24

Clavé la foto de Marcia Threadgill en el tablón de anuncios y me la quedé mirando. Me quité los zapatos de una sacudida y me puse a dar vueltas. Había estado pensando todo el día y no había llegado a ninguna parte, así que cogí el crucigrama que Henry me había dejado en el umbral de la puerta. Me tumbé en el sofá, lápiz en mano. Resolví la 6—vertical, «desleal», siete letras, cuya solución era «traidor», y la 14—horizontal, «instrumento musical de doble lengüeta», cuatro letras, «oboe». Cuánto misterio. Me trabé con una «cadena elíptica doble» de tres letras que resultó que era «ADN», una tomadura de pelo, por si le interesa a alguien mi opinión. A las siete y cinco me brotó de la sentina cerebral una idea que me produjo una pequeña descarga eléctrica.

Busqué el número telefónico de Charlotte Mercer y llamé a su casa. Se puso el ama de llaves y pregunté por Charlotte.

—El juez y la señora Mercer están cenando —respondió en tono de reconvención.

—¿Le importaría interrumpirles, por favor? Es que tengo que hacer una pregunta urgente a la señora. Estoy convencida de que a ella no le importará.

—¿Quién he de anunciar? —dijo el ama de llaves y le di mi nombre—. Espere un momento —y dejó el auricular.

La corregí mentalmente. «"A quién", tesoro, no "quién". A quién he de anunciar».

Charlotte se puso al habla; parecía achispada.

—No me parece muy oportuna esta interrupción —dijo con voz silbante.

—Lo siento —dije—. Pero necesito cierta información.

—Ya le conté lo que sabía y no quiero que llame cuando el juez está en casa.

—Como quiera, como quiera. Sólo será un segundo —dije a toda velocidad para evitar que colgara—. ¿Recuerda el nombre de pila de la señora Napier?

Silencio. Casi vi como se despegaba el auricular de la oreja para mirarlo.

—Elizabeth —dijo y colgó de golpe.

Hice lo propio. La pieza que buscaba acababa de encajar en su sitio con un chasquido revelador. La destinataria de la carta no era Libby Glass, de ningún modo. Laurence Fife se la había escrito a Elizabeth Napier hacía años. Habría apostado el cuello. Así pues, la pregunta clave era cómo se la había agenciado Libby Glass y quién había querido que reapareciera.

Saqué mis fichas y volví a repasar la lista de sospechosos. Había omitido deliberadamente a Raymond y Grace Glass porque no creía que ninguno de los dos hubiera matado a su propia hija y, si mi suposición acerca de la carta se confirmaba, era muy posible que Libby y Laurence no hubieran estado liados nunca. Lo cual significaba que tenía que ser otro el motivo de su muerte. Pero ¿cuál? Supongamos, me dije, supongamos que Laurence Fife y Lyle habían estado metidos en algún asunto. Puede que Libby se enterase por casualidad y que Lyle matara a los dos para protegerse. Puede que Sharon se oliese algo y que también la matase a ella. No acababa de ver yo la lógica de todo aquello, pero al cabo de ocho años muchas de las pruebas tenían que haberse perdido o destruido. Algunas de las conexiones más evidentes tenían que haberse desvanecido ya. Tomé un par de notas y volví a repasar la lista.

Al llegar al nombre de Charlie Scorsoni volví a sentir la inquietud de antes. Había hecho averiguaciones sobre él hacía dos semanas, antes de que nos conociéramos, y carecía de antecedentes, pero las apariencias engañan. Aunque me sentí una guarra, me dije que convenía saber dónde había estado la noche en que mataron a Sharon. Sabía que había estado en Denver porque yo misma le había llamado allí, pero ignoraba adonde había ido a continuación. Arlette me había dicho que había vuelto a llamar desde Tucson y desde Santa Teresa, pero porque él había dicho que estaba en estos lugares. En el caso de Laurence Fife, había contado con la oportunidad. Desde el principio había sido una investigación donde los motivos y las coartadas habían estado en estrecho maridaje. Por lo común, una coartada es la descripción del paradero del sospechoso en el momento en que se comete el delito y se presenta como prueba de inocencia, pero en el presente caso importaba poco dicho paradero. Tratándose de un envenenamiento, lo fundamental era si alguien tenía motivos para desear la muerte de otro: acceso al veneno, acceso a la víctima e intención de matar. Por eso andaba yo todavía a tientas. Si por mí hubiera sido, habría tachado a Charlie de la lista inmediatamente, pero tenía que ser objetiva. ¿Creía de verdad que era inocente o quería liberarme de mis inquietudes?

