CAPÍTULO 2

Los repliques de tambor se oían distantes y amortiguados, puesto que a veces se mezclaban con otros ruidos de la ciudad, pero eran insistentes y siniestros y Sharpe se alegró cuando el sonido cesó. También se alegró de haber llegado a Castelo Branco, veinticuatro horas después del South Essex, después de una jornada agotadora que había consistido en forzar las mulas de Hogan para que siguieran por un camino abierto con surcos profundos y dentados que mostraban por dónde había pasado la artillería de campaña antes que ellos. Ahora las mulas, abrumadas por los barriles de pólvora, los paquetes de hule con mechas, los picos, las palancas, las palas y todo el material que Hogan necesitaba para Valdelacasa, marchaban con paciencia tras los fusileros y los artificieros de Hogan, mientras se abrían paso entre las calles llenas de gente hacia la plaza principal. Así que salieron a la brillante luz del sol las sospechas de Sharpe respecto a los repiques de tambor se confirmaron.

Alguien había sido azotado. La víctima ya no estaba allí, y Sharpe, al ver la formación en cuadro hueco del South Essex, recordó su propia paliza, años atrás, y la lucha por acallar la agonía, para no mostrar a los oficiales lo que dolía el látigo. Sharpe llevaría las cicatrices de haber sido azotado hasta la tumba, pero dudaba que Simmerson supiera cuán salvaje era el castigo que acababa de dar a su batallón.

Hogan refrenó su caballo a la sombra del palacio del obispo.

—Éste no parece ser el mejor momento para hablar con el bueno del coronel —pensó.

Unos soldados estaban llevándose cuatro triángulos de madera que estaban apoyados contra la pared más alejada de la plaza. Cuatro hombres azotados. Dios bendito, pensó Sharpe, cuatro hombres. Hogan giró su caballo de manera que su espalda diera al batallón.

—He de guardar la pólvora bajo llave, Richard. Si no robarán cada maldito grano. Nos encontraremos aquí.

Sharpe asintió.

—De todas formas, necesito agua. ¿Diez minutos?

Los hombres de Sharpe se derrumbaron a los pies del muro, tiraron los pertrechos y fusiles y su humor se agrió al advertir una disciplina que los regimientos de fusileros habían descartado ya hacía tiempo. Sir Henry condujo su caballo delicadamente hacia el centro de la plaza y dirigió su voz claramente a Sharpe y a sus hombres.

—He azotado a cuatro hombres porque los cuatro han desertado.

Sharpe levantó la mirada, asombrado. ¿Desertores ya? Miró al batallón, sus rostros eran inexpresivos, y se preguntó cuántos más estarían tentados a huir de las filas de Simmerson. El coronel estaba medio erguido sobre su silla de montar, sin duda disfrutando del momento.

—Algunos de ustedes saben cómo estos hombres planearon su delito. Algunos de ustedes les ayudaron. Pero ustedes prefirieron el silencio, así que he azotado a cuatro hombres para recordarles su deber.

Su voz era curiosamente aguda; hubiera sonado divertida si él no fuera tan grande. Había hablado de una forma controlada, pero de repente sir Henry se volvió a izquierda y derecha y agitó un brazo como para señalar a cada hombre que estaba a su mando.

—¡Ustedes serán los mejores!

La sonoridad fue tan repentina que las palomas volaron asustadas de las cornisas del convento. Sharpe esperaba más, pero no sucedió nada, el coronel giró el caballo y se alejó montado dejando el grito de batalla demorándose tras él como una amenaza.

Sharpe llamó la atención de Harper y el sargento se encogió de hombros. No había nada que decir, las caras de los del South Essex pregonaban el fracaso de Simmerson; simplemente no sabían cómo ser los mejores. Sharpe observó cómo las compañías se alejaban de la plaza y sólo vio malhumor y resentimiento en su expresión. Sharpe creía en la disciplina. La deserción ante el enemigo merecía la muerte, algunas infracciones merecían azotes y si un hombre era colgado por saqueo era culpa suya pues las reglas eran simples. Y para Sharpe, la clave era ésta: reglas simples. Él exigía tres cosas a sus hombres: que lucharan como él, con una profesionalidad cruel; que sólo robaran al enemigo y a los muertos si padecían hambre, y que nunca se emborracharan sin su permiso. Era un código simple, fácil de entender por hombres que en su mayoría se habían unido al ejército porque habían fracasado en otros lugares, y funcionaba. Estaba respaldado por el castigo y Sharpe sabía que, por mucho que gustara a sus hombres y que le siguieran gustosamente, temían su ira cuando quebrantaban su confianza. Sharpe era un soldado.

