CAPÍTULO 9

El tiempo para las lamentaciones vendría luego, el tiempo para entristecerse por la carnicería, para pensar en estar vivo y sin heridas, sobre todo para lamentar no haber podido estar más tiempo con Lennox cuando se estaba muriendo. Sharpe desenvainó el gran sable, levantó el rifle con su mano izquierda, se volvió hacia los ciento setenta hombres formados en tres filas atravesados en la carretera.

—¡Adelante!

Mientras marchaban, Sharpe dejó que sus pensamientos se demoraran brevemente en la conversación con Lennox. ¿Había sido capaz de convencer al agonizante? Creía que sí. Lennox era un soldado, entendía que Sharpe tuviera tan poco tiempo, y el fusilero estaba convencido de que había visto alivio en la cara del escocés. Cumplir la promesa era otra cosa; primero había que terminar los asuntos del día. Forrest marchaba a su lado, ambos a pocos pasos frente a la única bandera que ondeaba sobre la pequeña formación; el mayor estaba claramente nervioso.

—¿Funcionará, Sharpe?

El alto fusilero sonrió.

—De momento sí, comandante. Se creen que estamos locos.

Forrest había insistido en ir con él en lugar de quedarse con los heridos junto al puente. Todavía estaba un poco aturdido, conmocionado por el golpe en la cabeza y había rechazado el ofrecimiento de Sharpe de dirigir a los supervivientes contra el nuevo asalto francés.

—No había estado nunca en una batalla, Sharpe —dijo Forrest—. Excepto una vez que reprimí un disturbio a causa de la comida en Chelmsford y no creo que eso cuente.

Sharpe entendía el nerviosismo del comandante, agradecía a Forrest el que hubiera dado su bendición a lo que parecía un acto de absoluta locura; sin embargo, el instinto de Sharpe le decía que funcionaría. Para los cazadores que observaban y esperaban parecía que la pequeña formación británica tuviera el propósito de suicidarse con una carga mortal o de gloria que no tenía ninguna posibilidad de tener éxito, pero que al menos los libraría del desgaste de morir lentamente a golpes de los artilleros franceses. Forrest había preguntado, casi quejoso, por qué el enemigo continuaba luchando, ¿acaso no habían conseguido una gran victoria? Pero los franceses debían saber cuán tristemente pequeño era el ejército de Wellesley, algo más de veinte mil hombres. Si podían destruir totalmente al South Essex los franceses estaban eliminando un tercio de la infantería británica y se aseguraban aniquilar a Wellesley cuando tuviera lugar la verdadera batalla. Además, Sharpe les estaba ofreciendo la posibilidad de capturar una segunda bandera británica que desfilaría en el campamento francés para persuadir a los soldados de la fragilidad del nuevo enemigo.

—¿Ya es hora, Sharpe? —Forrest estaba ansioso.

—No, comandante, no. Falta un minuto.

Marchaban directos camino arriba hacia el cañón que estaba a trescientas yardas. El plan de Sharpe dependía de dos cosas, y el enemigo se veía obligado a hacer ambas. Primero habían acercado el cañón a los británicos todo lo que la seguridad permitía. No debían querer usar balas redondas sólidas contra la infantería, en su lugar Sharpe sabía que cargarían el cañón con bote de metralla, el contenedor metálico mortal de balas de mosquete y hierro viejo que explotaba tan pronto como salía por el cañón y rociaba con su mezcla letal como si fueran clavos retorcidos disparados desde el trabuco de un cochero. No había duda de que los franceses esperaban que los británicos se estiraran en el terreno accidentado junto al río, protegidos por el declive de la orilla, pero los botes de metralla los habrían encontrado incluso allí y los habrían matado de dos en dos, de tres en tres. En lugar de eso, los británicos se dirigían directamente al cañón, como corderos caminando al matadero, y los artilleros franceses no necesitarían probablemente más que tres tiros para dispersarlos y dejar que la caballería acabara con los supervivientes aturdidos. La segunda intuición de Sharpe tenía que ver con la caballería. Había sentido un gran alivio cuando había visto que desfilaban hacia la derecha de los británicos. Era lo que él había esperado, pero si se hubieran dirigido hacia la izquierda el plan nunca se hubiera puesto en marcha y ellos no hubieran tenido otra opción que morir junto al puente. El terreno de la derecha estaba salpicado de cuerpos, no como el de la izquierda que era un camino de obstáculos de hombres y caballos muertos, y Sharpe había supuesto que el coronel francés cargaría oblicuamente el disparo del cañón y no querría que los jinetes, que ahora esperaban con las armas para abrir fuego, tuvieran que pasar por un camino obstruido.

