CAPÍTULO 8

El puente se resistía a ser derribado. Llevaba dos milenios sobre las aguas del Tajo y la piedra vieja se rendía lentamente a los modernos explosivos. El pilar central se estremeció profundamente y se oyó hasta donde estaba Sharpe y su compañía, dieron media vuelta para ver cuál era la causa y una polvareda salió de las hendiduras de la obra. Durante un segundo pareció que el puente iba a aguantar, las piedras se arquearon y entonces se partieron con lentitud agonizante hasta que finalmente la pólvora negra venció y la obra se desplomó en una bola obscena de humo y llamas. El camino del puente saltó por los aires, quedó suspendido durante un momento y entonces se desplomó en el agua. El pilar, dos arcos, la base del puente, todo se destruyó con la explosión atronadora que corrió interminablemente por los prados llanos, asustando a los caballos de los franceses, haciendo que los caballos sueltos de los que habían luchado a pie relincharan y salieran al galope impulsivamente por la hierba como si fueran en busca de la seguridad humana. Un enorme penacho sucio de humo, hirviendo con polvo antiguo, se elevó por encima de los arcos derruidos; el agua bullía, las piedras cayeron a lo largo de la corriente en las profundidades verdes; poco a poco el silencio siguió al trueno, el río se amoldó a las nuevas piedras en su lecho y el humo negro se fue a la deriva hacia el oeste como una pequeña nube de tormenta baja y malévola. Hogan no tenía que haberse preocupado. Cuarenta pies se habían desgarrado del puente, Wellesley estaba a salvo de la caballería que merodeara hacia el sur y Sharpe y sus hombres quedaban ahora abandonados al otro lado del Tajo.

El capitán Leroy se desplomó sobre el suelo. Sharpe quiso saber si algún trozo de piedra del puente se había desviado y le había golpeado inesperadamente pero el capitán lo negó con la cabeza.

—Es la pierna. No se preocupe, Sharpe, ya me las arreglaré. ¿Por qué demonios han hecho eso? —preguntó Leroy señalando con la cabeza hacia las ruinas humeantes del puente.

A Sharpe le hubiera gustado saberlo. ¿Había sido por error? Hogan seguro que hubiera esperado a que Sharpe y su compañía, aumentada ahora a doscientos hombres, alcanzaran la seguridad que ofrecía la otra orilla antes de encender las mechas que corrían hacia la base del pilar. Se quedó mirando al otro lado del río pero la actividad que veía no tenía ningún sentido, los hombres desfilaban en compañías, creyó ver a Simmerson sobre su caballo gris rodeado de oficiales que miraban fijamente la destrucción que se había producido en el puente.

—Mi teniente, mi teniente.

Gataker, el fusilero, le estaba llamando. El oficial francés de cazadores había llegado, un capitán, con la cara curtida por el sol y dividida por un largo bigote negro. Sharpe se dirigió hacia él y lo saludó. El francés le devolvió el saludo y echó una mirada a la carnicería que tenía alrededor.

—Felicitaciones por la batalla, monsieur.

Su inglés era perfecto; cortés, grave, respetuoso. Sharpe le devolvió el cumplido.

—Nosotros también le felicitamos. Ha conseguido usted una notable victoria.

Las palabras sonaron elevadas e impropias. Era extraordinario que los hombres pudieran desgarrarse unos a otros salvajemente, luchar como demonios dementes y en poco tiempo volverse educados, generosos incluso respecto al daño que había infligido el enemigo. El capitán francés sonrió brevemente.

—Gracias, monsieur.

Se detuvo un momento, miró hacia los cuerpos que yacían cerca del puente y cuando se giró de nuevo hacia Sharpe su expresión cambió; se volvió más curioso y menos formal.

—¿Por qué cruzaron el río?

—No lo sé —contestó Sharpe encogiéndose de hombros.

El francés desmontó y se enroscó las bridas en el puño.

—No tuvieron suerte —dijo sonriendo a Sharpe—. Pero usted y sus hombres lucharon bien y ¿a qué viene esto? —preguntó señalando con la cabeza hacia el puente.

Sharpe volvió a encogerse de hombros. El capitán de cazadores con el gran bigote le miró un momento.

—Creo que aún tienen menos suerte con su coronel, ¿no es así?

Hablaba en voz baja de manera que los hombres que miraban fijamente y con curiosidad a su antiguo enemigo no le oyeran. Sharpe no reaccionó pero el francés extendió las manos.