Me esforcé por elucidar otra solución. Quise avanzar, pero la cabeza me volvía siempre al mismo punto. Por lo visto no estaba dando yo muchas muestras de inteligencia. No estaba segura de ser sincera conmigo misma. Y de pronto, la idea de tener la cabeza llena de humo me sentó como una patada en el estómago. Me puso enferma el tinglado entero. Busqué en la guía el número telefónico de su casa. Titubeé, me decidí y llamé. Tuve que hacerlo.

Hubo cuatro timbrazos. Pensé que a lo mejor estaba en la casa costera de Powers, pero no tenía este número. Deseé que estuviese fuera de casa, fuera de la ciudad. Descolgó al quinto timbrazo y sentí un retortijón en el estómago. Ya no podía echarme atrás.

—Hola, soy Kinsey —dije.

—Ah, hola —dijo con suavidad. Advertí la satisfacción en su voz y pude imaginarme la cara que ponía—. Me moría de ganas de que llamases. ¿Estás libre?

—No, la verdad es que no. Mira, Charlie. Creo que no debemos vernos durante un tiempo. Hasta que resuelva el caso.

Hubo un silencio profundo.

—De acuerdo —dijo al cabo.

—No es nada personal —dije—. Es sólo cuestión de política.

—Pero si yo no digo nada. Haz lo que creas conveniente. Aunque pudiste haber pensado antes en la «política».

—No es eso, Charlie —dije, haciendo un esfuerzo—. Puede salir bien y no es que me resulte excesivo, pero me entorpece. Mucho. Yo no suelo hacer estas cosas. Pero es una de mis normas fundamentales. No puedo seguir viéndote mientras no solucione este asunto.

—Pero si lo entiendo, cariño —dijo—. Si crees que no hay que hacerlo, entonces no hay que hacerlo. Llámame si cambias de idea.

—Un momento —dije—. No tienes por qué hablarme así. No te estoy dando el finiquito.

—Claro que no —dijo con la entonación hueca de la incredulidad.

—Sólo quería que lo supieras.

—Bueno, pues ya lo sé. Agradezco tu sinceridad —dijo.

—Te llamaré cuando pueda.

—Que lo pases bien —dijo y en mi oído sonó un apagado chasquido metálico.

Me quedé con la mano en el teléfono, hecha un torbellino de dudas, deseando llamarle otra vez, deseando desmentir todo cuanto acababa de decirle. Había buscado tranquilidad, una manera de eludir la inquietud que sentía. Creo que incluso deseé habérmelo pasado mal con él para poder resistir la tentación y comportarme con sensatez. Estaba en juego mi integridad. ¿O no? Después de lo que habíamos experimentado juntos, el dolor que había notado en su voz me había atravesado como un cuchillo. Y es posible que tuviera razón al suponer que le estaba dando el finiquito. A lo mejor sólo quería hacerle daño, alejarle de mí porque necesitaba espacio entre el mundo y yo. El trabajo suele ser el pretexto ideal. Casi toda la gente que conozco la he conocido trabajando y si no puedo invertir sentimientos en estas vicisitudes, ¿en qué otra parte puedo hacerlo? La investigación privada llena mi vida entera. Es el motivo por el que me levanto por la mañana y me acuesto por la noche. Casi siempre estoy sola, pero ¿y qué? No me siento infeliz ni a disgusto. Tenía que sentirme libre hasta saber qué había pasado. Si Charlie no lo comprendía, que se fuese a la mierda hasta que tuviera el caso cerrado y archivado; entonces ya veríamos qué pasaba; si no era demasiado tarde. ¿Y qué, si Charlie tenía razón, si yo quería romper por una escrupulosidad excesiva, para ocultar otra cosa? No había mediado ninguna declaración, ningún compromiso. Me había acostado dos veces con él. ¿Acaso le debía algo? No sé lo que es el amor y no estoy segura de creer en él. «¿Por qué te pones entonces tan a la defensiva?» me dijo una vocecita por dentro, pero no le hice caso.

Tenía que seguir adelante. No había otra forma de salir de aquello. Descolgué el auricular y marqué el número de Gwen.

—¿Sí?

