Las botas de los Guardias de Coldstream repiqueteaban sobre las losas y resonaban huecas en la oscuridad, se desvanecían por las cuestas y su sonido se veía reemplazado por el de las primeras compañías de los Guardias del Tercero. A éstas le seguía el primer batallón del 61, el segundo del 83 y luego cuatro batallones completos de la curiosa Legión Alemana del Rey. Sharpe estaba en el pórtico de una iglesia y vio cómo los alemanes pasaban delante de él.
—Buenas tropas, comandante.
Forrest, temblando a pesar de llevar abrigo, se asomó a la oscuridad.
—¿Quiénes son?
—La Legión Alemana del Rey.
Forrest metió las manos aún más en los bolsillos.
—No les había visto nunca.
—Seguro que no, comandante.
La Legión Alemana era un cuerpo extranjero del ejército y la ley decía que lo más que podían acercarse a Gran Bretaña era a la isla de Wight. Por encima de sus cabezas el reloj de la iglesia tocó las tres. Las tres de la madrugada del lunes 17 de julio de 1809 y el ejército británico se iba de Plasencia. Una compañía del 60.º pasó delante, otra unidad alemana, con el insólito nombre de Fusileros Reales Americanos. Forrest vio que Sharpe miraba fija y tristemente cómo desfilaban los fusileros, con casacas verdes y cinturones negros.
—¿Nostálgico, Sharpe?
Sharpe sonrió en la oscuridad.
—Hubiera preferido que fuera el otro regimiento de fusileros, comandante.
Suspiraba por la sensatez reinante en el 95.º frente a la sospecha y al malhumor creciente que infectaban el batallón de Simmerson.
Forrest hizo un gesto con la cabeza.
—Lo siento, Sharpe.
—No lo sienta, comandante. Al menos soy capitán.
Forrest no hizo caso.
—Me enseñó la carta, sabe.
Sharpe lo sabía. Forrest siguió disculpándose, ya le había mencionado dos veces la carta. Negligencia, total desobediencia, incluso la palabra «traición» se había hecho un hueco en el informe mordaz que Simmerson había escrito respecto a las acciones de Sharpe en Valdelacasa; pero nada de esto era sorprendente. Lo que le había molestado a Sharpe era la última petición que hacía Simmerson: que enviaran a Sharpe, de teniente, a un batallón en las Indias Occidentales. Nadie compraba nunca un cargo de oficial en uno de esos batallones, a pesar de que los ascensos eran más rápidos allí que en cualquier otro lugar del ejército, y Sharpe incluso había conocido hombres que habían renunciado, antes que ir a las islas bañadas por el sol con sus perezosas obligaciones de guarnición.
—Eso no sucederá, Sharpe.
El tono de Forrest le traicionaba el pensamiento; el destino de Sharpe estaba echado.
—No, comandante.
No, si yo puedo evitarlo, pensó Sharpe, y se imaginaba con un águila en las manos. Sólo el águila podría salvarle de las islas donde la fiebre acortaba la esperanza de vida de un hombre en menos de un año, de la enfermedad terrible y sudorosa que convertía la petición de Simmerson en una virtual garantía de muerte, a menos que Sharpe renunciara a su ascenso ganado con tanto esfuerzo.
Casi todas las unidades desfilaron por delante de ellos. Cinco regimientos de dragones y los húsares de la Legión Alemana del Rey, más de tres mil soldados de caballería en total, seguidos de un ejército de mulas que acarreaban forraje para los preciados caballos. La pesada artillería con cañones, armones y forjas portátiles llevaba aún más mulas y más provisiones. Pero lo que más perturbaba el silencio reinante en las calles era la infantería. Veinticinco batallones de infantería, poco atractivos, con los uniformes manchados y las botas gastadas; los hombres que se tenían que enfrentar a los mejores artilleros y a la mejor caballería del mundo; y con ellos marchaban aún más mulas mezcladas entre las mujeres y los niños del batallón.
