19

Cuando volví a mi apartamento, Charlie Scorsoni esperaba sentado en el umbral de la puerta. Me sentía sucia e impresentable y me di cuenta con turbación de cuánto había estado fantaseando sobre nuestro próximo encuentro, un encuentro que en nada se parecía a aquél.

—Por favor, Millhone, no es para tanto —me dijo nada más ver la expresión de mi cara.

Saqué las llaves.

—Lo siento —dije—, pero me ha pillado en el peor momento.

—Ha quedado usted con alguien —dijo.

—No, no he quedado con nadie. Pero estoy hecha una mierda. —Abrí la puerta, encendí la lámpara del escritorio y le hice pasar.

—Menos mal que está de buen humor —dijo mientras tomaba posesión del lugar. Se dirigió a la cocina y cogió la última cerveza que quedaba. Me cabreó aquella familiaridad.

—Escuche, tengo que lavar ropa. No he ido a comprar desde hace una semana. El correo se me ha amontonado y la casa está como una pocilga. Desde que nos vimos no he tenido tiempo ni de depilarme las piernas.

—También le hace falta un buen corte de pelo —dijo.

—Seguro que no. Siempre lo llevo así.

Sonrió al tiempo que cabeceaba.

—Cámbiese. Nos iremos por ahí.

—No quiero irme por ahí. Quiero poner mis cosas en orden.

—Ya lo hará mañana. Hoy es sábado. Apuesto a que siempre pone sus cosas en orden los domingos.

Me quedé mirándole. Era verdad.

—No corra tanto. El sitio donde quiero estar es éste, mi casa. La arreglo. Hago lo que tengo que hacer, duermo toda la noche, cosa que me hace muchísima falta, le llamo mañana y quedamos para vernos por la noche.

—Mañana por la noche tengo que estar en el despacho. He de hablar con un cliente.

—¿El domingo por la noche?

—Es inevitable porque tenemos que presentarnos en el juzgado el lunes por la mañana. Yo también estoy hecho cisco, estuve fuera y volví el jueves por la noche.

Seguí mirándole. Comenzaba a titubear.

—¿Y a dónde iremos? ¿Tendré que vestirme de largo?

—Bueno, con el aspecto que tiene ahora no creo que podamos ir a ninguna parte —dijo.

Me miré la ropa. Llevaba aún los tejanos y la camisa con la que había dormido, pero no estaba dispuesta a ceder tan pronto.

—¿Qué le pasa a mi aspecto? —le pregunté con malicia.

—Dúchese y cámbiese de ropa. Iré a la tienda y, si me hace una lista, le compraré lo que sea. Para cuando vuelva ya estará preparada, ¿no?

—Me gusta comprar personalmente mi propia comida. Bueno, sólo necesito leche y cerveza.

—Entonces la llevaré a un supermercado después de cenar —dijo, subrayando cada palabra.

Fuimos al Ranch House de Ojai, uno de esos restaurante de buen tono donde el camarero se planta junto a la mesa y recita la carta como si fuera un poema épico.

—¿Pido yo o eso ofenderá a su sensibilidad femenina?

—Adelante —dije, sintiéndome extrañamente aliviada—, prefiero, que pida usted.

Mientras conferenciaba con el camarero, le observé las facciones a hurtadillas. Tenía la cara enérgica y cuadrada, la línea de las mandíbulas era agradable, la boca carnosa y tenía un hoyuelo en la barbilla. La nariz parecía como si se le hubiese roto y se la hubieran recompuesto con pericia, no dejándole más que una pequeña señal debajo del puente. Las gafas eran de cristales grandes, de un color gris azulado, y tras ellos destacaban unos ojos claros y celestes. Tenía pestañas rojizas, cejas rojizas y un pelo rojizo sin apenas entradas. Las manos eran grandes, grandes los huesos de la muñeca, donde despuntaba un mínimo vello rojizo. Pero aquel hombre respiraba algo más, algo reprimido y oscuro, un efluvio erótico que afloraba a la superficie de vez en cuando y que ya había advertido anteriormente. En ocasiones parecía emitir un zumbido casi audible, como un cable de alta tensión que atravesara con espíritu inexorable la falda de una colina, amenazador y con señales de peligro. Aquel hombre me daba miedo.

