26

Me vi reflejada en una de las paredes de espejo que había en el vestíbulo de Haycraft and McNiece. Parecía a punto de afrontar el último asalto: ojerosa, despeinada y con las mandíbulas prietas. Incluso Allison, con su camisa de piel con flecos en las mangas, pareció alarmarse al verme y su ensayada sonrisa de recepcionista pasó de los sesenta vatios habituales a veinticinco.

—Tengo que hablar con Garry Steinberg —dije con una entonación que indicaba que no iba a dejar que nadie me tosiera.

—Está en su despacho —dijo con apocamiento—. ¿Sabe cuál es?

Asentí y empujé las puertas batientes. Vi a Garry que se dirigía a su despacho por el estrecho pasillo interior, golpeándose el muslo con un puñado de cartas sin abrir.

—¿Garry?

Se volvió, la cara se le iluminó al verme y le comenzó a titilar.

—¿De dónde viene? Parece agotada.

—He estado al volante toda la noche. ¿Podemos hablar?

—Claro. Pase.

Entró en el despacho y cogió un montón de expedientes que había en la silla situada ante el escritorio.

—¿Le apetece un café? ¿Quiere que le traiga alguna cosa? —Puso el correo encima del archivador.

—Gracias, me encuentro bien, pero necesito verificar una corazonada.

—Adelante —dijo, tomando asiento.

—¿No me dijo usted hace un millón de años…?

—La semana pasada —dijo interrumpiéndome.

—Sí, creo que fue entonces. Usted dijo que se estaban informatizando las cuentas de Fife.

—Sí, lo informatizamos todo. Nos facilita muchísimo las cosas y también para el cliente es mejor. Sobre todo a la hora de pagar los impuestos.

—¿Y si se había metido mano a los libros?

—¿Quiere decir si se habían manipulado?

—Me lo ha quitado usted de la boca —dije con ironía—. ¿No se habría notado inmediatamente?

—Por supuesto. ¿Cree que Fife falseaba su contabilidad?

—No —dije con parsimonia—. Creo que era Charlie Scorsoni quien lo hacía. Forma parte de lo que le quería preguntar. ¿Habría podido quedarse con algún dinero de las propiedades a las que representaba?

—Desde luego. Es algo que puede hacerse y no cuesta mucho —dijo Garry con cara de quien cae en la cuenta—, aunque demostrarlo es un lío espantoso. En realidad depende de cómo lo hiciera. —Meditó unos instantes, al parecer dándole vueltas a la idea. Se encogió de hombros—. Por ejemplo, pudo abrir una cuenta especial o una cuenta con beneficiario doble para todas las propiedades; tal vez dos o tres cuentas falsas dentro de la general. Se recibe una importante cantidad en concepto de beneficios, se separa una parte y se ingresa en una cuenta falsa.

—¿Pudo haber advertido Libby alguna anomalía?

—Naturalmente. Tenía talento para estas cosas. Habría tenido que buscar el origen de los beneficios en el Moody's Dividend Book, que detalla el valor de los dividendos de cada compañía. Luego, si algo no casaba, pudo haber solicitado información, saldos bancarios, listas de cheques cancelados, cosas por el estilo.

—Entiendo. Lyle me dijo la semana pasada que por entonces hubo muchas llamadas telefónicas y que un abogado se presentaba para cenar. Hasta que se me ocurrió que Charlie pudo haber ideado un asuntillo con ella para que le tapase los agujeros…

—A lo mejor le ofreció una parte —dijo Garry.

—Dios mío. ¿Habría hecho eso Libby?

Garry se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? ¿Lo hacía él?

Me quedé mirando la superficie de la mesa.

—Yo creo que sí —dije—. Mire, todos dijeron que estaba liada con un abogado de Santa Teresa y todos supusimos que se trataba de Fife porque los dos murieron del mismo modo. Pero si lo de las cuentas falsas es cierto, necesito pruebas. ¿Tiene todavía los expedientes en casa?