Observó a los artilleros franceses. No parecían tener prisa, no había necesidad de correr, y echaban continuos vistazos a las fuerzas británicas que se dirigían oportunamente hacia su cañón. Éste apuntaba directamente a Sharpe. Él podía ver la cureña pintada de verde y sucia, el cañón de bronce deslustrado y la boca ennegrecida. Había observado que la eficiente dotación levantaba con una palanca los tres cuartos de tonelada hasta que el cañón de cuatro pies y medio apuntara directamente hacia el camino. Ahora un artillero con casaca azul ponía la bolsa de sarga conteniendo una libra y media de pólvora negra en el cañón. Otro hombre la atacó y Sharpe vio que un tercer hombre se inclinaba sobre el cañón y empujaba hacia abajo con una estaca para que la bolsa de sarga se agujereara y la pólvora pudiera volar con la mecha. Otro artillero caminaba hacia adelante con el bote de metralla. Ahora sólo faltaban segundos para que el cañón estuviera a punto para disparar. Levantó el fusil al aire y apretó el gatillo.

—¡Ahora!

Sus ciento setenta hombres empezaron a correr, una carrera en la que arrastraban los pies y se reventaban los pulmones con los zapatos rotos. Cada soldado acarreaba tres mosquetes cargados, dos colgados en los hombros, uno en sus manos. Se mantenían más o menos alineados, si la caballería se movía podían cerrar filas en segundos, formar la impenetrable pared de bayonetas. Los artilleros franceses oyeron el disparo del rifle, pararon para observar a su enemigo que se ponía a correr pesadamente y sonrieron burlonamente ante la inutilidad de los hombres que creían que podían cargar contra un cañón de campaña. Entonces todo cambió.

Durante los veinte minutos siguientes a la visita del capitán cazador los británicos habían continuado recogiendo a sus heridos. Sharpe estaba seguro de que los franceses no habían notado nada raro en el flujo de hombres que iban y venían de los cuerpos que yacían densamente por el lugar donde él y Harper habían salvado la bandera del regimiento. Durante esos veinte minutos Sharpe había escondido a treinta hombres entre los muertos, diez fusileros que estaban embutidos en casacas rojas prestadas y veinte hombres del South Essex. Cada fusilero llevaba dos fusiles, uno cogido de un compañero, y cada casaca roja estaba tumbado con tres mosquetes cargados. Los franceses no se habían dado cuenta. Quitaron el armón del cañón y lo dirigieron al blanco sin darse cuenta de los cuerpos desperdigados que yacían a unos cien pasos a su derecha. El momento del saqueo vendría después; primero los artilleros destruirían a los presuntuosos ingleses que se dirigían hacia ellos mitad corriendo, mitad caminando.

Harper sudaba con la casaca prestada. Le iba demasiado pequeña y había rasgado las costuras de ambas axilas, pero incluso así sentía que el sudor le resbalaba por la espalda. Las casacas rojas eran esenciales. Los franceses ya se habían acostumbrado a la vista de los muertos y se hubieran dado cuenta si de repente diez cuerpos con uniforme verde hubieran aparecido entre los cadáveres. El mayor temor de Harper había sido que los franceses hubieran querido observar los cuerpos para saquearlos, pero no les habían prestado atención. Vio que Sharpe caminaba hacia ellos, aún estaba a ciento cincuenta yardas y oyó que el teniente Knowles suspiraba aliviado cuando Sharpe levantó su fusil en el aire. Knowles estaba al mando de los treinta hombres pero Harper estaba seguro de que el teniente sin experiencia no haría nada sin hablar antes con él y sospechaba que Sharpe le había dicho a Knowles, con toda seguridad, que dejara que Harper tomara las decisiones.

