Me levanté a las nueve y dediqué el domingo a mis asuntos particulares. Limpié la casa, lavé la ropa, fui al supermercado y por la tarde fui a ver a mi casero, que tomaba el sol en el patio de atrás. Para sus ochenta y un años, Henry Pitts tiene unas piernas asombrosas. También tiene una nariz ganchuda que es una maravilla, una cara aristocráticamente delgada, un pelo blanco de cine y unos ojos azules como las flores de vinca pervinca. El efecto de conjunto es muy sexy, muy electrizante y las fotos en que le he visto de joven no tienen ni punto de comparación. A los veinte, a los treinta, a los cuarenta, la cara de Henry parece demasiado llena, demasiado sin formar. A medida que las décadas pasan, las fotos comienzan a revelar la imagen de un hombre que se hace esbelto, explosivo, y en la actualidad se diría que está totalmente concentrado, como esas sustancias elementales que se hierven para producir un elixir potente.
—Henry —le dije, sentándome en la hierba, junto a su tumbona—, vive usted totalmente dedicado a no hacer nada.
—Pecado y degradación —dijo con complacencia sin molestarse siquiera en abrir los ojos—. Anoche tuvo usted compañía.
—Un ligue de una noche. De esos que tanto preocupaban a nuestras madres.
—¿Y qué tal?
—No pienso decírselo. ¿Cómo es el crucigrama que se ha inventado esta semana?
—Fácil. Palabras compuestas. Prefijos: bi, di, bis, dis. Remo. Ramo. Binario. Cosas así: A ver si sabe ésta: «borrón de imprenta», diez letras.
—No sé, me rindo.
—«Maculatura». Lo dicen los impresores. Un poco fácil, pero encajaba perfectamente. Inténtelo con otra: «equívoco», diez letras.
—Henry, ¿le importaría cambiar de tema?
—«Ambigüedad». Se lo dejaré en la puerta.
—No, ni pensarlo. Esas cosas se le meten a una en la cabeza y luego no hay quien se las saque.
Sonrió.
—¿Ha hecho ya su carrerita?
—No, estaba a punto —dije, poniéndome en pie de un salto.
Crucé el patio, me giré para mirarle y le sonreí. Se estaba untando crema bronceadora en las rodillas, teñidas ya de un fabuloso color caramelo. Me pregunté hasta qué punto importaba que nos llevásemos cincuenta años. Pero de pronto me acordé de Charlie Scorsoni. Me cambié de ropa y me puse a correr. Y a pensar en aquel hombre.
El lunes por la mañana fui a Homicidios para ver a Con Dolan. Estaba hablando por teléfono cuando llegué y me senté en su mesa. Había echado la silla hacia atrás, apoyaba los pies en el borde del escritorio y sostenía el auricular entre la oreja y el hombro. Decía «aja, aja, aja», con aire aburrido. Me observó con atención, escrutando cada detalle de mi cara, como si se la estuviera aprendiendo de memoria para cotejarla con un banco de datos atiborrado de fichas de sinvergüenzas. Le devolví la mirada. Había momentos en que distinguía la juventud pretérita en aquella cara, abolsada y curtida ya, con ojeras hinchadas, el pelo aplastado con brillantina y las mejillas fofas a la altura de la mandíbula, como si la carne comenzara a calentársele y a derretírsele. La piel del cuello colgaba en una serie de pliegues rojizos, el último ocultando el borde superior del almidonado cuello de la camisa. Me siento un poco identificada con él en un sentido vulgar que no acabo de definir. Es un hombre duro, impasible, retraído, calculador, cortante. He oído decir además que es un mezquino, pero lo que veo en él es a un hombre muy competente. Conoce su trabajo y no se anda con rodeos y, a pesar de que me las hace pasar canutas siempre que puede, me cae bien, aunque eso no lo admito de buenas a primeras. Advertí que se le aguzaba la atención. Se concentró en lo que le estaban diciendo y el genio comenzó a despertársele.
—Está bien, está bien, y ahora escúchame tú, Mitch, porque yo ya he dicho todo lo que tenía que decir. Ya estamos haciendo el ridículo y no quiero que me jorobes el caso. Sí, lo sé. Sí, es lo que dijiste. Sólo quiero que te quede esto muy claro. Yo di a tu hombre todas las oportunidades que juzgué convenientes, o sea que o colabora o lo devolvemos a su lugar. ¡Sí, diantre, habla con él otra vez!
