22

Me recibió vestida con una vieja camiseta gris y unos tejanos descoloridos. Iba descalza, con el pelo suelto, una brocha en la mano y los dedos manchados de pintura de color pacana.

—Ah, hola, Kinsey. Pasa —dijo.

Se dirigía ya hacia la terraza y la seguí por toda la casa. Del otro lado de las puertas de corredera distinguí a Colin vestido con un mono, sin camisa, sentado con las piernas cruzadas delante de una cómoda que por lo visto estaban pintando entre los dos. Le habían quitado al mueble todos los apliques y también los cajones, que podían verse apoyados en la barandilla. El sitio olía a aguarrás y a trementina y ambos olores se mezclaban, sin ofender demasiado el olfato, con el de los eucaliptos. En un rincón, enrollados y desechados, había varios papeles de lija con grietas blanqueadas por el serrín y que de tanto utilizarse parecían trapos. El sol había calentado los barandales del antepecho y para proteger el suelo de la terraza habían desplegado varias hojas de periódico bajo la cómoda.

Colin alzó los ojos para mirarme y me sonrió cuando salí a la terraza. Tenía la nariz y las mejillas un tanto sonrosadas a causa del sol, los ojos verdes como el mar, los brazos desnudos colorados; carecía del menor asomo de vello facial. Volvió a concentrarse en el trabajo.

—Quería hacerle una pregunta a Colin —dije a Nikki—, pero he pensado que te la voy a hacer a ti primero.

—Claro. Dispara —dijo.

Me apoyé en el barandal mientras ella mojaba la punta de la brocha en una lata pequeña de pintura sintética y limpiaba en el borde lo que sobraba. Colín parecía interesarse más por la pintura que por la conversación. Supuse que seguir una charla le podía resultar fastidioso por muy bien que supiera leer en los labios; o tal vez pensaba que los adultos eran un coñazo.

—¿Recuerdas por casualidad si estuviste fuera algún tiempo durante los cuatro o seis meses que precedieron a la muerte de Laurence?

Nikki me miró con sorpresa y parpadeó, al parecer porque no se esperaba aquello.

—Espera, estuve fuera una semana en una ocasión —dijo—. Mi padre sufrió un ataque cardíaco en junio de aquel año y tuve que ir a Connecticut. —Hizo una pausa y cabeceó—. Creo que fue la única vez que me ausenté. ¿Adónde quieres ir a parar?

—No estoy segura. A lo mejor te parece muy forzado, pero el que Colín llamase «madre de papá» a Gwen no deja de darme vueltas en la cabeza. ¿Ha vuelto a decir algo así desde entonces?

—No. Para nada.

—De lo que se trata es de saber si pudo ver a Gwen mientras tú no estabas. Es demasiado listo para confundirla con su abuela; a no ser que alguien le dijese que lo era.

Nikki me lanzó una mirada de escepticismo.

—Chica, eso es coger el rábano por las hojas. No tendría más de tres años y medio entonces.

—Sí, ya lo sé, pero hace nada he preguntado a Gwen que cuándo le había visto por última vez y me ha dicho que cuando Diane terminó la segunda enseñanza.

—Y probablemente es verdad —dijo Nikki.

—Pero Colin tendría entonces unos catorce meses. He visto las fotos. Aún era casi un niño de teta.

—¿Y?

—¿Cómo es posible entonces que se acuerde de ella?

Trazó una franja de pintura y pareció meditar mientras tanto.

—Tal vez le viese en un supermercado o estando con Diane. Ella pudo verle a él o él a ella sin que la circunstancia tuviera ningún significado particular.

—Es posible. Pero creo que Gwen me mintió cuando se lo pregunté. Si fue una casualidad, nada le habría costado decirlo. No tenía por qué ocultarlo.

Me miró durante unos segundos sin pestañear.

—A lo mejor no se acuerda.

—¿Te importa que se lo pregunte a él?

—No, adelante.

—¿Dónde está el álbum de fotos?

Me indicó el interior con la cabeza y volví a la salita. El álbum estaba en la mesita y pasé las hojas hasta que encontré la foto de Gwen. La solté de las cuatro pestañas de las esquinas y volví con ella a la terraza. Se la alargué a Colin.

—Pregúntale si recuerda lo que pasó la última vez que la vio —dije.

