27

Acabado el informe, lo guardé bajo llave en el cajón de la mesa. Fui al parking, cogí el coche y puse rumbo al norte, hacia la casa que tenía Charlie en Missile Avenue. Dos casas más allá había una mansión que por motivos que ignoro recibía el nombre de Tranquilidad. Estacioné el vehículo delante de la misma y recorrí el resto a pie. La casa de Charlie constaba de dos pisos, de un revestimiento exterior a base de listones amarillos, de una techumbre a base de oscuras tejas cuadradas, y contaba con un mirador en la fachada y con un camino de acceso largo y angosto a la izquierda. Era la típica casa que aparecería con enfoque edificante en cualquier programa familiar de televisión, un programa que pudiera verse a las ocho de la noche y donde todo pareciera normal, saludable y apto para los niños.

No había rastro de su coche en el camino de acceso ni indicios de que hubiera nadie. Avancé hacia el garaje por el camino sin dejar de mirar por encima del hombro. Por no haber no había ni vecinos curiosos espiándome. Cuando llegué al garaje monoplaza, doblé la esquina y me pegué a la pared lateral para mirar por la ventana con las manos en las sienes. Estaba vacío: un banco de carpintero pegado a la pared del fondo, muebles viejos tapizados en linón, suciedad. Miré en derredor mientras me preguntaba de quién sería el coche negro y por qué la pasma no le había encontrado aún la pista. Si era capaz de llenar ese hueco, tendría cosas que contar a Con Dolan. Por lo menos tendría algo concreto.

Retrocedí hasta mi coche y me senté, que es una de mis ocupaciones favoritas. Estaba oscureciendo. Consulté la hora. Eran las siete menos cuarto y di un respingo al comprobarlo. Tenía unas ganas locas de tomar un vaso de vino y resolví dirigirme a casa de Nikki. Me había dicho que estaría en casa. Di la vuelta con el coche, tracé una U infractora del código, volví a Missile Avenue y de aquí pasé a la autopista, rumbo al norte. Me desvié en La Cuesta, donde enfilé hacia la playa por Horton Ravine, territorio feo donde los haya y que se denomina «zona residencial de lujo». Horton Ravine fue antaño de una sola familia, pero en la actualidad se ha fragmentado en parcelas de un millón de dólares donde se alzan las casas de los nuevos ricos. En Santa Teresa, Montebello representa el dinero «antiguo» y Horton Ravine el «nuevo», aunque nadie se toma muy en serio la distinción. Los ricos son ricos y todos sabemos lo que eso significa. Las carreteras que cruzan Horton Ravine son angostas y serpenteantes, sobrecargadas de árboles, y la única diferencia que yo apreciaba era que allí había casas visibles desde la carretera, mientras que en Montebello no. Accedí a Ocean Way y giré a la izquierda; la carretera discurría ahora en sentido paralelo a la costa y entre ella y los acantilados se alzaban propiedades de aspecto elegante.

Pasé ante la casa de John Powers sin advertirla casi, puesto que al visitarla había llegado desde otra dirección. Entreví un fragmento de techumbre casi al mismo nivel que la carretera. De pronto se me ocurrió algo, pisé el freno a fondo y me detuve en el arcén. Me quedé inmóvil un momento con el corazón acelerado a causa de la excitación. Apagué el motor, me guardé la automática en el bolsillo de los tejanos y cogí la linterna de la guantera. La encendí. La pila tenía aún para rato. Había poquísimas farolas en el lugar y las que alcanzaba a ver eran de adorno, tan apagadas como una litografía y arrojando ineficaces círculos de luz que apenas traspasaban la oscuridad. Salí del coche y lo cerré con llave.

No había aceras, sólo hiedra enmarañada a lo largo del arcén. Las casas estaban separadas entre sí por amplios espacios cubiertos de árboles y arbustos, orquestadas en aquel momento por grillos y otros insectos de canto nocturno. Fui andando por el arcén hasta la casa de Powers. No había ninguna edificación enfrente de ella. Tampoco circulaba ningún vehículo, en ninguna dirección. Me detuve. No veía luz en la casa. Anduve por el caminillo con la linterna encendida ante mí. Me pregunté si Powers estaría aún fuera de la ciudad y, de ser así, dónde estaban los perros. Si Charlie iba a estar dos días en Santa María, no los iba a dejar abandonados.