—No, volví a traerlos. Pensé que podría echarles un vistazo durante la comida. He estado picoteando un poco de queso fresco, pero eso no es comer para mí, así que pensaba comer fuera. Los traje ayer, pero no he parado desde entonces. Ahora que lo dice, creo que Libby estaba ocupada con esa cuenta cuanto murió porque la policía encontró su maletín en casa. —Me dirigió una mirada inquisitiva—. ¿Por qué sospecha usted de él?

Cabeceé.

—Lo ignoro. Se me ocurrió de pronto y vi que encajaba. Charlie me dijo que Fife se marchó a Los Ángeles la semana antes de morir, pero creo que no es verdad. Creo que fue Charlie quien hizo el viaje y que tuvo que ser un par de días antes de la muerte de Laurence. Libby tenía en casa un frasquito con tranquilizantes y creo que él cambió algunas píldoras, todas quizá, no sé. Nunca lo sabremos.

—Qué barbaridad. ¿También mató a Fife?

Negué con la cabeza.

—No, ya sé quién mató a Fife. Lo que pienso es que Charlie descubrió una manera de salir bien librado. Es posible que Libby no aceptara el juego o que le amenazara con denunciarle. Aunque no tengo ninguna prueba, ni de lo uno ni de lo otro.

—Bueno, ya aparecerán —dijo con talante tranquilizador—. Si existen, las encontraremos. Empezaré a revisar los expedientes esta misma tarde.

—Estupendo —dije—. Y muchas gracias.

—Pierda cuidado.

Nos dimos la mano por encima de la mesa.

En el camino de vuelta a Santa Teresa me negué en redondo a pensar en Gwen. Pensar en Charlie Scorsoni ya era bastante deprimente de por sí. Tendría que comprobar dónde había estado en el momento de la muerte de Sharon, aunque no le habría costado mucho registrarse en el hotel de Denver, tomar un vuelo directo a Las Vegas, averiguar mi paradero por mi servicio mensafónico, dar con mi motel y seguirme hasta el Fremont. Pensé en Sharon, en aquel momento, en la cafetería, en que me pareció que había visto a alguien que conocía. Según ella, había sido el encargado que le decía por señas que se le había terminado el descanso, pero yo estaba convencida de que mentía. Charlie pudo haberse presentado en aquel instante y haber retrocedido al verme. Puede que ella pensara que él se había dejado caer por allí para entregarle el dinero. Yo estaba hasta cierto punto convencida de que ella le había estado sonsacando la guita, pero una vez más tenía que comprobarlo. Sharon tenía que saber que Fife nunca había estado liado con Libby Glass. Era Charlie el que había estado viajando a Los Ángeles para arreglar la contabilidad. Sharon tuvo que tener la boca cerrada durante el proceso, escuchó un montón de mentiras, esperó la ocasión propicia y al final sacó partido de toda la información de que disponía. También cabía la posibilidad de que Charlie Scorsoni no supiera dónde estaba ella y de que hubiera sido yo quien le hubiera conducido hasta su misma puerta. Yo era consciente, como lo había sido mientras se desarrollaban los acontecimientos, de que buena parte del caso parecía una acumulación de hipótesis descabelladas, pero intuía que estaba en el buen camino y todo era cuestión ya de hacer ciertas averiguaciones para corroborar esas hipótesis.

Si Charlie había matado a Gwen en el accidente de tráfico, por fuerza tenía que haber más de una manera de demostrarlo: pelo y fibras en el parachoques del vehículo, que sin duda habría sufrido algún desperfecto susceptible de repararse; manchas de pintura y fragmentos de vidrio en las ropas de Gwen. Incluso era posible que alguien hubiese presenciado el accidente. Mucho más inteligente habría sido que Charlie no hubiese hecho movimiento alguno, que se hubiese quedado quieto y con la boca cerrada, sin llamar la atención. Después de los años transcurridos, no hay duda de que habría sido imposible reconstruir el caso. Había cierta arrogancia en su conducta, indicios de que se consideraba demasiado astuto, demasiado rápido para que lo atraparan. Nadie era tan eficaz. Sobre todo a la velocidad a que se había estado moviendo en los últimos días. Por fuerza tenía que cometer errores.

