Cerré la puerta de mi casa y traté de ponerme al habla con Nikki, llamándola a la casa de la playa. El teléfono sonó ocho veces colgué y me puse a pasear por la habitación con una sensación desapacible en el pecho. Algo no encajaba. Algo marchaba mal y era incapaz de decir qué. No tenía la impresión de haber cerrado el caso. Ninguna en absoluto. La cosa tenía que haber finalizado allí mismo. La catarsis, la escena culminante. Me habían contratado para averiguar quién había matado a Laurence Fife y lo había averiguado. Fin. The End.
Pero me quedaba medio caso por resolver y un sinfín de cabos sueltos. Gwen había matado a Laurence mitad con premeditación, mitad por impulso, pero el resto no pegaba ni con cola. ¿Y por qué diantres no estaba cada pieza en su sitio? No me imaginaba a Gwen matando a Libby Glass. Gwen llevaba odiando a Laurence Fife muchos años, tal vez había titubeado ante distintas formas de acabar con él, incluso cabía la posibilidad de que en el fondo no pensara cometer realmente el crimen, de que en el fondo no creyera en su capacidad para cometerlo. Había pensado en el método de las adelfas y de pronto había visto una manera de aplicarlo. La oportunidad perfecta se había presentado por sí sola y había puesto manos a la obra. La muerte de Libby Glass no había podido planearse tan fácilmente, ni por el forro. ¿Cómo se había enterado Gwen de su existencia? ¿Cómo había sabido su paradero? ¿Cómo había entrado en aquel apartamento? ¿Y cómo había podido confiar en que la víctima se estuviese medicando? Tampoco me imaginaba a Gwen trasladándose a Las Vegas. No me la imaginaba matando a Sharon a sangre fría. ¿Por qué? ¿Con qué objeto? La muerte de Laurence había saldado la vieja deuda, había liquidado el odio y resentimiento que había entre los dos, pero ¿por qué eliminar las otras? ¿Chantaje? ¿Miedo a que la descubriesen? Tal vez en el caso de Sharon, pero ¿y en el de Libby Glass? La perplejidad de Gwen me había parecido totalmente sincera. Como el haber negado toda responsabilidad en la muerte del perro. No olvidaba el extraño dejo de dignidad ofendida que había vibrado en su voz. No tenía sentido.
A menos que hubiera otra persona por medio. Otra persona con las manos ensangrentadas.
Sufrí un escalofrío.
Santo Dios. ¿Lyle? ¿Charlie? Tomé asiento sin dejar de parpadear y con la mano en la boca. Me había hecho a la idea de que una sola persona era responsable de las tres muertes, pero quizás estaba equivocada. Tal vez fuera otra la solución. Me puse a meditar. Gwen había matado a Laurence Fife. ¿Y si otra persona había descubierto el primer asesinato y lo había aprovechado? La ocasión era parecida, el método era idéntico. Tenía que parecer, desde luego, que todo formaba parte de un plan único.
Pensé en Lyle. Pensé en su cara, en sus ojos extraños e imperceptiblemente desparejos: taciturnos, vigilantes, agresivos. Había dicho que había estado con Libby tres días antes de que ésta muriera. Yo sabía que había estado al corriente de la muerte de Laurence. No era hombre inteligente, pero podía haberlo hecho imitando el ardid de otro; incluso emporrado.
Llamé a mi servicio mensafónico.
—Me voy a Los Ángeles —dije—. Si llama Nikki Fife, quiero que le den el número de teléfono del motel La Hacienda de esta ciudad y que le digan que se ponga en contacto conmigo urgentemente. A ella sola y a nadie más. No quiero que se sepa que estoy fuera. Llamaré de vez en cuando para recoger los restantes recados, si los hay. Usted limítese a decir que estoy muy ocupada y que no sabe dónde me encuentro. ¿Entendido?
—Entendido, señorita Millhone. Así lo haré —dijo la empleada con amabilidad y colgó. La madre que la hizo. Si llego a decirle: «Hágase cargo de las llamadas, voy a rebanarme el pescuezo», me habría contestado con la misma cordialidad neutral.
Me sentó bien el viaje a Los Ángeles, tranquilo y sosegador. Eran las nueve pasadas y no había mucho tráfico en la sureña carretera, sumida en las sombras del anochecer. A mi izquierda, las lomas encorvaban y ondulaban la giba cubierta de vegetación de escasa altura; no había árboles ni rocas. A mi derecha, prácticamente al alcance de la mano, rugía el océano, negro como la pez salvo por los rizos blancos del oleaje que relumbraba aquí y allá. Dejé atrás Summerland y Carpintería, dejé atrás los pozos de petróleo y la central eléctrica, engalanada con lucecitas como un escaparate en Navidad. Había algo apaciguador en el hecho de no tener que preocuparse de nada salvo de no tener un accidente y matarse. Dejaba la cabeza libre para pensar en otras cosas.
