—No me lo puedo creer, mi teniente. Dígame que no es verdad.
El sargento Patrick Harper sacudió la cabeza mientras miraba junto a Sharpe cómo la compañía ligera del South Essex disparaba dos descargas a las órdenes de un teniente.
—Envíe este batallón a Irlanda, mi teniente. ¡Seríamos un país libre en dos semanas! ¡No rechazarían ni al coro de una iglesia!
Sharpe asintió tristemente. No era que los hombres no supieran cargar los mosquetes y dispararlos; era simplemente que lo hacían con una lentitud indolente y siguiendo fielmente el libro de instrucciones que los sargentos imponían rigurosamente. Oficialmente había veinte movimientos para cargar y disparar un mosquete, de los cuales cinco se referían a cómo debía usarse la baqueta de acero para meter la bala y cargar el cañón, y la insistencia del batallón en hacerlo conforme el libro significaba que Sharpe había cronometrado para los dos tiros de prueba un tiempo de más de sesenta segundos. Tenía tres horas, como mucho, para hacerles llegar a veinte segundos por tiro y entendía la reacción de Harper ante semejante tarea. El sargento era claramente insolente.
—¡Dios nos libre de tener que emprender una escaramuza al lado de estos tipos! ¡Los franceses se los comerán de desayuno!
Tenía razón. La compañía no estaba siquiera bien instruida para mantenerse en el frente de batalla, no digamos para llevar a cabo escaramuzas con las tropas ligeras frente al enemigo. Sharpe hizo callar a Harper cuando un capitán a caballo se dirigió hacia ellos al trote. Era Lennox, capitán de la compañía ligera, y sonrió burlonamente a Sharpe.
—Tremendo, ¿verdad?
Sharpe no sabía cómo contestar. Asentir podía ser considerado como una crítica por ese escocés entrecano que parecía bastante amistoso. Sharpe dio una respuesta poco comprometida y Lennox se descolgó de la silla para ponerse a su lado.
—No se preocupe, Sharpe. Ya sé lo malos que son, pero su eminencia insiste en hacerlo de este modo. Si me dejara a mí haría que los bastardos lo hicieran adecuadamente, pero si nos saltamos cualquier línea del reglamento entonces son tres horas de instrucción con las mochilas llenas —dijo mirando a Sharpe con sorna—. ¿Usted estuvo en Assaye?
Sharpe asintió y Lennox volvió a sonreír.
—Sí, me acuerdo de usted. Se ganó un nombre aquel día. Yo estaba con el 78.º.
—También ellos se ganaron un nombre.
A Lennox le gustó el cumplido. Sharpe recordó el campo indio y la imagen del regimiento Highland desfilando en perfecto orden para asaltar las líneas de Mahratta. Se abrieron grandes brechas en las filas escocesas mientras marchaban lentamente hacia la tormenta de artillería, pero los escoceses habían hecho bien su trabajo masacrando a los artilleros, y habían recargado con osadía frente a una enorme masa de infantería enemiga que no tuvo el valor de contraatacar a un regimiento que parecía invencible. Lennox sacudió la cabeza.
—Ya sé lo que piensa, Sharpe. ¿Qué diablos hago aquí con esta banda? —No esperó la respuesta—. Soy un hombre viejo, estaba retirado, pero mi mujer murió, la media paga ya no daba de sí y necesitan oficiales para sir Henry «Sanguinario» Simmerson. Así que aquí estoy. ¿Conoce usted a Leroy?
—¿Leroy?
—Thomas Leroy. Él también es capitán aquí. Es bueno. Forrest es un tipo decente. ¡Pero el resto! Sólo porque se ponen un uniforme elegante se creen guerreros. ¡Mire aquél de allí!
Señaló a Christian Gibbons, que cabalgaba sobre su caballo negro hacia el campo.
—¿El teniente Gibbons? —preguntó Sharpe.
—¿Ya le conoce? —se rió Lennox—. Entonces no le diré nada del señor Gibbons, excepto que es sobrino de Simmerson, que no le interesan más que las mujeres y que es un bastardo arrogante. ¡Maldito inglés! Discúlpeme, Sharpe.
Sharpe se rió.
—No todos somos tan malos.