Nikki se acercó al muchacho y le dio un golpecito. El joven miró a su madre, luego miró la foto y sus ojos se encontraron con los míos con destello interrogador. Nikki le formuló la pregunta por señas. La cara del muchacho se concentró y contrajo como esos lirios que sólo duran un día cuando el sol se pone.

—¿Colin?

El chico se puso a pintar otra vez, con la cara vuelta.

—Será tonto —dijo Nikki sin perder el buen humor. Le dio un empujoncito y se lo preguntó otra vez.

Colin se desentendió de ella con un encogimiento de hombros. Observé con interés sus reacciones.

—Pregúntale si ha estado aquí.

—¿Gwen? ¿Por qué tendría que venir aquí?

—No lo sé. Por eso se lo estamos preguntando.

La mirada que me dirigió Nikki estuvo entre la duda y el escepticismo. Volvió a fijarse en el pequeño de mala gana. Le tradujo por señas mi pregunta. A Nikki no pareció gustarle.

—¿Ha estado Gwen aquí, o en la otra casa, alguna vez?

Colin la observó y su cara fue como un espejo que reflejase desconcierto y algo más: inquietud, misterio, desaliento.

—No lo sé —dijo el muchacho en voz alta, fundiendo y confundiendo las consonantes como tinta en una página húmeda y manifestando con la entonación una especie de desconfianza recalcitrante.

A continuación posó los ojos en mí. De pronto recordé aquella ocasión en que, en sexto curso, oí por vez primera la palabra «joder». Me la soltó un compañero de clase y le pregunté a mi tía qué significaba. Alcanzaba a intuir la trampa, pero ignoraba cómo era.

—Dile que es igual —dije a Nikki—. Dile que en realidad no te afecta.

—Es que sí me afecta —dijo Nikki.

—Vamos, vamos. Es importante, pero después del tiempo que ha pasado tendría que darte lo mismo.

Se enzarzó entonces en una breve disputa con el muchacho, los dos solos, gesticulando como dementes en una discusión por señas.

—No quiere hablar de ello —dijo Nikki con circunspección—. Se confundió.

Yo pensaba lo contrario y sentí un escalofrío. Colin se había puesto a observarnos y trataba de hacer una lectura emocional de las palabras que cruzábamos.

—Sé que te parecerá raro —dije a Nikki con algún titubeo—, pero me pregunto si no sería Laurence quien se lo dijera; que ella era su madre.

—¿Y por qué tenía que decirle una cosa así?

Le miré con fijeza.

—A lo mejor los sorprendió abrazándose o algo por el estilo.

La cara de Nikki estuvo sin expresión durante unos segundos y frunció el entrecejo. Colin aguardaba desconcertado y sus ojos iban de una a otra. Nikki volvió a hablarle por señas. Colin pareció turbarse y bajó la cabeza. Nikki volvió a hablarle por señas con más seriedad. El muchacho negó con la cabeza, pero el origen del ademán no fue al parecer la ignorancia, sino la prevención. La expresión de Nikki experimentó un cambio.

—Acabo de acordarme de una cosa —dijo. Parpadeaba con rapidez mientras se le acumulaba el rubor en las mejillas—. Laurence estuvo aquí. Me dijo que se llevó de paseo a Colin el fin de semana que yo estuve en el este. Greg y Diane se quedaron en casa con la señora Voss. Tenían planes sociales o algo parecido, pero Laurence me contó que los dos, él y Colin, fueron a la playa para corretear un rato.

—Genial —dije con ironía—. A los tres años y medio todo le parecería exactamente igual, querida. Pero supongamos que es verdad. Supongamos que ella estuvo aquí…

—Mira, esto empieza a importarme un rábano.

—Un momento, un momento —dije—. Pregúntale sencillamente por qué la llamó «madre de papá». Pregúntale por qué lo de «madre de papá».

Transmitió la pregunta a Colin sin muchas ganas, pero la cara del muchacho adoptó una expresión de alivio. Respondió en el acto, tocándose la cabeza.

—Dice que tenía el pelo gris —me tradujo Nikki—. Parecía una abuela cuando estuvo aquí.

Capté un dejo de irritación en la voz de Nikki, aunque recuperó la compostura inmediatamente; por Colin, al parecer. Acarició el pelo del muchacho con afecto.

—Te quiero —le dijo—. No pasa nada. Todo está bien.

