No soporto que me den en la cara, en particular si es un hombre quien lo hace. Cuando me calmé hacía ya una hora que estaba en casa. Las ocho y aún no había probado bocado. Me serví un buen vaso de vino y me senté ante la mesa. Cogí algunas fichas en blanco y me puse a trabajar. A las diez me detuve para cenar un bocadillo de pan blanco relleno de huevo duro con mucha sal y mahonesa, una Pepsi y una bolsa de fritos de maíz. Toda la información de que disponía se encontraba ahora en las fichas, que había clavado con chinchetas en mi tablón de anuncios.
Intenté resumir la historia, especulando a propósito de algunos detalles del caso, aunque en conjunto me parecía un callejón sin salida. Parecía lógico suponer que alguien había entrado en casa de los Fife el fin de semana que habían atropellado al pastor alemán, mientras Nikki y Laurence estaban en Saltón Sea con Colin y Greg. También parecía lógico suponer que Sharon Napier había averiguado algo después de la muerte de Laurence, motivo (al parecer) por el que la habían matado. Me puse a elaborar listas para sistematizar la información con que contaba, a tenor de las ideas a medio fijar que me bullían en la cabeza. Lo pasé todo a máquina y lo ordené alfabéticamente, poniendo a Lyle Abernathy y a Gwen en primer lugar.
No desechaba la posibilidad de que Diane y Greg estuvieran complicados, aunque me parecía absurdo que cualquiera de los dos hubiera matado a Laurence, por no decir que también a Libby Glass. Metí en la lista a Charlotte Mercer. Era una mujer amargada y llena de odio y me daba la sensación de que no escatimaría ningún medio para ordenar el mundo a su antojo. Si no había querido tomarse la molestia de cometer el crimen personalmente, es posible que contratara a alguien. Y si había sido ella la asesina de Laurence, ¿por qué no también la de Libby Glass? ¿Y por qué no la de Sharon Napier por añadidura, si ésta había acabado por saberlo? Me dije que habría que consultar con las compañías aéreas para ver si su nombre aparecía en las listas de pasajeros con destino Las Vegas en los días anteriores a la muerte de Sharon. Era un camino que no se me había ocurrido hasta el momento. Entonces me acordé de otra cosa. Charlie Scorsoni seguía en mi lista de sospechosos y recordarlo tuvo un efecto turbador.
Llamaron a la puerta y sufrí un sobresalto involuntario que me inundó el organismo de adrenalina. Miré el reloj: eran las doce y cuarto. El corazón me latía tan fuerte que hasta las manos me temblaban. Me acerqué a la puerta y pegué el oído.
—¿Sí?
—Soy yo —dijo Charlie—. ¿Puedo entrar?
Abrí la puerta. Charlie estaba apoyado en la jamba. Sin chaqueta. Sin corbata. Bambas sin calcetines. Había una expresión seria y sumisa en su hermoso rostro cuadrado. Me escrutó las facciones y apartó la mirada.
—Siento haberte tratado con rudeza —dijo.
Le observé con atención.
—Tenías derecho a quejarte —dije. Me di cuenta de que, a pesar de mis palabras, mi tono era tajante y vengativo. Apenas tuvo tiempo de mirarme para percatarse de mis auténticos sentimientos y sentirse un tanto frustrado.
—Mierda, ¿no podríamos hablar? —dijo.
Le eché un vistazo rápido y me aparté de la puerta. Entró y cerró a sus espaldas. Se apoyó en la puerta con las manos en los bolsillos y me observó mientras me dirigía a la mesa para poner boca abajo las fichas y quitar papeles de en medio.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con actitud vacilante.
—¿Qué quieres tú de mí? —pregunté a mi vez, aunque me contuve y alcé la mano—. Lo siento. No he querido decirlo así.
Bajó los ojos al suelo como si calculara el paso que daría a continuación. Me senté en el sillón tapizado que había junto al sofá y apoyé ambas piernas en uno de los brazos.
—¿Te apetece tomar algo? —dije.
Negó con la cabeza. Se acerco al sofá y se dejó caer pesadamente al tiempo que echaba atrás la cabeza. Parecía que se le hubieran arrugado la frente y las mejillas. Me dio la impresión de que se había mesado el pelo rojizo más de dos y tres veces.
—No sé qué hacer contigo —dijo.
—¿Hacer? —dije—. Sé que a veces soy un pendón, pero ¿por qué no voy a serlo? En serio, Charlie. Tengo demasiados años para aguantar que nadie me chille. Aunque, si te digo la verdad, en nuestro caso no sé quién es el principal responsable. ¿Has sido tú quien ha empezado la pelea o he sido yo?
Esbozó una sonrisa.
—De acuerdo, los dos somos muy quisquillosos. ¿Te parece bien así?
—Yo ya no sé qué está bien y qué no. Ya no sé nada de nada.
—¿No sabes lo que es llegar a un acuerdo?