—También nosotros los tenemos así. Lo siento, monsieur.

Todo era ya demasiado educado, demasiado íntimo.

Sharpe miró hacia los cuerpos que yacían en el campo.

—¿Desea hablar de los heridos?

—Ya lo hice, monsieur, ya lo hice. No es que tengamos muchos pero necesito su permiso para registrar este trozo de campo. Por lo que respecta al resto —dijo haciendo una leve reverencia— somos los amos.

Era cierto. Unos cazadores cabalgaban ahora por el campo acorralando los caballos extraviados. Se estaban ganando una prima ya que había media docena de pura sangre ingleses, perdidos por oficiales del South Essex, y Sharpe sabía que serían mejores cabalgaduras que cualquiera de las que se pudieran comprar en España. Pero había algo curioso en las palabras que había utilizado el capitán.

—¿Ya lo ha hecho, capitán? ¿En serio? —preguntó Sharpe mirando a los ojos compasivos del francés, que se encogió levemente de hombros.

—La situación, monsieur, ha cambiado —dijo señalando con la mano hacia el puente destruido—. Creo que tendrán problemas para alcanzar la otra orilla, ¿no?

Sharpe asintió, era evidente.

—Creo, monsieur, que mi coronel querrá reanudar la lucha después de un tiempo conveniente.

Sharpe se rió. Señaló los mosquetes, los fusiles y las largas bayonetas.

—Cuando estén listos, señor, cuando estén listos.

El francés también se rió.

—Lo consultaré, monsieur, y le informaré con tiempo suficiente —dijo sacando un reloj—. ¿Digamos que tenemos una hora para cuidar de nuestros heridos? Después volveremos a hablar.

No le dejaba a Sharpe otra opción. Una hora no era suficiente para que sus doscientos hombres recogieran a los heridos, los llevaran a pesar de su agonía hacia la entrada del puente e idearan la manera de mantenerlos a salvo. Por otro lado, una hora era bastante más de lo que los franceses necesitaban y sabía que no podía pedir más tiempo. El capitán desenrolló las bridas y se preparó para montar.

—Felicitaciones de nuevo. ¿Teniente?

Sharpe asintió con la cabeza.

—Y mi más sentido pésame. Bonne chance!

Montó y se volvió a medio galope hacia el horizonte.

Sharpe hizo recuento de su nueva compañía. Los supervivientes del cuadro sumaban unos setenta hombres a su pequeña unidad. Leroy era el oficial de mayor graduación, por supuesto, pero su herida lo obligaba a dejar que Sharpe tomara las decisiones. Había dos tenientes más, Knowles de la compañía ligera, y un hombre llamado John Berry. Berry era obeso y de labios carnosos, un joven que preguntó con petulancia la fecha del ascenso de Sharpe y al enterarse de que Sharpe era más antiguo, se quejó malhumorado de que le hubieran disparado al caballo. Sharpe sospechaba que ése era el único motivo por el que Berry se había mantenido junto a las banderas.

Los grupos de trabajo quitaron las chaquetas a los muertos, pasaron las mangas por mosquetes abandonados e hicieron unas parihuelas rudimentarias sobre las que se llevaron a los heridos hacia el puente. La mitad de los hombres trabajaban en los montones que rodeaban el lugar por donde Sharpe y Harper habían trepado entre sangre y cadáveres para rescatar las banderas, la otra mitad trabajaba entre los cuerpos que formaban una figura de abanico que terminaba a la entrada del puente. Los franceses habían terminado rápidamente y empezaron a rebuscar por entre los cuerpos con casaca azul de los españoles. No era piedad lo que mostraban sino el deseo de saquear a los muertos y a los heridos. Los británicos hicieron lo mismo, no había manera de detenerlos, los despojos de una batalla eran la recompensa de los supervivientes. Los fusileros, a las órdenes de Sharpe, recogieron los mosquetes abandonados, docenas de ellos, y les quitaron las municiones a los muertos. Si los franceses iban a atacar, Sharpe planeaba armar a cada hombre con tres o cuatro fusiles cargados y enfrentarse a los jinetes con una descarga continua que destruiría a sus atacantes. Eso no les devolvería las banderas. Eso ya se había ido para siempre o hasta que en un futuro impensable el ejército pudiera marchar sobre París y traer de vuelta el trofeo. Mientras avanzaba entre la carnicería, dirigiendo los trabajos, dudaba de que los franceses tuvieran realmente la intención de volver a atacar. Las pérdidas que sufrirían apenas compensarían el esfuerzo; quizá lo que esperaban era que se rindiera.