El batallón tomó finalmente la carretera que cruzaba el río bastante después del amanecer y, si bien en los días anteriores había hecho calor, entonces parecía como si la naturaleza tuviera el propósito de cocer el paisaje en una sólida extensión de terracota. El ejército avanzaba por la llanura ancha y árida e iba levantando un fino polvo que se quedaba en el aire y revestía las bocas y gargantas de la abrasada infantería. No había ni rastro de viento, sólo el polvo, el calor y la reverberación, el sudor que escocía en los ojos y el interminable sonido de las botas golpeando el camino blanco. En un pueblo había una charca que la caballería había pisoteado dejándola llena de barro sucio y pegajoso, pero incluso así los hombres la agradecieron, ya que hacía tiempo que habían vaciado sus cantimploras, y se pusieron a extraer el agua amarga de la superficie de barro glutinoso.
Había poco más que agradecer. El resto del ejército esquivaba al nuevo batallón de destacamentos, como si los hombres padecieran una terrible enfermedad. La pérdida de la bandera había manchado la reputación de todo el ejército y cuando el batallón acampó la primera noche, un coronel de dragones les echó de una granja espaciosa alegando que no quería tener nada que ver con un regimiento que había fracasado tan vergonzosamente. La escasez de comida no ayudaba a subir la moral del batallón. Hacía tiempo que las cabezas de ganado que habían salido de Portugal se habían sacrificado y consumido, las provisiones que los españoles habían prometido no había aparecido, y los hombres tenían hambre, estaban de mal humor e intimidados por la brutalidad de Simmerson. Él había encontrado sus propias razones causantes de la pérdida de la bandera, el comportamiento de Sharpe y la acción de sus propios hombres, y puesto que no podía castigar al primero, dadas sus demostraciones de poder, castigaría a los segundos. Sólo a la compañía ligera le quedaba algo de orgullo. Los hombres estaban orgullosos de su nuevo capitán. En todo el batallón, Sharpe era considerado un hombre mágico, un afortunado, un hombre al que las balas y las espadas del enemigo no podían tocar. La compañía ligera creía, como hacen los soldados, que Sharpe les traería suerte en la batalla, que los mantendría con vida y mostraban la acción del puente como prueba. Los fusileros de Sharpe estaban de acuerdo, siempre habían sabido que su oficial tenía suerte y gozaban con su nuevo ascenso. A Sharpe le había turbado la alegría de sus hombres, se había puesto rojo cuando le habían ofrecido unas copas de algunas de las botellas de brandy español atesoradas, y había encubierto su turbación aludiendo a ciertos deberes que hacer. La primera noche después de salir de Plasencia se estiró sobre un campo, envuelto en su gabán, y pensó en el muchacho que se había alistado temerosamente en el ejército hacía dieciséis años. ¿Qué hubiera pensado aquel muchacho aterrorizado, fugitivo de la justicia, si hubiera sabido que un día sería capitán?
La segunda noche el batallón tuvo más suerte. Acamparon junto a otro pueblo sin nombre y los bosques se llenaron de soldados que cortaron ramas para encender fuegos en los que hervir las hojas de té que llevaban en los bolsillos. Unos policías militares vigilaban los olivares, nada hacía más impopular al ejército que la costumbre francesa de cortar los olivos del pueblo y negarles así cosechas durante años y Wellesley había dado órdenes estrictas de que no se tocaran los olivos. Los oficiales del South Essex —el batallón aún se consideraba a sí mismo como tal— se alojaron en la posada del pueblo. Era un edificio grande, evidentemente, un lugar de paso entre Plasencia y Talavera, y en la parte trasera había un patio con grandes cipreses con mesas y bancos a ambos lados. El patio se abría hacia un riachuelo y en la otra orilla, en un campo de alcornoques, los hombres del batallón encendían los fuegos y se preparaban los lechos. Por el campo había habido cerdos y cuando Sharpe se quitó el uniforme para buscar piojos en las costuras, olió a cerdo cocinado entre la miríada de pequeñas hogueras que se veían a través del follaje. Este tipo de saqueo se castigaba con el ahorcamiento inmediato, pero quién podía evitarlo. Los oficiales, los policías militares, todos iban escasos de comida y el ofrecimiento subrepticio de un trozo del cerdo robado aseguraba que los policías no tomarían ninguna acción en su contra.
