Valdelacasa no existía como lugar donde los seres humanos vivieran, amaran o comerciaran, era simplemente un edificio en ruinas y un gran puente de piedra que había sido construido para atravesar el río en un tiempo en que el Tajo era más ancho que la corriente que ahora se deslizaba oscura entre los tres arcos centrales de la construcción romana.
Y desde el puente, con el edificio que lo acompañaba, la tierra se extendía en un vasto cuenco poco profundo, dividido en dos por el río en una dirección, y por el camino de ida y de vuelta al río por la otra. El batallón había bajado la casi imperceptible pendiente cuando las sombras del crepúsculo empezaban a deslizarse sobre el pálido prado. No había cultivos, ni ganado, ningún signo de vida; sólo las antiguas ruinas, el puente y el agua que se escurría silenciosamente hacia el lejano mar.
—No me gusta esto, mi teniente —dijo Harper con cara preocupada.
—¿Por qué?
—No hay pájaros, mi teniente. Ni siquiera un buitre.
Sharpe tenía que admitir que era verdad, no se veía ni oía ni un pájaro.
Era un lugar olvidado, y mientras marchaban hacia el edificio los hombres vestidos con las casacas verdes estaban extrañamente callados, como si se hubieran contagiado de una antigua melancolía.
—No hay señal de los franceses.
Sharpe no veía ningún movimiento en el paisaje ensombrecido.
—No son los franceses lo que me preocupa —dijo Harper realmente inquieto—. Es el lugar, mi teniente. No es bueno.
—Se comporta como un irlandés, sargento.
—Tal vez, mi teniente. Pero dígame por qué aquí no hay un pueblo. La tierra es mejor que la que hemos dejado atrás, hay un puente, ¿por qué no hay un pueblo?
¿Por qué no? Parecía un lugar obvio para que hubiera un pueblo, pero por otro lado tan sólo habían pasado por una pequeña aldea en las últimas diez millas, así que era posible que simplemente no hubiera suficiente gente en la inmensidad de la llanura extremeña para habitar cada lugar adecuado. Sharpe intentó no hacer caso de la preocupación de Harper, que venía a colmar sus propios presentimientos sombríos, y había empezado a sentir que Valdelacasa tenía realmente un aire siniestro. Hogan no le ayudó a disiparlo.
—Aquel es el Puente de los Malditos —dijo Hogan situándose junto a ellos y señalando el puente con la cabeza—. Debió de ser un convento. Los moros decapitaron a todas las monjas. La historia dice que las mataron en el puente, que lanzaron sus cabezas al agua pero que dejaron pudrir los cuerpos. Dicen que nadie vive aquí porque los espíritus caminan por el puente de noche en busca de sus cabezas.
Los fusileros le escucharon en silencio. Cuando Hogan hubo acabado, a Sharpe le sorprendió ver que el enorme sargento se santiguaba subrepticiamente y supuso que pasarían una mala noche. Estaba en lo cierto. La oscuridad era total, no había leña en la llanura, así que los hombres no pudieron hacer fuego y de madrugada el viento trajo unas nubes que taparon la luna. Los fusileros montaban guardia en el extremo sur del puente, la orilla en la que los franceses andaban sueltos, y fue una noche de nervios en la que las sombras gastaban bromas y los helados centinelas no estaban seguros de si imaginaban los ruidos que tanto podían deberse a las monjas decapitadas como a las patrullas francesas. Justo antes del amanecer Sharpe oyó el ruido de las alas de un pájaro, seguido de la llamada de un búho, y pensó en decirle a Harper que, después de todo, sí había pájaros. Pero decidió no hacerlo; recordó que se suponía que los búhos presagiaban la muerte y la noticia hubiera preocupado todavía más al irlandés.
Pero el nuevo día, a pesar de que no trajo al regimiento español, que debía de estar todavía en la posada, proporcionó un cielo brillante sólo moteado por algunas nubes altas y esparcidas que restaban de la ligera lluvia de la noche. Unos golpes duros y sonoros provenían del puente donde los artificieros de Hogan derribaban a martillazos el pretil en el lugar escogido para la explosión y las aprehensiones de la noche parecían, por el momento, una pesadilla. Los fusileros fueron relevados por la compañía ligera de Lennox y, sin nada más que hacer, Harper se desnudó y se metió en el agua.
—Esto está mejor. Hace un mes que no me baño. ¿Pasa algo, mi teniente? —preguntó mirando a Sharpe.
—No hay señal de ellos.
