El vino en los vasos de cristal era de un color rojo oscuro, la maciza mesa pulida brillaba con la luz de una veintena de velas en candelabros de plata, las pinturas, cuyo antiguo barniz reflejaba el círculo de luz, mostraban a graves y eminentes antepasados de la familia española en cuya mansión de Talavera sir Arthur Wellesley hacía de anfitrión de la cena. Incluso la comida era la adecuada para tal ocasión. En la semana posterior a la batalla la situación del avituallamiento había empeorado, los españoles no habían cumplido sus promesas y las tropas recibían medias raciones escasas. Wellesley, como correspondía a un general, había hecho todo lo posible y Sharpe había sorbido caldo de pollo ligeramente aguado, había disfrutado con la liebre estofada, había comido a voluntad del cordero favorito de Wellesley y ahora escuchaba a los otros invitados quejarse de la dieta mientras bebían interminables botellas de vino. Papá Hill estaba allí, rubicundo y feliz, sonriendo continuamente a Sharpe, sacudiendo su cabeza y diciendo «Bendito Sharpe, un águila». Robert Crauford estaba sentado enfrente de Sharpe; Black Bob, a quien Sharpe no había visto desde la retirada de La Coruña.
Crauford se había perdido la batalla de Talavera por un día aunque había hecho marchar a su excelente compañía ligera cuarenta y dos millas en veintiséis horas para alcanzar a Wellesley. Entre las tropas que había traído de Inglaterra estaba el primer batallón de los fusileros del 95.º que habían recibido a Sharpe con gran barullo para celebrar su hazaña. Habían hecho más que eso. Le habían regalado un uniforme nuevo y él estaba sentado a la mesa con Wellesley, resplandeciente y vestido con ropa verde y elegante, cuero negro y adornos plateados. El uniforme viejo lo había conservado. Mañana, cuando el ejército se volviera a poner en marcha, preferiría llevar el mono de caballería manchado de sangre y las cómodas botas francesas mejor que este inmaculado uniforme y el frágil calzado.
Black Bob Crauford estaba en forma. Era la persona más disciplinada del ejército, un tirano de cólera excesiva, amado y odiado por sus tropas.
Pocos generales exigían más de sus hombres, o lo recibían, y si sus exigencias se apoyaban en castigos salvajes, al menos los hombres sabían que la justicia de Crauford era imparcial. Sharpe recordaba que una vez Crauford había cazado a un oficial de compañía que se hacía llevar a cuestas para atravesar un arroyo helado en las montañas del norte.
—¡Déjelo caer! ¡Déjelo caer! —había gritado el general desde la seca seguridad de su caballo al sorprendido soldado y para deleite de la tropa sufridora, el oficial fue descargado sin ninguna ceremonia en el agua.
Ahora Crauford miraba a Sharpe con ojos cínicos y aporreaba la mesa sacudiendo el servicio de mesa de plata.
—¡Tuvo suerte, Sharpe, tuvo suerte!
—Sí, mi general.
—No me llame «mi general».
Sharpe vio a Wellesley mirándole divertido. Crauford alargó una botella de vino a Sharpe.
—¡Perdió a la maldita mitad de su compañía! Si no hubiera vuelto con el águila se hubiera merecido ser rebajado a soldado raso otra vez. ¿Tengo razón o no?
—Sí, general —contestó Sharpe inclinando la cabeza.
Crauford se reclinó satisfecho y levantó su vaso al fusilero.
—Pero estuvo muy bien, de todas maneras.
Se oyeron risas alrededor de la mesa. Lawford, como un confite de plata y galones que había sido confirmado, al menos temporalmente, como el comandante del South Essex, se reclinó y puso otras dos botellas abiertas sobre la mesa.
—¿Cómo está el excelente sargento Harper?
—Se está recuperando —contestó Sharpe sonriendo.
—¿Una herida grave? —preguntó Hill inclinándose hacia la luz de las velas con su cara redonda de granjero llena de preocupación.
—No, mi general. La tropa del sargento del primer batallón quiso celebrarlo con él. Creo que propuso la teoría de que un hombre de Donegal podía beber tanto como tres ingleses.
Hogan dio una palmada en la mesa. El ingeniero irlandés estaba alegremente borracho y levantó su copa a Wellesley.
—A nosotros, los irlandeses, no nos derrotan nunca. ¿No es así, mi general?
Wellesley arqueó las cejas. Había bebido menos que Sharpe.
—Yo no me considero irlandés, capitán Hogan, aunque quizá comparta con ellos esa característica.
—Caramba, señor —gruñó Crauford—. ¡Yo le he oído decir que porque un hombre haya nacido en un establo eso no lo convierte en caballo!