El patio se fue llenando poco a poco de los oficiales de la docena de batallones que acampaban en el pueblo. El calor del día dio paso a una noche cálida y clara y las estrellas surgieron como si fueran los fuegos de campamento de un ejército sin límite visto a distancia. De la habitación principal de la posada salía música y las voces de los oficiales que incitaban a las bailarinas españolas a subirse las faldas. Sharpe se abrió camino por la habitación llena de gente y vislumbró a Simmerson y sus compinches sentados jugando a cartas en una mesa del rincón. Gibbons estaba allí, siempre iba con los oficiales de Simmerson, y el desagradable teniente Berry. Sharpe pensó un instante en la chica. La había visto una o dos veces desde que volvieron del puente y había sentido un arrebato de celos. Se quitó ese pensamiento de la cabeza; los oficiales del batallón ya estaban bastante divididos.
Por una parte estaban los partidarios de Simmerson que le hacían la pelotilla al coronel y le confirmaban que la pérdida de la bandera no había sido culpa suya, y estaban también los que habían mostrado públicamente su apoyo a Sharpe. Era una situación desagradable, pero no se podía hacer nada al respecto. Atravesó la habitación hasta el patio y encontró a Forrest, Leroy y a un grupo de subalternos junto a uno de los cipreses. Forrest le hizo sitio en el banco.
—¿No se quita nunca ese rifle?
—¿Y que me lo roben? —preguntó Sharpe—. Me lo harían pagar.
Forrest sonrió.
—¿Ha pagado ya los cuellos?
—Todavía no —contestó Sharpe con una mueca—. Pero ahora estoy oficialmente en la nómina del batallón y supongo que me lo descontarán de mi paga, cuando llegue.
Forrest le acercó una botella de vino.
—No deje que eso le preocupe. Hoy pago yo.
Los oficiales que estaban alrededor de la mesa vitorearon irónicamente. Inconscientemente, Sharpe palpó la bolsa de cuero que llevaba colgada al cuello. Pesaba seis piezas de oro más gracias a los muertos en el campo de Valdelacasa. Bebió un poco de vino.
—¡Está asqueroso!
—Corre un rumor —dijo Leroy secamente—. He oído decir que cuando pisan las uvas no se molestan en salir del lagar para mear.
Hubo silencio y entonces se oyó un coro de voces asqueadas. Forrest miró dudosamente el interior de su copa.
—No me lo creo.
—En la India —dijo Sharpe— algunos nativos creen que es muy sano beber la propia orina.
Forrest se lo quedó mirando como un búho.
—Eso no puede ser.
Leroy intervino.
—Absolutamente cierto, comandante, les he visto hacerlo. Una copa cada día. ¡Salud!
Todos los que estaban alrededor de la mesa protestaron pero Sharpe y Leroy aseguraron que era cierto. La conversación se quedó en la India, batallas y asedios, extraños animales, palacios que contenían riquezas inimaginables. Pidieron más vino y les trajeron comida de la cocina, no aquel cerdo de olor tan atrayente que provenía de la tropa, sino un estofado hecho principalmente con verduras. Se estaba bien allí sentado. Sharpe estiró las piernas por debajo de la mesa y se reclinó sobre el tronco del ciprés dejando que el cansancio del día se apoderara de él. Por encima de las charlas y de las risas oía los miles de insectos que parloteaban y chasqueaban en la noche española. Después atravesaría el riachuelo y visitaría a su compañía pero ahora dejó su mente vagar; no a muchas millas de allí, sabía que un grupo de oficiales franceses estaría sentado al igual que ellos y que sus hombres cocinarían en fuegos como los que había en la otra orilla. Y en algún lugar, tal vez apoyada en el rincón de una habitación de una posada como ésta, estaría el águila. Alguien le dio una palmada en la espalda.
—¡Así que le han hecho capitán! ¡Este ejército no tiene normas!
Era Hogan. Sharpe no le había visto desde el día que habían vuelto del puente. Se levantó y le estrechó la mano al ingeniero. Hogan le sonrió ampliamente.
—¡Estoy encantado! Sorprendido, por supuesto, pero encantado. ¡Enhorabuena!
Sharpe se puso rojo y se encogió de hombros.
—¿Dónde ha estado?
—Oh, mirando algunas cosas.
Sharpe sabía que Hogan había estado reconociendo el terreno para Wellesley, informando de qué puentes podrían soportar el peso de la artillería, qué caminos eran lo bastante anchos para que pasara el ejército. El capitán, obviamente, se había adelantado hasta Oropesa y probablemente aún más lejos. Forrest le invitó a sentarse y le preguntó por las novedades.