Colin pareció relajarse, pero la tensión había dado a los ojos de Nikki un tono gris pizarra.

—Laurence la detestaba —dijo—. Él no habría podido…

—Yo me limito a hacer una suposición formal —dije—. Puede que fuera del todo inocente. Tal vez se vieron para tomar una copa y charlar del colegio de los niños. En realidad no sabemos nada de cierto.

—Y una mierda —murmuró. Se le había agriado el buen humor.

—No la tomes conmigo —dije—. Yo me limito a ordenar los detalles para ver si tienen sentido.

—Pues no me creo ni una palabra —dijo de modo terminante.

—¿Quieres decir que era demasiado caballero para hacer una cosa así?

Dejó la brocha encima de un trozo de periódico y se limpió las manos con un trapo.

—A lo mejor es que quiero conservar unas cuantas ilusiones.

—Y no te lo reprocho —le dije—. Pero no entiendo por qué te ofende. Fue Charlotte Mercer quien me hizo pensar en ello. Me dijo que Laurence era como un gato viejo, siempre olisqueando la misma puerta de servicio.

—Vale, Kinsey. Ya te has salido con la tuya.

—No, me parece que no. Me diste cinco billetes para que averiguara lo que había sucedido. No te gustan las respuestas, así que te puedo devolver el dinero.

—Déjalo, no importa. Olvídalo. Tienes razón —dijo.

—¿Quieres que siga o no?

—Sí —dijo con llaneza, aunque no volvió a mirarme a la cara.

Me excusé y me fui al poco rato, sintiéndome al borde de la depresión. Aún le importaba aquel sujeto y yo no sabía qué pensar. Solamente que nada es definitivo; en particular lo que afecta a las relaciones entre hombres y mujeres. ¿Por qué me sentía culpable entonces por cumplir con mi obligación?

Entré en el edificio donde trabajaba Charlie. Me estaba esperando en lo alto de las escaleras, la chaqueta colgada del hombro, aflojado el nudo de la corbata.

—¿Qué te ha pasado? —dijo cuando me vio la cara.

—No me preguntes —dije—. Voy a hacerme secretaria. Quiero un empleo sencillo y llevadero. Con horario fijo.

Subí hasta el escalón en que se encontraba y alcé la cara un poco para mirarle. Fue como si de pronto hubiera entrado en un campo magnético igual que los que formaba de niña con dos imanes pequeños, el uno negro, el otro blanco. Si ponía los polos positivos a un centímetro de distancia, se atraían y juntaban de golpe con un chasquido. Charlie había adoptado una expresión de seriedad y me observaba la boca como si fuera a absorberme. Quedamos como prisioneros durante diez largos segundos y me aparté un poco porque no estaba preparada para tanta intensidad.

—Joder —dijo, con sorpresa casi, y rió entre dientes, sonido que yo conocía bien.

—Necesito un trago —dije.

—No es lo único que necesitas —dijo con zalamería.

Sonreí sin hacerle mucho caso.

—Espero que sepas cocinar porque yo no sé ni freír un zapato.

—Lo que pasa es que hay un pequeño fallo —dijo—. Estoy de amo de llaves. Mi socio está fuera de la ciudad y tengo que dar de comer a sus perros. Podemos comprar algo y nos lo comemos allí.

—Nada que objetar —dije.

Cerró con llave el despacho y bajamos por las escaleras de atrás hasta el pequeño parking adjunto al edificio. Abrió la portezuela del coche, pero yo ya había echado a andar hacia el mío, que estaba estacionado en la calle.

—¿No te fías de mi habilidad con el volante?

—Es que me pondrán una multa si lo dejo donde está. Iré detrás de ti. Quiero morir con la cafetera puesta.

—¿Cafetera? ¿Llamas cafetera al coche, como en los años sesenta?

—Sí, lo leí en un libro —dije con sequedad.

Hizo bailotear los ojos y sonrió con comprensión, en apariencia resignado. Entró en su vehículo y esperó adrede a que llegara yo al mío. Arrancó entonces y condujo despacio para que pudiera seguirle sin perderme. De vez en cuando veía sus ojos que me observaban por el espejo retrovisor.

—So cabrón, si no estuvieras tan macizo… —murmuré entre dientes y me estremecí de manera involuntaria. Él era la causa.