¿Y por qué no remontarse al fraude del comienzo? Tuvo que tratar a toda costa de que Laurence Fife no lo descubriera. Pero aunque lo hubiera descubierto, aun en el caso de que le hubieran cogido con las manos en la masa, no creía yo que Laurence lo hubiera entregado a la justicia. Por muy mezquino que fuera en su vida privada, yo sabía que en punto al trabajo había sido honrado a carta cabal. No obstante, Charlie era su mejor amigo y los dos tenían un largo pasado en común. Tal vez lo advirtiese seriamente o le diera un pescozón, puede que incluso disolviera la sociedad. Pero no creía yo que Charlie hubiese estado en peligro de ir a la cárcel o de perder la licencia para ejercer su oficio. No cabe duda de que no se habría visto con el agua al cuello ni habría perdido lo que había obtenido con tanto esfuerzo. Habría perdido el buen concepto en que le tenía Laurence Fife y es posible que también su confianza, pero eso tenía que haberlo sabido desde el instante en que abriera el saco de la avaricia. Lo cojonudo del caso es que, en nuestros días, un delincuente de cuello blanco se puede convertir en una celebridad, en un héroe, puede aparecer en las entrevistas de la televisión y escribir libros que se venderán como churros. ¿Por qué apurarse, pues? La sociedad perdona todo salvo el homicidio. Es difícil encogerse de hombros ante un homicidio y cuesta mucho aceptar explicaciones y justificaciones, y así como Charlie, antes de cometer el primero, habría podido salir manchado pero incólume, ahora se encontraba en un apuro de mil demonios y las cosas se le ponían cada vez peor.

Ni siquiera intenté justificar su relación conmigo. Me había tratado como a una imbécil, tal como había hecho con Libby Glass, pero ésta era inocente y ello la disculpaba, mientras que yo había tropezado y caído. Hacía mucho tiempo que no me interesaba por nadie, mucho tiempo que no corría un riesgo así y ya había invertido demasiado. Ahora tenía que cerrar de golpe la puerta de los sentimientos y seguir adelante, aunque no me va esta clase de proceder.

Al llegar a Santa Teresa me fui directamente al despacho con el puñado de facturas que había cogido de casa de Sharon Napier. Por vez primera comenzaba a creer que podían tener importancia. Las revisé con una fría curiosidad que pese a todo se me antojó un tanto necrófila. La joven estaba muerta y me parecía obsceno comprobar ahora que había comprado ropa interior que no había pagado, y cosméticos, y zapatos. Se había retrasado un mes en el pago de los servicios básicos y había reclamaciones varias de empresas pequeñas, por ejemplo de su gestoría, de un especialista en la columna y de un balneario del que era asidua. Visa y Mastercard se habían puesto insoportables y American Express exigía la devolución de la tarjeta sin apelación posible, pero lo que más me llamó la atención fue la factura del teléfono. Con el prefijo de Santa Teresa se habían efectuado tres llamadas en marzo, cantidad no excesiva pero reveladora. Dos se habían hecho al despacho de Charlie Scorsoni, ambas el mismo día, con diez minutos de diferencia. No identifiqué en el acto el tercer número al que había llamado, pero vi que constaba la misma centralita de Santa Teresa. Cogí la guía clasificada: el número correspondía a la casa que John Powers tenía en la playa.

Llamé a Ruth sin darme tiempo para titubear. Lo más probable era que Charlie no le hubiese contado que habíamos roto. No me lo imaginaba confiando sus asuntos privados a nadie. Si estaba en el trabajo, tendría que pensar aprisa y no tenía muy claro lo que me proponía decir. La información que necesitaba la tenía Ruth.

Scorsoni and Powers —canturreó la secretaria.

—Hola, Ruth. Soy Kinsey Millhone —dije con un nudo en la garganta—. ¿Está Charlie?

—Ah, hola, Kinsey. Pues no, no está —dijo con entonación de quien lo lamentaba un poco por mí—. Está en Santa María, asistiendo a un juicio que le tendrá un par de días ocupado.

Gracias a Dios, me dije, y tomé una profunda bocanada de aire.