El sonido del disparo se elevó rotundamente en el campo. Aliviado, Harper extendió sus músculos y se arrodilló hacia adelante. «Tomaos el tiempo necesario, muchachos, dejad que hablen los tiros.»

Si se apresuraba destruiría su propósito. Los fusileros apuntaban deliberadamente, dejaron que los brazos se desentumecieran, los primeros disparos serían los más importantes. Hagman fue el primero, Harper esperaba que así fuera, y miró con aprobación cuando el cazador furtivo de Cheshire gruñó sobre la mira y apretó el gatillo. El artillero que estaba a punto de introducir la mecha se alejó dando vueltas del cañón y cayó. Durante los dos segundos siguientes otras ocho balas mataron tres franceses más de la dotación, los cuatro supervivientes corrieron desesperadamente hacia la escasa protección que ofrecía la cureña y los radios de las ruedas del cañón. El cañón ya se podía disparar. El bote de metralla aún no estaba cargado, Harper lo veía junto a un artillero muerto que había caído al lado de la boca de bronce, y cualquier hombre que osara meter el proyectil en el cañón sería derribado con toda seguridad por los fusiles mortales. Los franceses dejaron de utilizar los fusiles en el campo de batalla, los habían abandonado porque eran demasiado lentos de cargar, pero estos artilleros estaban aprendiendo que incluso un fusil lento tiene sus ventajas con respecto al rápido mosquete que jamás era preciso a cien pasos de distancia.

—¡Alto el fuego!

Los fusileros miraron a Harper.

—¡Hagman!

—¿Sargento?

—Manténgalos ocupados. ¡Gataker, Sims, Harvey!

Los tres le miraban expectantes.

—Usted cárguele a Hagman. Los demás, apunten a los oficiales de caballería.

El teniente Knowles corrió y se agachó junto al sargento.

—¿Podemos hacer algo?

—Todavía no, mi teniente. Nos moveremos dentro de un minuto.

Knowles y los veinte hombres con mosquetes estaban allí para proteger a los fusileros si la caballería francesa cargaba contra ellos, como seguramente iba a suceder. Harper miró fijamente a los jinetes. Parecían tan sorprendidos como los artilleros y estaban sentados en los caballos mirando fijamente a los artilleros muertos como si no dieran crédito a sus ojos. Habían esperado que el cañón hiciera saltar a la infantería británica en ruinas y ahora caían en la cuenta de que no había cañón, ni victoria fácil. Harper levantó su primer fusil, puso la mira en posición vertical y calculó que los jinetes estaban a trescientas yardas. Era un tiro largo para un fusil, pero no imposible, y los franceses habían agrupado convenientemente a sus oficiales veteranos en un pequeño grupo por delante de la primera línea. Cuando apretó el gatillo oyó otros rifles que disparaban, vio que el grupo se dividía, y un caballo cayó, dos oficiales cayeron muertos o heridos. Los franceses permanecían sin mandos temporalmente. La iniciativa, tal como Sharpe había planeado, estaba totalmente en manos de los británicos. Harper se quedó de pie.

—¡El grupo de Hagman! Sigan disparando. ¡Ustedes otros! ¡Síganme!

Corrió hacia el cañón, dando una amplia vuelta de manera que el campo de tiro de Hagman no se viera interrumpido, y los hombres lo siguieron. El plan para los fusileros había sido destruir a los artilleros y dejar que la compañía de Sharpe capturara el cañón, pero Harper vio que su teniente tenía todavía mucho camino por delante y ni él ni Sharpe pensaban que el cañón estaría colocado tan convenientemente cerca del grupo de emboscada. Knowles se quedó sorprendido de la premura hacia el cañón, pero el enorme irlandés era tan contagioso que se encontró a sí mismo metiendo prisa a los casacas rojas mientras se escabullían por los cuerpos y corrían hacia el cañón que cada vez cobraba mayor importancia. Los artilleros supervivientes echaron una mirada a los aparentes muertos que habían vuelto a la vida y huyeron. Cuando Harper corría las últimas yardas a toda velocidad se dio cuenta de que los tiros espaciados de Hagman cesaban y allí estaba, con sus manos sobre la boca de bronce y los hombres a su alrededor.

