21

Me esperaban dos mensajes en mi servicio mensafónico. El primero era de Garry Steinberg. Le llamé.

—Hola, Kinsey —dijo cuando me pusieron con él.

—Hola, Garry. ¿Qué tal va todo?

—Bien. Le he conseguido un poco de información —dijo. Deduje por su tono que estaba satisfecho, pero lo que dijo a continuación me cogió por sorpresa—. Esta misma mañana he visto aquella solicitud de trabajo que presentó Lyle Abernathy. Según parece, trabajó un tiempo de aprendiz de cerrajero. Con un viejo llamado Fears.

—¿Cerrajero?

—Exacto. He llamado al viejo esta mañana. Se lo habría pasado usted bomba. Le conté que Abernathy había solicitado un empleo de guardia de seguridad y que estaba comprobando sus referencias. Al principio se anduvo con rodeos, pero al final me confesó que había despedido al chico. Recibía muchas quejas sobre desapariciones de dinero en las casas donde había trabajado Lyle y empezó a sospechar que era un ratero. No lo pudo demostrar, pero tampoco quiso seguir corriendo el riesgo y lo despidió.

—Es magnífico —dije—. O sea que Lyle pudo haber entrado en casa de los Fife en cualquier momento. Y en la de Libby también.

—Así parece. Trabajó con Fears ocho meses y probablemente acumuló información de sobra para intentarlo, a juzgar por lo que dijo Fears. Siempre que no hubiera alarmas antirrobo ni cosas por el estilo.

—El único sistema efectivo de seguridad que había en la casa era un pastor alemán enorme que fue atropellado seis semanas antes de la muerte de Laurence Fife. Él, su mujer y los hijos estaban fuera cuando mataron al perro.

—Es increíble —dijo Garry—. En fin, aún no puede demostrar nada, pero por lo menos parece que ha dado con la buena pista. ¿Qué hago con la solicitud? ¿Quiere una fotocopia?

—Se lo agradecería. ¿Qué pasa con las cuentas de Fife?

—Las tengo encima de la mesa y les echaré un vistazo cuando disponga de un minuto libre. Es una montaña de papeles. Pensé que mientras querría saber lo del empleo de cerrajero.

—Le agradezco su ayuda. Coño, ese tío es un pájaro de cuidado.

—Y que lo diga. Vaya, me llaman por la otra línea. Estaremos en contacto. —Me dio el teléfono de su casa por si lo necesitaba.

—Vale usted lo que pesa. Muchas gracias.

El otro mensaje era de Gwen, la de K–9 Korners. Respondió una asistenta y en el tiempo que tardó en ponerse Gwen oí los ladridos y gemidos de los perros.

—¿Kinsey?

—Sí, soy yo. He recibido su llamada. ¿Qué ocurre?

—¿Está libre para comer?

—Un segundo, voy a consultar mi agenda —dije. Pegué la palma de la mano al auricular y consulté la hora en el reloj de pulsera. Eran las dos menos cuarto. ¿Había comido? ¿Había desayunado siquiera?—. Sí, estoy libre.

—Estupendo. Nos encontraremos en el Palm Garden dentro de quince minutos, si le viene bien.

—Sí, muy bien. Hasta ahora.

Acababan de servirme la copa de vino blanco cuando alcé los ojos y vi a Gwen que se acercaba por la terraza, alta, esbelta y con el pelo gris echado hacia atrás y despejándole la cara. La blusa que llevaba era de seda gris, con mangas largas y anchas recogidas en los puños, y la falda de color gris oscuro realzaba su cintura y caderas envidiables. Era una mujer segura y con estilo —lo mismo que Nikki— y alcanzaba a comprender por qué Laurence Fife se había sentido atraído por las dos. Supuse que Charlotte Mercer había estado cortada por el mismo patrón en la época de Maricastaña: una mujer con categoría, una mujer de buen gusto. Me pregunté si Libby Glass habría envejecido tan bien como ellas de haber vivido. A los veinticuatro años no habría sido tan segura, aunque sí brillante, una persona cuya lozanía y ambición habían tenido que seducir sin duda a un Laurence que se acercaba a los cuarenta. Dios nos libre a todas de la menopausia masculina.