—Los franceses están en lo alto del valle. Muchos —dijo Hogan mientras se servía un poco de vino—. Yo calculo que habrá una batalla dentro de una semana.
—¡Una semana! —exclamó Forrest sorprendido.
—Sí, comandante. Los hay a rebosar en un lugar llamado Talavera.
Hogan lo pronunció como «Taly-verra» haciendo que sonara a aldea irlandesa.
—Pero cuando se junten con el ejército de Cuesta los superarán en número ampliamente.
—¿Ha visto las tropas de Cuesta? —preguntó Sharpe.
—Sí —sonrió el irlandés burlonamente—. No son mejores que el Santa María. La caballería tal vez sea mejor, pero la infantería…
Hogan no terminó la frase. Se volvió hacia Sharpe y volvió a sonreír.
—La última vez que le vi ¡estaba usted arrestado! Ahora fíjese. ¿Qué tal sir Henry?
Todos rieron alrededor de la mesa. Hogan no esperó una respuesta pero bajó la voz.
—Vi a sir Arthur.
—Lo sé. Gracias.
—¿Por decir la verdad? ¿Y ahora qué?
—No sé —Sharpe contestó en voz baja, de manera que sólo Hogan pudiera oírle—. Simmerson ha escrito a Inglaterra. Me han dicho que tiene poder para hacer que la Guardia Real no ratifique mi nombramiento así que dentro de seis semanas seré de nuevo teniente, probablemente para siempre, y es casi seguro que me enviarán a las islas de la fiebre, o fuera del ejército.
Hogan le miró atentamente.
—¿Lo dice en serio?
—Sí. Un oficial de sir Arthur me dijo algo así.
—¿Por culpa de Simmerson? —dijo Hogan frunciendo el ceño con incredulidad.
Sharpe suspiró.
—Tiene que ver con que Simmerson siga teniendo credibilidad en el Parlamento entre la gente que se opone a Wellesley. Yo soy el sacrificado. No me pregunte, porque no lo acabo de entender. ¿Y usted? Usted también estaba arrestado.
Hogan se encogió de hombros.
—Sir Henry me perdonó. No me toma en serio, pues sólo soy un ingeniero. No, va a por usted. Usted es un advenedizo, un fusilero, no es un caballero pero es mejor soldado de lo que él nunca llegará a ser —dijo estrujándose el dedo índice y el pulgar—. Lo quiere eliminar. Escuche —dijo Hogan reclinándose hacia él—. Pronto habrá una batalla, seguro. El muy idiota probablemente montará el mismo follón que la otra vez. No pueden protegerle siempre. Es tremendo, Dios mío, pero usted debería rezar para que se vuelva a equivocar totalmente.
—Dudo que tenga que rezar por eso —contestó Sharpe sonriendo.
En una de las ventanas superiores que daban a los balcones que rodeaban el patio se oyó el grito de una mujer, terrorífico e intenso, que hizo detener todas las conversaciones que tenían lugar junto a los árboles. Los hombres se quedaron quietos, con las copas a medio camino de la boca y miraron fijamente hacia las oscuras puertas que daban a las habitaciones.
Sharpe se puso en pie y cogió instintivamente el fusil. Forrest le puso una mano sobre el brazo.
—No es asunto nuestro, Sharpe.
En el patio hubo un momento de silencio, se oyó alguna risa nerviosa, y luego se reanudó la conversación. Sharpe se sentía incómodo. Puede que no hubiera sido nada; una de las mujeres que vivía en la posada podía estar enferma, incluso pudiera ser un parto difícil, pero estaba seguro de que se trataba de algo más. ¿Una violación? Sentía vergüenza por no haber hecho nada. Forrest le tiró de nuevo del brazo.
—Siéntese. Seguramente no sea nada.
Antes de que Sharpe pudiera moverse se oyó otro grito, esta vez de un hombre, y se convirtió en un rugido de rabia. Se abrió de golpe una puerta en el piso superior y se derramó la luz amarilla de una vela sobre el balcón, y una mujer salió corriendo de la habitación y se lanzó escaleras abajo. Una voz gritó «¡deténganla!».
