Sir Arthur Wellesley (que pronto se convirtió en vizconde Wellington de Talavera, gracias a los acontecimientos del 27 y 28 de julio de 1809) tuvo 5.365 bajas durante la batalla, entre muertos y heridos. Un quince por ciento de estas bajas murió. Las bajas francesas sumaron 7.268 y también habría que añadir a la lista de la carnicería a 600 españoles. Los franceses también perdieron diecisiete cañones pero, desgraciadamente, ninguna águila. La primera águila que capturaron los británicos en la guerra de la península fue conseguida por el alférez Keogh y el sargento Masterman del 87.º, un regimiento irlandés, en la batalla de Barosa, el 5 de marzo de 1811. Keogh murió a causa de las heridas pero Masterman sobrevivió y fue recompensado con un ascenso uniéndose así al pequeño número de oficiales del ejército peninsular, quizás un 5 por ciento del total, que habían ascendido desde la tropa. Espero que los fantasmas de Keogh y Masterman, así como los modernos sucesores del 87, los Royal Irish Rangers, me perdonen por adueñarme de su hazaña.
No existe ningún lugar llamado Valdelacasa, tampoco hubo nunca un regimiento South Essex, pero aparte de estas invenciones la campaña de Talavera sucedió en gran parte tal y como se describe en esta novela. En el relato de la batalla, sólo las aventuras del South Essex y la captura del águila son ficticias; había un batallón holandés luchando con los franceses y me tomé la libertad de moverlo de su posición frente a las fortificaciones españolas y ofrecérselo como sacrificio a Sharpe y Harper. El relato del ejército español desgraciadamente no es inventado; huyeron la víspera de la batalla, asustados por su propia descarga y durante días el general Cuesta les condujo a la derrota total. Talavera fue abandonada a los franceses que, tal como Wellesley predice en la novela, trataron a los heridos británicos con amabilidad y consideración. La ineptitud del ejército español se veía más que compensada con la bravura de los guerrilleros que hicieron que Napoleón comparara España con una herida sangrante en sus ejércitos.
Muchos de los detalles del libro están tomados de cartas y diarios contemporáneos. Escenas como la de los montones de brazos y piernas a las afueras del convento de Talavera desafían la imaginación y sólo pueden provenir de los relatos de testigos. Además de estos relatos he recurrido con frecuencia al trabajo de Michael Glover The Peninsula War, de Jac Weller Wellington in the Peninsula y de lady Elizabeth Longford Wellington: The Years of the Sword. Estoy en deuda con los tres autores.
Richard Sharpe y Patrick Harper son, desgraciadamente, ficticios.
Espero que los actuales Royal Green Jackets, que habían marchado como fusileros del 95.º, no se avergüencen de ellos ni de sus aventuras picarescas en el largo camino que les llevará finalmente a Waterloo.