Sharpe ya debía haber mirado fijamente hacia el horizonte, a una milla hacia el sur, unas cincuenta veces desde el amanecer, pero no había rastro de los franceses. Miró a Harper, que salía chorreando del río y se sacudía como un perro lobo.
—Quizá no estén aquí, mi teniente.
Sharpe sacudió la cabeza.
—No lo sé, sargento. Presiento que no están lejos de aquí.
Se giró y miró al otro lado del río, al camino por el que habían marchado el día anterior.
—Aún no se ve a los españoles.
—Tal vez no aparezcan —dijo Harper mientras se secaba.
A Sharpe ya se le había ocurrido la posibilidad de que todo el trabajo se hiciera antes de que el regimiento español llegara a Valdelacasa y se preguntaba por qué sentía aún una agitada inquietud respecto a aquella misión. Simmerson se había comportado con mesura, los artificieros estaban trabajando duro, y no se veía a los franceses. ¿Qué podía ir mal? Caminó hasta la entrada del puente y preguntó a Lennox.
—¿Alguna novedad?
—Todo está tranquilo —contestó el escocés moviendo la cabeza—. Creo que sir Henry no tendrá batalla hoy.
—¿Quería una?
—Muy agudo —rió Lennox—. Me temo que cree que viene el mismísimo Napoleón.
Sharpe se giró y miró abajo hacia la carretera. Todo permanecía inmóvil.
—No están lejos. Lo presiento.
—¿Usted cree? —preguntó Lennox mirándole seriamente—. Pensaba que éramos nosotros, los escoceses, los que teníamos un sexto sentido.
Se giró y miró junto con Sharpe hacia el horizonte vacío.
—Tal vez tenga razón, Sharpe. Pero llegan demasiado tarde.
Sharpe asintió y caminó por el puente. Estuvo charlando con Knowles y con Denny y, cuando les dejó para reunirse con Hogan, pensó con tristeza en el ambiente del comedor de oficiales del South Essex. La mayoría de oficiales eran defensores de Simmerson, hombres que primero se habían comprado el ascenso en la milicia. No había buen ambiente entre ellos y los oficiales del ejército regular. A Sharpe le gustaba Lennox, disfrutaba con su compañía, pero la mayoría de los oficiales pensaba que el escocés era demasiado afable con él, demasiado al estilo de los fusileros. Leroy era un tipo decente, un americano unionista, pero se guardaba para sí los pensamientos tal como hacían los pocos oficiales restantes que tenían escasa confianza en la capacidad del coronel. Se compadecía de los oficiales jóvenes, que aprendían el oficio en tal escuela, y se alegraba de que tan pronto fuera destruido el puente sus fusileros se alejarían del South Essex para encontrar compañía más afín.
Hogan estaba metido hasta el cuello en un agujero del puente. Sharpe miró hacia abajo y vio, entre los cascotes, las piedras correspondientes a la parte curva de dos arcos.
—¿Cuánta pólvora va a poner?
—¡Toda la que haya!
Hogan estaba contento, era un hombre al que le gustaba su trabajo.
—Esto no es fácil. Esos romanos construían bien. ¿Ve esos bloques? —preguntó señalando las piedras de los arcos a la vista—. Todos han sido tallados y cortados en el lugar donde están. Si pongo una carga encima de uno de esos arcos ¡probablemente reforzaré aún más el maldito puente! No puedo poner la pólvora debajo, muy a mi pesar.
—¿Por qué no?
—No tenemos tiempo, Sharpe, no tenemos tiempo. Hay que contener la explosión. Si cuelgo esos barriles bajo el arco lo único que haré será espantar a los peces. No, lo voy a hacer al revés.
Estaba hablando en parte para sí mismo, su mente llena de pesos de pólvora y medidas de mecha.
—¿Al revés?
—Por así decirlo —contestó Hogan rascándose la cara sucia—. Estoy bajando hasta el estribo y entonces haré volar el maldito puente lateralmente. Si funciona, Sharpe, derrumbará dos arcos en lugar de uno.
—¿Funcionará?
—¡Debería! —sonrió Hogan—. Será una detonación de mil demonios, eso se lo aseguro.
—¿Cuánto le falta?
—Estaré listo dentro de un par de horas. Tal vez antes.
Hogan se escurrió fuera del agujero y se quedó junto a Sharpe.
—Traigamos la pólvora aquí arriba.
Se giró hacia el convento, hizo bocina con las manos y se quedó paralizado. Los españoles habían llegado, con los trompetas al frente, los pabellones al viento y la infantería con casacas azules detrás en desorden.
—Alabado sea —dijo Hogan—. Ya puedo dormir tranquilo.