La muchacha se precipitó por las escaleras como si los demonios del infierno la persiguieran. Los oficiales que estaban en el patio la jalearon e insultaron a las dos figuras que aparecieron tras ella, Gibbons y Berry. No tenían ninguna oportunidad de alcanzarla; ambos hombres estaban borrachos y cuando salieron de la habitación se fueron tambaleando y parpadeando por el patio.
—Es Josefina —dijo Forrest.
Sharpe vio que la muchacha iba dando tumbos escaleras abajo hasta que alcanzó el otro lado del patio. Durante un segundo miró desesperadamente a su alrededor como si buscara ayuda. Llevaba un bolso y Sharpe vislumbró algo que parecía un cuchillo en su mano y entonces ella se giró y se adentró corriendo en la oscuridad, al otro lado del riachuelo, hacia las luces de las hogueras del batallón. Gibbons se detuvo en mitad de las escaleras, llevaba unos pantalones y una camisa y una mano agarraba la camisa desabrochada contra su estómago, en la otra mano llevaba una pistola.
—¡Vuelve aquí, zorra piojosa!
Saltó los últimos peldaños de la escalera y manoseó torpemente en el seguro de la pistola.
—¿Qué pasa, Gibbons? ¡La muchacha se te ha llevado los estandartes!
La voz provenía de una de las mesas del patio. Gibbons, con el rostro furioso, no hizo caso de las mofas y risas y corrió con Berry hacia el riachuelo.
—Algo va a suceder —dijo Sharpe saliéndose del banco—. Allá voy.
Se abrió camino entre las mesas, Hogan y Forrest le siguieron. Se alejó de la luz del patio y fue chapoteando por el riachuelo; no se veía ni a la chica ni a sus perseguidores, simplemente las luces en el alcornocal y de vez en cuando la silueta de un hombre que cruzaba frente a las llamas. Se detuvo para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Forrest le alcanzó.
—¿Sucederá algo, Sharpe?
—No si yo puedo evitarlo, comandante. Pero usted lo ha visto, lleva una pistola.
Se oyeron gritos a la derecha; un cierto alboroto.
—¡Vamos!
Se adelantó a los otros dos; corría deprisa, dejando el camino plateado del riachuelo a su izquierda, sosteniendo el fusil en la mano derecha.
—¿Qué pasa? ¿Quién diablos es?
A la luz de una hoguera vio a un soldado furioso. El hombre se sorprendió de ver a Sharpe y lanzó un rápido saludo.
—¿Va tras esos dos, mi capitán?
—¿Iban con una muchacha?
—Por allí, mi capitán.
Señaló corriente abajo, lejos de los fuegos del batallón, hacia el oscuro prado. Sharpe siguió corriendo, Forrest y Hogan le seguían de cerca. Delante escuchó un «allí», un grito, habían capturado a la chica. Él corrió más rápido, sin prestar atención al terreno escabroso, temiendo oír el sonido de un disparo, adaptando sus ojos a la noche. No estaban muy lejos. De repente les vio, Berry estaba de pie con una botella y miraba a Gibbons que había obligado a la muchacha a arrodillarse y le quería quitar el bolso de las manos. Sharpe oyó que Gibbons gritaba a Josefina.
—¡Suéltalo, perra!
Sharpe siguió corriendo. Gibbons levantó la vista, sobresaltado, y entonces Sharpe le golpeó a toda velocidad. El teniente cayó de espaldas, la pistola saltó de su mano y cayó al agua, y Sharpe vio que el bolso de Josefina se le caía de la mano y derramaba oro brillante sobre la hierba oscura. Gibbons intentó forcejear con sus pies pero Sharpe le empujó con la culata del fusil.
—Quieto.
La luz de la luna era suficiente para ver la expresión de Sharpe y él se echó hacia atrás apoyándose en los codos. Sharpe se giró hacia Berry.
—¿Qué pasa?
—La muchacha se escapó, mi capitán. Vinimos a buscarla.
La peculiar forma de hablar de Berry arrastrando las palabras se acentuaba con la bebida y cuando se volvió para ver llegar a Forrest y a Hogan se tambaleó levemente.
—¿Todo va bien? —preguntó Forrest.
