CAPÍTULO 4

Patrick Harper marchaba a paso ligero, feliz de sentir el camino bajo sus pies, feliz de que finalmente hubieran atravesado la frontera no delimitada y que fueran yendo a algún lugar, a cualquier lugar. Se habían puesto en marcha de madrugada, de manera que la mayor parte de la caminata se había realizado antes de que el sol calentara al máximo. Esperaba con placer una tarde de inactividad, y deseaba que el lugar donde acamparían, que el mayor Forrest se había apresurado en encontrar, estuviera cerca de algún riachuelo en el que lanzaría la caña con uno de sus gusanos clavado en el anzuelo. Los del South Essex estaban en algún lugar detrás de ellos; Sharpe había iniciado la marcha del día al paso rápido del regimiento de fusileros, tres pasos caminando, tres corriendo, y Harper se alegraba de que estuvieran lejos de la atmósfera de sospecha que reinaba en aquél batallón. Sonrió al acordarse de los cuellos. Corría el rumor preocupante de que el coronel había ordenado a Sharpe pagar cada uno de los setenta y nueve cuellos postizos destrozados y esto, en opinión de Harper, era un precio terrible. No le había preguntado nada a Sharpe respecto a ese rumor; si lo hubiera hecho le habría dicho que se metiera en sus asuntos, aunque para Patrick Harper, Sharpe era asunto suyo. El teniente podía ser malhumorado, irritable y propenso a regañar al sargento para dar salida a su frustración, pero Harper, en el fondo, consideraba a Sharpe como un amigo. No era la palabra que un sargento utilizaría con un oficial, pero a Harper no se le ocurría otra. Sharpe era el mejor soldado que el irlandés hubiera visto en un campo de batalla, con un ojo de campesino para el terreno y un instinto de cazador para la guerra. Pero Sharpe sólo pedía consejo a un hombre en batalla, y éste era el sargento Harper. Era una relación fácil, de confianza y respeto, y Patrick Harper consideraba que su trabajo era mantener a Richard Sharpe vivo y entretenido.

Le gustaba ser soldado, incluso en el ejército de la nación que había ocupado la patria de su familia y había pisoteado su religión. Él había sido educado en las leyendas de los grandes héroes irlandeses, podía recitar de memoria la historia del manco Cuchulain que había derrotado a las fuerzas de Connaught, y ¿a quién tenían los ingleses que se pudiera equiparar con tal héroe? Pero Irlanda era Irlanda y el hambre lleva a los hombres a lugares extraños. Si Harper hubiera hecho caso de su corazón estaría luchando contra los ingleses, no a su lado, pero, como muchos de sus compatriotas, había encontrado un refugio frente a la pobreza y la persecución en las filas del enemigo. No olvidaba nunca su hogar. Llevaba en su mente la imagen de Donegal, una región de rocas retorcidas y escaso suelo, de montañas, lagos, grandes llanuras y minifundios, en la que las familias hacían frente a una pobre existencia. ¡Y qué familias! Harper era el cuarto hijo que había sobrevivido a la infancia de los once que tuvo su madre, y ella siempre decía que no sabía cómo había podido parir una cosa tan grande. Alimentar a Patrick —decía su madre— era como alimentar a tres de los otros, y pasó más hambre que los demás. Después llegó el día en que se marchó para ganarse la vida. Había caminado desde las montañas Blue Stack hasta las calles pavimentadas de Derry, y allí se emborrachó y se encontró enrolado sin saber cómo. Ocho años después, y con veinticuatro años, era sargento. ¡No se lo creerían en Tangaveane!

Ahora era difícil ver a los ingleses como enemigos. La familiaridad había engendrado muchas amistades. El ejército era un lugar en que los hombres fuertes podían medrar y a Patrick Harper le gustaba la responsabilidad que había conseguido y disfrutaba del respeto de otros hombres duros, como Sharpe. Recordaba las historias de sus compatriotas que habían luchado contra los casacas rojas en las colinas y en los campos de Irlanda y a veces se preguntaba qué sería de él si volviera a vivir en Donegal otra vez. Ese problema de lealtad era demasiado difícil y lo guardaba en el fondo de su mente, escondido con los vestigios de su religión. Quizá la guerra duraría siempre, o quizá San Patricio retornaría y convertiría a los ingleses a la verdadera fe. ¿Quién sabe? Pero de momento estaba satisfecho de ser un soldado y se contentaba con ello. El día anterior había visto un halcón peregrino volando muy alto, y el alma de Patrick Harper se había remontado hasta alcanzarlo. Conocía todos los pájaros del Ulster, los amaba, y mientras caminaba escudriñaba la tierra y el cielo en busca de nuevos pájaros, porque el sargento no se cansaba nunca de mirarlos. En las colinas al norte de Oporto había vislumbrado brevemente una extraña urraca con una larga cola azul, diferente a todo lo que había visto anteriormente, y quería ver otra. La expectación y la espera formaban parte de su satisfacción y de su placer.