Cruzó la plaza hacia un callejón en busca de una fuente, y se fijó en un teniente de la compañía ligera del South Essex que cabalgaba hacia el mismo hueco sombrío entre los edificios.

Era el hombre que había saludado con la mano a la muchacha vestida de negro y Sharpe sintió una puñalada de irritación al entrar primero en el callejón. Eran celos irracionales. El uniforme del teniente estaba cortado con elegancia, el sable curvado de la infantería ligera era caro y el caballo negro que montaba valía probablemente tanto como el nombramiento de teniente. Sharpe se sentía resentido por la riqueza de aquel hombre, por sus privilegios, por la fácil superioridad de un hombre nacido de terratenientes, y esto le molestaba porque sabía que el resentimiento se basa en la envidia. Se arrimó contra un lado del callejón para dejar paso al jinete, levantó la mirada, movió la cabeza afablemente, y tuvo la impresión de ver una cara delgada y elegante envuelta en cabello rubio. Esperaba que el teniente hiciera caso omiso de su presencia; Sharpe no era bueno para las conversaciones intrascendentes, y no tenía ningún deseo de mantener una conversación elevada en un callejón pestilente cuando sin duda iba a ser presentado a los oficiales del batallón a lo largo del día.

Pero Sharpe se sintió pronto desilusionado, pues el teniente se detuvo y miró al fusilero.

—¿No les enseñan a saludar en los fusileros?

La voz del teniente era tan suave y rica como su uniforme. Sharpe no dijo nada. Su charretera había desaparecido, rasgada en las luchas del invierno, y se dio cuenta de que el rubio teniente le había confundido con un soldado raso. No era de extrañar. El callejón era muy oscuro, y el perfil de Sharpe, con el fusil en cabestrillo, ayudaba a explicar la confusión del teniente. Sharpe levantó la mirada hacia la cara fina y los ojos azules, y estaba a punto de explicarse cuando el teniente sacudió su fusta y golpeó el rostro de Sharpe.

—¡Maldito hombre, contesta!

Sharpe sintió que la cólera le invadía, pero se quedó callado y esperó su turno. El teniente retiró la fusta.

—¿Qué batallón? ¿Qué compañía?

—Segundo batallón, cuarta compañía.

Sharpe habló con deliberada insolencia y recordó los días en que no tenía protección contra oficiales como éste. El teniente volvió a sonreír sin un ápice de simpatía.

—Me llamará «mi teniente», sabe. Ya verá. ¿Quién es su oficial?

—El teniente Sharpe.

—¡Ah! —dijo el teniente mientras mantenía la fusta levantada—. El teniente Sharpe de quien todos hemos oído hablar. El que salió de las filas, ¿no es así?

Sharpe asintió y el teniente echó la fusta hacia atrás.

—¿Por eso no dice «mi teniente»? ¿Tiene el señor Sharpe extrañas ideas respecto a la disciplina? Bien, tendré que ver al teniente Sharpe y ordenar que le castiguen por su insolencia.

Bajó la fusta de golpe hacia la cabeza de Sharpe. Éste no tenía sitio para recular, pero no le hizo falta ya que, en su lugar, puso ambas manos bajo el estribo del hombre y lo levantó con todas sus fuerzas. La fusta se detuvo a medio golpe, el hombre empezó a gritar y al instante siguiente se encontró estirado de espaldas y a los pies de su caballo, allí donde otro caballo había cagado anteriormente.

—Tendrá usted que lavarse el uniforme, teniente —sonrió Sharpe.

El caballo del teniente había relinchado y se había alejado unos pasos. El furioso oficial forcejeaba con sus pies y puso la mano en el puño de su sable.

—¡Hola! —gritó Hogan al tiempo que se asomaba al callejón—. ¡Creí que le había perdido!

El ingeniero llevó su caballo hasta los dos hombres y miró con jovialidad al fusilero.