Observó que Gibbons llevaba delicadamente el caballo al paso y se detenía a pocos metros de ellos. El teniente se quedó mirando fijamente y con arrogancia a los dos oficiales. ¿Así que éste, pensó Sharpe, es el sobrino de Simmerson?
—¿Nos necesitan aquí, mi capitán?
Lennox negó con la cabeza.
—No, señor Gibbons. Dejaré a Knowles y a Denny con el teniente Sharpe mientras obra sus milagros.
Gibbons se tocó el sombrero y se marchó espoleando el caballo.
Lennox le miró alejarse.
—Éste no hace nada mal. Es la niña de los ojos irritados del coronel.
Se giró y saludó a la compañía.
—Le dejo al teniente Knowles y al alférez Denny, son ambos buenos chicos pero mal enseñados por Simmerson. Tiene algún que otro soldado veterano, eso le será de ayuda, y buena suerte para usted, Sharpe, ¡la necesitará! —gruñó mientras se lanzaba sobre la silla de montar—. ¡Bienvenido al manicomio, Sharpe!
Sharpe se quedó con la compañía, con sus oficiales jóvenes, y con las filas de caras mudas que le miraban fijamente como temerosas de algún nuevo tormento planeado por su coronel. Caminó hasta el frente de la compañía, mirando las caras rojas que se hinchaban con los cuellos apretados y brillantes del sudor causado por el calor intenso, y volvió el rostro hacia ellos.
Él llevaba la casaca desabrochada, la camisa abierta y no usaba sombrero. Para los hombres del South Essex era como un visitante de otro continente.
—Ahora están en guerra. Cuando encuentren a los franceses muchos de ustedes morirán. La mayoría.
Sus palabras los asustaban.
—Les diré por qué.
Señaló hacia el horizonte, al este.
—Los franceses están por allí, esperándonos.
Algunos de los hombres miraron hacia allí como si esperaran ver venir al mismísimo Bonaparte a través de los olivares a las afueras de Castelo Branco.
—Tienen mosquetes y todos ellos pueden disparar tres o cuatro cargas por minuto. Dirigidas a ustedes. Y les matarán porque son ustedes unos malditos lentos. Si no les matan ustedes primero, ellos lo harán con ustedes, es así de sencillo. Usted —dijo señalando a un hombre de la primera fila—. ¡Tráigame su mosquete!
Al menos había atraído su atención y algunos de ellos entenderían el hecho bien simple de que el bando que disparara más balas tenía más posibilidades de ganar. Tomó el mosquete del hombre, un puñado de cartuchos y dejó su rifle. Sostuvo el mosquete sobre su cabeza y empezó por el principio.
—¡Mírenlo! Un mosquete del tipo India. Cincuenta y cinco pulgadas y un cuarto de largo con un cañón de treinta y nueve pulgadas. Dispara balas de tres cuartos de pulgada, casi tan anchas como su dedo gordo, ¡y hasta mata franceses!
Se oyó alguna risa nerviosa, pero estaban escuchando.
—Pero ustedes no matarán ningún francés con él. ¡Son demasiado lentos! En el tiempo que tardan en realizar dos disparos el enemigo probablemente consiga hacer tres. Y créanme, los franceses son lentos. Así que esta tarde aprenderán a disparar tres descargas por minuto. Con el tiempo dispararán cuatro por minuto y si son realmente buenos ¡podrían llegar a cinco!
La compañía observaba cómo cargaba el mosquete. Hacía años que no disparaba con un fusil de ánima lisa pero comparado con el fusil Baker era ridículamente fácil. El cañón no tenía ranuras para sujetar la bala y no era necesario forzar la baqueta con fuerza bruta ni incluso encajarla a golpes. Un mosquete se cargaba tan rápidamente que por eso la mayoría de ejércitos lo utilizaban en lugar del más lento pero mucho más preciso fusil. Comprobó el pedernal, que era nuevo y estaba bien colocado, así que cebó el arma y lo levantó.
—¿Teniente Knowles?
El joven teniente se puso firme.
—¡Sí, mi teniente!
—¿Tiene usted reloj?
—Sí, mi teniente.
—¿Puede cronometrar un minuto?
Knowles extrajo una enorme saboneta de oro y abrió la tapa de golpe.
—Sí, mi teniente.