Una liebre apareció en un campo cercano al camino. Una voz gritó «mía» y todos se detuvieron mientras un hombre se arrodillaba, apuntaba rápidamente y disparaba. Falló el tiro y los fusileros se burlaron de él. La liebre giró sobre sus patas y se escondió entre las rocas. Daniel Hagman no solía errar, había aprendido a disparar con su padre, que era cazador furtivo, y todos los fusileros estaban secretamente orgullosos de la habilidad de este hombre de Cheshire con el fusil. Mientras recargaba sacudió la cabeza apenado.

—Lo siento, mi teniente. Me hago viejo.

Sharpe se rió. Hagman tenía cuarenta años, pero aún disparaba mejor que el resto de la compañía. La liebre había recorrido doscientas yardas y hubiera sido un milagro si hubiera acabado en los pucheros de la cena.

—Descansaremos —dijo Sharpe—. Diez minutos.

Colocó a dos hombres de centinelas. Los franceses estaban a varias millas de distancia, la caballería británica iba delante de ellos por el camino, pero los soldados se mantenían con vida tomando precauciones y ésta era una tierra extraña así que Sharpe mantuvo una guardia y los hombres marcharon con las armas cargadas. Se quitó la mochila y las cartucheras, contento de librarse de las ochenta libras de peso y se sentó junto a Harper que estaba recostado y observaba el cielo azul claro.

—Un día caluroso para marchar, sargento.

—Lo será, mi teniente, lo será. Pero mejor que el maldito invierno pasado.

Sharpe sonrió burlonamente.

—Se las ingenió para mantenerse lo suficientemente caliente.

—Hicimos lo que pudimos, mi teniente, hicimos lo que pudimos. ¿Recuerda al santo padre en el monasterio?

Sharpe asintió, pero no había manera de parar a Patrick Harper una vez que se había lanzado a contar una buena historia.

—¡Nos dijo que no había nada que beber en el lugar! Nada que beber ¡y estábamos tan fríos como el agua en invierno! Fue tremendo oír tal mentira en boca de un hombre de Dios.

—¡Le dio usted una lección, sargento! —dijo Pendleton, el bebé de la compañía, de tan solo diecisiete años y un ladrón de las calles de Bristol, al tiempo que sonreía al irlandés desde la carretera.

—Se la dimos, chico. ¿Te acuerdas? No hay padre que se quede sin bebida, y nosotros la encontramos. Dios mío, un barril lo bastante grande para ahogar la sed de todo un ejército, y nos duró una noche. Y primero metimos la cabeza del santo padre dentro del vino para enseñarle que mentir es un pecado mortal.

Harper aún se reía al recordarlo.

—No me iría mal un poquito ahora —dijo mientras miraba inocentemente a los hombres que descansaban a su alrededor en los bordes del camino—. ¿Alguien quiere un trago?

Se hizo el silencio. Sharpe se echó hacia atrás y ocultó su sonrisa. Sabía lo que estaba haciendo Harper y podía adivinar qué pasaría después.

Los fusileros eran uno de los pocos regimientos que podían seleccionar a los reclutas y rechazar a los que no fueran los mejores, pero incluso así padecía el pecado que asediaba a todo el ejército: la embriaguez.

Sharpe adivinó que había al menos media docena de botellas de vino en los alrededores y que Harper las iba a encontrar. Oyó que el sargento se acercaba a los hombres.

—¡Bien! Revista.

—¡Sargento! —dijo Gataker, picando el anzuelo—. ¡Ha inspeccionado las botellas de agua esta mañana! Ya sabe que no tenemos nada raro en ellas.