—Sí, naturalmente —dije—. Se llega a un acuerdo cuando se cede la mitad de lo que se desea. Cuando se da al otro la mitad de lo que en justicia te pertenece. He llegado a muchos acuerdos en la vida. Y ya estoy hasta el gorro.
Cabeceó, sonriendo con cansancio. Lo miré con fijeza; me sentía intransigente y agresiva. Él había cedido ya más que yo, pero yo seguía en mis trece. Me observó con escepticismo.
—¿En qué piensas cuando me miras así? —preguntó. No supe qué responder y mantuve la boca cerrada. Se adelantó y me sacudió el pie descalzo como para llamar mi atención—. ¿Te das cuenta de que me tratas con mucha frialdad?
—¿De veras te trato con frialdad? ¿Crees que el sábado por la noche te traté del mismo modo?
—Kinsey, la única forma de acercarme a ti ha sido la sexualidad. ¿Qué quieres que haga? ¿Que te persiga con la polla fuera?
Me sonreí por dentro, esperando que no se me notase en la cara. Me lo vio en los ojos de todos modos.
—¿Y por qué no? —dije.
—Creo que no estás acostumbrada a estar con hombres —dijo sin mirarme a los ojos y se corrigió acto seguido—: Con un hombre. Creo que te has acostumbrado a que no haya nadie en tu vida. Pienso que te has acostumbrado a la independencia. Y me parece fenómeno. A mí me pasa lo mismo en el fondo, pero esto es distinto. Pienso que deberíamos ser prudentes.
—¿Con qué?
—Con nuestra relación —dijo—. No quiero que me excluyas de tu vida. No eres tan difícil de conocer. A veces te esfumas sin avisar y no puedo soportarlo. Quisiera ser más comprensivo, y dejaré de hacer el canelo, te lo prometo. Pero no huyas. No te eches atrás. No te cierres igual que una almeja… —en aquel punto se le quebró la voz.
Me ablandé porque me preguntaba si no le habría juzgado mal. Era demasiado dura, demasiado precipitada. Soy persona difícil y me doy cuenta.
—Lo siento —dije. Tuve que carraspear—. Lo siento. Sé que soy como dices. No sé de quién ha sido la culpa, pero me tocaste las narices y estallé.
Le tendí la mano y me la cogió apretándome los dedos.
Me miró durante un buen rato. Me besó la punta de los dedos con suavidad, como a la ligera, sin dejar de mirarme en ningún momento. Noté que en la base de la columna se me accionaba un interruptor. Dio la vuelta a la mano y pegó la boca a la palma. No quería que lo hiciera, pero yo tampoco aparté la mano. Lo contemplé como hipnotizada, con los sentidos embotados por el calor que iba abriéndose camino hasta lo más profundo. Era como si un montón de trapos comenzase a arder y un oscuro aspecto mío corriese a ocultarse bajo las escaleras, como los bomberos nos habían aconsejado cuando iba a la escuela. Botes de pintura, latas de gasolina, gases comprimidos. Sólo me hacía falta una chispita y a veces ni siquiera eso.
Noté que se me cerraban los ojos y se me abría la boca contra mi voluntad. Advertí que Charlie se me acercaba sin que comprendiera el significado de todo aquello y cuando recuperé la conciencia, lo vi arrodillado entre mis piernas, quitándome la camiseta y pegando la boca a mis pechos. Me pegué a él como una lapa, empecé a restregarme contra su estómago y medio me alzó en volandas cogiéndome el trasero con las dos manos abiertas. No había tenido una idea muy clara de lo que quería hasta entonces, hasta aquel segundo exacto, pero el sonido que se me escapó fue salvaje y su reacción fue instantánea y violenta, y acto seguido, a media luz y tras apartar la mesa, hicimos el amor en el suelo. Me hizo cosas que yo sólo conocía por los libros, y al acabar, con las piernas temblando y el corazón acelerado, me eché a reír y el hundió la cara en mi vientre, riéndose también.
A las dos se había marchado ya. Tenía que trabajar al día siguiente, y yo también. Aun así, le eché de menos mientras me cepillaba los dientes y hacía muecas al reflejo del espejo del lavabo. Tenía la barbilla resentida de tanto frotarme con sus patillas y parecía que el pelo se me quedaba tieso en las puntas. En esta vida no hay nada como la satisfacción que nos inunda cuando nos han jodido a gusto y en abundancia, aunque yo me sentía algo confusa. No acababa de gustarme aquello. Tengo por norma, y la sigo al pie de la letra, no relacionarme personalmente con nadie vinculado con un caso. Mi encoñamiento con Charlie era disparatado, contrario a la profesionalidad y, en teoría, peligroso incluso. En alguna parte de la cabeza me sonaba un timbre de alarma, pero es que me volvía loca su forma de moverse. Si alguna vez había estado con un hombre igual de imaginativo, ni me acordaba ya. Y mis reacciones eran pura química orgánica, igual que cuando se arrojan cristales de sodio a una piscina y despiden chispas, y bailotean por el agua como centellas.