Se oyeron más risas. Sharpe se reclinó y escuchó la conversación alrededor de la mesa y dejó que la comida descansara pesadamente en su estómago. Los criados traían brandy y cigarros, lo que quería decir que la velada iba a terminar pronto, pero él lo había pasado bien. Nunca se encontraba a gusto en las comidas oficiales; no había nacido para eso, había estado en pocas, pero estos hombres le habían hecho sentir como en casa y habían fingido no darse cuenta de que él esperaba a que ellos cogieran los cubiertos primero para saber qué par de cubiertos era el adecuado para cada plato. Había explicado una vez más la historia de cómo Patrick Harper y él se habían abierto camino entre la línea del enemigo, la muerte de Denny y cómo se habían visto arrastrados por los fugitivos antes de abrirse paso con la espada y el hacha.
Sorbió el vino, retorció los pies dentro de sus zapatos nuevos y pensó de nuevo en su suerte. Recordaba su desánimo antes de la batalla, el pesar por las promesas que no podría cumplir; sin embargo todo había salido bien. Quizá sí era realmente afortunado, tal como decían sus hombres, pero le gustaría sabe cómo conservar esa suerte. Recordaba el cuerpo caído de Gibbons, con la bayoneta bien clavada en su espalda, y la visión de Harper que volvía de observar al pájaro justo a tiempo para detener la caída del sable sobre Sharpe. Al día siguiente, todas las huellas del crimen se habían quemado. Los muertos, Gibbons entre ellos, habían sido amontonados en pilas desnudos y los vivos habían metido trozos de leña entre los cuerpos y les habían prendido fuego. Eran demasiados para ser enterrados; durante dos días se alimentaron los fuegos con madera y el hedor vagó por la ciudad hasta que las cenizas se esparcieron por el valle del Portina, los únicos signos de batalla fueron los restos de equipo que nadie se molestó en recuperar y la hierba abrasada allí donde las llamas habían rustido a los heridos.
—¿Sharpe?
Se sobresaltó. Alguien había dicho su nombre y se había perdido lo que decían.
—¿Señor? Discúlpeme.
Wellesley le sonreía.
—El capitán Hogan decía que está usted mejorando las relaciones anglo-portuguesas.
Sharpe echó una mirada a Hogan que arqueó las cejas de forma traviesa. Durante toda la semana el irlandés había estado muy alegre respecto a Josefina, y a Sharpe, con tres generales observándole, no le quedaba más remedio que sonreír y encogerse modestamente de hombros.
—La suerte está del lado de los valientes, ¿eh, Sharpe? —dijo Hill sonriendo.
—Sí, mi general.
Se reclinó y dejó que la conversación fluyera. La echaba a faltar. Sólo habían pasado unas dos semanas desde la noche en que él la había seguido desde el patio de la posada hasta la oscuridad junto al riachuelo y desde entonces sólo había pasado cinco noches con ella. Y ahora ya no habría ninguna más. Él lo había entendido en cuanto habían llegado a Talavera, la mañana después de la batalla, y ella le había besado y le había sonreído mientras por detrás Agostino llenaba las alforjas y doblaba los vestidos que no había tenido tiempo de verle puestos. Había caminado con él por la ciudad, colgada de su brazo, mirándole a la cara como si fuera una chiquilla.
—No hubiera durado, Richard.
—Lo sé —había dicho, aunque no pensara así.
—¿Seguro?
Ella quería que le dijera adiós con facilidad y era lo menos que podía hacer. Le explicó lo de Gibbons; la última mirada antes de que la bayoneta se vengara. Ella le cogió fuerte por el brazo.
—Lo siento, Richard.
—¿Por Gibbons?
—No. Que tuvieras que hacerlo. Fue culpa mía, fui tonta.
—No.
Era extraño, pensaba él, cuando los amantes se dicen adiós se echan a sí mismos la culpa.
—No fue culpa tuya. Prometí que te protegería y no lo hice.
Caminaron hasta una pequeña plaza bañada por el sol y se quedaron mirando el convento que formaba uno de los lados de la plaza. Había mil quinientos heridos en el edificio y los cirujanos del ejército estaban en el primer piso. De las ventanas provenían gritos con claridad y junto con ellos, el flujo cartilaginoso de miembros amputados que se apilaban junto a un árbol; un montón cada vez mayor de brazos y piernas que vigilaban dos soldados aburridos cuyo trabajo consistía en ahuyentar a los perros hambrientos de la carne mutilada. Sharpe se estremeció al verle y rezó la oración de los soldados: que se librara de los cirujanos con sus sierras y sus delantales tiesos de sangre.
Josefina le había tirado del codo y se alejaron del convento.