Había cometido un error, hecho una suposición falsa y me sentía una novata. Por lo demás, mi suposición era idéntica a la de los demás: el mismo M. O. (modus operandi), el mismo asesino. Pero mi punto de vista había cambiado. Me parecía ahora que la única explicación plausible era que otra persona había matado a Libby Glass; y también a Sharon.
Crucé Ventura, Oxnard y Camarillo, donde se encontraba el manicomio provincial. Me han dicho que hay menos inclinación a la violencia entre los locos internados que entre los ciudadanos que andan sueltos y me lo creo. Pensé en Gwen sin sobresaltos ni desilusiones, dejando que la mente diera saltos aleatorios hacia delante y hacia atrás. En cierto modo me sulfuraban más los delitos menores de una Marcia Threadgill, que los perpetraba por una miseria, sin otra motivación que la avaricia pura. Me pregunté si no sería Marcia Threadgill el nuevo modelo de moralidad en relación con el cual tendría que juzgar los pecados restantes en lo sucesivo. El odio podía entenderlo: la necesidad de venganza, la satisfacción de deudas antiguas. Al fin y al cabo, la idea de «justicia» giraba alrededor del ajuste de cuentas.
Remonté la gran colina por la que se accede a Thousand Oaks y comprobé que el tráfico aumentaba. A ambos lados de la carretera había parcelas con casas y, más allá, avenidas comerciales de bote en bote. El aire de la noche era húmedo y dejé las ventanillas bajadas. Busqué el maletín en el asiento trasero y manipulé el cierre. Me guardé la pequeña automática en el bolsillo de la cazadora, donde advertí que guardaba un montón de papeles. Los saqué para mirarlos. Eran las facturas de Sharon Napier. Al salir de su casa me las había metido en el bolsillo y ni se me había ocurrido pensar en ellas desde entonces. Tendría que revisarlas. Las dejé en el otro asiento delantero y miré la hora bajo la lluvia helada de las luces de la autopista. Eran las diez y diez; me quedaban aún cuarenta y cinco minutos de volante, tal vez más habida cuenta del tráfico que encontraría en las carreteras secundarias cuando dejase la autopista. Pensé en Charlie y me pregunté si no habría reventado una relación maravillosa. No me parecía hombre de los que perdona y olvida, aunque eso nunca se sabe. Era mucho más flexible que yo, eso estaba claro.
Los pensamientos se sucedían sin orden ni concierto. Lyle había tenido conocimiento de mi viaje a Las Vegas. No tenía muy claro el papel que jugaba Sharon en todo aquello, pero ya lo averiguaría. El chantaje seguía antojándoseme lo más probable. En cuanto a la carta, ni idea. ¿Cómo la habría obtenido Libby? ¿O era ella la destinataria? A lo mejor eran compinches Lyle y Sharon. Tal vez la consiguiera Lyle a través de ella. A lo mejor estaba poniéndola entre los efectos personales de Libby y no tratando de llevársela. Si se corroboraba la idea de que había habido un vínculo romántico entre Libby y Laurence Fife, era él quien salía ganando. Él sabía que yo iba a volver para llevarme las cajas. Había tenido tiempo de sobra para llevársela porque para ver a Diane yo había tenido que hacer noche en la carretera. A lo mejor había cronometrado al segundo la operación para estimular mi curiosidad a propósito de algo que habría podido pasarse por alto.
Dejé de centrarme en aquello y pensé en el teniente Dolan con una ligera sonrisa. Estaba convencidísimo de que Nikki había matado a su marido, satisfecho incluso. Tendría que llamarle cuando volviera. Pensé en Lyle otra vez. No quería verle aquella noche. No era tan listo como Gwen, pero podía resultar peligroso. Si es que se trataba de él. Por cierto, no quería precipitarme una vez más a la hora de sacar conclusiones.
Me inscribí en La Hacienda a las once y cinco, fui directamente a la habitación número 2 y me metí en la cama. A cargo de la recepción estaba la madre de Arlette. Está el doble de gorda que la hija.
Por la mañana me duché y me puse la ropa de la víspera y fui tambaleándome hasta el coche para recoger el neceser que llevo en el atestado asiento de atrás. Volví al cuarto, me cepillé los dientes —oh, bendito descanso— y me pasé el peine por el pelo. Fui a una cafetería que hay en el cruce entre Wilshire y Bundy y pedí huevos revueltos, salchichas, una tostada con queso, café y zumo de naranja natural. Quien inventó el desayuno se apuntó un buen tanto para la posteridad.