El regimiento español marchaba hacia el convento, pasaron delante del South Essex que hacía instrucción en el campo y continuaron. Sharpe esperaba las órdenes que hicieran detener a los españoles, pero no las dieron. En su lugar, los trompetas dirigieron sus caballos hacia el puente, los pabellones les siguieron, después los oficiales gloriosamente uniformados y finalmente la infantería.
—¿Qué diablos hacen? —dijo Hogan apartándose hacia un lado del puente.
El regimiento pasó con cuidado por la parte destrozada y delante del agujero que había cavado Hogan. El ingeniero les hizo señas con las manos.
—¡Lo voy a volar! ¡Bum! ¡Bum!
No le hicieron caso. Hogan intentó decirlo en español, pero los hombres siguieron desfilando. Incluso el sacerdote y las tres damas vestidas de blanco bordearon cuidadosamente con sus monturas el agujero de Hogan, dirigiéndose hacia la orilla sur donde el capitán Lennox había hecho retirarse del camino rápidamente a la compañía ligera. El regimiento venía seguido por un Simmerson furioso que intentaba averiguar qué diablos estaba pasando. Hogan sacudió la cabeza hastiado.
—Si hubiéramos sido usted y yo, Sharpe, ahora estaríamos camino de vuelta a casa.
Hizo señales a sus hombres para que sacaran los barriles de pólvora del agujero.
—Estoy tentado de hacerlo volar con esa panda de paseo por el lado equivocado.
—Son nuestros aliados, recuérdelo.
Hogan se enjugó la frente.
—También lo es Simmerson.
—Me alegraré de que esto acabe —dijo volviendo a su excavación.
Los barriles de pólvora llegaron y Sharpe dejó que Hogan comprimiera bien la pólvora en la base de los arcos. Caminó de vuelta hacia la orilla sur donde sus fusileros esperaban y miraban cómo desfilaba el Santa María formando una larga fila por el camino que llevaba al distante horizonte.
Lennox sonrió mientras se bajaba del caballo.
—¿Qué le parece esto, Sharpe? —preguntó señalando a los españoles que se enfrentaban decididos a un horizonte vacío.
—¿Qué hacen?
—¡Le han dicho al coronel que su deber era atravesar el puente! Tiene algo que ver con el orgullo español. Como nosotros hemos llegado primero ellos tienen que llegar más lejos —dijo al tiempo que se tocaba el sombrero para saludar a Simmerson que volvía a atravesar el puente—. ¿Sabes qué tiene intención de hacer?
—¿Quién? ¿Simmerson? —preguntó Sharpe mientras miraba al coronel en retirada.
—Sí. Tiene intención de llevar a todo el batallón al otro lado.
—¿Qué?
—Si ellos cruzan, nosotros también —rió Lennox—. Un loco, eso es lo que es.
Se oyeron unos gritos de los fusileros de Sharpe y él siguió con la vista hacia donde apuntaban sus armas en el horizonte.
—¿Ve usted algo?
—Nada en absoluto —contestó Lennox mirando fijamente.
Un relámpago.
—¡Allí!
Sharpe subió al pretil y escarbó en su mochila en busca de su única pertenencia de cierto valor, un telescopio hecho por Matthew Berge en Londres. No tenía ni idea de su verdadero valor pero sospechaba que había costado al menos treinta guineas. Tenía una plancha curva de bronce en el tubo de nogal y una inscripción grabada sobre la plancha que decía: «Con gratitud. AW. 23 septiembre, 1803.» Recordaba los penetrantes ojos azules que le miraron cuando le fue entregado el telescopio. «Recuerde, señor Sharpe, ¡los ojos de un oficial son más valiosos que su espada!»
Abrió el tubo de golpe y retiró los protectores de bronce de la lente.
La imagen bailaba en el cristal, contuvo la respiración para mantener quietos los brazos y movió el tubo lateralmente para tener una buena panorámica. ¡Maldito tubo! No se estará quieto.
—¡Pendleton!
El joven fusilero se acercó corriendo hacia el puente a las órdenes de Sharpe, saltó hasta el pretil y se agachó de manera que Sharpe pudiera apoyar el telescopio en su hombro. El horizonte le saltó encima, movió la lente suavemente hacia la derecha. Nada, excepto hierba y matojos. El calor hacía brillar el aire sobre la suave pendiente mientras el telescopio rastreaba el horizonte.
—¿Ve algo, mi teniente?
—¡Estése quieto, maldito!
