CAPÍTULO 10

—¡Maldito Sharpe! ¡Le destrozaré! ¡Perderá su graduación! ¡Volverá al arroyo de donde proviene!

El rostro de Simmerson se contraía de rabia; incluso sus grandes orejas habían enrojecido de furia. Estaba con Gibbons y Forrest, y el comandante intentaba inútilmente aplacar la ira de sir Henry. El coronel se quitó de encima de su hombro el brazo de Forrest.

—¡Le pediré un consejo de guerra! ¡Escribiré a mi primo, Sharpe, está usted acabado! ¡Acabado!

Sharpe permanecía en el otro extremo de la sala, con el rostro rígido por el esfuerzo en controlar su propia rabia y su desprecio. Miró a través de la ventana. Había vuelto a Plasencia, al palacio de Mirabel que era el cuartel general temporal de Wellesley, y miró fijamente por la calle de Sancho Polo hacia los tejados amontonados del barrio más pobre de la ciudad, apretujados dentro de las murallas. Por debajo pasaban carruajes, carrozas elegantes con conductores uniformados, que llevaban a damas españolas con velo hacia trayectos misteriosos. El batallón había llegado con dificultad a casa la noche anterior, los heridos habían sido portados en carretas de bueyes requisadas con ejes sólidos que chillaban, dijo Sharpe, como aquellas hadas malignas irlandesas. Mezclado con el ruido interminable iban los gritos de los heridos. Muchos habían muerto; muchos más morirían dominados lentamente por la gangrena en los próximos días. Sharpe había sido arrestado, le habían retirado el sable, había marchado junto con sus fusileros incrédulos, que pensaban que el mundo se había vuelto loco y habían jurado vengarle y darle a Simmerson su merecido.

La puerta se abrió y el teniente coronel Lawford entró en la habitación. Su cara no reflejaba el ánimo que Sharpe había visto en el reencuentro que había tenido lugar hacía cinco días, les miró a todos fríamente, al igual que el resto del ejército se sentía degradado y avergonzado por la pérdida de la bandera.

—Caballeros —dijo con voz fría pero educada—. Sir Arthur los recibirá ahora. Tienen diez minutos.

Simmerson se dirigió hacia la puerta abierta, Gibbons pegado a él.

Forrest hizo señas a Sharpe para que le pasara por delante, pero Sharpe se retrasó. El comandante le sonrió, una sonrisa desesperada, Forrest se encontraba perdido entre la telaraña de carnicería y culpa.

El general estaba sentado tras una sencilla mesa de roble con montones de papeles y mapas hechos a mano. No había sitio para que Simmerson se sentara así que los cuatro oficiales se alinearon frente a la mesa como colegiales que han sido llevados a ver al director. Lawford fue a colocarse junto al general que no les prestaba atención, simplemente garabateaba con un lápiz sobre una hoja de papel. Finalmente había terminado la frase. La cara de Wellesley no dejaba translucir nada.

—¿Bien, sir Henry?

Los ojos de sir Henry Simmerson se lanzaron alrededor de la habitación como si fuera a encontrar inspiración escrita en las paredes. El tono del general había sido frío. El coronel se lamió los labios y se aclaró la voz.

—Destruimos el puente, mi general.

—Y su batallón —contestó el general suavemente.

Sharpe ya había visto a Wellesley así anteriormente, encubriendo una tremenda ira con una aparente y engañosa quietud. Simmerson aspiró por la nariz y sacudió la cabeza.

—La culpa no fue mía, mi general.

—¡Ah! —exclamó el general arqueando las cejas, dejó la pluma y se echó hacia atrás en la silla—. ¿De quién, señor?

—Siento decirle, mi general, que el teniente Sharpe desobedeció una orden aunque le fue repetida. El comandante Forrest me oyó darle la orden al teniente Gibbons, que se la llevó a Sharpe. Con esta acción el teniente Sharpe puso en peligro el batallón y lo traicionó.

Simmerson había encontrado el tema que se había preparado y se lanzó con entusiasmo.

—Solicito, mi general, que el teniente Sharpe sea juzgado por un consejo de guerra…

Wellesley levantó una mano y detuvo el chorro de palabras. Miró, casi casualmente, a Sharpe y había algo aterrador en aquellos ojos azules por encima de la nariz ganchuda y grande que miraban, juzgaban y que eran bastante inescrutables. Los ojos se volvieron hacia Forrest.

