El batallón formaba en compañías dando forma a los tres lados de un cuadro. El cuarto lado, en lugar del usual triángulo para los azotes, estaba ocupado por dos álamos inclinados que crecían junto a un estanque poco profundo. Los bordes del estanque habían sido pisoteados por la caballería; el barro se había resecado y se había convertido en terrones ocres rayados de espuma verde. Entre los árboles se había dispuesto el tambor bajo del batallón y sobre la piel gris y tensada reposaban una Biblia abierta y un libro de oraciones. No soplaba viento que pudiera girar las páginas, y el sol seguía su interminable asalto sobre la llanura y sobre los hombres que sudaban firmes con el uniforme de gala.
Sharpe estaba frente a la compañía ligera, a la izquierda de la línea, y miraba por encima de las cabezas de la compañía de granaderos, frente al castillo de Oropesa. Dominaba la llanura, las murallas se levantaban como losas de piedra por encima de los tejados de la ciudad y Sharpe pensó inútilmente en lo que debía haber sido cabalgar totalmente vestido con una armadura de caballero durante la época en que el castillo fue un verdadero obstáculo. La moderna artillería perforaría las aparentemente sólidas murallas y derrumbaría las piedras sobre las empinadas callejuelas provocando avalanchas devastadoras. El sudor le picaba en los ojos, chorreaba por su casaca verde, y se escurría por su espinazo. Se sentía curiosamente despreocupado, no en un estado adecuado para presenciar el envío de los desertores a la eternidad, y mientras miraba fijamente al castillo pensó en Josefina y de algún modo llegó a la conclusión, en la luz de la mañana, de que el trato no era del todo malo. Ella sería suya mientras le necesitara, a cambio, ella le ofrecía felicidad y vida. ¿Y cuando terminara dicho trato? Él sabía que un buen soldado siempre planeaba una batalla después de la que tenía delante, pero él no podía hacer planes de momento para cuando Josefina se marchase.
Miró a Gibbons que formaba sobre su caballo con la compañía ligera.
Simmerson montaba en el centro del cuadro junto al general «Papá» Hill que, junto con sus oficiales, había venido a cumplir con su deber de mirar cómo se llevaba a cabo la ejecución. Gibbons estaba sentado, con la cara pétrea, y miraba al frente fijamente. Tan pronto como la revista acabara, Sharpe sabía que volvería al seguro amparo de su tío; el teniente no le había dicho ni una palabra a Sharpe, simplemente había recorrido la compañía con su caballo, se había girado y permanecía sentado. No había nada que decir. Sharpe sentía el odio que el hombre casi irradiaba, la determinación de venganza, porque Sharpe no sólo había conseguido el ascenso que Gibbons quería, sino algo mucho peor, el fusilero se había quedado también con la muchacha. Sharpe sabía que ese asunto no estaba resuelto.
Catorce hombres, todos culpables de crímenes menores, marcharon hacia el interior del cuadro y se colocaron de cara a los árboles. Su castigo era ser el pelotón de ejecución y mientras los hombres permanecían allí, con los mosquetes apoyados en el suelo, miraban fijamente y con fascinación las dos tumbas recién cavadas y los rudos ataúdes de madera que esperaban a Ibbotson y a Moss. Los otros dos prisioneros habían muerto durante la noche. Sharpe medio pensaba que Parton, el médico del batallón, les había ayudado a hacer el camino antes que obligar al batallón a mirar a dos hombres desesperadamente enfermos ligados a los árboles y acribillados hasta la muerte. De niño había visto un ahorcamiento público y había oído a la multitud excitada cuando las víctimas se sacudían y se estiraban bruscamente en la horca. Había visto a hombres salir volando de la boca decorada de los cañones de bronce, con los cuerpos destrozados contra el paisaje indio, a compañeros torturados por las mujeres del Tippoo, alimentando a las bestias salvajes, a hombres ahorcados junto a los bordes de los caminos; sin embargo, la mayoría de las veces había visto hombres ejecutados de un disparo con toda la pompa de una ejecución ritual. Nunca le había gustado el espectáculo; suponía que a ninguna persona sensata le gustaría, pero sabía que era necesario. Esta ejecución, sin embargo, era sutilmente diferente. No es que Moss e Ibbotson no merecieran morir, ya que habían desertado y habían planeado unirse al ejército enemigo, y no podían esperar más final que el pelotón de ejecución. Sin embargo, después de la batalla del puente, de los azotes de Simmerson, de su insistente condena por perder la bandera, parte del batallón veía en la ejecución la suma del desprecio y el odio hacia ellos. Sharpe pocas veces había sentido en la tropa tal resentimiento.
A distancia, abriéndose paso entre la multitud de espectadores británicos y españoles, apareció el destacamento de prisioneros y guardias. Forrest acercó su caballo hasta Simmerson.
—¡Batallón! ¡Calen bayonetas!
Las hojas chirriaron al salir de las vainas y el acero recorrió las filas de las compañías. Los hombres deben morir con la debida ceremonia. Sharpe vio que Gibbons se agachaba para hablar con el alférez de dieciséis años, Denny.
—¿Es su primera ejecución, Denny?
El joven asintió. Estaba pálido e inquieto, al igual que los soldados más jóvenes de la tropa. Gibbons rió entre dientes.
—¡La mejor práctica de tiro que pueden hacer los hombres!
—¡Cállese! —gritó Sharpe mirándolo con fiereza.
Gibbons sonrió a escondidas.
—¡Batallón!
El caballo de Forrest se cambió de lado. El comandante lo calmó.
—¡Armas al hombro!