Movió la lente hacia atrás, concentrándose en el lugar en que el camino blanco y polvoriento se unía con el cielo. Entonces, de forma súbita, como el actor que aparece por un escotillón del escenario, unos jinetes se perfilaron en la cresta. Pendleton jadeó, la imagen se movió, pero Sharpe pudo fijarla. Uniformes verdes, un único cinturón cruzado. Cerró la lente y se irguió.
—Cazadores.
Se oyó un murmullo que provenía del regimiento español, los hombres se daban codazos y señalaban a lo alto de la colina. Sharpe dividió mentalmente la línea por la mitad, otra vez por la mitad y contó las distantes siluetas en grupos de cinco. Lennox venía a caballo.
—¿Doscientos, Sharpe?
—Eso calculo.
Lennox jugaba nervioso con la empuñadura de su espada.
—No nos molestarán —dijo con tono preocupado.
Apareció una segunda línea de jinetes. Sharpe desplegó de nuevo el tubo y lo apoyó en el hombro de Pendleton. Los franceses estaban haciendo una aparición teatral; dos líneas de caballería, con doscientos hombres cada una, caminando lentamente hacia el puente. A través de la lente, Sharpe vio las carabinas colgadas de los hombros y un bulto obsceno junto al estribo donde el jinete había sujetado la red llena de forraje para su caballo. Se volvió a erguir y le dijo a Pendleton que bajara de un salto.
—¿Van a luchar, mi teniente?
Al igual que Lennox el muchacho estaba impaciente por iniciar una refriega con los franceses. Sharpe sacudió la cabeza.
—No se acercarán más. Simplemente nos están mirando. No van a ganar nada atacándonos.
Cuando Sharpe había sido encerrado en la mazmorra de Tippoo con Lawford, el teniente había intentado enseñarle a jugar al ajedrez. Fue un esfuerzo en vano. Nunca podía recordar qué trozo de piedra representaba a qué pieza y sus carceleros habían llegado a pensar que la cuadrícula garabateada sobre el suelo tenía alguna relación con la magia. Fueron castigados y el tablero desapareció. Pero Sharpe recordaba la palabra «ahogado». Ésa era la posición en aquel momento. Los franceses no podían hacer daño a la infantería y la infantería no podía hacer daño a los franceses. Simmerson estaba conduciendo al resto del batallón por el puente, haciéndoles pasar con cuidado por delante del desesperado Hogan y de sus excavaciones. No tenía importancia cuántos hombres tuvieran los aliados. La caballería era simplemente demasiado rápida, los soldados a pie nunca llegarían a acercárseles. Y si la caballería se decidía a atacar sería aniquilada por las terribles descargas a corta distancia y cualquier caballo que sobreviviera a las balas se apartaría o se encabritaría antes que galopar hacia las filas bien apretadas y erizadas de puntas de acero. Hoy no habría lucha.
Simmerson pensaba de otra manera. Agitó la espada desenvainada alegremente hacia Lennox.
—¡Ya los tenemos, Lennox! ¡Ya los tenemos!
—Sí, mi coronel.
Lennox parecía triste, le habría gustado luchar.
—¿No se da cuenta este loco de que no nos van a atacar? ¿Acaso se cree que nos vamos a mover pesadamente por el campo como una vaca cazando un zorro? ¡Maldito! Ya hemos hecho nuestro trabajo, Sharpe. Hemos minado el puente y dentro de una hora todo esto habrá acabado.
—¡Lennox! —gritó Simmerson que estaba como pez en el agua—. ¡Forme su compañía a la derecha! ¡La compañía de Sterritt protegerá el puente y si no le importa, le tomaré prestado al señor Gibbons para que sea mi ayuda de campo!
—Usted sale ganando, teniente —contestó Lennox sonriendo burlonamente a Sharpe—. ¡Ayuda de campo! ¡Se cree que está luchando en la batalla de Blenheim! ¿Qué haría usted, Sharpe?
—No me han invitado —contestó Sharpe devolviéndole la sonrisa—. Observaré sus esfuerzos galantes. ¡Diviértase!
La caballería se había detenido a media milla y estaba alineada junto a la carretera, las colas de los caballos sacudían las infinitas moscas. Sharpe se preguntaba qué les debía parecer la escena que tenían delante; los españoles avanzando torpemente en cuatro filas, ochocientos hombres rodeando las banderas marchando hacia cuatrocientos jinetes franceses mientras que, en el puente, otros ochocientos hombres a pie se preparaban para avanzar.
Simmerson reunió a los comandantes de su compañía y Sharpe escuchó cómo les daba las órdenes. El South Essex iba a formar una línea, de cuatro filas como los españoles, y avanzar detrás de ellos.