—¿Oyó usted las órdenes, comandante?

—Sí, mi general.

—Usted teniente. ¿Qué sucedió?

Gibbons arqueó las cejas y echó una mirada a Sharpe. Su tono de voz era aburrido, arrogante.

—Le ordené al teniente Sharpe que desplegara a sus fusileros, mi general. Se negó. El capitán Hogan secundó su negativa.

Simmerson parecía complacido. Los dedos del general repiquetearon brevemente sobre la mesa.

—Ah, el capitán Hogan. Le vi hace una hora.

Wellesley sacó un trozo de papel y lo miró. Sharpe sabía que todo era comedia. Wellesley sabía perfectamente lo que ponía en el papel pero hacía que la tensión aumentara. Los ojos azules se levantaron de nuevo hacia Simmerson, el tono de voz aún era suave.

—He servido con el capitán Hogan durante muchos años, sir Henry. Estuvo en la India. Siempre lo he considerado un hombre digno de la mayor confianza.

Levantó las cejas a modo de interrogante como si invitara a Simmerson a darle la razón. Simmerson, inevitablemente, aceptó la invitación.

—Hogan, mi general, es ingeniero. No estaba en situación de tomar decisiones sobre el desplegamiento de tropas.

Parecía satisfecho de sí mismo, incluso ansioso por mostrar a Wellesley que no le guardaba rencor a pesar de sus diferencias políticas.

En algún lugar del palacio un reloj zumbó sonoramente y luego dieron las diez. Wellesley estaba sentado, sus dedos tamborileaban sobre la mesa, y entonces lanzó una mirada hacia Simmerson.

—Su solicitud es denegada, sir Henry. No voy a someter al teniente Sharpe a un consejo de guerra.

Hizo una pausa de un segundo, miró el papel y volvió los ojos hacia Simmerson.

—Hemos de tomar algunas decisiones respecto a su batallón, sir Henry, creo que debería quedarse.

Lawford se dirigió hacia la puerta. La voz de Wellesley había sonado fuerte y fría, pero Simmerson explotó, levantando la voz con indignación.

—¡Perdió mi bandera! ¡Desobedeció!

El puño de Wellesley golpeó la mesa.

—¡Señor! ¡Conozco la orden que desobedeció! ¡Yo también la hubiera desobedecido! ¡Usted propuso enviar una línea de tiradores contra la caballería! ¿No es eso, señor?

Simmerson no dijo nada. Estaba horrorizado por el tumulto de ira que lo arrollaba. Wellesley continuó.

—Primero, sir Henry, no tenía que hacer atravesar a su batallón el puente. Era innecesario, una pérdida de tiempo y una tontería. Segundo —dijo contando con sus dedos—, sólo un necio despliega una línea de tiradores contra la caballería. Tercero, usted ha deshonrado a este ejército, que he tardado un año en reunir, frente a nuestros enemigos y frente a nuestros aliados. Cuarto —dijo Wellesley cortante—, la única compensación ganada en este combate desdichado fue de la mano del teniente Sharpe. Por lo que he entendido, señor, él recuperó una de sus banderas perdidas y además capturó un cañón francés y lo utilizó con algún efecto contra sus atacantes. ¿No es así?

Nadie dijo nada. Sharpe miraba fijamente un cuadro en la pared junto al general. Oyó un ruido de papeles. Wellesley había cogido el papel del escritorio. Bajó la voz.

—Usted ha perdido, señor, además de su bandera, doscientos cuarenta y dos hombres heridos o muertos. Ha perdido usted un comandante, tres capitanes, cinco tenientes, cuatro alféreces y diez sargentos. ¿Son exactos estos números?

Nadie habló de nuevo. Wellesley se puso de pie.

—¡Sus órdenes, señor, fueron las de un necio! La próxima vez, sir Henry, le sugiero que saque una bandera blanca y les ahorre a los franceses el problema de desenvainar sus espadas. El trabajo que tenía que haber hecho, señor, lo podía haber hecho una compañía; la diplomacia me obligó a enviar un batallón y envié el suyo, señor, de manera que sus hombres pudieran tener un primer contacto con los franceses. ¡Me equivoqué! Y como resultado, una de nuestras banderas va ahora camino de París para ser mostrada ante el populacho. Dígame si lo calumnio.