—Las mulas ya están en el establo y la pólvora guardada.

Se volvió hacia el airado teniente y se levantó el sombrero.

—Buenas tardes. Creo que no nos conocemos. Me llamo Hogan.

El teniente soltó su espada.

—Gibbons, mi capitán. Teniente Christian Gibbons.

Hogan sonrió burlonamente.

—Veo que ya conoce usted a Sharpe. El teniente Richard Sharpe de los fusileros del 95.º.

Gibbons miró hacia Sharpe y sus ojos se abrieron con sorpresa al darse cuenta, por primera vez, de que la espada que colgaba del cinturón de Sharpe no era la espada bayoneta usual que llevaban los fusileros, sino una hoja de tamaño normal. Levantó la vista para mirar nervioso a Sharpe. Hogan siguió hablando animadamente.

—Seguro que ha oído hablar de Sharpe, como todo el mundo. Es el tipo que mató al sultán de Tippoo. Después, déjeme ver, hubo aquel horrible asunto en Assaye. Nadie sabe a cuántos mató Sharpe allí. ¿Usted lo sabe, Sharpe?

Hogan no hizo caso de ninguna de las previsibles respuestas, y siguió machacando sin ningún remordimiento.

—Es un tipo terrible, nuestro teniente Sharpe, igualmente mortal con una espada que con un fusil.

Gibbons no podía equivocarse con el mensaje de Hogan. El capitán había visto la riña y estaba previniendo a Gibbons de las posibles consecuencias de un duelo formal. El teniente tomó la salida propuesta. Se inclinó y recogió el chacó de compañía ligera e inclinó la cabeza hacia Sharpe.

—Ha sido culpa mía, Sharpe.

—El gusto ha sido mío, teniente.

Hogan miró cómo Gibbons recuperaba su caballo y desaparecía del callejón.

—No es usted muy cortés al recibir una disculpa.

—No fue ofrecida con gran cortesía —dijo Sharpe frotándose la mejilla—. En cualquier caso, el bastardo me golpeó.

—¿Qué? —preguntó Hogan riendo con incredulidad.

—Me golpeó con su fusta. ¿Por qué cree que le tiré sobre la mierda?

—No hay nada que produzca mayor satisfacción que una relación amistosa y profesional entre oficiales compañeros, querido Sharpe —dijo Hogan sacudiendo la cabeza—. Ya veo que este trabajo será un placer. ¿Qué quería?

—Que le saludara. Creía que era un soldado raso.

Hogan volvió a reír.

—Dios sabe qué pensará Simmerson de usted. Vayamos a averiguarlo.

Fueron conducidos hasta la habitación de Simmerson y encontraron al coronel del South Essex sentado en su cama sin más ropa que un par de pantalones. Había un doctor arrodillado a su lado que levantó la vista nervioso cuando los dos oficiales entraron en la habitación; el movimiento impulsó una sacudida impaciente de la mano de Simmerson.

—¡Adelante, venga, no tengo todo el día!

El doctor sostenía en su mano algo que parecía una caja metálica con un gatillo montado en la tapa. Lo dejó suspendido sobre el brazo de sir Henry y Sharpe vio que estaba intentando encontrar un trozo de piel que no estuviera aún marcado con señales extrañamente simétricas.

—¡Escarificación! —rugió sir Henry a Hogan—. ¿Usted se sangra, capitán?

—No, mi coronel.

—Pues debería. Es muy sano. Todos los soldados deberían sangrarse.

Se volvió hacia el doctor, que todavía dudaba sobre el antebrazo cubierto de cicatrices.

—¡Venga ya, idiota!

En su estado de nervios el doctor apretó el gatillo por equivocación y se oyó un chasquido agudo. En la parte inferior de la caja Sharpe vio un grupo de pequeñas hojas malvadas que se disparaban hacia el exterior como lenguas de acero. El doctor retrocedió.

—Lo siento sir Henry. Un momento.

El doctor metió a la fuerza las hojas de nuevo en la caja y Sharpe de repente se dio cuenta de que era una máquina de sangrar. En lugar de la antigua lanceta en la vena, sir Henry prefería el moderno escarificador ya que se suponía que era más rápido y efectivo. El doctor colocó la caja sobre el brazo del coronel, echó una mirada nerviosa a su paciente y entonces apretó el gatillo.