—¡Esperaremos a ver qué hace el enemigo, caballeros, y nos desplegaremos según cómo actúe! ¡Desplieguen los pabellones!
Lennox le guiñó el ojo a Sharpe. Era grotesco que dos torpes regimientos a pie pensaran que podían atacar a cuatrocientos jinetes que irían bailando por el camino y riéndose de sus esfuerzos por alcanzarles. El comandante francés probablemente no creía lo que estaba sucediendo y, al menos, le iban a proporcionar una historia divertida que contaría cuando se reuniera con el ejército de Víctor. Sharpe se preguntaba qué iba a hacer Simmerson cuando fuera evidente que los franceses no iban a atacar. Probablemente el coronel afirmaría que había espantado al enemigo.
Los alféreces retiraron las fundas de cuero de las banderas del South Essex, las desplegaron y las izaron. Parecían airosas incluso en medio de esta comedia, y Sharpe sintió una punzada de lealtad que le resultaba familiar. La primera que izaron fue la del rey, una gran bandera del Reino Unido con el número del regimiento en el centro y al lado el estandarte del South Essex, una bandera amarilla blasonada con el timbre y con la bandera del Reino Unido bordada en la esquina superior. Era imposible ver las banderas desplegadas, el sol de la mañana brillaba sobre ellas y no se movían. Pero ellas eran el regimiento; aunque sólo quedara un puñado de hombres en el campo de batalla y los demás hubieran sido masacrados, el regimiento todavía existiría si las banderas ondeaban y desafiaban al enemigo. Era el punto de reunión entre el humo y caos de la batalla, pero más que eso; había hombres que difícilmente lucharían por el rey de Inglaterra y por el país, pero lucharían por las banderas, por el honor de su regimiento, por las llamativas banderas que costaban unas pocas guineas y que eran portadas en el centro de la línea por los abanderados más jóvenes, protegidas por sargentos veteranos armados de largas picas de perverso acero. Sharpe había visto hasta diez hombres portando las banderas en la batalla, reemplazando a los muertos, recogiendo las banderas incluso sabiendo que entonces se convertían en el principal blanco del enemigo. El honor lo era todo. Las banderas del South Essex eran nuevas y brillantes, la del regimiento, que no había vivido ninguna batalla, no estaba ni rasgada por balas ni cartuchos, pero al verla Sharpe sintió una repentina emoción y cambió la farsa de las locas esperanzas de Simmerson por una cuestión de honor.
El South Essex siguió al regimiento español hacia los jinetes. Al igual que la de los españoles, la línea de los británicos medía ciento cincuenta yardas de anchura, las cuatro filas acababan en bayonetas, los oficiales de la compañía cabalgaban o caminaban con las espadas desenvainadas. Los españoles se detuvieron a unas cuatrocientas yardas por delante camino arriba, y Simmerson no tuvo otra cosa que hacer que ordenar el alto al batallón para averiguar lo que pretendían los españoles. Hogan se acercó a Sharpe y señaló a ambos regimientos con la cabeza.
—¿No se une usted a la batalla?
—Creo que es una fiesta privada. El capitán Sterritt y yo estamos protegiendo el puente.
Sterritt, un hombre apacible, sonrió nerviosamente a Sharpe y a Hogan. Al igual que su coronel se sentía aterrado ante el aspecto de estos soldados veteranos y secretamente asustado de que el enemigo pudiera resultar tan duro y descuidado como el fusilero o el ingeniero. Hogan se estaba limpiando las manos con un trapo y Sharpe le preguntó si ya había acabado el trabajo.
—Así es. Ya está todo. Diez barriles de pólvora bien apretados, las mechas colocadas y el agujero tapado. Tan pronto como estos galantes soldados salgan de una maldita vez de mi camino podré comprobar si funciona o no. ¿Qué pasa ahora?
Los españoles estaban formando en cuadro, un buen batallón podía cambiar de línea a cuadro en treinta segundos, pero los españoles tardaron cuatro veces más. Era la formación adecuada para enfrentarse a un ataque de caballería, pero dado que los franceses no mostraban ninguna inclinación por cargar contra una fuerza cuatro veces superior en número, las evoluciones de los españoles eran totalmente innecesarias. Sharpe observó que los oficiales y sargentos acosaban y perseguían a sus hombres en lo que parecía más o menos un cuadro, un cuadro ligeramente desigual, pero ya servía.
Sharpe se acordó de las tres mujeres. No las veía con el regimiento español, miró alrededor y las descubrió observando decorosamente desde la orilla. Una de ellas captó su mirada y levantó la mano enguantada.
—Afortunadamente los franceses no tienen esas armas.