Ayudó a Leroy a ir hacia el puente, le apoyó en el pretil y le cortó los pantalones blancos. El americano tenía una herida de bala en el muslo, oscura y supurante, pero la bala de carabina había pasado limpiamente y a pesar del evidente asco que mostraba Leroy, Sharpe mandó a Harper que le pusiera los gusanos en la herida antes de vendarla con una tira rasgada de la camisa de un muerto. Forrest estaba vivo, aturdido y sangrando, le habían encontrado donde habían caído las banderas con la espada todavía agarrada a su mano. Sharpe lo apoyó junto a Leroy. Forrest aún tardaría unos minutos en recuperar el conocimiento y Sharpe dudaba que el mayor, que parecía un vicario, quisiera entrar en acción de nuevo aquel día. Puso la bandera con los dos oficiales, descolgó la gran bandera amarilla por el pretil como símbolo de desafío a los franceses, pero ¿y los británicos? Dos veces había caminado cautelosamente hasta el extremo destruido del camino y había vociferado al otro lado, pero parecía que los hombres que se encontraban allí estuvieran en otro mundo, iban de un sitio a otro con sus cosas ajenos a la carnicería que tenían a unos cientos de pies. Una tercera vez Sharpe caminó hasta el extremo del puente por entre las piedras derruidas.

—¡Hola!

Sólo debía de quedar media hora. Hizo de nuevo bocina con las manos.

—¡Hola!

Hogan apareció, le saludó con la mano y se acercó por la otra parte del puente destruido. Era tranquilizador ver la casaca azul del ingeniero y su sombrero de tres picos, pero el uniforme tenía algo diferente. Sharpe no sabía qué era lo extraño, pero algo había. Señaló con la mano hacia el agujero que mediaba entre ellos.

—¿Qué ha pasado?

—No ha sido cosa mía —contestó Hogan extendiendo las manos—. Simmerson encendió las mechas.

—Por el amor de Dios, ¿por qué?

—¿Por qué iba a ser? Se asustó. Pensó que los franceses le rodearían. Lo siento. Intenté detenerle pero estoy arrestado.

¡Era eso! Hogan no llevaba el sable. El irlandés sonrió ampliamente a Sharpe.

—Usted también lo está, por cierto.

Sharpe soltó un montón de tacos. Hogan lo dejó acabar.

—Ya lo sé, Sharpe, ya lo sé. Es una estupidez. Todo es porque nos negamos a que sus fusileros formaran una línea de tiradores, ¿lo recuerda?

—¿Cree que le habríamos salvado?

—Tiene que echarle la culpa a alguien. No se la va a echar a sí mismo así que yo soy la cabeza de turco.

Hogan se quitó el sombrero y se rascó la calva.

—Me importa un bledo, Richard. Sólo significa soportar su mal humor hasta que volvamos con el ejército. Después ya no sabremos nada de él. ¡El general le apartará! ¡Usted no se preocupe!

Parecía ridículo hablar de sus mutuos arrestos a gritos a través del espacio donde el agua rompía blanca contra la piedras destruidas. Sharpe señaló con la mano hacia los heridos.

—¿Qué pasa con todos éstos? Tenemos docenas de heridos y los franceses volverán pronto. Necesitamos ayuda. ¿Qué hace?

—¿Que qué hace? —exclamó Hogan sacudiendo la cabeza—. Parece una gallina a la que le han cortado el cuello. Les enseña instrucción a los hombres, eso es lo que hace. Todo pobre desgraciado que no tenga mosquete tendrá suerte si sólo recibe tres docenas de latigazos. ¡El muy bastardo no sabe qué hacer!

—¡Pero por el amor de Dios!

Hogan levantó la mano.

—Ya sé, ya sé. Le he dicho que tiene que conseguir maderos y cuerdas —dijo señalando la brecha de cuarenta pies—. No es que espere salvar este boquete con maderos pero podemos hacer balsas y cruzar a flote con ellas. Pero aquí no hay madera. ¡Debería mandar a que la buscasen!

—¿Lo ha hecho?

—No.

Hogan no dijo nada más. Sharpe se imaginaba la discusión que había tenido con Simmerson y sabía que el ingeniero habría hecho todo lo posible. Durante unos momentos hablaron de nombres, quién estaba muerto, quién estaba herido. Hogan preguntó por Lennox pero Sharpe no tenía noticias y se preguntaba si el escocés yacía muerto en el campo. Entonces se oyó un ruido de cascos y Sharpe vio al teniente Christian Gibbons cabalgando por el puente al lado de Hogan. El teniente rubio se quedó mirando al ingeniero.

