el campo de batalla. Un cadáver muy rico.
Sharpe terminó con los libros, los cerró, dejó la pluma sobre la mesa y bostezó al tiempo que el reloj de la ciudad daba las cuatro. Volvió a abrir el libro de tropa semanal y echó una mirada a los nombres, preguntándose con morbo cuántos de ellos estarían aún ahí al cabo de una semana, en cuántos de ellos aparecería la palabra «fallecido» en la columna de enfrente. ¿Tacharían su nombre? ¿Miraría otro oficial el libro mayor y se preguntaría quién había escrito «cinco peniques, un cepillo para los zapatos» frente al nombre de Thomas Cresacre? Volvió a cerrar los libros. Todo era pura especulación. Hacía un mes que no pagaban al ejército, y aunque lo hicieran tampoco estarían al día en los pagos. Le entregaría los libros al sargento Read, que los guardaría en la mula de la compañía y cuando llegara la paga, si lo hacía, Read haría las deducciones anotadas en los libros y pagaría a los hombres un puñado de monedas. Alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo, mi capitán —era la voz de Harper.
—Adelante.
La cara de Harper estaba triste, su comportamiento era muy formal.
—¿Y bien, sargento?
—Tenemos problemas, mi capitán, y gordos. Los hombres se niegan a formar.
Sharpe recordó su recelo.
—¿Qué hombres?
—Todo el maldito batallón, mi capitán. Incluso nuestros chicos.
Cuando Patrick Harper hablaba de «nuestros chicos» quería decir los fusileros. Sharpe se puso en pie y se colgó el gran sable.
—¿Quién más lo sabe?
—El coronel, mi capitán. Los hombres le enviaron una carta.
Sharpe soltó una maldición por lo bajo.
—¿Le enviaron una carta? ¿Y quién la firmó?
Harper sacudió la cabeza.
—Nadie la firmó, mi capitán. Simplemente dice que no formarán y que si se acerca le volarán su maldita cabeza.
Sharpe recogió el fusil. Había una palabra que describía lo que estaba sucediendo y la palabra era «amotinamiento». La orden de Simmerson de azotar a uno de cada diez podía convertirse fácilmente en la orden de diezmarlos, y en lugar de azotarles, los hombres serían colocados contra los árboles y luego fusilados. Miró a Harper.
—¿Qué está pasando?
—Hablan mucho, mi capitán. Se están parapetando en el depósito de madera.
—¿Todos?
Harper negó con la cabeza.
—No, mi capitán. Todavía hay unos doscientos en el huerto. Su compañía está allí, mi capitán, pero los muchachos del depósito están intentando convencerlos para que se unan a ellos.
Sharpe sacudió la cabeza. El batallón estaba acampado en un olivar que los hombres llamaban huerto simplemente porque los árboles estaban dispuestos en filas. El olivar estaba detrás del depósito de madera, un patio amurallado con una única entrada.
—¿Quién entregó la carta?
—No lo sé, mi capitán. La pasaron bajo la puerta de la casa de Simmerson.
Sharpe se apresuró a salir. El patio de la casa estaba sombrío y en silencio, la mayoría de oficiales se había ido a conocer la ciudad antes de marchar a la mañana siguiente a encontrarse con los franceses.
—¿Hay algún oficial en el depósito?
—No, mi capitán.
—¿Y los sargentos?
El rostro de Harper era inexpresivo. Sharpe supuso que muchos de los sargentos secundarían la protesta, pero al igual que el enorme irlandés, conocían mejor que sus hombres cuál sería el resultado si el batallón se negaba a formar.
—Espere aquí.
Sharpe volvió corriendo a la casa. Las habitaciones estaban frescas y vacías. Una mujer le miró desde la cocina, con una ristra de pimientos en la mano, y rápidamente cerró la puerta cuando ella le vio la cara. Sharpe subió las escaleras de dos en dos y abrió de par en par la puerta de la habitación donde los oficiales más jóvenes de la compañía ligera estaban alojados. Sólo estaba el alférez Denny, el joven de dieciséis años que estaba estirado durmiendo sobre un colchón de paja.
—¡Denny!
El muchacho se despertó, asustado.