—Tengo un regalo para ti.
—Yo no tengo nada para ti —había dicho él bajando la vista.
Ella parecía turbada.
—¿Le debes veinte guineas al señor Hogan?
—¡No me vas a dar dinero! —exclamó él mostrando su furia.
Josefina sacudió la cabeza.
—Ya le he pagado. ¡No te enfades!
Él había intentado separarse pero ella lo agarró.
—No puedes hacer nada, Richard. Le he pagado. Tú me hacías creer que tenías suficiente dinero pero yo sabía que lo estabas pidiendo prestado.
Ella le dio un papelito envuelto sin mirarle a la cara porque sabía que estaba turbado.
Dentro del papel había un anillo de plata con un águila grabada. No era el águila francesa con el trueno, pero de todas maneras era un águila. Ella levantó la mirada para mirarle, complacida al ver su expresión.
—Lo compré en Oropesa. Para ti.
Sharpe no había sabido qué decir. Le había dado las gracias tartamudeando y ahora, sentado con los generales, dejó que sus dedos sintieran el anillo de plata. Habían vuelto a casa y había un oficial de caballería con dos caballos más esperando fuera.
—¿Es él? ¿Y es rico?
—Mucho —había contestado ella sonriendo—. Es un buen hombre, Richard. Te gustaría.
—Lo dudo —había contestado Sharpe riendo.
Le quería decir lo poco que le hubiera gustado Claud Hardy, con su estúpido nombre sonoro y su uniforme rico y sus purasangres. El dragón les observaba cuando ella levantó los ojos hacia Sharpe.
—No me puedo quedar con el ejército, Richard.
—¿Así que vuelves a Lisboa?
Ella asintió.
—No vamos a Madrid, ¿no es así?
Él negó con la cabeza.
—Bueno, tiene que ser Lisboa.
Ella le sonrió.
—Tiene una casa en Belem; es grande. Lo siento.
—No lo sientas.
—No puedo ir detrás de un ejército, Richard —ella le estaba rogando para que la entendiera.
—Lo sé. Pero los ejércitos van detrás de ti, ¿no?
Fue un torpe intento de ser galante y a ella le había gustado pero ahora era el momento de separarse y él quería que se quedara. No sabía qué decir.
—¿Josefina? Lo siento.
Ella le tocó en el brazo y en sus ojos brillaron unas lágrimas. Parpadeó y se esforzó por parecer feliz.
—Un día, Richard, te enamorarás de la muchacha adecuada. ¿Me lo prometes?
Sharpe no había mirado cómo ella se iba hacia el dragón sino que se había dado la vuelta para unirse con su compañía entre la pestilencia de los muertos del campo de batalla.
—Los capitanes no deberían casarse —dijo Crauford golpeando la mesa y Sharpe saltó—. ¿No es así?
Sharpe no contestó. Suponía que Crauford tenía razón y decidió, de nuevo, borrar de su memoria a Josefina. Ella iba camino de Lisboa, a la gran casa, a vivir con un hombre que se iba a unir a la guarnición de Lisboa, a vivir una vida de bailes y diplomacia. Maldito todo. Se bebió el vino, alcanzó la botella y se obligó a escuchar la conversación que era tan triste como sus pensamientos. Estaban hablando de los mil quinientos heridos del convento que tenían que abandonar al cuidado de los españoles. Hill miraba con preocupación a Wellesley.
—¿Se ocupará Cuesta de ellos?
—Me gustaría poder decir que sí. —Wellesley sorbió de su vino—. Los españoles nos han fallado en todas las promesas. No era fácil dejar a nuestros heridos a su cuidado pero no teníamos otra elección, caballeros, no había otra elección.
Hill sacudió la cabeza.
—La retirada no será bien recibida en Inglaterra.
—¡Maldita Inglaterra! —exclamó Wellesley con aspereza y con los ojos llenos de ira—. Yo sé lo que dirá Inglaterra; que una vez más nos han echado de España, y así es, caballeros, ¡así es!
Se reclinó en su silla y Sharpe percibió el cansancio en su rostro. Los demás oficiales estaban en silencio, escuchando atentamente, y al igual que Sharpe notaban en la cara de Wellesley la dificultad de la decisión que había tomado.
—Pero esta vez —dijo el general pasando el dedo por la copa de vino de manera que sonara—, pero esta vez nos han echado, no los franceses, sino nuestros aliados. —Dejó que el sarcasmo calara en sus palabras—. Un ejército hambriento, caballeros, es peor que no tener ejército. Si nuestros aliados no nos pueden dar de comer tenemos que ir allí donde nos podamos alimentar, y volveremos. Se lo prometo, pero volveremos con nuestras condiciones y no con las de los españoles.