La noche era tranquila y el océano resonaba con tronidos reiterados, como una tormenta a punto de estallar. En el brumoso cielo nocturno sólo brillaba una tenue rebanada de luna. Hacía frío además y el aire olía a vegetación exuberante y a humedad. La luz de la linterna enfocó unas huellas de neumáticos y con un fogonazo repentino iluminó la valla blanca que hacía de puerta del garaje. Al otro lado vi el coche de John Powers, con el morro hacia el interior, y desde donde me encontraba comprobé que era de color negro. No me sorprendió. La valla blanca que hacía de puerta estaba cerrada con candado y me deslicé por el costado izquierdo del garaje, en dirección a la parte delantera de la casa. Enfoqué el coche con la linterna. Era un Lincoln. No supe decir de qué año, pero no parecía viejo. Comprobé el guardabarros izquierdo y vi que estaba intacto. Advertí que el corazón me comenzaba a galopar de miedo. El guardabarros derecho estaba abollado, el faro roto, el borde metálico se había doblado y separado y en el parachoques se apreciaba una ligera concavidad. Hice un esfuerzo por no pensar en Gwen en el momento del impacto. Imaginaba cómo debió de ser.

Oí un brusco chirriar de frenos en la carretera, el gemido agudo de un vehículo que reculaba a toda velocidad. En el momento de entrar el vehículo en el sendero de acceso, la escena quedó bañada por un diluvio de luz. Me encogí automáticamente al tiempo que apagaba la linterna. Si era Charlie, estaba perdida. Capté un reflejo azul. Mierda. Había llamado a Ruth. Había vuelto. Lo sabía. Los faros del Mercedes enfocaban de lleno el garaje y el coche de Powers era lo único que impedía que se me viese. Oí abrir y cerrar la portezuela del Mercedes y eché a correr.

Crucé el patio rozando apenas la hierba mal cortada. A mis espaldas oía el rumor casi imperceptible de los perros lanzados al galope. Empecé a bajar los estrechos peldaños de madera que conducían a la playa con los ojos deslumbrados todavía por el súbito resplandor de los faros. Me resbalé al poner el pie en un escalón y a punto estuve de caer al vacío. Sobre mi cabeza, a unos metros de distancia nada más, el perro negro inició el descenso entre gruñidos y jadeos, arañando los peldaños con las patas. Miré hacia atrás. Tenía al perro justo encima mismo de la cabeza. Sin pensármelo dos veces, di un salto, así una de sus huesudas patas delanteras y le propiné un fuerte tirón. El perro lanzó un aullido de sorpresa y le di un empujón, tirándolo a medias por el empinado terraplén rocoso. El otro perro se había puesto a gemir, maricona de cuarenta kilos, y siguió bajando las escaleras con estrépito. A punto estuve de perder el equilibrio, pero me enderecé agarrándome a la tierra que se desprendió en la oscuridad ante mí. Oía al perro negro arremeter contra la pared del acantilado, pero no encontraba punto de apoyo, por lo visto, y repetía la operación de manera incesante. Yo estaba prácticamente echada de costado, recorrí los últimos metros deslizándome y aterricé sobre la arena blanda. La pistola se me escapó de las manos y tanteé con desesperación hasta que mis dedos volvieron a cerrarse en torno de la culata. Hacía rato que había perdido la linterna. Ni siquiera recordaba cuándo se me había caído de la mano. El perro negro corría hacia mí otra vez. Aguardé hasta que de nuevo lo tuve prácticamente encima y entonces levanté un pie, le di una patada violentísima y descargué la pistola sobre su cabeza. Lanzó un grito agudo.

Estaba claro que no le habían enseñado a atacar. Yo contaba con la ventaja de saber que era un peligro para mí, mientras que él empezaba a hacerse una idea de lo traicionera que podía ser yo. Retrocedió ladrando. Calculé mis alternativas a toda velocidad. Hacia el norte, playa arriba, había kilómetros y kilómetros de acantilados, interrumpidos sólo por Harley's Beach, lugar excesivamente aislado para buscar refugio. Y al norte tenía al perro, que me cortaba el paso. A mi derecha, la playa acabaría por fundirse con la ciudad y el punto no podía estar a más de tres kilómetros. Empecé a retroceder, alejándome del perro. Este permanecía inmóvil, con la cabeza gacha y ladrando furiosamente. Las olas me bañaban los zapatos y me puse en movimiento levantando mucho los pies, retrocediendo hacia donde las olas rompían. El agua me subía ya por las piernas y me volví sin bajar el arma. El perro se removía con inquietud, aunque ahora ladraba sólo de vez en cuando. La siguiente sucesión de olas se estrelló contra mis rodillas, inundándome hasta la cintura. Abrí la boca para recuperarme de la súbita sensación de frío y miré atrás con un rescoldo de miedo al tiempo que divisaba a Charlie en lo alto del acantilado. Las luces exteriores de la casa estaban ya encendidas y su cuerpo musculoso aparecía perfilado por las sombras con la cara exenta de rasgos. Me miraba directamente.