—¡Ah, eso está mejor!

Sir Henry cerró los ojos y sonrió momentáneamente. Un chorrito de sangre corrió por su brazo y se escapó de la toalla con la que el doctor daba unos golpecitos sobre el chorro.

—¡Otra vez, Parton, otra vez!

—Pero sir Henry… —replicó el doctor sacudiendo la cabeza.

Simmerson abofeteó al doctor con la mano libre.

—¡No discuta conmigo! ¡Maldito hombre, sángreme! —exclamó mirando a Hogan.

—Hay demasiado mal humor después de unos azotes, capitán.

—Eso es muy comprensible, mi coronel —dijo Hogan con su acento irlandés, y Simmerson le miró con suspicacia.

La caja volvió a chascar, las hojas saltaron sobre el grueso brazo y más sangre escurrió por las sábanas. Hogan llamó discretamente la atención a Sharpe, pues vislumbró en él una sonrisa que se podía convertir muy fácilmente en risotada.

Sharpe volvió a mirar a sir Henry Simmerson, que se estaba poniendo la camisa.

—Usted debe ser el capitán Hogan.

—Sí, mi coronel —asintió Hogan con tono afable.

Simmerson se volvió hacia Sharpe.

—¿Y quién diablos es usted?

—El teniente Sharpe, mi coronel. Fusileros del 95.º.

—No, nada de eso. ¡Usted es una maldita vergüenza, eso es lo que es!

Sharpe no dijo nada. Se quedó mirando por encima del hombro del coronel hacia la ventana, más allá de las lejanas colinas azules donde los franceses concentraban sus fuerzas.

—¡Forrest! —gritó Simmenson ya de pie—. ¡Forrest!

La puerta se abrió y el comandante, que debía estar esperando la llamada, entró. Sonrió asustado a Sharpe y a Hogan y entonces se volvió hacia Simmerson.

—¿Coronel?

—Este oficial necesita un uniforme nuevo. Proporcióneselo, por favor, y disponga que se lo descuenten de la paga.

—No —contestó Sharpe con contundencia.

Simmerson y Forrest se volvieron para mirarle fijamente. Por un momento sir Henry no dijo nada, no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria, y Sharpe continuó.

—Soy un oficial de los fusileros del 95.º y llevaré su uniforme mientras tenga ese honor.

Simmerson empezó a ponerse rojo y sus dedos se agitaban a su lado.

—¡Maldito Sharpe! ¡Usted es una vergüenza! ¡No es un soldado sino un barrendero! Ahora está bajo mis órdenes y yo le ordeno que vuelva dentro de quince minutos…

—No, mi coronel.

Esta vez había hablado Hogan. Sus palabras detuvieron a Simmerson en pleno discurso, pero el capitán no dio tiempo a que el coronel lo retomara. Mostró todo su encanto irlandés, empezando con una sonrisa de sensatez tan dulce que hubiera encantado a un pez para que saliera del agua.

—Usted verá, sir Henry, Sharpe está bajo mis órdenes. El general es muy específico. Tal como yo lo entiendo, sir Henry, nos acompañamos mutuamente a Valdelacasa, pero Sharpe irá conmigo.

—Pero…

Hogan levantó la mano deteniendo la protesta de Simmerson.

—Tiene usted razón, mi coronel, por supuesto. Pero, claro está, entenderá usted que las condiciones en el campo pueden no ser las que deseamos y también pudiera ser, mi coronel, qué le voy a decir yo a usted, que necesite disponer de los fusileros.

Simmerson se quedó mirando a Hogan. El coronel no había entendido ni una palabra de las tonterías de Hogan, pero lo había dicho todo de una manera tan lógica y tan de soldado a soldado, que Simmerson estaba intentando desesperadamente encontrar una respuesta que no le hiciera parecer idiota. Miró a Hogan un momento.

—¡Pero qué decisiones me quedan a mí!

—¡Cuánta razón tiene usted, mi coronel, cuánta! —dijo Hogan con énfasis pero cálidamente—. Normalmente, las de este tipo. Pero yo creo que el general tenía la idea, mi coronel, de que usted estaría muy abrumado con los problemas de nuestros aliados españoles, y claro, mi coronel, hay exigencias de la ingeniería que el teniente Sharpe conoce.