Dejó caer el auricular desde cierta altura, no exactamente con violencia, sino para subrayar lo que acababa de decir. Se le notaba cansado. Me miró entre una bruma de irritación. Yo puse el sobre encima de la mesa. Él puso los pies en el suelo.
—¿Qué es eso? —dijo con brusquedad.
Levantó la solapa, miró el interior y extrajo la carta que había encontrado entre los efectos personales de Libby Glass. Aunque no sabía lo que era, la sostuvo por el borde, sus ojos recorrieron el texto una vez y volvieron a repasarlo con más detenimiento. Acto seguido me dirigió una mirada penetrante. Devolvió la carta al sobre…
—¿De dónde la has sacado?
—La madre de Libby Glass guardaba todas sus cosas. Estaba entre las páginas de un libro de bolsillo. La encontré el viernes. ¿Podría usted comprobar si hay huellas dactilares?
Me observó con frialdad.
—¿Por qué no hablamos antes de Sharon Napier?
Sentí un pinchazo de miedo, pero no titubeé.
—Ha muerto —dije, alargando la mano para recuperar el sobre. El puño de Con cayó sobre él y tuve que apartar la mano. Nos miramos a los ojos con fijeza—. Me lo dijo un amigo de Las Vegas —añadí—. Por eso lo sé.
—Mierda. Tú estabas allí.
—No es verdad.
—A mí no me mientas, maldita sea —me espetó.
Empecé a cabrearme.
—¿Quiere leerme mis derechos, teniente Dolan? ¿Quiere entregarme una notificación oficial de mis derechos constitucionales? Porque la leeré y firmaré, si usted quiere. Luego llamaré a mi abogado y cuando llegue, charlaremos un rato. ¿Qué me dice?
—Llevas dos semanas en este asunto y ya huele a cadáver. No me busques las cosquillas porque te crucifico. Y ahora cuéntamelo todo. Ya te dije que te mantuvieras al margen.
—Pare el carro. Usted me dijo que no me metiera en líos y es lo que he hecho. Me dijo que le gustaría que le echaran una mano para poder demostrar que había una conexión entre Libby Glass y Laurence Fife y ahí la tiene —dije, señalando el sobre.
Lo cogió y lo echó a la papelera. Yo sabía que era puro teatro. Probé otra táctica.
—Vamos, Con —dije—. No he tenido nada que ver con la muerte de Sharon Napier. De ningún modo, forma o manera. ¿Qué se cree? ¿Que llegué corriendo para matar a una persona que podía sernos de ayuda? ¡Usted está chalado! No he estado en Las Vegas en toda mi vida. Fui al Saltón Sea para hablar con Greg Fife y si duda de mi palabra, llámele. —Cerré la boca y le miré con intensidad, para dejar que aquella inverosímil mezcolanza de verdades y mentiras atravesara la máscara morena de sus facciones.
—¿Cómo sabías dónde estaba la Napier?
—Porque me pasé día y medio investigando por mediación de un detective de Nevada que se llama Bob Dietz. Después de hablar con Greg iba a ir a Las Vegas. Pero le llamé antes y supe que le habían pegado un tiro. ¿Cómo cree que me siento? Ella podía haberme ayudado a resolver ciertas incógnitas. Ya me está costando lo suyo. Hace ocho años que empezó este caso, ¡deme un voto de confianza, mierda!
—¿Quién sabía que tenías intención de hablar con ella?
—No lo sé. Si trata de decirme que la mataron para que no hablase conmigo, creo que se equivoca, aunque no lo juraría. Por lo que sé, ya estaba metida allí en historias raras. Y no me pregunte por los detalles porque los ignoro. Sólo me dijeron que se estaba metiendo en camisa de once varas.
Se me quedó mirando con fijeza y deduje que había dado en el clavo. Los rumores que mi amigo de Las Vegas me había transmitido coincidían seguramente con lo que al parecer había descubierto la jefatura de policía de allí. Personalmente estaba convencida de que le habían matado para cerrarle la boca, de que el asesino me había seguido y la había sorprendido a tiempo, pero estaban listos si pensaban que iba a formular autoacusaciones. Carecía de objeto y sólo iba a servir para impedirme continuar con la investigación. Pese a todo, el que alguien hubiera informado a la policía de Las Vegas del asesinato no dejaba de inquietarme. Un minuto más en aquel apartamento y me habría visto en un aprieto de órdago que habría dado al traste con mis investigaciones para siempre. Pero por más que lamentara mi papel en la muerte de Sharon Napier, no iba a expiar mi responsabilidad dejándome atrapar por sus secuelas.