—¿Gwen? Soy Kinsey —dije, dando un tono neutral a mi voz—. Ha ocurrido algo y creo que deberíamos hablar.

—¿De qué se trata?

—Preferiría comentártelo personalmente. ¿Sabes dónde está Rosie's, el de la playa?

—Sí. Me parece que sí —dijo con alguna vacilación.

—¿Podrás estar allí dentro de media hora? Es importante.

—Desde luego. Dame tiempo para ponerme los zapatos. Llegaré lo antes que pueda.

—Gracias —dije.

Miré el reloj. Eran las ocho menos cuarto. Esta vez quería que estuviese en mi terreno.

Rosie's estaba vacío, la luces medio apagadas y el local entero olía al humo del tabaco del día anterior. De pequeña solía ir a un cine cuyo lavabo de señoras olía igual. Rosie vestía una saya estampada en que se veían muchos flamencos descansando sobre una pata. Estaba sentada en el extremo de la barra y leía un periódico a la luz de un televisor pequeño que había colocado encima del mostrador con el volumen al mínimo. Alzó la vista cuando entré y apartó el periódico.

—Ya no hay cenas. La cocina está cerrada. Es mi noche libre —me anunció desde la otra punta del establecimiento—. Si quieres comer algo, tendrá que ser en casa. Pregúntale a Henry Pitts. Sabe mucho de cocina.

—Estoy esperando a una persona, sólo tomaremos un trago —dije—. Esto está más lleno que un campo de concentración.

Miró a su alrededor como si hubiera pasado por alto a alguien. Me acerqué a la barra. Acababa de teñirse el pelo de rojo al parecer, porque tenía el cuero cabelludo de un color sonrosado. Para las cejas utilizaba un lápiz Maybelline marrón oscuro y por lo visto cada vez se las pintaba más juntas, arqueándoselas con coquetería. No tardaría en pintarse las dos a la vez con un solo trazo ondulado.

—¿Aún tienes hombre? —preguntó.

—Seis o siete a la semana —dije—. ¿Te queda Chablis frío?

—Me queda el matarratas de siempre. Sírvete tú misma.

Rodeé el mostrador, me hice con un vaso y del frigo que había bajo la barra saqué la jarra del vino blanco. Llené el vaso y le puse hielo. Me dirigí a mi reservado favorito, tomé asiento y me preparé mentalmente igual que un actor a punto de salir a escena. Ya iba siendo hora de olvidar los buenos modales.

Gwen llegó cuarenta minutos después, pulcra, decidida y superior. Me saludó con desenvoltura, aunque me pareció percibir cierta tensión en ella, como si intuyese lo que iba a decirle. Rosie se nos acercó y le lanzó una mirada calibradora. Le tuvo que parecer del todo legal porque la honró con una pregunta directa.

—¿Le apetece tomar algo?

—Whisky escocés con hielo. Y un vaso de agua, por favor.

Rosie se encogió de hombros. Le traía sin cuidado lo que bebieran los demás.

—¿Te lo pongo en la cuenta? —me dijo.

Negué con la cabeza.

—Esta vez pagaré —dije.

Rosie se alejó hacia la barra. La mirada que cruzamos Gwen y yo de manera imprevista nos dio a entender que las dos nos acordábamos de la primera vez que ella había hecho alusión a tomar whisky escocés en el pasado, cuando estaba casada con Laurence Fife y jugaba a ser la esposa modelo. Me pregunté a qué estaría jugando en la actualidad.

—Vuelvo a tomar licores fuertes de vez en cuando —dijo, recogiendo el hilo de mis pensamientos.

—¿Y por qué no? —contesté.

Me observó durante unos segundos.

—¿Qué ha ocurrido?

Fue una pregunta valiente. No creía que tuviera un interés real por saberlo, pero siempre me había parecido la clase de mujer que va derecha al grano. Puede que también se arrancase las tiritas con la misma decisión y empuje, para acabar cuanto antes.

—He hablado con Colin —dije—. Se acordaba de ti.

Hubo un ligerísimo cambio en su actitud y por los ojos le cruzó una expresión, no de miedo, sino de cautela.

—Oh, estupendo —dijo—. Hace años que no le he visto, claro. Ya te lo dije.