Pusimos rumbo a la casa costera de John Powers, Charlie en vanguardia a velocidad cómoda. Como siempre, hacía las cosas a ritmo moderado. La carretera comenzó a serpentear, redujo la marcha al cabo de un rato y giró a la izquierda para acceder a un camino empinado y, si no me fallaba mi sentido de orientación, no muy alejado de la casa que Nikki tenía en la playa. Aparqué junto a su coche con el morro hacia abajo y con la esperanza de que el freno de mano no me fallara. La casa de Powers estaba empotrada en la parte superior de la colina derecha, detrás de un garaje vacío y un espacio suficiente para estacionar dos coches. El garaje estaba resguardado por una valla de listones en punta cuyas dos mitades formaban una puerta, cerrada con pestillo, tras la que estaba aparcado el que supuse era el coche del dueño.

Salió Charlie y esperó a que me reuniera con él. Al igual que la propiedad de Nikki, aquella daba al acantilado, a unos veinte o veinticinco metros de la playa, probablemente. Al otro lado del garaje vi un terreno herboso y desigual, un patio en forma de media luna. Anduvimos por un sendero estrecho que conducía a la parte trasera de la casa y Charlie abrió la puerta de la cocina. Los dos perros de John Powers pertenecían a la categoría que más detesto: saltarines, ladradores, babosos y con unas garras que parecían colmillos de tiburón. Y echaban un aliento humeante que apestaba a ciénaga. El uno era negro, el otro del color de las ballenas que encallan en la playa y se quedan allí pudriéndose durante un mes. Los dos eran grandes e insistían en alzarse sobre los cuartos traseros para mirarme a la cara. Yo mantenía la cabeza hacia atrás y la boca cerrada para evitar sus besos asquerosos y húmedos.

—Charlie, ¿te importaría echarme una mano? —gruñí por entre los dientes apretados. Uno me soltó un lengüetazo justo en la boca mientras hablaba.

—¡Tootsie! ¡Moe! ¡Largo de aquí! —exclamó Charlie.

Me sequé la boca.

—¿Tootsie y Moe?

Se echó a reír y se los llevó cogidos por el collar hasta el cuarto trastero, donde los encerró. Uno se puso a aullar y el otro a ladrar.

—¡Maldita sea, déjalos salir! —dije.

Abrió la puerta y salieron de estampía con la lengua colgando igual que filetes en salmuera. Uno se coló en la habitación contigua con movimientos de elefante y volvió con una correa entre los dientes. Se suponía que era una de sus gracias. Les enganchó la correa a los dos y se pusieron a hacer cabriolas y a dejar manchas húmedas en el suelo.

—Se calmarán si les saco de paseo —observó Charlie—. Un poco como tú.

Le hice una mueca, pero por lo visto no había más alternativa que seguirle hasta la parte delantera. Vi cagarrutas caninas en la hierba. Una estrecha escalera de madera se hundía en dirección a la playa entre descansillos de suelo desnudo y roca. Fue un descenso lleno de peligros, sobre todo porque aquellos monstruos de cuarenta kilos saltaban y hacían piruetas en cada recodo.

—John suele venir a la hora de comer para darles un paseo —me dijo Charlie por encima del hombro.

—Dios se lo pague —dije al llegar a la parte más vertical y mirando bien dónde ponía cada pie. Por suerte llevaba las bambas, carecían de puntos de sujeción en las suelas pero también de tacones susceptibles de engancharse en los peldaños carcomidos y de lanzarme de cabeza al océano.

La playa que se extendía a nuestros pies era alargada y estrecha, y la protegían rocas cortadas en pico. Los perros se pusieron a saltar y corretear de un extremo a otro y el negro se detuvo en cierto momento para depositar una cagada gorda y humeante con el lomo arqueado y los ojos fijos en el suelo con humildad. Hay que joderse, me dije, ¿esto es lo único que saben hacer los perros? Aparté la mirada. Daba asco tanta grosería. Me senté en una piedra y traté de ventilarme las ideas. Necesitaba un descanso, unas vacaciones largas durante las que no tuviera que preocuparme más que de mí misma. Charlie arrojaba ramas a los perros que éstos no cogían ni a la de tres.