—Cuando yo dispare usted observará ese reloj y me avisará cuando haya pasado un minuto. ¿Entendido?
—Sí, mi teniente.
Se apartó de la compañía y apuntó con el mosquete hacia una pared de piedra. Por Dios, rezó, que no falle el tiro, y apretó el gatillo. El cuello de cisne con su pedernal agarrado dio un latigazo hacia adelante, la pólvora de la cazoleta se encendió y un momento después la carga principal explotó y él sintió el fuerte culatazo cuando la bala de plomo salió disparada entre un humo blanco y espeso.
Ahora todo era ya instintivo; los movimientos que nunca se olvidan. La mano derecha fuera del gatillo, dejar caer el arma sobre la mano izquierda y cuando la culata toca el suelo la mano derecha ya tiene el siguiente cartucho. Arrancar con los dientes la funda. Verter la pólvora en el cañón pero acordándose de guardar una pizca para el cebo. Escupir en la bala. Baquetear arriba y abajo el cañón. Un empujón rápido y ya está fuera otra vez, el cañón hacia arriba, el percutor en su sitio, cebar la cazoleta y disparar hacia el humo que queda del primer tiro.
Así una y otra vez, y los recuerdos de permanecer en la línea junto a camaradas sudorosos y con ojos enloquecidos e ir siguiendo los movimientos como en una pesadilla. Sin hacer caso de las oleadas de humo, de gritos, acercándose por la derecha y por la izquierda para llenar los agujeros que dejan los muertos, sólo cargar y disparar, cargar y disparar, dejando que las llamas escupan hacia la bruma de humo de pólvora, que las balas de plomo se estrellen contra el enemigo no visto y esperando que se repliegue. Entonces oyes la orden de alto el fuego y te paras. Tienes la cara negra y picada por las explosiones de pólvora en la cazoleta sólo a unas pulgadas de tu mejilla derecha, tus ojos están escocidos por el humo y por los granos de pólvora, y cuando esa fantasmagórica cortina se levanta aparecen los muertos y heridos delante, y tú te apoyas en el mosquete y rezas para que la próxima vez el arma no parta el pedernal o simplemente se niegue a disparar.
Apretó el gatillo por quinta vez, y la bala golpeó a lo lejos en el campo; el mosquete estaba ya apoyado en el suelo y la pólvora en el cañón antes de que Knowles gritara: ¡Se acabó el tiempo!
Los hombres vitorearon, rieron y aplaudieron porque un oficial se había saltado las normas y les mostraba que podía hacerlo. Harper sonreía ampliamente. Él al menos sabía lo difícil que era realizar cinco disparos en un minuto y Sharpe sabía que el sargento se había dado cuenta de que astutamente había cargado el primer disparo antes de que se empezara a cronometrar. Sharpe acalló el ruido.
—Así es como utilizarán el mosquete. ¡Con rapidez! Ahora lo van a hacer ustedes.
Se hizo el silencio. Sharpe sintió el diablo en el cuerpo; ¿acaso no le había dicho Simmerson que usara sus propios métodos?
—¡Quítense los cuellos!
De momento nadie se movió. Los hombres le miraron fijamente.
—¡Venga! ¡Deprisa! ¡Quítense los cuellos!
Knowles, Denny y los sargentos observaban, asombrados, mientras los hombres sostenían los mosquetes entre las rodillas y utilizaban ambas manos para arrancarse con fuerza los duros cuellos de piel.
—¡Sargentos! Recojan los cuellos. Tráiganlos aquí.
El batallón había sido tratado con demasiada brutalidad. No había manera de que pudiera enseñarles a ser soldados rápidos en disparar a menos que les ofreciera la oportunidad de vengarse del sistema que les había condenado a ser un batallón de azotados. Los sargentos se acercaron a él, con las caras dudosas, y llevando en sus brazos amontonados los odiosos cuellos.
—Pónganlos aquí.
Sharpe hizo que amontonaran los setenta y tantos cuellos a unos cuarenta pasos frente a la compañía. Señaló el montón brillante.
—¡Ése es el blanco! Cada uno de ustedes tendrá tres disparos. Sólo tres. ¡Y tendrán que realizarlos sólo en un minuto! Los que lo consigan dos veces seguidas, lo podrán dejar y tendrán la tarde libre. El resto lo seguirá intentando una y otra vez hasta que lo consiga.