—Hola, ¿cómo estás? —dijo Gwen con animación mientras tomaba asiento.

Cogió la servilleta que había junto a su plato y pidió vino cuando la camarera pasó por su lado. Vista de cerca, su imagen era menos dura, los grandes ojos castaños mitigaban la angularidad de los pómulos y el rosa claro de los labios suavizaba la línea resuelta de la boca. Y por encima de todo, sus modales: desenvueltos, inteligentes, femeninos, refinados.

—¿Qué tal los perros? —dije.

Se echó a reír.

—Una porquería. A Dios gracias. Hoy estamos hasta el cuello, pero quería hablar contigo. Has estado fuera.

—Volví el sábado. ¿Me has estado llamando?

Asintió con la cabeza.

—Te llamé al despacho el martes; creo. Tu servicio mensafónico me comunicó que estabas en Los Ángeles y traté de localizarte allí. Me respondió una especie de mongólica…

—Arlette.

—Quien fuera. El caso es que anotó mal mi nombre dos veces y colgué.

Llegó la camarera con el vino de Gwen.

—¿Has pedido ya?

Negué con la cabeza.

—Te estaba esperando.

La camarera sacó el cuaderno de pedidos y se me quedó mirando.

—Yo voy a tomar la ensalada de la casa —dije.

—Que sean dos.

—¿Aliñadas?

—La mía con Roquefort —dije.

—La mía con aceite y vinagre nada más —dijo Gwen al tiempo que devolvería las dos cartas a la camarera, que se alejó. Gwen se me quedó mirando—. Creo que no he sido justa contigo.

—¿A qué te refieres?

—A mi antiguo amante —dijo. Las mejillas se le ruborizaron un tanto—. Me di cuenta de que si no te decía cómo se llamaba perderías un montón de horas tratando de averiguar su nombre y que sería como buscar una aguja en un pajar. A primera vista parece más misterioso de lo que es en realidad.

—¿En qué sentido?

—Bueno, es que murió hace unos meses de un ataque al corazón —dijo, recuperando la animación de antes—. Después de hablar contigo quise localizarlo por mi cuenta. Se llamaba David Ray. Era maestro. En realidad era profesor de Greg, así nos conocimos. Pensé que tendría que enterarse de que andabas haciendo preguntas acerca de la muerte de Laurence o, en todo caso, que la curiosidad acabaría por conducirte hasta él.

—¿Cómo lo localizaste?

—Me enteré de que se había trasladado a San Francisco con su mujer. Por lo visto vivía en Bay Área y era director de una escuela nacional de Oakland.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Se encogió de hombros.

—Lealtad mal encaminada. Sentido de la seguridad. Fue una historia muy importante para mí y no quería implicarlo a estas alturas.

Se me quedó mirando y tuvo que leer la incredulidad que se me había pintado en la cara. El rubor de las mejillas se le intensificó de manera casi imperceptible.

—No es lo que parece —dijo—. Al principio me niego a darte su nombre y luego resulta que está muerto e ilocalizable, pero es la pura verdad. No sé si te contaría lo que te estoy contando si aún estuviera vivo.

Me dije que posiblemente me estaba contando la verdad, pero había algo que me sonaba raro y no sabía muy bien qué era. Llegó la camarera con las ensaladas y discurrieron unos minutos apacibles en que nos dedicamos a pasarnos la frambuesa. Gwen aliñó la lechuga a su gusto, aunque no comió gran cosa. Tenía curiosidad por oír lo que fuera a decirme a continuación y demasiada hambre para preocuparme por ello hasta haber engullido unos bocados.

—¿Sabías que padecía del corazón? —le pregunté al cabo de un rato.

—En absoluto, pero sospecho que su dolencia databa de años atrás.

—¿Quién rompió, él o tú?

Sonrió con amargura.

—Fue Laurence, pero ahora me pregunto si David habría sabido prolongar una historia que tuvo que complicarle la vida hasta hacérsela insoportable.

—¿Se lo contó a su mujer?