—Me había olvidado de eso —dijo Hogan arqueando las cejas—. Eso animará la jornada.
No había combinación más mortal para los hombres a pie que la caballería y la artillería. La infantería formada en cuadro estaba totalmente a salvo de la caballería; todo lo que los jinetes podían hacer era cabalgar alrededor de la formación golpeando inútilmente las bayonetas. Pero si la caballería estaba respaldada por cañones el cuadro se convertía en una trampa mortal. La metralla abriría agujeros en las filas, la caballería entraría por los huecos y atacaría con los sables. Sharpe miró al horizonte. No había cañones.
Simmerson había observado que el regimiento español formaba en cuadro. Estaba obviamente asombrado. Se le debía haber ocurrido que él no podía atacar a los franceses, así que los franceses tenían que atacarle a él.
Hubo una pausa en el proceso. Los españoles habían formado su cuadro desigual a la derecha del camino; Simmerson dio las órdenes y con una precisión fabulosa el South Essex demostró, a la izquierda, cómo un batallón debía formar un cuadro. Incluso a media milla Sharpe vio que los jinetes aplaudían irónicamente.
Ahora había dos cuadros, los españoles más cerca de los franceses, y ni siquiera así los jinetes hicieron movimiento alguno. El tiempo pasó. El sol se elevó en el cielo, el prado se estremeció con la confusión, los caballos franceses bajaron el cuello y se pusieron a comer hierba. El capitán Sterritt, que protegía el puente con su compañía, se quejó.
—¿Por qué no atacan?
—¿Usted atacaría? —preguntó Sharpe.
Sterritt estaba confuso. Sharpe entendía por qué. Simmerson se sentía cada vez más ridículo, había marchado hacia la batalla con la espada desenvainada y las banderas desplegadas y el enemigo se resistía a luchar. Se sentía varado, como una ballena en la playa, en un cuadro defensivo. Era virtualmente imposible marchar ordenadamente estando en formación de cuadro; podía hacerlo el lado que guiaba, pues marchaba hacia adelante, pero los laterales tenían que caminar de costado, y el lado trasero hacer marcha atrás, todos ellos luchando rodeados por jinetes. No era imposible, Sharpe lo había hecho, pero sólo cuando sobrevivir dependía de lo imposible y los hombres encontraban la manera de hacerlo. Podía volver a pedir la formación en línea pero entonces parecería todavía más ridículo haber formado un cuadro para nada. Así que Simmerson se quedó donde estaba y los franceses siguieron mirando, llenos de asombro ante las extrañas bufonadas de los enemigos.
—¡Alguien tiene que hacer algo! —soltó el capitán Sterritt frunciendo el entrecejo desconcertado—. ¡Se suponía que la guerra no era así! Era gloria y victoria, no esta humillación.
—Alguien está haciendo algo —dijo Hogan señalando con la cabeza al South Essex. Un jinete se había salido del cuadro y galopaba hacia el puente.
—Es el teniente Gibbons.
Sterritt saludó con la mano al sobrino de su coronel, quien detuvo bruscamente el caballo. Tenía el rostro severo, invadido por la seriedad del momento. Bajó la mirada hacia Sharpe.
—Debe presentarse ante el coronel.
—¿Por qué?
—El coronel lo solicita —dijo Gibbons sorprendido—. ¡Ahora!
Hogan tosió.
—El teniente Sharpe está bajo mis órdenes. ¿Por qué lo solicita el coronel?
Gibbons lanzó un brazo en dirección a los franceses inmóviles.
—Necesitamos una línea de tiradores, Sharpe, algo que empuje a los franceses a la acción.
Sharpe sacudió la cabeza.
—¿A qué distancia por delante del cuadro se supone que debo llevar a mis hombres? —preguntó con gran moderación.
—Lo bastante cerca como para que se mueva la caballería —contestó Gibbons encogiéndose de hombros.
—No me voy a mover. ¡Sería una locura! Gibbons se quedó mirando a Sharpe.
—¿Cómo dice?
—No voy a matar a mis hombres. Si me coloco a más de cincuenta yardas de ese cuadro los franceses nos atropellarán como a liebres. ¿No sabe usted que los tiradores se repliegan ante la caballería?
—¿Viene de una vez, Sharpe? —dijo Gibbons con tono de ultimátum.
—No.
El teniente se volvió hacia Hogan.
—¿Mi capitán? ¿Ordena al teniente Sharpe que obedezca?