—Bueno, a lo mejor me puede ayudar usted —dije—. Estaba revisando las facturas de una cliente y todo parece indicar que llamó a Charlie en cierto momento. ¿Recuerda por casualidad si le llamó alguien un par de veces hace seis semanas, ocho tal vez? Fueron dos conferencias y el nombre de quien llamó es Sharon Napier.

—Ah, la que trabajó con él. Sí, lo recuerdo. ¿Qué quiere saber exactamente?

—Bueno, las facturas no me indican si efectivamente habló con él o no. Parece que llamó un viernes, el veintiuno de marzo. ¿Le suena?

—Sí, desde luego —dijo Ruth con sentido de la eficacia—. Preguntó por él, pero él se encontraba en la casa del señor Powers. Ella insistió y la puse con su despacho, pero no me pareció oportuno darle el otro número sin consultarlo con él, así que le dije que volviera a llamar más tarde, lo llamé entonces a la playa para consultárselo y él me dijo que no había inconveniente. No pasa nada, ¿verdad? Espero que no la haya contratado esa mujer para fastidiarle o algo parecido.

Me eché a reír.

—Por el amor de Dios, Ruth, ¿le haría yo una cosa así a Charlie? Es que en la factura he visto el número de John Powers y pensé que a lo mejor había hablado con él y no con Charlie.

—No, no. El señor Powers estuvo fuera de la ciudad aquel fin de semana. Alrededor del veintiuno se suele marchar un par de días. Lo tengo bien apuntado en la agenda. El señor Scorsoni estuvo ocupándose de los perros.

—Claro que sí, eso lo explica todo —dije con indiferencia—. Me ha prestado usted un gran servicio, de verdad. Lo único que me falta comprobar ahora es aquel viaje a Tucson.

—¿A Tucson? —dijo Ruth. En su voz acababa de aparecer la duda, ese tono protector que las secretarias suelen adoptar cuando de pronto se les ocurre que la otra persona les está haciendo preguntas a las que no hay que responder—. ¿De qué se trata, Kinsey? Le podría prestar otro gran servicio si me explicase usted qué tiene que ver esto con su cliente. El señor Scorsoni es muy estricto con estas cosas.

—No, por favor, se trata de un asunto distinto. Y lo puedo comprobar por otros medios, así que no se preocupe. Siempre doy un toque a Charlie cuando vuelve y le hago preguntas.

—En ese caso, puedo darle el número de su motel de Santa María si quiere hablar con él personalmente —dijo. Trataba de estar en los dos frentes, serme de ayuda si mis preguntas eran inocentes y ayudar a Charlie si no lo eran, pero arrimando el ascua a su sardina en cualquier caso. Era muy hábil pese a ser una señora mayor.

Anoté el número sin tenerlas todas conmigo, ya que sabía que no iba a llamarle, aunque contenta por tenerlo bajo control. Quise decir a Ruth que no hiciera comentarios sobre mi llamada, pero sin pillarme los dedos se me antojaba imposible. Mi única esperanza era que Charlie no llamase a Ruth demasiado pronto. Si ésta le contaba lo que yo había preguntado sabría inmediatamente que andaba tras él y no le gustaría ni un pelo.

Llamé a Dolan, a Homicidios. No estaba, pero dejé recado, subrayando que era «importante», de que me llamase cuando volviera. Llamé a Nikki, a su casa de la playa, y contestó al tercer timbrazo.

—Hola, Nikki, soy yo —dije—. ¿Va todo bien?

—Sí, sí, estamos bien. Aún no me he recuperado del todo de la impresión que me causó la muerte de Gwen, aunque sé que ya no tiene remedio. Jamás tuve trato con esta mujer y todavía me avergüenzo de ello.

—¿Te dio Dolan algún detalle? Acabo de llamarle, pero no está.

—No muchos —dijo—. Estuvo muy grosero. No creí que fuera tan animal. Lo único que me dijo fue que el coche que la atropello era negro.

—¿Negro? —dije con incredulidad. Había pensado en el Mercedes azul claro de Charlie y esperaba algún detalle que lo confirmara—. ¿Estás segura?