Se inclinó con gesto conspirativo.

—Necesito hombres que puedan cargar, mi coronel. Usted me entiende.

Simmerson sonrió y soltó una risotada ronca. Hogan había hecho que mordiera el anzuelo. Señaló a Sharpe.

—Viste como un vulgar obrero, ¿eh, Forrest? ¡Un obrero!

Estaba encantado con su broma y se la repetía a sí mismo mientras se ponía su amplia casaca escarlata y amarilla.

—¡Un obrero! ¿Eh, Forrest?

El mayor sonreía obligado. Parecía un vicario resignado asaltado continuamente por los pecados de un rebaño impenitente y cuando Simmerson estaba de espaldas le dirigió a Sharpe una mirada de disculpa. Simmerson se abrochó la hebilla del cinturón y se giró hacia Sharpe.

—¿Así que ha servido mucho de soldado, Sharpe?

—Un poco, mi coronel.

Simmerson rió entre dientes.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y dos, mi coronel —contestó Sharpe mirando firmemente al frente.

—Treinta y dos, ¿eh? ¿Y aún es teniente? ¿Qué sucede, Sharpe? ¿Es cuestión de incompetencia?

Sharpe vio que Forrest le hacía señales al coronel pero éste las pasó por alto.

—Me alisté, mi coronel.

Forrest dejó caer la mano. El coronel calló. No había muchos hombres que pudieran dar el salto de sargento a alférez y los que lo habían conseguido difícilmente podían ser tachados de incompetentes. Sólo había tres requisitos que necesitara un simple soldado para ser ascendido. El primero era que debía saber leer y escribir, y Sharpe había aprendido en la prisión del sultán Tippoo acompañado de los gritos de tortura de otros prisioneros británicos. Segundo, el hombre debía haber realizado algún acto de valentía suicida, y Sharpe sabía que Simmerson se estaba preguntando cuál era el que él había realizado. El tercer requisito era tener una suerte extraordinaria, y Sharpe a veces se preguntaba si eso no era un arma de doble filo. Simmerson dio un bufido.

—¿Así que usted no es un caballero, Sharpe?

—No, mi coronel.

—Bueno, pero podría intentar vestir como tal, ¿no? No porque haya usted crecido en una pocilga tiene que vestir como un cerdo.

—No, mi coronel.

No había nada más que decir.

Simmerson se inclinó hacia atrás sobre su voluminoso vientre.

—¿Quién le ascendió a usted, Sharpe?

—Sir Arthur Wellesley, mi coronel.

Sir Henry soltó un rebuzno de triunfo.

—¡Lo sabía! ¡Ninguna norma, ninguna norma en absoluto! ¡Ya he visto este ejército, su aspecto es una vergüenza! No se puede decir lo mismo de mis hombres, ¿verdad? ¡No se puede luchar sin disciplina!

Miró a Sharpe.

—¿Qué cualidad ha de tener un buen soldado, Sharpe?

—La habilidad de disparar tres cartuchos por minuto con lluvia, mi coronel.

Sharpe dio a su respuesta un tono de insolencia. Sabía que la contestación molestaría a Simmerson. El South Essex era un batallón nuevo y dudaba que sus mosqueteros estuvieran al nivel de otros batallones más antiguos. De todos los ejércitos europeos sólo el británico hacía las prácticas con cartuchos cargados, pero se tardaban semanas, a veces meses, para que un soldado aprendiera las complicadas instrucciones de cargar y disparar un mosquete con rapidez, sin pánico, sólo concentrándose en disparar mejor que el enemigo.