Sharpe se volvió para mirar a Josefina. Se dio cuenta de algo irrelevante, que era la primera vez que la veía sin ir vestida con pantalones de montar, y su pulso se aceleró al verle los hombros desnudos y lo que sugería en la sombra un vestido corto. Ella tenía la cabeza bajada; primero pensó que estaba sollozando, pero entonces vio que recogía desesperadamente las monedas de oro esparcidas. Mentalmente calculó que había una pequeña fortuna en el suelo y entonces Forrest le tapó la vista al arrodillarse junto a la muchacha.
—¿Está usted bien?
La voz de Forrest era paternal, amable.
La muchacha asintió, entonces sacudió la cabeza, y Sharpe vio que se le movían los hombros como si sollozara. Sus manos seguían garabateando sobre la hierba en busca de las monedas de oro.
El mayor se puso de pie.
—¿Qué ha sucedido?
Lo dijo tratando, sin efecto, que sonara autoritario. Nadie habló.
Sharpe movió su fusil hacia la mano izquierda y se acercó a Berry, le quitó la botella y la lanzó al arroyo.
—¡Quieto ahí! —exclamó Berry articulando con dificultad.
—¿Qué ha pasado?
—Sólo una discusión. Nada de qué preocuparse.
Berry le hizo un guiño alegremente a Sharpe e hizo aletear cordialmente una mano por entre el pequeño grupo. El fusilero le golpeó fuerte en el estómago, y la boca de Berry se abrió como la de un pez. Se dobló y vomitó en la hierba. Sharpe le agarró y le puso derecho.
—¿Qué ha pasado?
Berry lo miraba fijamente, asombrado.
—¡Me ha golpeado!
—Te voy a crucificar si no hablas de una vez.
—Estábamos jugando a cartas. Gané yo.
—¿Y?
—Discutimos.
Sharpe esperaba. Berry se retiró de la frente un mechón de pelo lacio como intentando recuperar algo de dignidad.
—Se negó a pagar la deuda.
Josefina había visto cómo Sharpe había golpeado a Berry, y Hogan que estaba callado a un lado la había visto sonreír con excitación cuando el teniente se había derrumbado.
—¡No es cierto! —exclamó la muchacha furiosa—. ¡Usted hizo trampas! ¡Yo iba ganando!
Ella se puso de pie y dio dos pasos hacia Berry.
Hogan se fijó en su cara y se dio cuenta de que le iba a arrancar los ojos al teniente, si tenía la ocasión. Él la tomó por el codo, para retenerla. Él, al menos, sabía que la verdad de quién había ganado, quién había perdido, o de quién había hecho trampas probablemente no se sabría nunca.
—¿Y qué pasó? —la voz irlandesa era suave.
Josefina señaló a Berry.
—¡Me quería violar! ¡Christian me golpeó!
Sharpe se volvió hacia Gibbons. El rubio teniente se había puesto de pie y miraba a Sharpe dirigiéndose hacia él. Tenía la camisa blanca manchada de sangre y Sharpe se acordó del cuchillo; Josefina le había hecho un corte pero no le había hecho mucho daño.
—¿Es eso cierto? —preguntó Sharpe.
—¿El qué? —la voz de Gibbons tenía un tono de desprecio.
—Que usted la golpeó y que el teniente Berry intentó violarla.
Gibbons soltó una carcajada.
—Intentar violar a Josefina Lacosta es como obligar a un mendigo a que acepte dinero. No sé si me entiende.
Hogan vio que tenía que dar un paso adelante, que había demasiada tensión, pero Sharpe rompió el silencio que había seguido al comentario despectivo de Gibbons.
—Repítalo —dijo Sharpe con voz suave.
Gibbons miró con desprecio al fusilero y cuando habló su voz estaba impregnada de todo el desdén que sentía por las clases bajas.
—A ver si lo entiende. Estábamos jugando a cartas. La señorita Lacosta perdió su dinero y apostó su cuerpo. Se negó a pagar y en su lugar se largó con nuestro dinero. Eso es todo.
—¡No es cierto! —gritó Josefina.
Se alejó del lado de Hogan y se acercó a Sharpe, lo miró con los ojos llenos de lágrimas y agarró la bolsa con las manos.
—No es cierto. Estábamos jugando a cartas. Gané yo. ¡Intentaron robármelo! ¡Yo creía que eran caballeros!
Gibbons se rió. Sharpe se volvió hacia él.
—¿Le pegó?