—Sé lo que no tenéis en las botellas de agua, pero no es de eso de lo que estoy hablando, ¿verdad?

No hubo respuesta.

—¡Sacad todas las municiones! ¡Ahora mismo!

Se oyeron quejidos. Tanto los portugueses como los españoles estarían encantados de vender vino a cambio de unos cuantos cartuchos hechos con pólvora británica, la más fina del mundo, y no era un gran riesgo apostar a que si algún hombre tenía menos de los ochenta cartuchos correspondientes Harper encontraría una botella escondida en el fondo de su mochila. Sharpe escuchaba el ruido de la búsqueda y del tumulto. Abrió los ojos y vio que habían aparecido, como por arte de magia, siete botellas. Harper las custodiaba triunfalmente.

—Éstas las compartiremos esta noche. Bien hecho, muchachos, sabía que no me ibais a decepcionar —dijo volviéndose hacia Sharpe—. ¿Quiere que hagamos un recuento de municiones, mi teniente?

—No, continuaremos.

Sabía que podía confiar en que los hombres no venderían más que un puñado de cartuchos. Miró al enorme irlandés.

—¿Cuántos cartuchos tiene usted, sargento?

—Ochenta, mi teniente.

—Muéstreme el cuerno de la pólvora.

—Yo creía que a usted le gustaría echar un trago esta noche, mi teniente —dijo Harper sonriendo pícaramente.

—Vamos, venga.

Sharpe esbozó una divertida mueca ante la frustración de Harper. Además de las ochenta cargas, veinte más de las que llevaba el resto del ejército, los fusileros también llevaban un cuerno de pólvora fina para utilizar en caso de necesidad.

—Bien, sargento. Diez minutos de marcha rápida y luego más lenta.

A mediodía se encontraron con el mayor Forrest y su pequeña avanzadilla a caballo saludándoles con la mano desde un bosque que crecía entre el camino y el riachuelo que Harper había deseado. El mayor guió a los fusileros hasta el lugar que había escogido para ellos.

—Sharpe, he creído que sería mejor que estuviera algo alejado del coronel.

—No se preocupe —contestó Sharpe haciendo una mueca al nervioso comandante—. Es una idea excelente.

Forrest todavía estaba preocupado. Miró a los hombres de Sharpe que ya estaban cortando ramas.

—Sharpe, sir Henry insiste en que los fuegos que se hagan estén bien controlados.

—Ni una llama fuera de sitio, comandante. Se lo prometo —contestó Sharpe levantando las manos.

Una hora después el batallón llegó y los hombres se tiraron al suelo y descansaron las cabezas sobre las mochilas. Algunos fueron hacia el riachuelo y se sentaron metiendo los pies llagados e hinchados en el agua fresca. Se colocaron centinelas, se apilaron las armas, el olor del tabaco se extendió entre los árboles, y un discontinuo alboroto se inició lejos del amontonado bagaje que marcaba el desorden temporal de los oficiales. Los últimos en llegar fueron las mujeres y los niños, mezclados con los muleros portugueses y sus animales, Hogan y sus mulas, y el ganado vacuno conducido por campesinos contratados, que proporcionaría carne hasta que la última bestia fuera sacrificada.

En la tarde soñolienta Sharpe se sentía intranquilo. No tenía familia a quien escribir y no tenía ganas de unirse a Harper, que tentaba vanamente con sus gusanos a unos peces inexistentes. Hogan dormía, roncando suavemente a la sombra, así que Sharpe se levantó de la hierba, tomó su fusil, caminó hacia el piquete de guardia y lo traspasó. El día era precioso. Ni una nube se veía en el cielo, el agua del riachuelo corría limpia, un soplo de brisa agitaba la hierba y hacía temblar las pálidas hojas de los olivos. Caminó entre la corriente y un campo de maíz, saltó una rudimentaria presa de mimbre que cerraba una acequia y entró en un campo de pequeños olivos salpicado de rocas. No se movía nada. Los insectos zumbaban y chasqueaban, un caballo relinchó en el campamento, el sonido del agua desaparecía tras él. Alguien le había dicho que era julio. Tal vez era su cumpleaños. No sabía qué día había nacido, pero antes de que muriera su madre, recordaba que lo había llamado un bebé de julio, ¿o tal vez un bebé de junio? Poco más recordaba de ella. Cabello oscuro y una voz en la distancia. Ella había muerto cuando él era todavía un niño y no tenía otra familia.