Dejó que los dos oficiales organizaran el ejercicio. Los hombres sonreían ampliamente y se levantó un murmullo entre las filas que no intentó acallar. Los sargentos le miraban como si estuviera cometiendo traición, pero ninguno se atrevió a cruzar la espada con el fusilero alto y moreno. Cuando todo estuvo preparado Sharpe dio la señal y las balas empezaron a estrellarse contra el montón de piel. Los hombres olvidaron las viejas instrucciones y se concentraron en disparar su odio contra los cuellos de piel que les habían llagado la carne y que representaban a Simmerson y toda su tiranía. Al final de las dos primeras sesiones sólo veinte hombres lo habían conseguido, casi todos ellos soldados veteranos que se habían vuelto a alistar en el nuevo batallón, pero una hora y tres cuartos más tarde, cuando el sol enrojecía detrás de él, el último hombre disparó la última bala hacia los fragmentos de piel rígida que ensuciaban la hierba.
Sharpe hizo formar a toda la compañía en dos filas y las observó, satisfecho, cuando soltaron tres descargas a las órdenes de Harper. Miró a través del humo blanco que aún flotaba en el aire quieto hacia el horizonte, al este. Allí, en Extremadura, los franceses estaban esperando, con sus águilas reunidas para la batalla que pronto llegaría, mientras que detrás de él, por el camino que venía de la ciudad, se veía venir a sir Henry Simmerson dispuesto a proclamar su victoria y enorgullecerse de sus víctimas del triángulo.
—La que se nos viene encima —dijo Harper suavemente.
—¡Calle! Hágales cargar. Le vamos a hacer una demostración.
Sharpe vio los ojos de Simmerson cuando lentamente empezó a caer en la cuenta de lo que significaban los cuellos desabrochados de sus hombres y los jirones de piel sobre la hierba. Sharpe vio que el coronel respiraba hondo.
—¡Listos! ¡Fuego!
La orden de Sharpe desató una descarga completa que retumbó como un trueno en el valle. Si Simmerson gritaba ahora sus palabras se perderían en el ruido. Al coronel sólo le quedaba observar cómo sus hombres manejaban los mosquetes como veteranos a las órdenes de un sargento de los fusileros, todavía más grande que Sharpe, cuya cara amplia y confiada era de las que siempre habían puesto furioso a sir Henry, provocando sus frases más salvajes desde el escaño bien protegido de magistrado en Chelmsford.
La última carga sacudió la pared de piedra y Forrest volvió a meter el reloj en su bolsillo.
—Faltan dos segundos para el minuto, sir Henry, y cuatro disparos.
—Sé contar, Forrest.
¿Cuatro disparos? Simmerson estaba impresionado porque secretamente se había desesperado enseñando a sus hombres a disparar con rapidez, en lugar de manosear nerviosamente sus mosquetes. ¡Pero todos los cuellos de una compañía! ¡A dos y tres peniques la pieza! ¿Y el día en que su sobrino había vuelto oliendo como un mozo de cuadra?
—¡Dios le maldiga, Sharpe!
—Sí, mi coronel.
El humo irritante de la pólvora hizo que el caballo de sir Henry diera un tirón con la cabeza y el coronel se acercó para calmarlo. Sharpe observó el gesto y supo que había puesto en ridículo al coronel ante sus propios hombres, y también que eso había sido un error. Sharpe había ganado una pequeña batalla, pero con ello se había hecho un enemigo que tenía tanto poder como influencia. El coronel acercó su caballo a Sharpe y su voz era sorprendentemente tranquila.
—Éste es mi batallón, señor Sharpe. Mi batallón. Recuérdelo.
Por un momento pareció que su ira iba a estallar, pero la retuvo y en su lugar le gritó a Forrest que le siguiera. Sharpe se dio la vuelta y se fue. Harper le estaba sonriendo burlonamente, los hombres parecían complacidos, y sólo Sharpe sintió el presentimiento de una amenaza, como un enemigo invisible que le estuviera cercando. Se sacudió ese sentimiento. Había mosquetes por limpiar, raciones que distribuir, y, más allá de las colinas limítrofes, suficientes enemigos para todos.