—Escuche, muchacho —dijo Hogan con un acento marcadamente irlandés que Sharpe advirtió—. Dígale a su coronel de mi parte que cuanto antes regrese por el puente antes podremos hacerle un agujero y antes podremos volver a casa. Y no, no voy a dar órdenes al teniente Sharpe para que se suicide. Buenos días, teniente.
Gibbons hizo dar la vuelta a su caballo tirando de la brida, y le clavó las espuelas a ambos lados, gritó algo ininteligible a Sharpe y a Hogan, y galopó de vuelta hacia el imponente cuadro levantando nubes de polvo.
Sterritt se volvió hacia ellos espantado.
—¡No pueden desobedecer una orden!
Hogan perdió la paciencia. Sharpe nunca había visto al irlandés enfadado, pero los acontecimientos le habían exasperado.
—¿No lo entiende usted, condenado? ¿Usted sabe lo que es una línea de tiradores? Es una línea de hombres dispersos frente al enemigo. ¡Los atropellarán como a espantapájaros! ¡Dios! ¿Qué se cree que hace?
Sterritt se quedó blanco ante la ira de Hogan. Intentó aplacar al ingeniero.
—Pero alguien tiene que hacer algo.
—Tiene usted toda la razón. ¡Tiene que volver por el maldito puente y no hacernos perder más tiempo!
Algunos de la compañía de Sterritt empezaron a reírse disimuladamente.
Sharpe estaba perdiendo la paciencia. No le importaba si era asunto suyo o no.
—¡Silencio!
Se produjo un silencio embarazoso al final del puente, sólo roto por la risa tonta de las tres mujeres españolas.
—Podemos empezar por ellas.
Hogan se giró hacia ellas y gritó en español. Le miraron, se miraron unas a otras, pero él volvió a gritar con insistencia. Ellas, renuentes, condujeron sus caballos por delante de los fusileros y de los oficiales y volvieron a la orilla norte.
—Son tres menos que tienen que cruzar el puente. Ya debe ser mediodía —dijo Hogan mirando al cielo.
Los franceses debían de estar tan aburridos como los demás. Sharpe oyó las notas de un clarín y vio que formaban en cuatro escuadrones. Todavía estaban de cara al puente; el escuadrón principal estaba a unas trescientas yardas más allá del cuadro español. En vez de dos largas líneas formaron eficientemente filas de diez hombres, su comandante saludó irónicamente a los cuadros con su espada y dio la orden de moverse. Los jinetes iban al trote, dieron vueltas hacia los españoles, siguieron dando vueltas, estaban girando para marchar hacia lo alto de la colina, hacia el este, donde se reunirían con el mariscal Victor y su ejército en espera del avance de Wellesley.
El desastre comenzó cuando los franceses estaban en el punto más cercano en el que su amplio giro los había colocado respecto al regimiento de Santa María. Por frustración o por orgullo, pero con total estupidez, el coronel español dio la orden de fuego. Todo mosquete en condiciones de disparar explotó entre llamas y fuego, y las balas se perdieron inútilmente. Un mosquete era efectivo, siendo optimistas, a cincuenta yardas; a doscientas, la distancia entre los franceses y los españoles, la descarga era sencillamente inútil. Sharpe sólo vio caer dos caballos.
—¡Oh Dios! —exclamó en voz alta.
Lo que sucedió después fue una simple cuestión matemática. Los españoles habían disparado su descarga y tardarían al menos veinte segundos en recargar. Un caballo al galope podía salvar doscientas yardas en menos tiempo. El coronel francés no dudó. Su columna estaba de costado a los españoles, dio las órdenes, el clarín sonó, y con una precisión maravillosa los franceses pasaron de una columna de cuarenta filas de diez hombres cada una a diez líneas de cuarenta hombres. Las dos primeras espolearon directamente al galope, con los sables desenvainados, las otras iban al trote o al paso detrás. No tenían todavía por qué salir victoriosos. Un cuadro de infantería, incluso con mosquetes descargados, era insensible a esa amenaza. Todo lo que tenían que hacer los hombres era quedarse quietos y mantener las bayonetas firmes, y los caballos se desviarían, correrían hacia los laterales del cuadro y serían derribados por los mosquetes cargados de los laterales y del fondo de la formación.
Sharpe corrió unos metros hacia adelante. Con terrible certeza sabía lo que iba a suceder. Los soldados españoles apuntaban mal, asustados.