Sir Henry no esperaba esa respuesta y se quedó mirando pensativo al fusilero lleno de cicatrices. Honestamente, y a sir Henry no le gustaba ser honesto consigo mismo, temía al ejército que había encontrado en Portugal. Hasta entonces sir Henry había creído que servir de soldado era una cuestión gloriosa de hombres obedientes en filas bien rectas, con sus abrigos escarlatas brillando al sol, y en vez de eso se había encontrado con oficiales desaliñados y desenfadados que se reían de la instrucción de su milicia. Sir Henry había soñado con llevar a su batallón a la lucha, montado en su caballo de guerra, con la espada en alto, ganando la gloria imperecedera. Pero mirando fijamente a Sharpe, ejemplo típico de tantos oficiales que había conocido en el breve tiempo que llevaba en Portugal, se preguntaba si había algún oficial francés que se pareciera a Sharpe. Se había imaginado el ejército de Napoleón como una manada de soldados ignorantes pastoreados por oficiales afectados y se estremecía por dentro al pensar que pudieran resultar ser hombres enjutos y endurecidos como Sharpe que pudieran arrancarle de su silla antes de que hubiera tenido la oportunidad de verse pintado al óleo como héroe conquistador. Sir Henry ya tenía miedo y aún no había visto al enemigo, pero antes tenía que vengarse sutilmente de este fusilero que lo había desconcertado.

—¿Tres cartuchos por minuto?

—Sí, mi coronel.

—¿Y cómo les enseña a sus hombres a disparar tres cartuchos por minuto?

Sharpe se encogió de hombros.

—Paciencia, mi coronel. Práctica. No hay nada mejor que una batalla.

Simmerson se mofó de él.

—¡Paciencia! ¡Práctica! No son niños, Sharpe. ¡Son borrachos y ladrones! ¡Basura del arroyo!

Su voz se volvía a elevar.

—¡Azótelos, Sharpe, azótelos! ¡Es la única manera! Deles una lección que no olvidarán. ¿No es así?

No se oía nada. Simmerson se volvió hacia Forrest.

—¿No es así, comandante?

—Sí, mi coronel —contestó Forrest sin convicción.

Simmerson se volvió a Sharpe.

—¿Sharpe?

—Es el último recurso, mi coronel.

—El último recurso —dijo Simmerson imitando a Sharpe secretamente complacido.

Era la respuesta que quería.

—¡Es usted un blandengue, Sharpe! ¿Puede enseñar a los hombres a disparar tres descargas por minuto?

Sharpe sentía el desafío en el aire pero ya no tenía escapatoria.

—Sí, mi coronel.

—¡Perfecto!

Simmerson se frotó las manos.

—Esta tarde. ¿Forrest?

—¿Mi coronel?

—Dele al señor Sharpe una compañía. La ligera estará bien. ¡El señor Sharpe les mejorará el tiro!

Simmerson se giró e hizo una reverencia a Hogan con gran ironía.

—Eso si el capitán Hogan está de acuerdo en cedernos los servicios del teniente Sharpe.

Hogan se encogió de hombros y miró a Sharpe.

—Por supuesto, mi coronel.

Simmerson sonrió.

—¡Excelente! Así, señor Sharpe, ¿enseñará usted a mi compañía ligera a disparar tres cartuchos por minuto?

Sharpe miró por la ventana. Hacía calor, el día era seco y no había razón alguna para que un buen hombre no disparara cinco veces en un minuto con este tiempo. Dependía, por supuesto, de lo malos que fueran los de la compañía ligera. Si sólo eran capaces de hacer dos disparos por minuto era casi imposible convertirlos en expertos en una tarde pero intentarlo no haría daño. Volvió a mirar a Simmerson.

—Lo intentaré, mi coronel.

—Por supuesto que lo intentará, señor Sharpe, por supuesto. Y puede decirles de mi parte que si no lo consiguen haré azotar a uno de cada diez. ¿Me entiende, señor Sharpe? Uno de cada diez.

Sharpe entendía perfectamente. Simmerson lo había engañado para que realizara una tarea probablemente imposible y el resultado sería que el coronel tendría su orgía de azotes y él, Sharpe, sería el culpable. ¿Y si lo conseguía? Entonces Simmerson afirmaría que la amenaza de azotes había funcionado. Vio el triunfo en los pequeños ojos rojos de Simmerson y sonrió al coronel.

—No les hablaré de azotes, coronel. No querrá usted que se distraigan, ¿verdad?

Simmerson le devolvió la sonrisa.

—Utilice sus propios métodos, señor Sharpe. Pero dejaré el triángulo donde está; me parece que lo necesitaré.

Sharpe se encajó el chacó deformado en la cabeza y saludó al coronel con enérgica precisión.

—No se preocupe, mi coronel. No necesitará un triángulo. Buenos días, mi coronel.

Ahora falta conseguir que así sea, pensó.