El paisaje se agazapaba bajo el calor, quieto y silencioso, y el campo se había tragado al batallón, como si no existiera. Dirigió la vista hacia el camino por el que había desfilado el batallón y más allá, demasiado lejos para verlo bien, había una nube de polvo por donde aún iba el grueso del ejército. Se sentó junto a un tronco de árbol nudoso, con el fusil entre sus rodillas y miró fijamente la neblina producida por el calor. Una lagartija surgió del suelo, se detuvo, la miró, entonces subió corriendo por el tronco de un árbol y se quedó inmóvil, como si él fuera a quitarle la vista de encima si se estaba quieta. Un ligero movimiento en el cielo le hizo levantar la mirada, un halcón se deslizaba suavemente, con sus alas quietas y su cabeza escudriñando el terreno en busca de una presa. Patrick hubiera sabido al instante de qué ave se trataba, pero para Sharpe el pájaro no era más que otro cazador, y hoy, pensó, no hay nada para nosotros los cazadores. Como si hubiera leído su pensamiento, el pájaro agitó las alas y en un momento quedó fuera del alcance de la vista. Se sentía cómodo y perezoso, en paz con el mundo, contento de ser un fusilero en España. Miró los pequeños olivos que prometían una pobre cosecha, y pensó en la familia que agitaría sus ramas en otoño, cuyas vidas quedaban delimitadas entre la corriente del río, los extensos campos y el camino alto y escarpado que probablemente él no volvería a ver nunca más.

Entonces se oyó un ruido. Demasiado lejano para que le pareciera alarmante, pero extraño y lo bastante persistente como para alertarle y hacer que con la mano derecha sujetase firmemente la culata del fusil. En el camino había sin duda caballos, sólo dos por el sonido de los cascos, pero se movían lentamente y con poca seguridad, y el sonido sugería que pasaba algo. Dudaba que los franceses tuvieran patrullas de caballería en esta parte de España, pero así y todo se movió en silencio por entre la arboleda, escogiendo instintivamente un camino que escondiera y camuflara su uniforme verde, hasta que salió a la brillante luz del sol para sorprender al viajero.

Era la muchacha. Todavía vestía como un hombre, con el pantalón negro y las botas, con el mismo sombrero de ala ancha que ocultaba su belleza. Iba caminando, o mejor cojeando como su caballo, y al ver a Sharpe se detuvo y le miró enojada como si le molestara ser vista por sorpresa. El criado, un hombre pequeño y moreno que conducía una mula muy cargada, se detuvo diez pasos detrás de él y se quedó mirando fijamente y sin decir nada al fusilero alto y lleno de cicatrices. La yegua también miraba a Sharpe, se sacudía las moscas con la cola y se detuvo pacientemente con una pata trasera levantada del suelo. La herradura colgaba de un simple clavo, y el animal debía de haber sufrido tremendamente con el calor de la carretera llena de piedras. Sharpe sacudió la cabeza mientras miraba la pata.

—¿Por qué no le han quitado la herradura?

—¿Usted sabe cómo? —preguntó ella con una voz sorprendentemente suave.

Ella le sonrió, el enojo le desapareció del rostro y durante un momento Sharpe no dijo nada. Suponía que debía tener unos veinte años, pero llevaba su belleza con la seguridad de alguien que sabe que ésta puede ser mejor herencia que el dinero o las tierras. Parecían divertirle las vacilaciones de él, como si estuviera acostumbrada a producir este efecto en los hombres, y arqueó las cejas con picardía.

—¿Sabe?

Sharpe asintió y se dirigió hacia el hermoso animal. Tiró del casco hacia él, sosteniendo la herradura fijamente, y la yegua tembló pero se quedó quieta. La herradura hubiera caído al dar unos pasos más, la arrancó limpiamente de un pequeño tirón y soltó la pata de la yegua. Le mostró la herradura a la muchacha.

—Ha tenido suerte.

—¿Por qué? —preguntó ella mirándole con sus ojos grandes y oscuros.

—Quizá se pueda volver a poner, aunque no puedo asegurarlo.