Simmerson estaba totalmente blanco. Sharpe no había visto nunca a Wellesley tan enfadado. Parecía haberse olvidado de la presencia de los demás y dirigía sus palabras contra Simmerson con fuerza vengativa.

—Ya no tiene usted un batallón, sir Henry. ¡Dejó de existir cuando perdió usted sus hombres y una bandera! El South Essex es un regimiento de un único batallón, ¿no es así?

Simmerson asintió con la cabeza, murmurando.

—Así que no puede suplir sus números con otros. ¡Desearía, sir Henry, poderle enviar a casa! Pero no puedo. Tengo las manos atadas, señor, por el Parlamento y por la Guardia Real y por los políticos entrometidos como su primo. Declaro su batallón, sir Henry, un batallón de destacamentos. Incorporaré nuevos oficiales y reclutaré hombres para sus filas. Servirá usted en la división del general Hill.

—Pero mi general…

Simmerson estaba desbordado por la información. ¿Un batallón de destacamentos? ¡Increíble! Tartamudeó una protesta. Wellesley lo interrumpió.

—Le voy a proporcionar una lista de oficiales. ¿Me va a decir que ya ha prometido algunos ascensos?

Simmerson asintió. Wellesley miró la hoja de papel que tenía en la mano.

—¿A quién, sir Henry, le dio el mando de la compañía ligera?

—Al teniente Gibbons, mi general.

—¿Su sobrino?

Wellesley hizo una pausa para asegurarse de que Simmerson contestaba. El coronel asintió tristemente con la cabeza. Wellesley se volvió hacia Gibbons.

—¿Usted coincidió con la orden de su tío de adelantar una línea de tiradores contra la caballería?

Gibbons estaba atrapado. Se humedeció los labios, se encogió de hombros y finalmente asintió. Wellesley sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—Así que no es usted una persona totalmente adecuada para dirigir una compañía ligera. No, sir Henry, le voy a dar a usted uno de los más finos tiradores del ejército británico para que dirija sus tropas ligeras. Lo he nombrado oficialmente capitán.

Simmerson no dijo nada. Gibbons estaba pálido de ira. Lawford miró a Sharpe burlonamente y el fusilero sintió vibraciones de esperanza. El general volvió la mirada hacia Sharpe y de nuevo hacia Simmerson.

—No sé de muchos hombres, sir Henry, que sean mejores mandos de tropas ligeras en batalla que el capitán Sharpe.

¡Le ascendían, lo había conseguido, se había escapado! No importaba que fuera con Simmerson, ¡era capitán! Casi no oyó las restantes palabras de Wellesley, ¡la victoria era total! ¡el enemigo había sido derrotado! Era un capitán. ¿Qué importaba que fuera un nombramiento artificial y que aún estuviera pendiente del visto bueno de la Guardia Real? De momento era así. ¡Capitán! Capitán Richard Sharpe del batallón de destacamentos.

Wellesley dio por terminada la entrevista. Simmerson hizo una última intentona.

—Escribiré —dijo Simmerson indignado, agarrándose desesperadamente a cualquier resto de dignidad que pudiera recuperar del torrente de desprecio de Wellesley—. Escribiré a Whitehall, mi general, ¡y conocerán la verdad!

—Puede usted hacer lo que quiera, señor, pero me permitirá usted que continúe haciendo la guerra. Buenos días.

Lawford abrió la puerta. Simmerson se puso de golpe su sombrero de tres picos y los cuatro oficiales se dieron la vuelta para irse. Wellesley dijo.

—¡Capitán Sharpe!

—¿Mi general?

Era la primera vez que le llamaban capitán.

—Quisiera hablar con usted.

Lawford cerró la puerta al salir los otros tres. Wellesley miró a Sharpe, su semblante todavía duro.

—Usted desobedeció una orden.

—Sí, mi general.

Wellesley cerró los ojos. Parecía cansado.

—Es la única duda que tengo de que merezca ser capitán.

Volvió a abrir los ojos.

—Si podrá quedarse con esa graduación o no, es otro asunto. No tengo poder para estas cosas y es concebible y probable que la Guardia Real cancele todas estas disposiciones. ¿Me entiende?

—¡Sí, mi general!

Sharpe creyó entender. Los enemigos de Wellesley habían conseguido llevarle a una comisión de investigación hacía tan solo un año y estos mismos enemigos le querían destruir. Sir Henry se contaba entre ellos y el coronel ya estaría planeando la carta que iba a enviar a Londres. La carta le echaría la culpa a Sharpe y, dado que el general se había puesto de su parte, sería peligrosa para Wellesley también.