—Pensaba que estaba arrestado, capitán, y confinado.

Hogan levantó la mirada hasta el arrogante teniente.

—Necesitaba mear.

Sharpe se rió. Hogan le saludó con la mano, le deseó suerte y se giró hacia el convento dejando a Sharpe frente a Gibbons. El uniforme del teniente estaba limpio y brillante.

—Está usted arrestado, Sharpe, y tengo la orden de decirle que sir Henry pedirá un consejo de guerra.

Sharpe se rió. Era la única respuesta posible y eso enfureció al teniente.

—¡No es para tomarlo a risa! Se le ordena que me entregue su sable.

Sharpe miró al agua.

—¿Lo vendrá a buscar, Gibbons? ¿O tengo que llevárselo?

Gibbons no hizo caso del comentario. Le habían dicho que diera un recado y estaba determinado a darlo hasta el final cualesquiera que fueran las dificultades.

—Y se le ordena devolver la bandera del regimiento.

Era increíble. Sharpe apenas daba crédito a sus oídos. Él estaba sobre un puente destruido bajo un calor que chamuscaba mientras detrás de él había filas de heridos cuyos gritos se oían claramente y, sin embargo, Simmerson había enviado a su sobrino para ordenarle a Sharpe que entregara su sable y la bandera.

—¿Por qué han volado el puente?

—No es asunto suyo Sharpe.

—Maldita sea, sí lo es, Gibbons, estoy en el maldito lado opuesto.

Miró al elegante teniente cuyo uniforme no estaba manchado ni de tierra ni de sangre. Sospechaba que el uniforme de Simmerson estaría igual.

—¿Pensaban abandonar a los heridos, Gibbons? ¿No es así?

El teniente miró a Sharpe con repugnancia.

—¿Me hará el favor de ir a buscar la bandera, Sharpe, y lanzarla a este lado del puente?

—Váyase, Gibbons —contestó Sharpe con igual desdén—. Vaya a buscar a su precioso tío para que hable conmigo, no su perrito faldero. ¿La bandera? Se queda aquí. Ustedes la abandonaron y yo luché por ella. Mis hombres lucharon por ella y se quedará con nosotros hasta que nos lleven ustedes de vuelta a través del río. ¿Me entiende? —preguntó con la voz cada vez más llena de ira—. ¡Así que dígaselo a su gordo charlatán! Su bandera se queda con nosotros. Y dígale que los franceses van a volver a atacar. Quieren esta bandera y por eso me quedo con mi sable, Gibbons, ¡para poder luchar por ella!

Desenvainó las treinta y cinco pulgadas de acero. No había habido tiempo para limpiar la espada y Gibbons apenas pudo quitar los ojos de la sangre incrustada.

—Y Gibbons, si lo quiere puede perfectamente venir a buscarlo.

Le volvió la espalda al teniente y se dirigió hacia los heridos y los muertos, donde Harper esperaba con el rostro desencajado.

—¿Sargento?

—Hemos encontrado al capitán Lennox, mi teniente. Está malherido.

Sharpe siguió a Harper por entre las filas de heridos que lo miraban fijamente sin decir nada. ¡Era tan poco lo que podía hacer! Podía vendar heridas pero no había manera de aliviar el dolor. Necesitaba coñac, un médico, ayuda. Y ahora Lennox.

El escocés estaba blanco, su cara retorcida por el dolor, pero sacudió la cabeza y sonrió ampliamente cuando Sharpe se sentó en cuclillas junto a él. Sharpe sintió una punzada de culpabilidad al recordar la última palabra que había cruzado con el capitán de la compañía ligera sólo a algunos pasos de ese lugar, y había sido «diviértase». Lennox hacía muecas de dolor.

—Ya le dije que estaba loco, Richard, y ahora esto. ¡Me muero, me muero!

Hablaba con realismo. Sharpe sacudió la cabeza.

—No. Se pondrá bien. Están haciendo balsas. Le llevaremos a casa, a que le vea un médico, se pondrá bien.

Ahora le tocaba a Lennox sacudir la cabeza. Se movía con una lentitud agónica y se mordió el labio al sentir que le sacudía una nueva punzada de dolor. De cintura para abajo su cuerpo estaba bañado en sangre y Sharpe no se atrevía a tirar del uniforme empapado y rasgado por miedo a que empeorara la herida. Lennox suspiró largamente.