Habían disparado una descarga aterradora por el ruido y el humo, pero de repente tenían al enemigo encima, los caballos mostraban sus dientes entre los velos del humo de los mosquetes, los jinetes gritaban con los sables en alto y galopaban directamente hacia ellos. Como cuentas caídas de una cuerda rota los españoles rompieron la formación. Los franceses lanzaron otras dos líneas de caballería cuando la primera chocó contra la masa presa del pánico. Los sables caían, se levantaban ensangrentados y volvían a caer. Los cazadores se estaban cortando literalmente el camino entre el cuadro compacto, los caballos no conseguían moverse entre la aglomeración de hombres gritando. La tercera línea de franceses se desvió, corrigieron y se lanzaron contra los españoles que habían roto la formación y corrían desesperadamente. Los españoles soltaron los mosquetes, y corrieron para ponerse a salvo en dirección al South Essex.
Tenían a los franceses entre ellos, cabalgando junto con los hombres que corrían, segando expertamente las cabezas y los hombros de los fugitivos. Tras ellos más líneas de caballería trotaban rodilla con rodilla hacia el ataque. Los sables franceses bajaban a derecha e izquierda, más españoles se descolgaron de la masa, las banderas bajaron, corrían a toda velocidad hacia el cuadro británico buscando desesperadamente seguridad. El South Essex no veía lo que estaba sucediendo, sólo a los españoles que iban hacia ellos y a los jinetes sueltos entre el polvo que se arremolinaba.
—¡Fuego! Dispara, idiota —dijo Sharpe.
Simmerson tenía una posibilidad de sobrevivir. Tenía que quitar a los españoles de su camino, de lo contrario los fugitivos irrumpirían en su propio cuadro y dejarían pasar tras ellos a los jinetes. No hizo nada. Con un gemido Sharpe vio que los españoles alcanzaban las filas rojas y separaban las bayonetas hacia los lados mientras corrían para ponerse a salvo. El South Essex cedió terreno, se abrieron para dejar entrar en el hueco central a los hombres desesperados, el primer francés alcanzó las filas, levantó su sable y fue derribado de la silla por un disparo de mosquete. Sharpe vio que el caballo se tambaleaba por las heridas de bala, cayó de lado sobre el cuadro y arrastró las cuatro filas. Otro jinete llegó hasta la brecha, segaba a derecha e izquierda, pero a éste también lo tiró del caballo una descarga. Entonces todo se acabó. Los franceses entraron en la brecha, el cuadro se dispersó, los hombres se mezclaron con los españoles y corrieron. Esta vez sólo había un sitio al que ir. El puente. Sharpe se giró hacia Sterritt.
—¡Quite a su compañía de en medio!
—¿Qué?
—¡Muévase! ¡Venga, hombre, muévase!
Si la compañía se quedaba en el puente los fugitivos la arrastrarían.
Sterritt se sentó en el caballo y abrió la boca mirando a Sharpe, aturdido y abrumado por la tragedia que tenía ante sí. Sharpe se giró hacia sus hombres.
—¡Por aquí! ¡Rápido!
Harper estaba allí. Harper era fiable. Sharpe dirigía, y los hombres le seguían, pero Harper sabía conducirlos. Sharpe salió corriendo, con Hogan a su lado.
—¡Vuelva, capitán!
—¡Voy con usted!
—No. ¿Quién volará el puente?
Hogan desapareció. Sharpe no hizo caso del caos que había a su derecha, bajó corriendo hacia la orilla, contando los pasos. A setenta pasos consideró que ya se habían alejado lo suficiente. Sterritt había desaparecido. Se giró hacia sus hombres.
—¡Alto! ¡Tres filas!
Sus fusileros estaban allí, no habían necesitado órdenes. Tras él se oían gritos, el sonido ocasional de algún mosquete, pero sobre todo el sonido de cascos y de espadas que caían. No se volvió. Los hombres del South Essex se quedaron observándole al pasar delante de él.
—¡Mírenme!
Le miraron. Erguido y tranquilo.
—No están en peligro. Simplemente hagan lo que digo. ¡Sargento!
—¡Mi teniente!
—Compruebe los pedernales.
Harper sonrió burlonamente. Había que calmar a los hombres de la compañía de Sterritt. El gran irlandés fue pasando por las filas obligando a los hombres a quitar los ojos de la carnicería que tenían delante y a mirar sus mosquetes. Uno de los hombres, blanco de miedo, levantó la vista hacia el enorme sargento.
—¿Qué va a pasar, sargento?
—¿Pasar? Te vas a ganar el sueldo, muchacho. Vas a luchar.
Tiró de su pedernal.
—Suave como una buena mujer, muchacho, ¡atorníllalo!
El sargento recorrió las filas con la mirada y se rió. Sharpe había salvado ochenta mosquetes y treinta fusiles de la derrota y los franceses, que Dios los bendiga, iban a tener pelea.