—¡Mi capitán!
—¿Dónde está Knowles?
—No lo sé, mi capitán. Creo que en la ciudad.
Sharpe se detuvo a pensar un momento. El muchacho le miraba fijamente desde el colchón con los ojos bien abiertos. Sharpe apretaba una y otra vez la empuñadura de su espada.
—Reúnase conmigo en el patio en cuanto esté vestido. Deprisa.
Harper esperaba en la calle donde el calor del sol chamuscaba las piedras de tal manera que Sharpe sentía el ardor incluso a través de la suela de sus botas.
—Sargento, quiero la compañía ligera formada dentro de cinco minutos en el camino detrás del olivar. Con todo el equipo.
El sargento abrió la boca para hacer una pregunta, pero vio la expresión en la cara de Sharpe y saludó en su lugar. Se fue caminando. Denny salió del patio abrochándose el sable que iba arrastrando por las piedras junto a él. Parecía receloso cuando Sharpe se giró para hablarle.
—Escuche atentamente. Tiene que averiguar dónde está el coronel Simmerson y qué está haciendo. ¿Entendido?
El muchacho asintió.
—Y procure que no se entere de lo que está usted haciendo. Pruebe en el castillo. Luego venga a buscarme. Estaré o en el camino detrás del olivar o en la plaza frente al depósito de madera. Si no estoy en ninguno de ambos sitios busque al sargento Harper y espérese con él. ¿Entendido?
Denny volvió a asentir con la cabeza.
—Repítamelo.
El muchacho repitió las instrucciones. Quería desesperadamente preguntarle a Sharpe a qué se debía tanta excitación pero no se atrevió. Sharpe asintió cuando el muchacho hubo acabado.
—Una cosa más, Christopher —dijo utilizando deliberadamente su nombre de pila para dar seguridad al muchacho—. No debe entrar en el depósito de madera, bajo ningún concepto. Ahora, lárguese. Si ve al teniente Knowles, o al comandante Forrest, o al capitán Leroy, dígales que si pueden se reúnan conmigo. ¡Deprisa!
Denny se ciñó la espada y se marchó corriendo. A Sharpe le gustaba. Un día sería un buen oficial si antes no era atravesado por la bayoneta de un granadero francés. Sharpe rodeó la colina hacia el depósito de madera y los alojamientos de los hombres. Sólo había una manera de impedir el desastre y ésa era que el batallón formara lo antes posible, antes de que Simmerson tuviera tiempo de reaccionar ante la amenaza de amotinamiento.
Detrás de él resonaron los cascos de un caballo y se giró para ver a un jinete que le hacía señales con la mano. Era el capitán Sterritt, el oficial de servicio, que parecía comprensiblemente nervioso.
—¡Sharpe!
—¿Sterritt?
Sterritt tiró del caballo.
—Hay una llamada para que los oficiales acudan al castillo.
—¿Qué sucede?
Sterritt miró frenéticamente a su alrededor a las calles desiertas, como si alguien pudiera oír el nuevo desastre que le había sobrevenido al batallón de Simmerson. Sharpe apenas había vuelto a ver a Sterritt desde la batalla del puente. El hombre tenía miedo evidente de Simmerson, de los hombres, de Sharpe, de todo el mundo, y procuraba pasar inadvertido. Le resumió los acontecimientos del depósito de madera. Sharpe le interrumpió.
—Eso ya lo sé. ¿Qué pasa en el castillo?
—El coronel quiere ver al general Hill.
Aún estaba a tiempo. Levantó la vista hacia el asustado capitán.
—Escuche. Usted no me ha visto. ¿Entendido, Sterritt? No me ha visto.
—Pero…
—No hay pero que valga. ¿Quiere que fusilen a esos sesenta hombres?
Sterritt abrió la boca un palmo. Volvió a mirar las calles de alrededor y se dirigió a Sharpe.
—Las órdenes del coronel son que nadie se acerque al depósito de madera.
—Usted no me ha visto, así que, ¿cómo puedo yo conocer las órdenes?
—Oh —contestó Sterritt sin saber cómo reaccionar.