Se oyeron murmullos de aprobación en la mesa. Wellesley bebió otro sorbo de vino.
—Los españoles nos han fallado en todo. Nos prometieron comida y no nos han proporcionado nada. Nos prometieron que nos protegerían del ejército norte de Soult y ahora me encuentro con que no ha sido así. Soult, caballeros, está detrás de nosotros y a menos que nos movamos ahora nos encontraremos con que somos un ejército rodeado y hambriento simplemente porque creímos en el general Cuesta y en sus promesas. Ahora ha prometido que cuidaría de nuestros heridos. —Wellesley sacudió la cabeza—. Ya sé lo que va a pasar. Insistirá en avanzar para enfrentarse a los franceses, le vencerán, y la ciudad quedará abandonada al enemigo. —Se encogió de hombros—. Estoy convencido, caballeros, que tratarán a nuestros heridos mejor que nuestros aliados.
Se hizo el silencio alrededor de la mesa. Las velas parpadearon y reflejaron el brillo sobre la madera pulida. De algún lugar lejano llegaba el sonido de música pero se desvanecía con la brisa tras las pesadas cortinas. ¿Y qué pasaría con Josefina? Sharpe se llenó la copa de vino y le pasó la botella a Hill. Si Wellesley tenía razón, y la tenía, en cuestión de días los franceses serían los amos de Talavera y el ejército británico ya estaría bien de camino a Portugal y probablemente en Lisboa. Sharpe sabía que todavía la quería y se preguntaba qué pasaría si los agitados caminos de la guerra les volvían a reunir.
Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos y vio que un capitán del estado mayor entraba y le daba a Wellesley un papel sellado. Los oficiales hablaban, sacando temas de conversación de manera que Wellesley pudiera abrir el papel y hablar con el capitán en privado. Hill le hablaba a Sharpe del teatro Drury Lane. ¿Sabía que se había quemado en febrero? Sharpe sacudió la cabeza y sonrió, hizo los sonidos adecuados, pero miraba alrededor de la mesa, a los tres generales, a los aristócratas, y pensó en los orfanatos y prisiones que había conocido de niño. Recordaba el fétido cuartel donde dos hombres compartían el catre, las palizas, la lucha sin principios simplemente para seguir vivo. ¿Y ahora esto? Las velas bailaban en el aire, vino rico e intenso, y se preguntaba hacia dónde los llevaría el camino que habían de tomar mañana en el frío amanecer. Si Bonaparte había de ser vencido la marcha al día siguiente podría durar años antes de que terminara a las puertas de París.
El capitán se fue y Wellesley dio unos golpes sobre la mesa. Las conversaciones se cortaron y miraron a su general con nariz ganchuda que levantó el papel en el aire.
—Los austríacos han firmado la paz con Bonaparte. —Esperó a que se apagarán las exclamaciones—. Efectivamente, caballeros, estamos solos. Podemos esperar más tropas francesas, tal vez a Napoleón en persona, e incluso más enemigos en casa.
Sharpe pensó en Simmerson, ya de vuelta a casa, planeando conspirar en el Parlamento y en los salones llenos de humo de Londres contra Wellesley y el ejército británico en la Península.
—Pero, caballeros, hemos derrotado a tres mariscales este año, ¡así que dejemos que vengan los demás!
Los oficiales aporrearon la mesa y levantaron las copas. En la ciudad un reloj dio las ocho, y de repente, sir Arthur Wellesley se puso en pie y levantó su copa.
—Veo que los cigarros están aquí y que la velada continúa. Mañana partimos pronto, caballeros, así que, ¡por el rey!
Sharpe echó la silla hacia atrás, cogió la copa y se unió al murmullo.
—Por el rey, Dios lo bendiga.
Estaba otra vez sentado, esperando con placer el brandy y uno de los cigarros del general, cuando se dio cuenta de que Wellesley todavía estaba de pie. Se puso en pie, maldiciendo su falta de educación y esperando que los otros no se hubieran dado cuenta de que se había puesto rojo. Wellesley le estaba esperando.
—Recuerdo otra batalla, caballeros, que casi iguala nuestra reciente victoria en carnicería. Después de Assaye tuve que dar las gracias a un joven sargento; hoy saludamos al mismo hombre, ahora capitán.
Levantó su copa hacia Sharpe que estaba descompuesto de vergüenza. Vio a los oficiales que le sonreían, levantaban la copa hacia él, y bajó la mirada hacia el águila de plata. Le hubiera gustado que Josefina le viera en ese momento, que pudiera oír el brindis de Wellesley. Él apenas lo oyó a medias.
—Caballeros. Por el águila de Sharpe.