Le había visto un cardenal en la mejilla.
—Usted no lo entendería —dijo Gibbons como aburrido.
—¿Qué es lo que no entendería? —preguntó Sharpe acercándose al teniente.
Gibbons se sacudió una hoja de hierba de la manga con gesto descuidado.
—Cómo se comportan los caballeros, Sharpe. Usted la creerá a ella, porque es una puta y usted está acostumbrado a las putas. No está acostumbrado a los caballeros.
—Llámeme «mi capitán».
La ira invadió el rostro de Gibbons.
—Váyase al infierno.
Sharpe le golpeó en el plexo solar y al ver que la cara de Gibbons se le venía encima bajó la suya golpeándole con ella entre los ojos. Gibbons se tambaleó, la nariz le sangraba, y Sharpe dejó caer el fusil y le volvió a golpear. Una vez, dos veces y un puñetazo final en el estómago. Al igual que Berry, Gibbons se dobló y vomitó. Se cayó de rodillas, agarrándose el vientre, y Sharpe, despectivo, lo empujó con la bota y el teniente se desplomó en el barro.
—¿Teniente Berry?
—¿Mi capitán?
—El señor Gibbons está bebido. Lléveselo de aquí y límpielo.
—Sí, mi capitán.
Berry no iba a discutir con Sharpe. Ayudó a Gibbons a levantarse. El sobrino del coronel hacía esfuerzos para respirar, jadeando desde el estómago, y empujó a Berry hacia un lado y se volvió para tartamudear a Forrest, entre sofocos:
—Usted lo ha visto. ¡Me ha golpeado!
Hogan se adelantó, su voz era crispada y autoritaria.
—Tonterías, teniente. Usted estaba borracho y se ha caído. Váyase a dormir.
Los dos tenientes se fueron tropezando entre la oscuridad. Sharpe les vio marchar.
—¡Bastardos! No se puede jugar una mujer a las cartas.
Hogan sonrió tristemente.
—¿Sabe por qué le han hecho oficial, Richard?
—¿Por qué?
—Es usted demasiado caballero para estar en la tropa. Los hombres se han jugado a las mujeres a las cartas desde que las cartas o las mujeres se inventaron.
Se volvió hacia la chica.
—¿Y qué va a hacer ahora?
—¿Hacer? —dijo mirando a Hogan y después a Sharpe—. No puedo volver. ¡Intentaron violarme!
—Ahora también —dijo Hogan con voz rotunda.
La muchacha asintió agarrando todavía la bolsa y se acercó a Sharpe.
—Mi ropa —dijo—. Tengo que recuperar mi ropa. ¡Todas mis cosas! Están en aquella habitación.
Forrest se adelantó, con el rostro preocupado.
—¿Su ropa?
—¡Todas mis cosas! ¡Me matarán!
Los astutos ojos de Hogan se movieron de la muchacha a Forrest.
—Si rodea usted la fachada, comandante, y se da prisa, llegará antes que esos dos. Tardarán diez minutos en vomitar todo ese licor.
Forrest parecía alarmado pero Hogan había tomado el mando y el comandante no supo cómo oponerse. Hogan tomó a Josefina por el codo y se la entregó a Forrest.
—Vaya con el comandante Forrest y recoja sus cosas. ¡Deprisa!
Ella se adelantó hacia Forrest pero se giró hacia Sharpe.
—¿Pero dónde voy a pasar la noche?
Sharpe se aclaró la garganta.
—Puede usar mi habitación. Yo la puedo compartir con Hogan.
Forrest tiró del codo a la muchacha.
—Vamos, querida, hemos de darnos prisa.
Los dos se fueron chapoteando por el arroyo y se apresuraron hacia las luces de la posada. Hogan les vio marchar y se volvió hacia Sharpe.
—¿Compartirla conmigo?
—Sería lo mejor, ¿no?
—Hipócrita. Quiere decir compartirla con ella.
Sharpe no dijo nada. Sospechaba que Hogan había enviado a la muchacha con el comandante porque quería hablar con Sharpe a solas, pero el fusilero no tenía ninguna intención de facilitarle el asunto a su amigo sacando el tema a relucir. Se agachó y recogió el fusil y comprobó el seguro para ver si la humedad o el barro habían penetrado en la cazoleta. Las luces de los fuegos del batallón manchaban la ladera de un mortecino resplandor rojo.