—¿Qué más averiguaste sobre Libby Glass? —me preguntó, cambiando el tono de voz al mismo tiempo que el tema.
—No mucho. Por ahora trato de que encajen unos cuantos hechos, pero hasta el momento no he tenido mucha suerte. Si esa carta la escribió realmente Laurence Fife, por lo menos ya tenemos algo claro. Voy a serle franca: Nikki cree que la letra es de Fife, pero yo no estoy tan segura. No las tengo todas conmigo. ¿Me hará el favor de comunicarme si las huellas coinciden?
Dio un golpe de impaciencia a un montón de expedientes que tenía en la mesa.
—Ya veremos —dijo—. No nos gusta que los aficionados metan las narices en nuestros asuntos.
—¿Sabe una cosa? Nunca seremos amigos íntimos —dije, y por un motivo misterioso se le suavizó la expresión un tanto y a punto estuvo de esbozar una sonrisa.
—Lárgate ya —dijo con voz malhumorada.
Me largué.
Cogí el coche, abandoné el centro y bajé a la playa por Anaconda. Hacía un día estupendo, soleado, fresco y con nubarrones suspendidos sobre el horizonte. Por todas partes había barcos de vela que sin duda había fletado la Cámara de Comercio para ofrecer un motivo pintoresco a los turistas que se paseaban por la acera sacando fotos de otros turistas que descansaban sobre la hierba.
Al llegar a Ludlow Beach remonté la colina y luego me desvié por la empinada travesía en que vivía Marcia Threadgill. Detuve el vehículo, saqué los prismáticos y enfoqué su terraza. Todas la macetas estaban presentes y preparadas para pasar revista y con un aspecto más saludable de lo normal. No vi el menor rastro de Marcia ni de la vecina con la que estaba peleada. Me habría gustado que estuviera de mudanza, para fotografiarla trasladando cajas de libros de veinticinco kilos cada una. Creo que hasta me habría contentado con verla salir de la tienda con un par de bolsas grandes, llenas de comida en lata y desgarrándose por la parte inferior a causa del peso. Volví a enfocar la terraza y descubrí que en realidad había cuatro ganchos atornillados en la viga salediza de la terraza superior. Aquel monstruo de planta supergigante colgaba del gancho más próximo a la esquina, pero no había nada en los restantes.
Dejé los prismáticos, entré en el edificio y me detuve en el rellano que había entre las plantas segunda y tercera. Miré por entre los barrotes de la barandilla de la escalera. Si me ponía en la posición idónea, conseguiría con la cámara fotográfica un enfoque precioso de la puerta de Marcia. Resuelto el problema geométrico, volví al coche y me dirigí al supermercado Gateway. Sopesé varias plantas de exterior metidas en macetas de plástico hasta que di con una que me venía como anillo al dedo: doce kilos de tallo robusto del que sobresalían a intervalos unas hojas con fea pinta de espada. Compré también unos metros de cinta de envolver regalos, de un rojo coche de bomberos, y una tarjeta de felicitación con unos versitos sentimentales. Estas operaciones me consumieron un tiempo precioso que yo habría preferido invertir en el caso de Nikki Fife, pero tengo un alquiler que pagar y tenía el prurito de que a La Fidelidad de California le debía por lo menos medio mes.
Recorrí de nuevo el camino hasta la casa de Marcia y me detuve ante la puerta. Preparé la máquina de fotos, abrí el paquetito de las cintas, envolví con ellas la maceta de plástico de un modo coquetón y metí dentro la tarjeta, en la que había garabateado una firma que no iba a descifrar ni su padre. Con la maceta, la máquina de fotos y este sufrido corazón ascendí los inclinados escalones de cemento, entré en el edificio y llegué a la segunda planta. Dejé la maceta junto a la puerta de Marcia y subí al descansillo de arriba, donde gradué el diafragma, comprobé el obturador y ajusté el objetivo. La foto del siglo iba a ser aquello. Una obra de arte. Bajé al rellano inferior, tomé una profunda bocanada de aire, pulsé el timbre de la señorita Threadgill y otra vez escaleras arriba a una velocidad de ensueño. Cogí la máquina y volví a comprobar el objetivo. Mi cronometraje había sido perfecto.