—Gracias, mi general.

—No me lo agradezca. Probablemente no le haya hecho ningún favor —dijo mirando a Sharpe con cierto disgusto—. Usted tiene la costumbre, Sharpe, de merecer gratitud con métodos que deberían ser condenados. ¿Me explico?

—Sí, mi general.

¿Le estaba riñendo? Sharpe siguió con el rostro inexpresivo.

El rostro de Wellesley mostró una pizca de ira pero la controló y, de repente, la sustituyó por una sonrisa triste.

—Me alegro de encontrarle bien —dijo recostándose en la silla—. Su carrera resulta siempre interesante, Sharpe, aunque siempre temo que termine de forma precipitada. Buenos días, capitán.

Volvió a coger la pluma y empezó a garabatear en los papeles. Había verdaderos problemas. Los españoles no habían entregado nada de la comida que habían prometido, las pagas del ejército no habían llegado, la caballería necesitaba herraduras y clavos, y se necesitaban carretas de bueyes, todavía más carretas de bueyes. Para colmo, los españoles iban de un extremo al otro; un día lo daban todo por la gloria, al día siguiente predicaban precaución y retirada. Sharpe se marchó.

Lawford le siguió hasta la antesala vacía y le alargó la mano.

—Enhorabuena.

—Gracias, mi teniente coronel. Un batallón de destacamentos, ¿eh?

Lawford se rió.

—Eso no le gustará a sir Henry.

Era cierto. En cada campaña había pequeñas unidades de hombres, como Sharpe y sus fusileros, que se separaban de sus unidades. Eran los restos del ejército y la solución más sencilla, cuando eran los suficientes, era que el general los agrupara como un batallón temporal de destacamentos. También le proporcionaba al general la oportunidad de ascender a hombres, aunque fuera temporalmente, en el nuevo batallón, pero ninguna de éstas era la razón que desagradaba a Simmerson. Al convertir al maltrecho South Essex en un batallón, de destacamentos Wellesley estaba literalmente borrando el nombre «South Essex» de su lista del ejército; era un castigo dirigido contra el orgullo de Simmerson, aunque Sharpe dudaba de que un hombre que aparentemente se tomaba la pérdida de la bandera real con tan remarcable simpleza se sintiera muy desanimado por la degradación de su batallón. Su rostro reflejaba sus pensamientos y Lawford le interrumpió.

—¿Le preocupa Simmerson?

—Sí.

No había necesidad de negarlo.

—Debe estarlo. Sir Arthur ha hecho lo que podía por usted, le ha ascendido, debe creerme cuando le digo que ha escrito a Inglaterra hablando de usted lo mejor posible.

Sharpe asintió.

—Pero…

Lawford se encogió de hombros. Caminó hacia la ventana y miró fijamente a través de las gruesas cortinas de terciopelo hacia la llanura que se extendía más allá de las murallas; toda la escena se adormecía bajo el sol implacable. Se giró.

—Sí. Hay un pero.

—Siga.

Lawford parecía turbado.

—Simmerson es demasiado poderoso. Tiene amigos influyentes —dijo, encogiéndose otra vez de hombros—. Richard, me temo que le hará daño. Usted es un peón en la batalla de los políticos. Él es tonto, de acuerdo, ¡pero sus amigos de Londres no querrán que lo parezca! Exigirán un cabeza de turco. Él es como si fuera su voz, ¿lo entiende?

Sharpe asintió.

—Cuando escriba desde España y diga que la guerra está mal dirigida ¡la gente escuchará la carta leída en el Parlamento! ¡No importa que el hombre esté tan loco como una cabra! Es su voz desde la guerra y si lo pierden a él, pierden la credibilidad.

Sharpe sacudió la cabeza abrumado.

—¿Lo que quiere decir es que me presionarán a mí y me sacrificarán para que Simmerson sobreviva?

Lawford asintió.

—Me temo que sí. Y la defensa que sir Arthur haga de usted no se verá más que como una cuestión de política entre partidos.

—¡Pero por el amor de Dios! ¡Yo no era en absoluto responsable!

—Lo sé, lo sé —habló Lawford para calmarle—. No importa. Él le ha escogido como su cabeza de turco.