Me impulsé hacia delante, medio arrojándome al agua que me llegaba ya por la cintura, para acercarme a las rocas del límite meridional de la playa. Alcancé las rocas en cuestión, resbaladizas y afiladas, masa de granito que se había desprendido del acantilado y caído al mar. Me encaramé a ellas a pesar de los tejanos empapados y que se me pegaban a las piernas, a pesar de los zapatos saturados de agua y a pesar de la pistola, que no me atrevía a soltar. Debajo de mí se sucedían el fango y los percebes de concha mellada. Resbalé una vez y algo me perforó los tejanos y se me clavó en la rodilla izquierda. Seguí avanzando y volví a pisar arena firme en un punto en que la playa se ensanchaba un poco.

Ya no veía la casa de Powers, al otro lado del recodo. Tampoco había rastro de los perros. Estaba segura de que no me habrían podido seguir aunque lo hubieran intentado, pero no las tenía todas conmigo en lo que afectaba a Charlie. Ignoraba si había bajado por las escaleras para seguirme por la playa o si se había limitado a esperar. Miré a mis espaldas con temor, pero la prolongación de la colina me ocultaba incluso la luz. Lo único que tenía que hacer Charlie era coger el coche y seguirme. Si seguía un trayecto paralelo al mío, me atajaría con facilidad en el otro extremo. Al final desembocaríamos los dos en Ludlow Beach, pero la verdad es que ya no podía retroceder. Harley's Beach era peor, estaba demasiado alejada de las farolas y de los residentes de los alrededores. Eché a correr en serio, sin saber cuánto me faltaba todavía. La ropa húmeda, fría y viscosa, se me ceñía al cuerpo, pero mi principal preocupación era la pistola. Ya se me había caído una vez y no ignoraba que las olas saladas le habían dado más de un baño mientras avanzaba hacia las rocas. No creía que se hubieran mojado los cartuchos, pero no estaba segura. La visibilidad había mejorado un poco, aunque en cualquier caso la playa estaba alfombrada de rocas y algas. Recé porque no me torciera un tobillo. Si no podía correr, Charlie me seguiría la pista sin problemas y yo no tendría escapatoria. Miré hacia atrás: no vi ni rastro de él y el rumor del oleaje apagaba los demás ruidos. No creía que andará por allí. Una vez que llegara a Ludlow Beach, tendría que ver más gente, coches que pasaban. El ímpetu de la carrera parecía frenar el miedo y la adrenalina me neutralizaba todas las sensaciones, salvo la necesidad de huir. No hacía viento, pero sí frío y estaba calada hasta los huesos.

La playa volvió a estrecharse y me vi corriendo con los pies en el agua, abriéndome paso con esfuerzo por entre el oleaje. Traté de orientarme, pero nunca había estado en un punto tan alejado. Columbré una escalera de madera que subía zigzagueando el acantilado que se alzaba a mi izquierda, blanco el pasamanos azotado por el viento y en contraste con la negra red de la vegetación que se pegaba al muro. Reseguí con los ojos el perfil superior del acantilado. Deduje que se trataba de Sea Shore Park, que abarcaba toda la orilla del precipicio. Un aparcamiento. Casas al otro lado de la carretera. Me sujeté al pasamanos y empecé a subir con las rodillas doloridas y el pecho a punto de reventar. Llegué a la cima, oteé el paisaje antes de asomar la cabeza y el corazón volvió a darme un vuelco.