—¿Señor?

—¿Sargento? —dijo Knowles jadeando.

—¿Dos filas entre el cañón y la caballería?

Harper hizo que sonara como una pregunta, pero Knowles asintió como si hubiera sido una orden. El joven teniente estaba frenéticamente nervioso. Había visto a la caballería destruir su nuevo batallón, había observado cómo la bandera real era arrastrada del campo, y había luchado contra los sables con la espada que su padre le había comprado por quince guineas en la tienda de Kerrigan en Birmingham. Había observado cómo Sharpe y el sargento Harper recuperaban la bandera del regimiento y se había quedado estupefacto por esa acción. Ahora quería demostrar a los fusileros que sus hombres podían luchar con la misma efectividad y alineó a su pequeño cuerpo y miró fijamente a la caballería que finalmente se movía. Parecía que un centenar de jinetes avanzaban hacia el cañón, los demás se dirigían hacia Sharpe; Knowles recordó los sables y el olor del miedo y agarró fuertemente su espada. Estaba decidido a no defraudar a Sharpe. Pensó en las últimas palabras que le había dicho Sharpe, las manos que le habían agarrado los hombros y los ojos que lo atravesaban. «¡Espere! —había dicho Sharpe—. Espere hasta que estén a cuarenta pasos, entonces lance la descarga. ¡Espere, espere, espere!» A Knowles le parecía increíble que él y Sharpe tuvieran la misma graduación, estaba seguro de que él nunca tendría esas dotes de mando que parecían naturales en el alto fusilero. Knowles se sentía intimidado por los franceses, eran los conquistadores de Europa, sin embargo Sharpe los veía como hombres a los que había que burlar y que superar en el disparo y Knowles quería desesperadamente la misma confianza. En cambio se sentía nervioso. Quería lanzar su primera descarga ahora, detener a los caballos franceses mientras estaban a unos cien pasos, pero se controló el miedo y observó cómo se acercaban los jinetes, notó que un centenar de sables chirriaban al salir de las vainas y captaban el sol de la tarde en filas de curvada luz. Harper llegó y se quedó junto a él.

—Tenemos un regalo para los bastardos, mi teniente.

¡Parecía tan contento! Knowles tragó saliva, mantuvo su espada bajada. Espera, se dijo a sí mismo, y se sorprendió al oír que había hablado en voz alta y que su voz había sonado tranquila. Miró a sus hombres. ¡Confiaban en él!

—Bien hecho, mi teniente. ¿Me permite? —dijo Harper suavemente.

Knowles asintió, sin estar seguro de lo que sucedía.

—¡Pelotón!

Harper estaba frente a la diminuta línea de hombres. Señaló hacia los hombres de la derecha.

—De lado, cuatro pasos. ¡Marchen!

Entonces dio a la izquierda la misma orden.

—¡Pelotón! Hacia atrás. ¡Marchen!

Knowles retrocedió con ellos, mirando cómo los franceses llevaban a sus caballos al trote, y entonces lo entendió. Mientras él se había quedado mirando a los franceses los fusileros habían movido el cañón. En lugar de apuntar abajo, hacia el camino, ahora estaba apuntando a la caballería francesa; de alguna manera lo habían cargado y el bote de metralla que debía haber barrido a los británicos del camino, como un ama de casa ahuyentando cucarachas con una escoba, estaba amenazando a la caballería. Harper estaba en la parte trasera del cañón, separado de la rueda. Los artilleros habían hecho la mayor parte de la carga, los fusileros habían introducido el bote de metralla en el cañón y habían encontrado la mecha lenta que ardía por un extremo. La espoleta estaba en el fogón. Era una lengüeta llena de pólvora fina y cuando Harper la tocara, el fuego avanzaría por el tubo y encendería la carga de pólvora que había en la bolsa de sirga.

—¡Retengan el disparo!

Harper gritaba claramente, no quería que los hombres sin experiencia del South Essex dispararan al mismo tiempo que el cañón.