—No me engañe, Sharpe. Me estoy muriendo y soy consciente de ello.

Su acento escocés era más marcado. Levantó la mirada hacia la cara de Sharpe.

—El loco intentó que formara una línea de tiradores.

—Conmigo también.

Lennox asintió lentamente. Frunció ligeramente el ceño.

—Me cogieron pronto. Un bastardo me derribó abriéndome con el sable, justo en el estómago. No pude hacer nada. ¿Qué pasó? —preguntó levantando de nuevo la mirada.

Sharpe se lo explicó. Le contó que los españoles habían destrozado el cuadro británico al buscar seguridad en su interior, que los supervivientes se habían reunido y habían rechazado el ataque francés, lo del fuego de las carabinas y lo de la pérdida de la bandera. Al mencionar la bandera real Lennox se echó atrás de dolor. Esa deshonra le dolía más que el cuerpo abierto en canal que le estaba matando.

—¡Mi teniente! ¡Mi teniente!

Un soldado llamaba a Sharpe pero le señalaba con la mano hacia otro lugar. Lennox intentaba decir algo pero el soldado insistió.

—¡Mi teniente!

Sharpe se giró y vio a tres cazadores que cabalgaban al trote hacia él. La hora debía haber pasado.

—¿Más problemas? —preguntó Lennox sonriendo débilmente.

—Sí. Pero pueden esperar.

Lennox agarró la manó de Sharpe.

—No. Puedo esperar. Todavía no me voy a morir. Escuche. Quiero preguntarle algo. Usted y ese irlandés grande, ¿volverán? ¿Prometido?

Sharpe asintió.

—¿Prometido?

—Lo prometo.

Se quedó de pie, sorprendido por tenerse que enjugar los ojos, y marchó entre los heridos hacia donde los cazadores le esperaban. El capitán que había venido anteriormente estaba allí y con él dos soldados de caballería que miraban con curiosidad el osario que sus sables habían provocado. Sharpe saludó, dándose cuenta de repente de que aún llevaba en la mano la espada con la hoja ensangrentada, y el capitán francés hizo una mueca de dolor al verla.

—Monsieur.

—Señor.

—La hora ya ha pasado.

—Aún no hemos recogido a todos nuestros heridos.

El francés sacudió la cabeza con gravedad. Miró alrededor el campo.

Todavía quedaba trabajo para una hora y eso antes de empezar a ocuparse de los muertos. Se volvió hacia Sharpe y le habló suavemente.

—Yo creo, monsieur, que deben considerarse nuestros prisioneros.

Acalló con la mano las protestas de Sharpe.

—No, monsieur, lo entiendo. Puede lanzarles la bandera a sus compatriotas, no es eso lo que queremos, pero su situación es desesperada. Los muertos superan a los vivos. No pueden seguir luchando.

Sharpe pensó en los mosquetes que había recogido, cada uno de ellos cargado, preparado, destruirían a los franceses si eran tan locos como para atacar. Hizo una ligera reverencia al cazador.

—Es usted considerado, señor, pero como verá yo no pertenezco al regimiento cuya bandera han capturado. Soy un fusilero, y no me rindo.

Un poco de valentía, pensó, no estaba de más. Después de todo, el capitán francés se debía estar echando un farol; tenía la suficiente experiencia para saber que sus hombres no romperían una formación de infantería bien dirigida y ya había comprobado que el alto fusilero con la espada ensangrentada podía dirigir de forma adecuada. El capitán asintió como si hubiera esperado esa respuesta.

—Monsieur. Debía de haber nacido francés. ¡Ahora ya sería coronel!

—Empecé de soldado raso, señor.

El francés se mostró sorprendido. No era extraordinario que soldados de leva franceses llegaran a oficiales, pero estaba claro que para el capitán cazador eso parecía imposible en el ejército británico. Se levantó el chacó galantemente con la cadena plateada.

—Le felicito. Es usted un adversario estimable.

Sharpe decidió que de nuevo la conversación se estaba volviendo demasiado educada y florida. Miró intencionadamente hacia las filas de heridos.

—Debo continuar, señor. Si desea volver a atacar eso es asunto suyo.

Se giró, pero el francés requirió su atención.

—No lo entiende, teniente.

Sharpe se volvió.

—Señor. Sí lo entiendo. ¿Me permite continuar?