Él se sentía torpe e incómodo ante su presencia, consciente de su belleza, e incluso se le trababa la lengua. La deseaba apasionadamente. Ella no hizo ningún ademán de coger la herradura, así que él la introdujo en la alforja rebosante.

—Alguien habrá que sepa herrar un caballo allí arriba —dijo señalando con la cabeza—. Allí hay un batallón acampado.

—¿El South Essex? —preguntó ella con un inglés correcto, pero con acento portugués.

—Sí.

—Bien —asintió ella—. Lo estaba siguiendo cuando se salió la herradura.

Miró a su criado y sonrió.

—Pobre Agostino. Le dan miedo los caballos.

—¿Y a usted, señora?

Sharpe quería que ella siguiera hablando. No era inusual que las mujeres siguieran al ejército; las tropas de sir Arthur Wellesley ya habían reunido a mujeres inglesas, irlandesas, españolas y portuguesas, amantes y prostitutas, pero era poco corriente ver a una muchacha bella, con un buen caballo y servida por un criado, y eso despertaba la curiosidad de Sharpe. Más que su curiosidad. Deseaba a esa muchacha. Era una reacción a su belleza tanto como una reacción al hecho de saber que una joven de tal belleza no necesitaba a un teniente andrajoso y sin fortuna personal. Ella podía escoger entre los oficiales ricos, pero eso no impedía a Sharpe mirarla y desearla. Ella parecía que leyera sus pensamientos.

—¿Cree que debería tener miedo?

Sharpe se encogió de hombros, echando una mirada camino arriba donde el humo del batallón se fundía con el atardecer.

—Los soldados no son considerados, señora.

—Gracias por avisarme —dijo ella burlándose—. ¿Teniente? —preguntó observando su faja roja descolorida.

—Teniente Sharpe, señora.

—Teniente Sharpe —sonrió ella, mostrándole su belleza—. Debe conocer a Christian Gibbons.

Él sacudió la cabeza, sintiendo la injusticia de la vida. El dinero podía comprarlo todo: un ascenso, una graduación de oficial, una espada diseñada especialmente para un hombre, incluso una mujer como esta.

—Le conozco.

—¡Y no le gusta! —rió ella sabiendo que su instinto tenía razón—. Pero a mí sí.

Hizo un chasquido con la lengua al caballo y recogió las riendas.

—Espero que nos volvamos a ver. Voy con ustedes a Madrid.

Sharpe no quería que se fuera.

—Está usted muy lejos de casa.

—Usted también, teniente, usted también —dijo ella girándose con una sonrisa burlona.

Condujo la yegua coja, seguida del sirviente mudo, hacia el bosque y hacia las primeras volutas de humo azul que empezaban a dar vida a los fuegos para hacer la comida. Sharpe la observó, dejó que sus ojos siguieran a la figura esbelta bajo la ropa de hombre y sintió la envidia e intensidad de su deseo. Caminó de nuevo hacia el olivar, como si el hecho de abandonar el camino la pudiera borrar de su recuerdo y así recuperar el sosiego de la tarde. Maldito Gibbons y su dinero, malditos todos los oficiales que podían pagar las bellezas que cabalgaban en yeguas de pura raza tras el ejército. Dio rienda suelta a sus pensamientos más amargos, los hizo girar en su cabeza para intentar convencerse de que no la deseaba, pero mientras caminaba entre los árboles sentía aún el calor de la herradura en su mano derecha. En ella sólo había un pequeño clavo torcido, y lo metió con cuidado en su saco de municiones. Se dijo que tal vez pudiera ser útil; necesitaba un clavo para fijar el muelle del fusil cuando desmontaba el seguro para limpiarlo, pero había muchos clavos mejores y él sabía que lo guardaba porque le había pertenecido a ella. Enfadado, lo repescó de entre los gruesos cartuchos y lo arrojó muy lejos.

Del batallón allí asentado surgió el sonido de disparos de mosquete y supo que se habían sacrificado dos bueyes para la cena de la noche. Habría vino con el estofado y después el brandy de Hogan, historias de viejos amigos y campañas olvidadas. Había estado esperando con placer la comida, el atardecer, pero de repente todo había cambiado. La muchacha estaba en el campamento, su risa invadiría la paz, y él, pensaba mientras volvía por el riachuelo, él no sabía siquiera cómo se llamaba.