—¡Retengan el disparo!

La caballería estaba a setenta yardas, hacían ir a sus caballos a medio galope, diez jinetes en la primera fila. Harper calculó que cincuenta hombres estaban a tiro del pequeño grupo alrededor del cañón y había cincuenta más de reserva. Tocó la mecha de la lengüeta. Se oyó un ruido sibilante, un globo de humo proveniente del fogón, y entonces una explosión enorme. Eructó humo blanco y grisáceo por la boca; el cañón, sobre las ruedas de cinco pies, lanzó hacia atrás sus quince quintales que clavaron la gualdera en la tierra e hicieron saltar las ruedas del suelo. La fina lengüeta metálica se partió al dejar la boca y Harper vio entre el humo que las balas de mosquete y la metralla derribaban a la caballería. Las tres primeras filas quedaron destruidas, las otras dos estaban aturdidas, eran incapaces de avanzar sobre los cadáveres sangrientos y sobre los heridos que se tambaleaban erguidos, sangrando y asombrados. Harper oyó gritar a Knowles.

—¡Retengan el disparo! ¡Retengan el disparo!

Buen chico, pensó el irlandés. La caballería se había dividido a ambos lados de la carnicería, parte de la reserva se acercaba al galope, pero los jinetes parecían atontados por la repentina explosión. Siguieron avanzando hacia el cañón pero se mantuvieron alejados de su línea de fuego y Knowles observaba las dos alas de jinetes que se acercaban. Esperó, esperó hasta que espolearon los caballos e intentaron hacer los últimos pasos al galope y bajó su espada.

—¡Fuego!

Una segunda descarga destruyó a los jinetes intentando acercarse a ambos lados del cañón. Cayeron más caballos, más hombres se lanzaron de sus sillas en un montón de brazos, piernas, sables y vainas. Los jinetes de atrás continuaron, dieron una vuelta por detrás del cañón y los fusiles empezaron su misión y más caballos cayeron abatidos. Knowles estaba sorprendido al no ver más jinetes frente al cañón, hizo girar a sus hombres, cambió al tercer mosquete y lanzó una tercera descarga por encima de las cabezas de los fusileros arrodillados.

—¡Gracias, mi teniente!

Harper le sonrió. La caballería se había ido, dispersada por la metralla, ensangrentada por la descarga tan cercana, sin haberse podido acercar a la infantería a causa de las barreras de caballos muertos y heridos. Harper vio que Knowles hacía que sus hombres volvieran a cargar los mosquetes. Se giró hacia el cañón. ¡Había tanto que recordar! Limpiar con escobillón, rellenar el fogón; dijo a los fusileros que volvieran a cargar el cañón capturado.

Sharpe había visto disparar el cañón, había observado a los jinetes rasgados como una venda sangrienta, entonces se había vuelto hacia los cazadores que atacaban a su propia formación. Cuando la caballería se había acercado había mandado detener a las tres filas, les había ordenado volverse de cara a los franceses, excepto la última fila que dio media vuelta para enfrentarse con los jinetes que rodearían la pequeña unidad. Los jinetes estaban de un humor salvaje. Les habían arrancado una victoria fácil, el cañón había sido capturado, pero aún quedaba la bandera insolente ondeando sobre el pequeño grupo de infantería. Espolearon los caballos hacia Sharpe, rompiendo la disciplina, con la intención simplemente de la venganza y la determinación de machacar aquel cuerpo diminuto como el tacón de una bota aplasta un escorpión. Sharpe observaba cómo se acercaban. Forrest le echó una mirada nerviosa y se aclaró la garganta, pero Sharpe sacudió la cabeza.

—Espere, comandante, aguarde un momento.

Él y Forrest estaban junto a la bandera desafiante. Era una burla para los franceses. Corrieron hacia ella, la trompeta lanzó su carga helada, los cazadores gritaban venganza, levantaron los sables y murieron.