Metió la mano en el bolso, sacó la polvera y se miró con rapidez en el espejito mientras se pasaba la mano por el pelo. Volvió Rosie con el whisky escocés y el vaso de agua. Pagué el importe. Rosie se guardó el dinero en el bolsillo de la saya y volvió al mostrador mientras Gwen tomaba un sorbo de agua. Parecía controlarse, sin confianza suficiente para reanudar la conversación donde la habíamos abandonado. La ataqué de frente para sorprenderle.

—No me contaste que estuviste liada con Laurence.

Barbotó una carcajada.

—¿Quién? ¿Yo? ¿Con él? No hablarás en serio, ¿verdad?

Tuve que interrumpir su hilaridad.

—Colin te vio en la casa de la playa el fin de semana en que Nikki estuvo fuera de la ciudad. No conozco todos los detalles, pero puedo imaginármelos.

La observé mientras digería mis palabras y ajustaba los mandos. Era una actriz consumada, pero la astuta coartada que se había fabricado comenzaba a tambalearse a causa del desuso. Había pasado mucho tiempo desde que interpretara aquel papel y sus resortes se habían enmohecido un tanto. Se sabía de memoria el texto, pero resultaba difícil mantener el porte después de un descanso de ocho años. Al parecer no se dio cuenta de la impostura y guardé silencio. Casi veía lo que sucedía en el interior de su cabeza. La necesidad imperiosa de confesar y terminar de una vez, la urgencia por vomitarlo todo era demasiado tentadora para resistirse. Se había marcado unos cuantos faroles conmigo y me había dado el pego, pero porque yo no sabía qué teclas pulsar.

—Está bien —barbotó con agresividad—. Me acosté con él en una ocasión. ¿Y qué? En realidad me lo encontré en el Palm Garden. Estuve a punto de decírtelo el otro día. Fue él quien me dijo que Nikki estaba fuera. Me asombró que incluso me dirigiera la palabra. —Cogió el vaso de whisky y tomó un sorbo prolongado.

Se estaba inventando la película a toda la velocidad que podía, y la verdad es que no estaba mal, pero era como escuchar un disco. Decidí ahorrarme los intervalos inútiles. Volví a la carga.

—Fue más de una vez —dije—. Estabais más liados que un nudo marinero. Charlotte Mercer lo tenía por entonces cogido por el cuello y rompió con ella. Según ella, tenía un asunto «con mucho misterio» y «con pasiones de cine», por utilizar sus mismas palabras. Creo que se trataba de ti.

—¿Qué importancia tiene que nos liáramos? Él venía haciéndolo desde hacía años.

Dejé transcurrir unos momentos y cuando volví a hablar, mantuve la voz baja y me adelanté para que el efecto fuera total.

—Creo que fuiste tú quien lo mató.

Su cara quedó paralizada como si le hubieran desenchufado una clavija. Fue a decir algo, pero se interrumpió. Veía trabajar su cerebro, pero sin llegar a coordinar nada a velocidad suficiente. Se estaba debatiendo y la presioné.

—¿Quieres hablarme de ello? —dije. Yo tenía el corazón a punto de explotar y notaba en los sobacos una argolla de sudor.

Negó con la cabeza, fue incapaz de hacer otra cosa. Parecía toda ella petrificada. La cara le había cambiado y adoptado esa expresión que se adquiere durante el sueño, cuando se ha bajado la guardia totalmente. Tenía los ojos oscuros y brillantes y dos manchas de color rosa luminoso se le habían formado en la palidez de las mejillas, igual que un payaso, como el efecto que produce demasiado colorete bajo una luz artificial. Parpadeó para contener las lágrimas, apoyó la barbilla en la mano y miró detrás de mí, esforzándose por dominarse; pero se le habían resquebrajado las defensas y la culpa pugnaba por abrirse camino en aquella fachada maravillosa. Lo había visto en otras ocasiones. La gente resiste mientras puede y luego se derrumba. En el fondo era una aficionada.

—Sufriste demasiado y al final estallaste —dije, con la esperanza de no estar cargando la mano—. Esperaste a que él y Nikki se marcharan de la ciudad y utilizaste la llave de Diane para entrar en la casa. Introdujiste las cápsulas con adelfas en el frasquito de plástico y te fuiste.