Volví a La Hacienda y vi que Arlette sacaba por la puerta un brazo descomunal que me hizo una seña. Tenía la caraza enrojecida, la boina de rizos rubios en desorden y los ojos encogidos hasta la invisibilidad por culpa de los hinchados mofletes. Me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que le viera el cuello. Pero me caía bien, aunque tenía el genio cagado a veces.
—Te llama una mujer por teléfono y parece muy alterada. Le he dicho que estabas fuera, pero me ha contestado que te busque. Menos mal que has vuelto —dijo, sin aliento casi y respirando con dificultad.
No la había visto tan nerviosa desde que descubrió que todos los pantis que había en el mercado eran de talla única. Entré en recepción con una Arlette jadeante y pegada a mis talones. El auricular descansaba sobre el mostrador y lo cogí.
—Diga.
—¿Kinsey? Soy Nikki.
Está muerta de miedo, pensé automáticamente.
—Te llamé anoche, pero no estabas —dije—. ¿Ocurre algo? ¿Estás bien?
—Gwen ha muerto.
—Pero si estuve hablando con ella anoche —dije sin comprender. Suicidio. Se había suicidado. Mierda, mierda, me dije.
—Ha sido esta mañana. Un coche que se largó. Lo han dicho en las noticias. Estaba haciendo footing por Cabaña Boulevard, la atropellaron y el conductor se dio a la fuga.
—No me lo creo. ¿Estás segura?
—Totalmente. Te llamé y en tu servicio mensafónico me dijeron que estabas fuera. ¿Qué haces en Los Ángeles?
—Tengo que comprobar algo aquí, pero estaré de vuelta esta misma noche —dije, pensando a toda velocidad—. Escucha, ¿por qué no tratas de enterarte de los detalles?
—Lo intentaré.
—Llama al teniente Dolan de Homicidios. Dile que vas de parte mía.
—Homicidios —dijo, sobresaltada.
—Nikki, es policía. Está al tanto de lo que pasa. Y es posible que no haya sido un accidente, así que toma nota de lo que él te diga, yo te llamaré en cuanto llegue.
—Está bien, como quieras —dijo en tono dubitativo—. Veré qué puedo hacer.
—Gracias —y colgué.
—¿Ha muerto alguien? —preguntó Arlette—. ¿Alguien que conocías?
La miré a los ojos sin reconocerla. ¿Por qué Gwen? ¿Qué había sucedido?
Me siguió al exterior y hasta la puerta de mi cuarto.
—¿Puedo hacer alguna cosa? ¿Necesitas algo? Tienes un aspecto horrible, pareces un fantasma.
Cerré la puerta nada más entrar. Recordé la última imagen de Gwen, de pie en la calle, con la cara pálida. ¿Había sido un accidente? ¿Una casualidad? Los acontecimientos se sucedían muy aprisa. Alguien comenzaba a tener miedo y por motivos que yo no acababa de comprender.
Una solución posible se encendió y apagó en mi cabeza. Me quedé inmóvil mientras la revisaba otra vez, como en esas películas donde se repite una escena del principio. Podría ser que sí. Podría ser que no. No tardaría en reunir todas las piezas. Todo tenía que encajar.
Lo puse todo en el asiento trasero del coche sin molestarme siquiera en pagar la cuenta. Ya enviaría un giro a Arlette por los malditos doce dólares.
Fui hasta Valley como en una pesadilla, con el coche avanzando automáticamente, ya que no presté atención ni a la carretera ni al sol ni al tráfico ni al smog. Cuando llegué a la casa de Sherman Oaks donde Lyle trabajaba de paleta, vi su destartalada camioneta aparcada delante. No tenía tiempo que perder y estaba harta de rodeos. Cerré con llave el coche, recorrí el camino de entrada y rodeé el edificio para acceder a la parte trasera. Lo vi antes de que él me viera a mí. Estaba inclinado sobre un montón de ladrillos, tejanos descoloridos, chirucas, sin camisa, un cigarrillo en la comisura.
—Lyle.
Se volvió. Había sacado la pistola y le apuntaba sosteniéndola con las dos manos, las piernas separadas, dispuesta a todo. Se quedó inmóvil y sin decir ni pío. Sentía frío y me notaba la voz tensa, pero no desvié la pistola ni un milímetro.
—Quiero respuestas y las quiero ya —dije. Lo vi mirar hacia la derecha. Había un martillo en el suelo, pero no hizo el menor movimiento.
—Atrás —dije, avanzando despacio, hasta que me situé entre él y el martillo. Hizo lo que le había dicho y sus ojos azul claro volvieron a clavarse en los míos al tiempo que levantaba las manos.
—No quiero matarte, Lyle, pero no dudaré en hacerlo.
Por una vez no me pareció taciturno, tímido o arrogante. Me miraba con fijeza y con la primera muestra de respeto que advertía en él.