Sharpe sabía que lo que decía era cierto. Durante unas semanas estaría a salvo, a salvo mientras Wellesley avanzara por España y entablara batalla con los franceses, pero después de esto llegaría una carta de la Guardia Real, una carta breve y sencilla que significaría el final de su carrera en el ejército. Sabía que se ocuparían de él. El propio Wellesley tal vez necesitara un administrador o lo recomendaría a alguien que le necesitara. Pero seguiría ganándose la vida penosamente bajo la sospecha de ser oficialmente el responsable de haber perdido la bandera de Simmerson. Pensó en su última conversación con Lennox. ¿Lo habría previsto todo el escocés?

—Hay otro camino —dijo en voz baja.

Lawford le miró.

—¿Cómo?

—Cuando vi la bandera perdida tomé una resolución. También le hice una promesa a un moribundo.

Sonaba desesperadamente melodramático pero era cierto.

—Prometí reemplazar esa bandera con un águila.

Hubo un momento de silencio. Lawford silbó suavemente.

—Eso no se ha hecho nunca.

—No hay ninguna diferencia entre eso y perder una bandera como nosotros.

Eso era fácil de decir pero sabía que los franceses no le harían el trabajo tan sencillo como Simmerson se lo hizo a ellos. Durante los últimos seis años los franceses habían aparecido en el campo de batalla con nuevos estandartes. En lugar de las viejas banderas ahora llevaban águilas doradas montadas sobre un asta. Se decía que cada águila era presentada al regimiento personalmente por el emperador y los estandartes eran por tanto más que un simple símbolo del regimiento, eran el símbolo de todo el orgullo de Francia en su nuevo orden. Capturar un águila era hacer que Bonaparte en persona pusiera mala cara. Sharpe sintió que la ira le sobrevenía.

—No me importa reemplazar la bandera de Simmerson con un águila. Pero estoy furioso por tener que labrarme mi camino a través de una compañía de granaderos franceses simplemente para permanecer en el ejército.

Lawford no dijo nada. Sabía que Sharpe decía la verdad; la única cosa que podía impedir que los oficiales de Whitehall escogieran a Sharpe como víctima era que el fusilero realizara una gesta de tan indudable mérito que les parecería una tontería convertirle en cabeza de turco. Personalmente Lawford creía que Sharpe había hecho más que suficiente, había recuperado una bandera, capturado un cañón, pero el expediente de sus proezas se vería manchado en Londres con lo que Simmerson contara. No, tenía que hacer más, ir más lejos, arriesgar su vida para intentar conservar su trabajo.

Sharpe se rió con ironía. Dio un manotazo a su vaina vacía.

—Alguien dijo una vez que en este trabajo eres tan bueno como lo has sido en la última batalla. —Hizo una pausa—. A menos que uno tenga dinero o influencias.

—Sí, Richard, a menos que uno tenga dinero o influencias.

Sharpe sonrió burlonamente.

—Gracias. Voy a reunirme con la alegre multitud. ¿Mis fusileros vienen conmigo?

Lawford asintió.

—Buena suerte.

Miró cómo Sharpe se marchaba. Si había un hombre que podía arrebatar un águila a los franceses ese hombre era el recién ascendido capitán Richard Sharpe. Lawford se quedó junto a la ventana y miró hacia la calle. Vio a Sharpe adentrarse hacia la luz del sol y ponerse el chacó abollado en la cabeza; un enorme sargento esperaba en la sombra, el tipo de hombre por el que Lawford apostaría un centenar de guineas en una lucha a puñetazos, y observó que el sargento caminaba hacia Sharpe. Los dos hombres hablaron durante un rato y entonces el enorme sargento le dio unas palmadas en la espalda a Sharpe y articuló un grito de alegría que Lawford oyó desde dos pisos más arriba.

—¡Lawford!

—¿Mi general?

Lawford cruzó hacia la otra habitación y tomó el despacho de la mano de Wellesley. El general agitó la pluma en el tintero.

—¿Se lo ha explicado?

—Sí, mi general.

Wellesley sacudió la cabeza.

—Pobre diablo. ¿Qué ha dicho?

—Dijo que aprovecharía la oportunidad, mi general.

Wellesley gruñó.

—Todos nosotros hemos de hacerlo.

Tomó otro trozo de papel.

—¡Dios mío! ¡Nos han enviado cuatro cajas de goma amoníaca, tres de sales de Glauber, y doscientos casquetes variados para muñones! ¡Se creen que dirijo un maldito hospital en vez de un ejército!