—Es lo que me dijo ese hombre. Supongo que habrán investigado en las casas de coches usados y en los garajes, pero hasta ahora no han encontrado nada.

—Qué raro —dije.

—¿Te apetece salir y echar un trago? Me gustaría saber lo que pasa.

—Más tarde quizás. Estoy tratando de aclarar un par de cabos sueltos. Ya te contaré. Aunque a lo mejor me puedes ayudar en una cosa. ¿Recuerdas la carta que te enseñé y que había escrito Laurence…?

—Sí, la que envió a Libby Glass —dijo en el acto, interrumpiéndome.

—Esa misma. Pues estoy casi convencida de que no la envió a Libby Glass, sino a Elizabeth Napier.

—¿A quién?

—Ya te contaré. Sospecho que era con Elizabeth Napier con quien estaba liado cuando se casó con Gwen. Era la madre de Sharon Napier.

—El muy sinvergüenza —dijo, comprendiendo por fin—. Y tanto, desde luego que sí. Nunca me contó la aventura con detalles. Todo muy complicado. Lo sé porque me lo contó Charlotte Mercer, pero nunca supe el nombre de ella. Mierda, tuvo que ser allá en Denver, a poco de abandonar la facultad de derecho.

Vacilé.

—¿Crees que alguien más pudo saber lo de la carta? ¿Que alguien más pudo tener acceso a ella? En otras palabras, ¿pudo haber sido Gwen?

—Supongo —dijo—. Charlie también, sin duda. Charlie trabajaba de pasante en el bufete que representaba al marido en aquel divorcio y por lo que me contaron escamoteó la carta.

—¿Qué?

—Que la robó. Estoy convencida de que fue esa carta. ¿No te he contado cómo acabó? Charlie escamoteó la carta, eliminó todas las pruebas, por eso terminó en acuerdo privado. No jugó muy limpio que digamos, pero sacó a Laurence del aprieto.

—¿Y qué fue de la carta? ¿Se la quedó Charlie?

—No lo sé. Siempre he pensado que se destruyó, pero imagino que, si se la quiso quedar, no encontraría ningún problema. El pastel no se descubrió nunca y no creo que el abogado del marido le pasara por la cabeza. Ya sabes cuántas cosas desaparecen en los despachos. Es probable que se despidiera a alguna secretaria.

—¿Habría podido Gwen prestar declaración en este sentido?

—Pero ¿quién te figuras que soy? ¿El fiscal del distrito? —dijo riéndose—. ¿Cómo quieres que sepa lo que Gwen sabía?

—Bien, el caso es que ahora tiene la boca cerrada —dije.

—Ya —dijo y adiviné que se le había desvanecido la sonrisa inmediatamente—. No me gusta lo que dices. Es una idea espantosa.

—Te contaré el resto cuando nos veamos. Si estoy en situación de visitarte, te llamaré antes para ver si estás en casa.

—Aquí estaré. Intuyo que estás haciendo progresos.

—A toda velocidad —dije.

Su despedida me sonó confusa y la mía fue muy breve.

Saqué de la funda la máquina de escribir y confié al papel todo lo que sabía hasta confeccionar un informe largo y detallado. Acababa de ensamblar otra pieza en el caso. La noche en que se forzó la puerta del sótano era Charlie y no Lyle quien estaba poniendo la carta entre las pertenencias de Libby, con la esperanza de que yo la encontrara, con la esperanza de apuntalar su versión sobre el «lío» de Laurence Fife con Libby Glass. Lo cual explicaba también sin duda el que la llave de la casa de la joven se hubiese encontrado en el llavero que Laurence Fife tenía en el despacho. Tampoco le habría resultado difícil a Charlie ponerla allí. Seguí tecleando, agotada pero decidida a vomitarlo todo. En el fondo pensaba que se trataba de una garantía, de una póliza de seguros, aunque no tenía muy claro qué clase de protección necesitaba. Tal vez ninguna. Tal vez no necesitaba ninguna protección, me dije. Según comprobé más tarde, estaba equivocada.