El 450 SL de Charlie estaba allí mismo y vigilaba la valla con las luces encendidas. Me agaché y emprendí el descenso con un gemido quejumbroso en la garganta que no pude dominar. El pecho me ardía y tenía ya los pulmones en la boca. Volví a pisar la arena y eché a correr otra vez, a mayor velocidad. La arena era resbaladiza, demasiado blanda, y me desvié hacia la derecha, en busca de la arena mojada y sólida. Por lo menos estaba entrando en calor, ya que la ropa mojada me frotaba la piel y el agua me goteaba de las mechas de pelo apelmazadas por la sal. La rodilla izquierda me dolía y notaba que algo tibio descendía por la pernera del pantalón. No fue el rompeolas lo que interrumpió la playa en esta ocasión, sino la pared espantosa del acantilado, que se adentraba en la negrura del mar como una cuña en forma de tarta. Me adentré en pleno oleaje, notando el arrastre de la corriente submarina mientras rodeaba la punta. Ya podía ver Ludlow Beach. Casi me eché a llorar de alegría. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, me puse a correr otra vez, procurando conservar un ritmo soportable. Ya distinguía las luces y las manchas oscuras de las palmeras dibujadas sobre el cielo gris. Reduje la velocidad a un trote tranquilo para recuperar el aliento. Me detuve finalmente, doblándome por la cintura, con la boca seca y el sudor o el agua salada chorreándome por las mejillas. La cara me ardía y me escocían los ojos. Me sequé la boca con el dorso de la mano y reanudé la marcha, esta vez al paso, y el miedo volvió a apoderarse de mí hasta el extremo de sentir el golpeteo del corazón contra las costillas.

Aquel fragmento de playa era limpio y agradable, de un color gris claro, y se ensanchaba por la izquierda, punto por donde el acantilado se encogía y se transformaba en empinada falda montañosa y por fin en terreno llano que se fundía con la arena. Más allá divisé la alargada zona de estacionamiento y, al otro lado, la calle, muy iluminada, vacía, seductora. El parque de la playa cerraba a las ocho y supuse que el aparcamiento estaría cerrado también sin duda. No obstante, cuando vi el 450 SL de color azul claro sufrí un sobresalto: era el único coche en toda aquella extensión de asfalto vacío. Tenía las luces encendidas y éstas iluminaban las palmeras en sentido oblicuo. No podía alcanzar la calle sin que me viera. La oscuridad, que antes me había parecido que se disipaba, era ahora como un sudario. No podía ver con claridad. No podía distinguir nada en aquel neblinoso baño de negrura. A aquella distancia, las farolas callejeras me parecían absurdas, ridículas y crueles, no iluminaban nada y señalaban el camino hacia una seguridad que no estaba a mi alcance.

¿Y dónde estaba él? ¿Sentado en el coche, escrutando el parque con los ojos, esperando que apareciera ante él por ensalmo? ¿O fuera, entre los árboles más próximos a la playa?

Volví a avanzar hacia la derecha, introduciéndome otra vez en el mar. El agua helada, que congelaba la sangre, me llegaba hasta las rodillas. Allí le sería más difícil localizarme y, ya que no le podía ver, tampoco él me vería a mí. Cuando estuve lo bastante alejada de la orilla, me agaché y medio andando, medio a la deriva, avancé por sobre las onduladas profundidades que se abrían más allá de donde las olas comenzaban a encresparse. Me costó un mundo mantener en alto la pistola. Estaba obsesionada por aquel detalle, el brazo me dolía, los dedos se agarrotaban entumecidos. El pelo me flotaba alrededor de la cara igual que una gasa húmeda. Escudriñé la playa, sin ver nada apenas, atenta a la aparición de Charlie. Los faros del coche seguían encendidos. Nada. Nadie. Me había alejado unos doscientos metros del límite izquierdo del parking y ya estaba casi a la altura de la zona de servicios, pequeño oasis con palmeras y mesas para merendar, cubos de basura y cabinas telefónicas. Toqué fondo con el pie y adopté la posición erguida, sin dejar de deslizarme hacia la derecha. Charlie podía estar en cualquier sitio, oculto en cualquier sombra. Chapoteé hacia los bajíos con las olas abrazándome a la altura de las rodillas y luego descendiendo hasta dejar los zapatos al descubierto. Por fin pisé otra vez la arena húmeda y me dirigí aprisa hacia el parking, forzando la vista por si descubría a Charlie en la oscuridad. Él no podía mirar a todas partes a la vez. Me agazapé y escruté el terreno que tenía a la izquierda. Forzada a la inmovilidad, el miedo reanudó su labor en el punto en que la había abandonado, el hielo siguió extendiéndoseme por los pulmones y los latidos del corazón me llegaron hasta la garganta. Me quité los tejanos y los zapatos, con rapidez, en silencio.