—Tú mandas —dijo.
—No te hagas el listo conmigo —le solté—. No estoy de humor. Siéntate en la hierba. Allí. Y no muevas un músculo hasta que te lo diga.
Se acercó con sumisión a un pequeño espacio cubierto de hierba y tomó asiento, con los ojos clavados en los míos todo el rato. Reinaba el silencio y alcanzaba a oír el piar imbécil de los pájaros; estábamos solos al parecer y lo prefería así. Sostenía la pistola con el cañón apuntándole al pecho y rezaba porque las manos no me temblasen. El sol pegaba fuerte y le hacía entornar los ojos.
—Háblame de Libby Glass —dije.
—Yo no la maté —replicó con nerviosismo.
—Eso no me interesa. Quiero saber qué pasó. Quiero saber qué me has ocultado. ¿Cuándo la viste por última vez?
No respondió.
—¡Contesta!
No tenía ni el aplomo ni la inteligencia de Gwen. La pistola le ayudó a refrescarse las ideas.
—El sábado.
—El día que murió, ¿no?
—Exacto, pero yo no fui. Fui a verla, tuvimos una pelea fuerte y se puso muy nerviosa.
—Vale, vale. Ahórrame la ambientación. ¿Qué más?
Guardó silencio.
—Lyle —dije en son de amenaza.
Los músculos de la cara parecieron contraérsele como una bolsa de plástico y se echó a llorar. Se cubrió la cara con las manos con dramatismo. Estuvo así un buen rato. Si al presentarme allí había metido la pata, la había metido en todo lo demás. No podía dejarle escapar.
—Cuéntamelo —dije con entonación neutral—. Tengo que saberlo.
Me pareció que tosía, pero me di cuenta de que se trataba de sollozos. Encogido, débil y pequeño, habría podido pasar por un niño de nueve años.
—Le di un tranquilizante —dijo con congoja—. Fue ella quien me lo pidió, encontré un frasco en el botiquín y se lo di. Incluso fui por un vaso de agua. La quería mucho.
Remitió el brote inicial y se limpió las lágrimas con una mano sucia que le dejó manchas de tierra en las mejillas. Se rodeó con ambos brazos y comenzó a balancearse, lleno de dolor, con un reguero de lágrimas corriéndole otra vez por los pómulos.
—Sigue —dije.
—Me fui, pero me sentía mal y volví más tarde, y fue entonces cuando la encontré muerta en el suelo del cuarto de baño. Tuve miedo de que encontraran mis huellas y pensaran que era yo el responsable, así que limpié el piso de arriba abajo.
—¿Y te llevaste los tranquilizantes cuando te fuiste?
Asintió, apretándose los dedos contra las cuencas como para impedir «que las lágrimas siguieran fluyendo.
—Los tiré al váter al llegar a casa. Rompí el frasco y me deshice de él.
—¿Cómo supiste lo que era?
—No lo sé. Caí en la cuenta y ya está. Me acordé de aquel tipo, el del norte, porque sabía que había muerto de la misma manera. Ella no se habría tomado la pastilla de no ser por mí, pero tuvimos que pelearnos, maldita sea, y se puso muy mal, le entraron tiriteras. Ni siquiera sabía que tuviera tranquilizantes hasta que me pidió una pastilla y yo no sospeché nada. Volví para pedirle perdón. —Parecía haber pasado ya lo peor y dio un profundo suspiro, recuperando el tono de voz normal.
—¿Qué más sucedió?
—No lo sé. La clavija del teléfono estaba desconectada. La enchufé y limpié también el aparato —siguió en un tono uniforme—. Yo no quería perjudicar a nadie, sólo protegerme. Yo jamás le habría envenenado. No lo habría hecho en mi vida, lo juro por Dios. No tuve nada que ver, ni con eso ni con lo demás; lo único que hice fue limpiar el piso. Por si había huellas. No quería que me acusaran. Y me llevé el frasco de las pastillas. Eso también lo hice.
—Pero no forzaste la puerta del sótano —dije.
Negó con la cabeza.
Bajé el arma. Ya lo sabía a medias, pero tenía que estar segura.
—¿Vas a denunciarme?
—No. A ti no.
Volví al coche y me quedé sin saber qué hacer, preguntándome de manera un tanto irreflexiva si de veras habría sido capaz de utilizar el arma. Me respondí que no. Tía dura. Soy una tía dura, de las que hacen que los niños asustados se caguen encima. Cabeceé y noté que las lágrimas me asomaban a los ojos. Puse el motor en marcha, metí la primera y di la vuelta hacia la colina, rumbo a Los Ángeles Oeste. Tenía que hacer otra visita, luego volvería a Santa Teresa y lo pondría todo en orden. Ya sabía quién era el asesino.