—Lo odiaba —dijo con boca trémula. Parpadeó y una lágrima le cayó en la blusa, semejante a una gota de lluvia. Tomó una profunda bocanada de aire y las palabras le brotaron a borbotones—. Destrozó mi vida, se llevó a mis hijos, me robó delante de mis narices, me ofendía, me maltrataba… Dios mío, ¿qué sabes tú? Aquel hombre era el demonio…

Cogió una servilleta y se la llevó a los ojos. Rosie, cosa que me sorprendió, no pareció percatarse de la escena. Permanecía sentada junto a la barra, leyendo probablemente a Ann Landers y pensando que At Wit's End, a juzgar por las llamadas obscenas que hacía, había tenido que casarse, y todo ello mientras una clienta confesaba un crimen prácticamente en su cara. A su derecha, el pequeño televisor emitía la reposición de un episodio de Los Teleñecos.

Gwen dio un suspiro y se quedó mirando el mantel. Alargó la mano y cogió su vaso, del que tomó un largo trago de whisky, que le produjo un escalofrío.

—Salvo por los chicos, ni siquiera tuve remordimientos. Les afectó mucho y no me lo esperaba. Estaban muchísimo mejor sin él.

—¿Por qué te liaste con Laurence? —dije para sondearla.

—No lo sé —dijo, arrugando sin parar la servilleta de papel—. Supongo que por venganza. Era un egocéntrico de marca mayor. Sabía que no podría resistirse. A fin de cuentas le había puesto como un trapo por haberse liado con otro. Él no aguantaba estas cosas. Yo sabía que querría recuperar su imagen. No me resultó difícil planearlo. Él quería demostrarse algo a sí mismo. Quería que me diese cuenta de lo que yo misma había rechazado. Incluso nos corrimos una pequeña orgía en cierta ocasión. La hostilidad estaba tan a flor de piel que nos alimentaba con una energía enfermiza. Dios mío, lo aborrecía. Lo maté. Y voy a decirte algo —añadió con violencia—. Matarle una vez no me bastó. Ojalá hubiese podido matarlo de nuevo.

Me miró entonces a la cara y el peso de lo que me estaba contando comenzó a hacerse patente.

—¿Y qué hay de Nikki? ¿Acaso te había hecho algo?

—Pensé que la absolverían —dijo—. Jamás creí que la metieran en la cárcel y cuando se falló la sentencia no estaba yo para ocupar su puesto. Ya era demasiado tarde.

—¿Qué más? —dije, al tiempo que advertía que mi entonación se volvía hosca—. ¿También mataste al perro?

—Yo no tuve nada que ver. Lo atropellaron el domingo por la mañana. Llevé a Diane a la casa porque ella me había recordado que lo había dejado fuera y estaba preocupada. Ya estaba muerto en la calzada. Dios mío, jamás atropellaría a un perro —dijo subrayando las palabras, como si yo debiera apreciar lo delicado de sus sentimientos.

—¿Y qué hay de los demás detalles? ¿De las adelfas del jardín? ¿De las cápsulas del primer piso?

—Una cápsula. Yo adulteré una.

—Y un jamón, Gwen. Un jamón con chorreras.

—Te estoy contando la verdad. Te lo juro. Lo había meditado durante mucho tiempo y no encontraba la manera de que resultase. Ni siquiera estaba segura de que fuera eficaz. Diane estaba destrozada por lo del perro, así que la llevé a mi casa y la acosté. En cuanto se durmió, cogí sus llaves, volví y ya sabes el resto. —Lo contó con un dejo de desafío, como si después de haber llegado tan lejos considerase absurdo dorar la píldora.

—¿Y qué me dices de las otras dos? —le espeté—. ¿Qué hay de Sharon y de Libby Glass?

Me miró parpadeando y se echó atrás.

—No sé de qué me hablas.

—Maldita sea tu estampa —dije, poniéndome en pie—. Me has estado mintiendo desde el instante en que nos conocimos. No creo ya ni una palabra de cuanto me digas, ya lo sabes.

Pareció sorprendida por mi vehemencia.

—¿Qué vas a hacer?

—Contárselo a Nikki —dije—. Es quien me ha pagado. Dejaremos que ella decida.

Me alejé de la mesa, camino de la puerta. Gwen cogió su chaqueta y su bolso y me alcanzó. Ya en la calle, me cogió el brazo y la rechacé con una sacudida.

—Espera, Kinsey… —Se había puesto muy pálida.

—Vete a la mierda —dije—. Y será mejor que contrates a un buen abogado, querida, porque lo vas a necesitar.

Crucé la calzada y dejé a Gwen en la acera.