Acabado finalmente el asueto perruno, subimos las escaleras todos juntos. En cuanto entramos en la casa, las bestezuelas se apoltronaron encima de una alfombra ovalada que había en la salita y, llenos de alegría, se pusieron a destrozarla a mordiscos. Charlie se dirigió a la cocina y oí el crujido de la bandeja de los cubitos de hielo.

—¿Qué quieres tomar? —preguntó en voz alta.

Me dirigí a la puerta de la cocina.

—Vino, si hay.

—Estupendo. Queda un poco en la nevera.

—¿Haces esto a menudo? —le pregunté con una seña hacia los perros.

Se encogió de hombros mientras rellenaba con agua la bandeja de los cubitos.

—Cada tres o cuatro semanas. Depende —dijo y me sonrió—. ¿Lo ves? Soy más amable de lo que pensabas.

Le enseñé el dedo corazón y lo doblé para que comprobase lo impresionada que estaba, aunque en realidad pensaba que cuidar de aquellos perros era un detalle rebosante de amabilidad. No me imaginaba a Powers buscándoles una guardería. Powers los habría llevado al zoológico. Charlie me pasó el vaso de vino y se sirvió un bourbon con hielo. Me apoyé en la jamba de la puerta.

—¿Sabías que Laurence estuvo liado con la madre de Sharon Napier?

Me miró con sorpresa.

—¿Es una broma?

—No. Según parece, fue antes de que Sharon trabajara para él. Por lo que sé, el «empleo» de Sharon fue una mezcla de extorsión y venganza. Lo cual tal vez explique el modo que tenía ella de tratarle.

—¿Quién te lo ha contado?

—¿Importa mucho?

—Es que me suena a bulo —dijo—. Jamás había oído el apellido Napier y eso que conocía a Laurence desde hacía años.

Me encogí de hombros.

—Lo mismo dijiste de Libby Glass —repliqué.

La cara empezó a ponérsele blanca.

—No perdonas una, ¿eh, tía? —Se trasladó a la sala de estar y fui tras él. Tomó asiento en una butaca de mimbre, que crujió bajo sus kilos—. ¿Por eso estás aquí? ¿Para seguir trabajando?

—En realidad, no. En realidad, es por todo lo contrario.

—¿Y eso qué significa?

—Que he venido para olvidarme del trabajo.

—¿Por qué me haces preguntas, entonces? ¿Por qué ese tercer grado? Sabes lo que pienso de Laurence y no me gusta que me utilicen.

Noté que se me desvanecía la sonrisa y que ponía cara de circunstancias.

—¿De verdad piensas eso?

Se quedó mirando su vaso y dijo, midiendo las palabras:

—Yo comprendo que tienes que hacer tu trabajo. Me parece magnífico y no me quejo. Te ayudaré hasta donde pueda, pero puedo ayudarte sin necesidad de que me interrogues cada dos por tres. Creo que no sabes la impresión que produce. Deberías verte cuando te pones a hablar de homicidios.

—Lo siento —dije con frialdad—. No quiero ser así contigo. Obtengo información y necesito comprobarla. No puedo valorar las cosas por su apariencia.

—¿A mí tampoco?

—¿Por qué me haces esto? —dije y la voz pareció debilitárseme hasta convertirse en susurro.

—No quiero que haya malentendidos entre tú y yo.

—Oye, oye. Fuiste tú quien me buscó. ¿Lo recuerdas?

—Sí. El sábado. Y hoy me has buscado tú. Y ahora me estás presionando y no me gusta.

Me quedé mirando el suelo, sintiéndome frágil y dolida. No me gusta que me den con la puerta en las narices y me sentía como la mierda. Mucho, además. Me puse a cabecear.

—He tenido un día muy ajetreado —dije—. Podríamos ahorrarnos todo esto.

—Yo también he tenido un día muy ajetreado —dijo—. ¿Y qué?

Dejé el vaso de vino en la mesa y cogí el bolso.

—Vete a cagar —dije a media voz—. Y que te den por el culo.

Me dirigí a la cocina. Los perros alzaron la testa y me observaron al pasar. Estaba furiosa y bajaron los ojos con mansedumbre como si les hubiera transmitido mis sentimientos. Charlie no se movió. Cerré la puerta trasera de un golpe, subí al coche, arranqué con violencia y reculé por el camino de entrada con chirrido de neumáticos. Al acceder a la calzada vi a Charlie de refilón junto al garaje. Metí la primera y me alejé.