Las filas de hombres se ladearon con las bayonetas. Hubo silencio. Los prisioneros llevaban pantalón y camisa, no llevaban casaca, y Sharpe supuso que las debían tener medio empapadas en asqueroso brandy o en ron. Un capellán caminaba junto a ellos, el murmullo de sus palabras apenas alcanzaba a Sharpe, pero los prisioneros no parecían hacerle caso al ser conducidos hacia los árboles. El drama avanzaba inexorablemente. Moss e Ibbotson estaban atados a los árboles, con los ojos vendados, y Forrest mandó poner firme al pelotón de ejecución. Ibbotson, el hijo del vicario, estaba más cerca de Sharpe y vio que movía los labios frenéticamente. ¿Estaría rezando? Sharpe no entendía las palabras.
Forrest no dio órdenes. El pelotón de ejecución había ensayado para obedecer señales más que órdenes y presentaron armas y apuntaron al ver los movimientos de la espada del mayor. De repente, la voz de Ibbotson se hizo clara y audible, el tono culto lleno de desesperación, y Sharpe reconoció las palabras. «Hemos pecado y nos hemos desviado del camino como ovejas perdidas…» Forrest dejó caer la espada, los mosquetes dispararon, los cuerpos se sacudieron frenéticamente, y una bandada de pájaros saltó chillando de las ramas. Dos tenientes se adelantaron corriendo con las pistolas sacadas pero las balas de los mosquetes habían hecho su trabajo y los cuerpos colgaban con los pechos ensangrentados y molidos frente al último humo blanco de mosquete.
Un murmullo, apenas audible, recorrió las filas del batallón. Sharpe se giró hacia sus hombres.
—¡Silencio!
La compañía ligera se calló. El humo del pelotón de ejecución se notaba penetrante en el aire. El murmullo creció. Oficiales y sargentos gritaron órdenes, pero los hombres del South Essex habían encontrado la forma de protestar y el murmullo se hizo más insistente. Sharpe mantuvo callada a su compañía, casi por la fuerza, se quedó mirándoles con fiereza con la espada desenvainada, pero no podía hacer nada contra el desprecio que reflejaban sus rostros. No iba dirigido a él, era para Simmerson, y el coronel tiró bruscamente de las bridas en el centro del cuadro y rugió pidiendo silencio. El ruido se elevó. Los sargentos corrieron al interior de las filas y golpearon a los hombres que creían que producían el sonido, los oficiales gritaban a las compañías, haciendo que aumentara el estrépito, y de más allá del batallón provenían las burlas de los soldados británicos de otras unidades, que habían salido de la ciudad para contemplar la ejecución.
Poco a poco el quejido y el murmullo se fueron apagando, tan lentamente como el humo de los disparos se disolvió en el aire, y el batallón se quedó en silencio. «Papá» Hill no se había movido ni había dicho nada, pero ahora se dirigía a sus ayudantes de campo y el pequeño grupo se alejó al trote delicadamente, pasó junto al pelotón de ejecución que estaba levantando los cuerpos para meterlos en los ataúdes, y se fue hacia Oropesa. La cara de Hill era inexpresiva. Sharpe no conocía a «Papá» Hill, pero sabía, como el resto del ejército, que el general tenía una reputación de oficial agradable y considerado y Sharpe se preguntaba qué opinaba de Simmerson y de sus métodos. Rowland Hill estaba al mando de seis batallones pero Sharpe estaba seguro de que ninguno le ocasionaría tantos problemas como el South Essex.
Simmerson acercó su caballo a las tumbas, tiró de la bestia hacia abajo, y se puso de pie sobre los estribos. Tenía el rostro enrojecido, su rabia era obvia y encendida, su voz sonaba estridente en el silencio.
—Esta tarde a las seis tendrá lugar una revista de castigo. ¡Equipo completo! ¡Pagarán por esto!
Los hombres se quedaron en silencio. Simmerson colocó su trasero sobre la silla.
—¡Comandante Forrest! ¡Proceda!
El batallón desfiló, una compañía tras otra, por delante de los ataúdes abiertos y los hombres tuvieron que mirar fijamente los cuerpos destrozados que esperaban sepultura. Eso, decía el ejército, es lo que te pasará si huyes; y más que eso, pues los nombres de los muertos se enviarían a Inglaterra para que se anunciaran en algún tablón de la parroquia de manera que la vergüenza recayera también en sus familias. Las compañías desfilaron por delante, en silencio.
Cuando el batallón se hubo marchado y los otros espectadores habían mirado tontamente los restos, un grupo de trabajo bajó los ataúdes a las tumbas. Se echó tierra en los agujeros, y se volvieron a colocar las capas de hierba de manera que a simple vista no se percibiera que había unas sepulturas. No estaban marcadas deliberadamente, ésa era la última afrenta, pero cuando todos los soldados se habían ido los campesinos españoles encontraron las tumbas y clavaron cruces de madera en la hierba. No era cuestión de respeto, era simplemente una precaución de gente sensata. Los muertos eran protestantes, estaban enterrados fuera de un camposanto, y las rudimentarias cruces estaban allí para hacer que los agitados espíritus se quedaran bajo tierra. La gente española tenía ya bastantes problemas con la guerra; los ejércitos de Francia, España y ahora Gran Bretaña cruzaban una y otra vez su tierra. Poco podía hacer un campesino contra esto, o contra los hombres que luchaban en la guerrilla. Pero los fantasmas de los ingleses paganos eran otro asunto. ¿Qué necesidad había de que espantaran el ganado y acecharan por los campos de noche? Clavaron bien las cruces y durmieron tranquilos.