—¿Sabe lo que está haciendo, Richard? —preguntó Hogan con reserva.
—¿Qué quiere decir?
El irlandés sonrió.
—Es preciosa. No hay muchas tan guapas como ella, al menos lejos de Cork.
La pequeña broma tenía la intención de aligerar el tono, que era triste.
—Bien, usted la ha rescatado, así que de momento es suya. ¿La va a enviar a su casa en Lisboa?
Sharpe empezó a caminar junto al arroyo sin decir nada. Hogan le alcanzó.
—¿Está enamorado de ella? ¡Por el amor de Dios!
—¿Y qué hay de malo?
Caminaron en silencio durante unas yardas hasta que Hogan sacó una guinea de su bolsillo y la levantó.
—Me apuesto esto contra diez de las suyas a que no comparte la habitación conmigo hoy.
Sharpe sonrió en la oscuridad.
—No hago apuestas y no tengo dinero.
—Lo sé. Pero lo necesitará, Richard. Las mujeres cuestan dinero.
Hogan aún hablaba suavemente. Buscó en su bolsillo y sacó un puñado de monedas.
—Me apuesto todas éstas, Richard, contra una bala de fusil a que hoy no comparte la habitación conmigo.
Sharpe miró a Hogan amistosamente, con la cara preocupada. Sería tan fácil ganar la apuesta. Todo lo que tenía que hacer era poner a Josefina en su habitación y entonces irse a la de Hogan y recoger el puñado de monedas. Las pagas de seis meses, sólo por no acercarse a la muchacha, pero Sharpe las rechazó.
—Necesito todas mis balas.
Hogan se rió.
—Eso es verdad. Pero no me diga que no le he advertido.
Puso la mano en el cinturón de Sharpe, abrió la bolsa de municiones y dejó caer el oro. Sharpe protestó y lo sacó, pero Hogan lo volvió a meter.
—Lo necesitará, Richard. Ella querrá una habitación decente en Oropesa y en Talavera, y Dios sabe lo que le costará. No se preocupe. Dentro de poco tendrá lugar una batalla, usted disparara a un rico y me devolverá el dinero.
Caminaban en silencio. Hogan sentía la excitación de Sharpe y sabía que si le hubiera ofrecido al fusilero diez veces más de lo que le había ofrecido no hubiera impedido que el fusilero pasara aquella noche con la muchacha o, caso de que Josefina dijera que no, Sharpe se hubiera quedado en la habitación como fiel protector, con el fusil Baker sobre sus rodillas. Rodearon a Berry y a Gibbons, uno de ellos doblado y gimiendo, y chapotearon por el arroyo de vuelta hasta las luces del patio de la posada. Hogan levantó la vista hasta Sharpe, a los ojos que estaban vivos de esperanza, y le dio un puñetazo amigable en el brazo.
—Duerma bien, Richard.
Sharpe le devolvió la sonrisa.
—No se preocupe.
Subió las escaleras de tres en tres, sus botas aplastaban las escaleras de madera, y Hogan le vio marchar.
—Es breve, Señor —hablaba solo—. Como el amor de una mujer.
—¿Qué es eso, mi capitán? —preguntó el teniente Knowles que estaba a su lado.
—¿No lees a Shakespeare, muchacho?
—¿Shakespeare, mi capitán?
—Un famoso poeta irlandés —dijo Hogan.
Knowles se puso a reír.
—¿Y de qué obra es, mi capitán?
—Hamlet.
—Oh, ése —sonrió burlonamente Knowles—. ¿El famoso príncipe irlandés?
—Oh, no —contestó Hogan—. Hamlet no era irlandés. Era tonto. Buenas noches, teniente. Es hora de irse a dormir.
Hogan levantó la mirada hasta la habitación de Sharpe. Hubiera confiado a Sharpe su vida, confiaba en el fusilero ante cualquier dificultad, pero ¿haría lo mismo ante una mujer? Estaría indefenso, desarmado; una muchacha podría hacer lo que un batallón de franceses nunca conseguiría. Hogan se marchó murmurando en el patio vacío, repitiendo el verso una y otra vez como si, tal vez, la repetición lo hiciera menos cierto. «La belleza mueve a los necios antes que el dinero.»