Sharpe había dejado que se acercaran hasta cuarenta yardas y la descarga destrozó la primera línea frente a los británicos. La segunda línea de jinetes franceses espoleó las cabalgaduras. Iban confiados. ¿Acaso los británicos no habían ya disparado su carga? Saltaron sobre los restos angustiados de la primera fila y con horror vieron que las filas de casacas rojas no estaban ocupadas en recargar sino que estaban apuntando tranquilamente otra vez con sus mosquetes. Algunos tiraron de las bridas desesperadamente, pero ya era demasiado tarde. La descarga del segundo grupo de mosquetes de Sharpe amontonó a los caballos junto a los cuerpos de la primera línea.

—¡Cambien mosquetes!

La última fila disparó, una y dos veces. Sharpe se giró pero los sargentos experimentados lo habían hecho bien. Sus hombres estaban rodeados de caballos, muertos y agonizantes, cazadores atontados y heridos que luchaban entre el caos y huían hacia la amplia extensión de terreno. Los franceses habían perdido toda cohesión, toda posibilidad de volver a atacar.

—¡Vuelta a la izquierda! ¡Adelante!

Siguió corriendo. Veía a Harper y a Knowles. El joven teniente parecía tranquilo y Sharpe vio el anillo de franceses muertos que mostraba que había aprendido a retener el disparo. El cañón volvió a disparar, envolviendo al grupo con humo, y Sharpe echó una mirada hacia atrás para ver que más jinetes caían donde estaban volviendo a formar filas hacia su derecha. Unos pocos jinetes todavía galopaban a su alrededor; Sharpe se detuvo y disparó una descarga de veinte mosquetes para alejar a un grupo de seis cazadores que avanzaban galopando por el flanco. Entonces sus hombres llegaron hasta el cañón. Sharpe agarró a Harper, le dio unas palmadas en la espalda, sonrió ampliamente al enorme irlandés y se volvió para felicitar a Knowles. ¡Lo habían conseguido! Habían capturado el cañón, habían alejado a la caballería, habían causado terribles daños a los hombres y a los caballos, y sin recibir un solo rasguño.

Y eso era todo. Con el cañón en sus manos, Sharpe sabía que los franceses no se atreverían a volver a atacar. Vio que daban vueltas bien alejados de tiro, mientras los británicos formaban en cuadro. Forrest estaba radiante, buscando a todo el mundo como un obispo que ha dirigido una confirmación particularmente agradable.

—¡Lo conseguimos, Sharpe! ¡Lo conseguimos!

Sharpe levantó la vista hacia la bandera que ondeaba sobre el pequeño cuadrado. Algo de honor había sido recuperado, no el suficiente, pero sí algo. Un cañón francés había sido capturado, los cazadores estaban maltrechos, algunos del South Essex habían aprendido a luchar. Pero eso no era todo. Atadas a la gualdera del cañón capturado había cuerdas. Largas y resistentes cuerdas francesas que se podían tender sobre el puente destruido en vez de subir el cañón por empinadas cuestas. Cuerdas y maderos, todo lo que necesitaba para empezar a cruzar a los heridos por el río.

En el puente Lennox vio que un oficial cazador se acercaba a caballo hacia el cuadro británico. Ahora ya era demasiado tarde para volver a negociar. Tenía frío y estaba entumecido, el dolor ya había desaparecido y sabía que no le quedaba mucho. Agarró la espada, algún recuerdo atávico le dijo que era su permiso para el otro mundo; tal vez donde le esperaba su mujer. Se sentía satisfecho, cansado pero satisfecho. Había visto avanzar a Sharpe como un suicida, preguntándose qué estaba haciendo, entonces había oído el característico sonido de los fusiles, había visto figuras corriendo hacia el cañón y había observado cómo la caballería francesa caía derribada por la descarga masiva de la infantería. Ahora ya había terminado. Los franceses recogerían a sus heridos y se irían y Sharpe volvería hacia el puente. Y cumpliría su promesa, Lennox ya lo sabía; el hombre que podía planear la captura de ese cañón tendría las agallas de hacer lo que Lennox quería. De esta manera ese día no le entristecería. La imagen de la bandera, alejándose del campo envuelto en humo, oscureció los ojos del escocés. El sol calentaba y al mismo tiempo hacía mucho frío. Agarró la espada y cerró los ojos.