Marcia Threadgill abrió la puerta y se quedó mirando el suelo con sorpresa y desconcierto. Vestía pantalón corto y una de esas blusas sin mangas ni espalda que se atan por detrás; al fondo, Olivia Newton–John berreaba una canción superempalagosa. Titubeé un segundo y espié por encima del pasamanos. Marcia se había inclinado para tomar la tarjeta. La leyó, miró el dorso un instante, volviéndola de nuevo para releer el mensaje del haz mientras se encogía de hombros con perplejidad. Echó un vistazo escaleras abajo por si descubría al responsable de la entrega. Empecé a sacar fotos y más fotos; el zumbido de la cámara de treinta y cinco milímetros apenas se oía a causa del elevado volumen a que había puesto el disco. Marcia retrocedió hasta el umbral, se dobló por la cintura como si tal cosa y levantó el macetón de doce kilos sin molestarse siquiera en flexionar las rodillas, que es lo que suele hacerse en estos casos, según recomiendan todos los profesores de educación física. En cuanto hubo metido en casa la maceta, bajé las escaleras a todo correr, salí a la calle y volví a enfocarla desde la acera en el momento justo en que aparecía en la terraza y apoyaba la maceta en la barandilla. Desapareció. Retrocedí unos metros, acoplé el teleobjetivo a la máquina y me quedé a la espera conteniendo la respiración.
Volvió con lo que sin duda era una silla de cocina. Le saqué otra serie morrocotuda de fotos mientras se subía a ella y, vivir para ver, cogió la maceta por el alambre de sujeción, la alzó hasta la altura del hombro, tensando los músculos hasta que enganchó el lazo del alambre en el garfio de arriba. Fue tal el esfuerzo que la blusa se le subió y aproveché para sacar una foto tremebunda de los pechos enormes que le asomaron. Me volví en el último segundo, me temo, porque me pareció que se giraba para comprobar si alguien había sido testigo de aquella semidesnudez imprevista. Instantes más tarde eché otro vistazo con la mayor indiferencia, pero ya no estaba en la terraza.
Fui a que me revelaran el carrete, asegurándome de que lo fechaban e identificaban con precisión. Aquellas instantáneas no nos iban a servir de mucho, en particular porque no tenía ningún testigo que confirmase mis declaraciones relativas al día, la hora y el lugar, pero por lo menos convencería al director de reclamaciones de La Fidelidad de que no debía abandonar el caso, que era lo máximo que podía conseguirse por lo pronto. Con una autorización suya, volvería con una cámara de vídeo y un profesional y obtendríamos un metraje que se aceptaría como prueba en los tribunales.
Debería haber adivinado que la idea no le gustaría. Andy Motycka tiene cuarenta y tantos años y aún se muerde las uñas. Aquel día la tenía tomada con la mano derecha y hacía esfuerzos denodados por devorar lo que le quedaba en el pulgar. Sólo con mirarle me ponía nerviosa. Estuve esperando hasta que se desgarró un buen pedazo de carne en compañía de un padrastro. Noté que la cara se me contraía a causa de la repugnancia y tuve que desviar la mirada hacia la izquierda, por encima de su hombro. Aún no había llegado a la mitad de mi informe cuando se puso a cabecear en sentido negativo.
—Imposible —dijo sin más—. La tía ni siquiera tiene abogado. Según parece, la semana que viene ha de entregarnos un certificado firmado por el médico. No vale la pena. No quiero complicar más las cosas. Cuatro mil ochocientos dólares no abultan tanto. Recurrir a los tribunales nos costaría diez billetes. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé, pero…
—No hay peros que valgan. El riesgo es excesivo. Ni siquiera sé por qué quiso Mac que te pusieras a investigar. Mira, sé que te jode, pero ¿qué le vamos a hacer? Si le buscas las cosquillas, contratará inmediatamente a un abogado que lo primero que hará será presentar una demanda y exigir un millón de dólares. Olvídalo.
—Pero volverá a hacerlo —dije.
Andy se encogió de hombros.
—¿Y por esta estupidez me hacéis perder el tiempo? —dije, elevando la voz en son de queja.
—A mí no me lo preguntes —dijo con indiferencia—. Por cierto, pásame las fotos cuando las hayan revelado. Esa tía tiene unas tetas enormes.
—Anda y que te zurzan —dije y me fui a mi despacho.