Vio que Sharpe se marchaba calle abajo y deseó, una vez más, haber nacido cuatro años antes; entonces hubiera sido el heredero y ahora sería un terrateniente. De esta manera se sentía un muñeco de trapo arrastrado por la corriente. Se volvió tristemente hacia el castillo preguntándose en qué quedaría todo este asunto.
Enfrente del depósito de madera había un enorme espacio abierto como el terreno comunal de un pueblo inglés, solo que la hierba aquí estaba amarillenta y crecía pobremente sobre la escasa tierra. Aquel terreno se utilizaba para el mercado semanal, pero ahora era un terreno de juego para los soldados de una docena de batallones. Sharpe vio tropas del 48 y del 29, y una compañía de los Fusileros Reales Americanos cuyas casacas verdes le trajeron a la memoria días felices. Los hombres jaleaban y animaban a los jugadores; Sharpe pensó que pronto tendrían un espectáculo más interesante que observar.
Giró a la izquierda, junto a un muro del depósito de madera, abajo hacia el olivar. No había nadie en el camino tal como él había supuesto, pero al acercarse gritó llamando a Harper y como respuesta oyó una ráfaga de órdenes; eran los sargentos de la compañía ligera que mandaban a los hombres hacia el camino. Suponía que los hombres serían reacios a formar pero dudaba que se atrevieran a resistírsele, y se detuvo y miró cómo Harper formaba la compañía en cuatro filas.
—¡Compañía formada, mi capitán!
—Gracias, sargento.
Sharpe caminó hacia la primera línea de la compañía, de espalda a los árboles y a la multitud de espectadores que formaban las mujeres del batallón mezcladas con hombres de las otras compañías que habían saltado el muro desde el depósito.
—Vamos a formar pronto.
No se movieron. Miraban fijamente al frente.
—Los seis hombres destacados para el castigo, que den un paso al frente.
La vacilación duró unos segundos. Los seis hombres, tres fusileros y tres de la compañía ligera originaria, miraron a derecha e izquierda, pero dieron el paso. Se produjo un murmullo en la tropa.
—¡Silencio!
Los hombres se callaron pero desde atrás, desde el olivar, un grupo de mujeres empezó a gritar insultos y a decir a sus hombres que no fueran cobardes. Sharpe se dio la vuelta.
—¡Callad la boca! ¡También se azota a las mujeres!
Mandó marchar a la compañía hacia la plaza del mercado e hizo salir a los ociosos reacios de la fina hierba. Los seis hombres que tenían que ser azotados permanecían en la primera fila, vestidos sólo con los pantalones y la camisa. Fue fácil convencerles. Sharpe adivinaba en sus caras que se sentían aliviados por que les hubiera obligado a formar. Cualesquiera que fueran las palabras encendidas que se hubieran pronunciado en la ardiente tarde española, Sharpe sabía que ningún hombre querría realmente pasar por la inutilidad de medirse con la máxima autoridad del ejército. Eso parecía simple, pensaba, y ahora tenía que persuadir a otras nueve compañías. Caminó hasta los seis hombres de la primera fila y los miró con dureza.
—Sé que es injusto —hablaba bajo—. Ustedes no provocaron el ruido esta mañana.
Se detuvo. No estaba seguro de lo que quería decir y si continuaba podría parecer que compartía sus protestas en demasía. Gataker, uno de los desafortunados fusileros, sonrió alegremente.
—De acuerdo, mi capitán. No es culpa suya. Hemos sobornado a los muchachos de los tambores.
Sharpe le sonrió también. El soborno no serviría de nada, Simmerson se aseguraría de ello, pero agradecía las palabras de Gataker. Dio cinco pasos atrás y levantó la voz.
—¡Esperen aquí! ¡Si algún hombre se mueve sustituirá a uno de los seis!
Caminó por la hierba hacia la puerta de dos hojas del depósito de madera. En realidad nunca había estado preocupado por sus hombres, sabía que le seguirían, pero mientras caminaba hacia las puertas cerradas se preguntaba qué problema se cocía en el interior. Y, más aún, qué problema se estaba cociendo tras las murallas de losa del castillo. Tocó la empuñadura de la espada y siguió caminando.