Una vez me dijo un amigo: «Si la sexualidad funciona bien tendemos a crear una relación que esté a su altura». Me puse a pensar en ello e intuí que no tardaría en ocurrirme: pronto tendría ganas de emparejarme con él, ganas de poner alas a la fantasía, y me saldrían tentáculos sentimentales como los de las enredaderas. Pero por otra parte tenía que andarme con pies de plomo. La sexualidad funcionaba estupendamente, pero yo seguía estando en mitad de una investigación y a él no lo había tachado aún de la lista de sospechosos. No creía que nuestra relación física hubiera obnubilado mi capacidad para juzgarle, pero ¿cómo estar segura? No podía permitirme el lujo de correr el riesgo. A no ser, claro está, que me estuviese limitando a racionalizar mis emociones para no comprometerme. ¿Tan prudente era en realidad? ¿Se trataba sólo de soslayar una relación más profunda? ¿Quería relegarle al papel de «posible sospechoso» sólo para justificar mi resistencia a arriesgarme? Era un hombre de fábula: elegante, atento, responsable, atractivo, intuitivo. ¿Qué más quería yo, joder?
Apagué la luz del cuarto de baño y me hice la cama, es decir, estiré el edredón encima del sofá. Habría podido extender éste, convertirlo en cama y hacer las cosas como es debido: sábanas, fundas de almohada y el camisón de rigor.
Lejos de ello, me quité la camiseta y me envolví en el edredón. El calor corporal hacía que de entre las piernas me brotase una suerte de perfume erótico. Apagué la lámpara de la mesa y me sonreí en la oscuridad, estremeciéndome al recordar el contacto de su boca. Tal vez no fuera momento de ponerse analítica. Tal vez fuera reflexión y asimilación lo que el momento pedía. Me quedé profundamente dormida.
Me duché por la mañana y sin desayunar siquiera llegué al despacho a las nueve en punto. Nada más entrar llamé a mi servicio mensafónico. Me había llamado Con Dolan. Marqué el número de la Jefatura de Santa Teresa y pregunté por él.
—Qué pasa —ladró, cabreado ya con el mundo.
—Soy Kinsey Millhone —dije.
—¿En serio? ¿Y qué quieres?
—Fue usted quien llamó primero, teniente. —Casi le oí parpadear.
—Ah, sí. Los del laboratorio me han mandado un informe sobre la carta aquella. No hay huellas. Sólo manchas, o sea que caca de la vaca.
—Mierda. ¿Qué hay de la caligrafía? ¿Corresponde?
—Lo suficiente para convencernos —dijo—. Hice que Jimmy la comprobara y dice que es auténtica. ¿Qué más se te ofrece?
—Por ahora, nada. Si le viene bien, me pasaré por ahí para hablar con usted dentro de un par de días.
—Llama antes —dijo.
—Confíe en mí —repliqué.
Salí al balcón y contemplé la calle. Algo iba mal. Estaba medio convencida de que la carta era falsa y ahora resultaba que no. No me gustaba aquello. Volví al interior y me senté en la silla giratoria, balanceándome con suavidad con la esperanza de que emitiera un crujido. Cabeceé. No acababa de llegar a ninguna conclusión. Miré el calendario. Hacía ya dos semanas que trabajaba para Nikki. Era como si me hubiera contratado hacía un minuto y yo llevara metida en el caso toda la vida. Cogí un taco de notas, calculé el tiempo invertido en la investigación y añadí el dinero que me había gastado. Pasé a máquina los resultados, saqué fotocopias de las facturas y lo metí todo en un sobre, que remití a su casa de la playa. Fui a las oficinas de La Fidelidad de California y me despaché con Vera, que se encarga de las reclamaciones.
Estuve haciendo cosas hasta las tres. Ni comí siquiera. Al volver a casa me desvié para recoger las fotos en color de 20x25 cm de Marcia Threadgill y me quedé un rato al volante contemplando los frutos de mi ingenio fotográfico. No suelo ser testigo de tan cautivadoras muestras de avaricia y espíritu fraudulento. En la mejor de las fotos (que habría podido titular «Retrato de una lagarta») se veía a Marcia encaramada en la silla y con los hombros en tensión a causa del peso de la maceta que levantaba. El tetamen, protegido por la blusa, le colgaba semivisible como un par de melones en el fondo de una bolsa de red. La imagen era tan nítida que en los párpados superiores los restos del rímel se le notaban como si fueran patas de mosca. Menuda pájara. Sonreí con resignación. Si es así como progresa el mundo, mejor tomar buena nota. Ya me había hecho a la idea de que la señorita Threadgill se iba a salir con la suya. Los tramposos ganan siempre. No era ningún notición, pero más valía recordarlo. Volví a meter las fotos en el sobre marrón. Arranqué y enfilé hacia casa. Aquel día no tenía ganas de correr. Me apetecía ponerme cómoda y meditar.