—Creo que sí. Estuvo muy amable por teléfono. Me excusé diciendo que Greg me había pedido que lo llamara y ella me siguió la corriente. Cuando me contó que David había muerto, yo… ni siquiera sé lo que le dije, aunque, como es natural, tuve que balbucir las expresiones habituales, qué pena, cuánto lo siento, como una espectadora desinteresada que emite las fórmulas de rigor. Fue espantoso. Horrible.

—¿No mencionó para nada vuestra relación?

—No, no, de ningún modo. Estuvo de lo más indiferente, aunque sabía muy bien quién era yo. En fin, el caso es que lamento no habértelo dicho desde el principio.

—No te preocupes, no pasa nada —dije.

—¿Cómo va el caso, por lo demás? —preguntó.

Titubeé un poco antes de decirle nada.

—Inconexo y fragmentario. Nada concreto aún.

—¿De verdad esperas descubrir algo después de tanto tiempo?

Sonreí.

—Nunca se sabe. La gente se vuelve descuidada cuando se cree a salvo.

—Sí, es verdad.

Hablamos por encima acerca de Greg y Diane y de la visita que les había hecho, que modifiqué cuanto me vino en gana. Gwen consultó la hora a las tres menos diez.

—Tengo que volver —dijo al tiempo que buscaba la billetera en el bolso. Sacó un billete de cinco dólares—. ¿Volveremos a vernos?

—Claro —dije. Tomé un sorbo de vino mientras se levantaba—. ¿Cuándo viste a Colin por última vez?

Me miró de súbito con ojos penetrantes.

—¿A Colin?

—Lo conocí el sábado —dije como si esto lo explicara todo—. Pensé que a lo mejor a Diane le gustaría saber que ha vuelto. Le tiene mucho cariño.

—Sí, es verdad —dijo—. No recuerdo cuándo lo vi por última vez. Cuando Diane terminó los estudios, tal vez. Quiero decir la segunda enseñanza. ¿Por qué lo preguntas?

Me encogí de hombros.

—Oh, nada, por curiosidad —dije. Le dediqué la que esperaba fuera mi mirada más cordial. En el cuello se le había formado una mancha de color de rosa y me pregunté si se podría presentar en los tribunales como un invento para detectar mentiras—. Yo pagaré la cuenta —dije.

—Si averiguas algo, dame un toque —dijo, con indiferencia absoluta otra vez.

Metió el billete bajo el plato y se alejó con la misma seguridad con que había entrado. La vi marcharse mientras pensaba que había algo de vital importancia que no había querido decirme. Lo de David Ray me lo había podido contar por teléfono. Y no estaba totalmente convencida de que no supiera lo de su muerte desde el primer momento. Volvió a absorberme la imagen de Colin.

Recorrí a pie las dos manzanas que me separaban del despacho de Charlie. Ruth tecleaba con un magnetófono enchufado al oído. Sus dedos aleteaban con ligereza sobre el teclado. Era muy rápida.

—¿Está?

Me sonrió y me hizo una indicación con la cabeza para no perderse palabra; tenía la mirada reconcentrada mientras vertía los sonidos al papel de un modo casi simultáneo.

Me asomé a su despacho. Estaba sentado ante el escritorio, sin chaqueta y con un libro de derecho ante sí. Camisa beige, chaleco marrón oscuro. Al verme esbozó una sonrisa lenta, se echó hacia atrás y pasó un brazo sobre el respaldo de la silla giratoria. Echó el lápiz sobre la mesa.

—¿Podemos cenar juntos? —dije.

—¿Pasa algo?

—No pasa nada. Sólo es una proposición —dije.

—A las seis y cuarto.

—Aquí estaré —dije y cerré la puerta, sin dejar de pensar en aquella camisa clara y el chaleco marrón oscuro. Aquello era lo sexy. Un tío con bañador de nailon y con el paquete abultado no es ni la mitad de interesante que el hombre que sabe llevar un traje de buen corte. El de Charlie me hacía pensar en una Copa Danone de chocolate a la que ya le hubieran hundido una cucharada y yo quería el resto para mí.

Me dirigí a la casa costera de Nikki.