Tenía la zona de servicios enfrente de mí: consistía en un barracón de piedra artificial y techo bajo, con las ventanas cerradas durante la noche. Avancé hacia la derecha por la arena polvorienta, hundiéndome hasta los tobillos, y teniendo que hacer más esfuerzos en tierra firme de los que había hecho en el agua. Di un salto. Allí estaba Charlie, apenas una mancha a mi izquierda. Volví a acuclillarme y me pregunté hasta qué punto sería visible. Me tendí boca abajo y empecé a avanzar con los codos. Alcancé la zona oscura de las palmeras, que incluso a aquella hora producían una sombra clara en contraste con el gris de la noche. Miré hacia la izquierda y volví a verle. Llevaba camisa blanca y pantalones Mgo más oscuros. Desapareció en las sombras, entre las palmeras que protegían formando un techo las mesas del merendero. A mis espaldas murmuraba el océano, silbante telón de fondo de aquel juego del gato y el ratón. A mi derecha había un cubo metálico de basura, de un metro de altura, y con tapa provista de bisagras.

Oí que arrancaba el coche de Charlie y me volví con sorpresa. Tal vez se marchaba. Tal vez había pensado que me había escabullido y corría a cortarme el paso en un punto más lejano de la playa. Mientras el coche maniobraba para dar la vuelta, me acerqué al cubo de basura, alcé la tapa de un tirón, salté el borde metálico y me hundí en un mar de vasos de plástico, sobras de merienda y basura. Forcejeé por hacerme sitio con la espalda, hundiendo las piernas desnudas en los desperdicios y frunciendo la nariz con asco. Con el pie derecho tocaba algo frío y viscoso y lo apoyé sobre algo caliente, como un montón de abono, bullente de bacterias. Me erguí un tanto y doblando el cuello espié por la rendija, ya que la tapa metálica no acababa de cerrarse a causa de la basura acumulada. El vehículo de Charlie avanzaba hacia mí con los faros apuntando directamente a mi escondrijo. Me encogí cuanto pude, el corazón me latía tan fuerte que los ojos se me salían de las órbitas.

Salió del coche sin apagar las luces. Agachada como estaba, aún veía una rendija de luz. Cerró el coche de un portazo. Oí el ruido de sus pies al arañar el cemento.

—Sé que no estás muy lejos, Kinsey —dijo.

Hice todo lo posible por no moverme. Por no respirar siquiera.

Silencio.

—No tengas miedo de mí, Kinsey. Oh, Dios mío, ¿es que aún no te has dado cuenta? —Hablaba con voz insistente, amable, persuasiva, dolida.

¿Me lo estaría imaginando todo? Parecía el mismo de siempre. Silencio. Oí que se alejaban sus pasos. Me fui incorporando con lentitud para espiar por el resquicio. Estaba de costado, a unos diez metros, inmóvil, de cara al océano. Volvió la vista y me agaché. Oí que sus pasos se aproximaban. Me encogí y alcé la pistola con manos trémulas. A lo mejor me había vuelto loca. A lo mejor tenía ganas de hacer el ridículo. Pero no me gustaba jugar al escondite. Lo hacía fatal de pequeña. Cada vez que se me acercaba alguien me delataba yo misma, porque me entraban deseos de mear por culpa de la tensión. Noté que me saltaban las lágrimas.

«Oh, no, Señor, ahora no», me dije, presa del pánico.

El miedo era como un dolor agudo. El corazón me dolía a cada latido y el eco estallaba en las sienes. Charlie tenía que oírlo. Tenía que saber ya dónde me encontraba.

Levantó la tapa. La luz de los faros del coche se reflejó en sus mejillas doradas. Me miró. Con la derecha empuñaba un cuchillo de carnicero con una hoja de veinticinco centímetros.

Le volé la tapa de los sesos.

La policía de Santa Teresa llevó a cabo una rápida investigación pero al final no se formuló ninguna acusación. En el expediente de Laurence Fife consta el informe que remití al responsable de la Dirección General de Investigaciones por haber disparado mi pistola «mientras actuaba dentro de los límites legales» de mi profesión. Consta asimismo una fotocopia del cheque que envié a Nikki por la parte intocada de los 5.000$ que me había anticipado. En total cobré 2.978,25$ por los servicios prestados en el curso de aquellos dieciséis días y creo que no estuvo mal.

Apretar el gatillo es algo que todavía me inquieta. Me ha situado en el mismo terreno que los soldados y los maníacos. Jamás me he propuesto matar a nadie. Aunque es posible que Gwen hubiera dicho lo mismo, y Charlie también. Me recuperaré, por supuesto. Volveré al trabajo dentro de un par de semanas, aunque ya no seré la Kinsey de antes. Me esfuerzo por llevar una vida sencilla, pero el plan no resulta nunca y al final siempre me quedo sola conmigo misma.

Atentamente,

Kinsey Millhone