El capitán sacudió la cabeza.

—Monsieur. No me refiero a nosotros los cazadores. Nosotros somos simplemente la… —hizo una pausa buscando la palabra exacta—. ¿La vanguardia? Su situación, teniente, es verdaderamente desesperada.

Señaló hacia lo alto de la colina al lejano horizonte pero allí no había nada. El capitán esperó y entonces se giró hacia Sharpe con una sonrisa lamentable.

—Mi coordinación es irremediable, teniente. Hubiera sido un actor horroroso.

—Perdone, señor, no le entiendo.

Pero entonces sí entendió. El capitán no necesitó decir nada más porque se hizo un repentino movimiento en la cima y Sharpe no necesitó su telescopio para que le dijera lo que veía. Caballos, caballos sin jinetes, no más de una docena pero Sharpe sabía lo que significaban. Un cañón, los franceses habían traído un cañón, un cañón de campaña que podía golpear su pequeña fuerza hasta destruirla. Volvió a mirar al capitán, que se encogió de hombros.

—¿Lo entiende ahora, teniente?

Sharpe se quedó mirando fijamente al horizonte. ¿Sólo un cañón? Sería probablemente un pequeño cañón, pero ¿por qué solo uno?

¿Vendrían los franceses por detrás o habían concentrado sus esfuerzos en traer un cañón? Si iban escasos de caballos entonces era posible que los otros estuvieran a varias millas. Era de esperar que los cazadores hubieran enviado el mensaje a su unidad principal de que se enfrentaban a dos regimientos de infantería y los franceses habían enviado el cañón lo más pronto posible para ayudar a romper los cuadros. Empezó a concebir una idea. Miró al capitán.

—Eso no cambia nada, monsieur.

Mantuvo su espada en alto.

—Hoy es usted la segunda persona que me requiere mi espada. Le doy la misma respuesta. Venga a buscarla usted mismo.

El francés sonrió, levantó su espada e hizo un saludo.

—Será un placer, monsieur. Confío en que sobreviva al enfrentamiento y me haga el honor de comer conmigo después. La comida es mala.

—Entonces me alegro de no tener el honor de probarla.

Sharpe le hizo una mueca al tiempo que el capitán parloteaba órdenes en francés y los tres hombres se dieron la vuelta en sus caballos hacia lo alto de la colina. Para ser un bastardo salido de las filas opinaba que había jugado a la diplomacia como un maestro. Entonces pensó en Lennox y se dio prisa en volver, intentando fijar la idea en su mente. Había mucho que hacer, muchas órdenes que dar y muy poco tiempo, pero se lo había prometido a Lennox. Echó una mirada hacia atrás. El cañón, con su armón, bajaba lentamente por la colina. Todavía tenía una hora.

Lennox aún estaba vivo. Hablaba en voz baja y rápidamente a Sharpe y Harper. Ambos miraban al escocés, y le prometieron cumplir su último deseo. Sharpe recordaba el momento en el campo de batalla cuando había visto que los franceses arrebataban la bandera real, ahora recordaba cuál era aquella idea fugaz que se le había ido de la cabeza, y le apretó la mano de Lennox.

—Eso ya me lo he prometido a mí mismo.

Lennox sonrió.

—No me defraudará, lo sé. Y Harper y usted pueden hacerlo, yo sé que pueden.

Tenían que marcharse para que muriera solo, no había otra posibilidad ya que la otra última voluntad del escocés era poder morir con una espada en su mano. Se alejaron renuentes y el gran sargento miró a Sharpe.

—¿Podemos hacerlo, mi teniente?

—Lo prometimos, ¿no?

—Así es, pero no lo ha hecho nadie.

—¡Entonces seremos los primeros! —dijo Sharpe ferozmente—. Ahora vamos, ¡hay mucho que hacer!

Miró fijamente el cañón. Avanzaba deslizándose y se dio cuenta de que su idea podía funcionar. Había cabos sueltos, siempre había preguntas sin respuesta, y se puso en el lugar de los enemigos y averiguó las respuestas. Harper notó la excitación en la cara de su teniente, vio que su mano agarraba continuamente la empuñadura de su sable y esperó las órdenes pacientemente.

Sharpe midió distancias, ángulos, líneas de tiro. Estaba excitado, volvía el júbilo, había alguna esperanza a pesar del cañón. Llamó a los tenientes, a los sargentos, se puso frente a ellos y con un puño se golpeó la palma de la mano.

—Escuchen…