El camarero asintió y se alejó. Charlie se volvió hacia mí, con una expresión divertida cuya causa no supe desentrañar. El gato, por lo visto, se me había comido la lengua, pero él simuló no notarlo y se lo agradecí por dentro, ruborizándome ligeramente. Sentía la misma inseguridad que cierta vez en una fiesta de cumpleaños; estaba entonces en sexto curso y de pronto me di cuenta de que todas las demás chicas llevaban medias de nailon mientras yo todavía iba con calcetines blancos.

Volvió el camarero con una botella de vino y Charlie interpretó el ritual de costumbre. Cuando estuvieron llenas las dos copas, rozó el borde de la mía con el borde de la suya sin dejar de mirarme con fijeza. Tomé un sorbo; me sorprendió la exquisitez del licor, frío y claro.

—Bueno, bueno ¿qué tal marcha la investigación? —me preguntó cuando se hubo alejado el camarero.

Negué con la cabeza, tratando de orientarme.

—No quiero hablar de eso —le dije con una sequedad de la que no tardé en arrepentirme—. No quiero ser brusca —añadí en un tono más dulce—. Lo que pasa es que no creo que sirva de nada hablar de ello. No va muy bien.

—Lo lamento —dijo—. Habrá que esforzarse más.

Me encogí de hombros y le observé mientras encendía un cigarrillo y cerraba el mechero de un manotazo.

—No sabía que fumara —dije.

—De vez en cuando —dijo.

Me ofreció la cajetilla y volví a decir que no con la cabeza. Parecía tranquilo, con un total dominio de sí, un hombre elegante y experimentado. Me sentí idiota e incapaz de decir nada, aunque como hablaba de trivialidades tampoco parecía esperar nada de mí. Por lo visto había puesto sus turbinas a una velocidad prudente y moderada y se lo tomaba todo con calma. Eso me hacía tomar conciencia de la tensión con que vivo habitualmente, de ese estado de crispación y nerviosismo puro que me hace rechinar los dientes mientras duermo. A veces me siento tan harta que hasta me olvido de comer y sólo me acuerdo de ello por la noche, y aun así no se trata de hambre sino de una voracidad animal, como si la cantidad y la velocidad pudiesen compensar el desequilibrio. Con Charlie me sentía como si me hubiesen puesto el reloj en hora, reduciendo mi ritmo para estar a tono con el suyo. Cuando apuré la segunda copa de vino di un suspiro y sólo entonces me di cuenta de que me había estado conteniendo, como una serpiente de juguete que está a punto de saltar de una caja.

—¿Se siente mejor? —dijo.

—Sí.

—Estupendo. Comamos pues.

La comida que siguió fue una de las más sensuales que recuerdo: pan natural y tierno, con corteza crujiente de capas múltiples y untado con paté, lechuga aliñada con un vinagre exquisito y lenguado rehogado con mantequilla y guarnecido con uvas verdes muy gruesas. De postre tomamos frambuesas al natural con un pedazo de tarta, y durante todo el tiempo la cara de Charlie, enfrente de la mía, estuvo ensombrecida por aquella especie de cautela, por aquel no sé qué rígido y temible que parecía reprimir y que tiraba de mí a pesar de estar en guardia.

—¿Por qué estudiaste derecho? —le pregunté cuando nos sirvieron el café.

—Por casualidad, creo. Mi padre era un borracho y un inútil, un auténtico cretino. Me pegaba mucho. Aunque no en serio. Más bien como se golpea un mueble con el que se tropieza. A mi madre le pegaba también.

—¿Afectó al concepto que tenías de ti mismo? —tanteé.

Se encogió de hombros.

—Yo creo que me fue útil. Me templó. Gracias a ello supe que no se podía depender de nadie, salvo de uno mismo, una lección que puede aprenderse perfectamente a los diez años. Y me ocupé de mí mismo.

—¿Trabajaste para poder estudiar?

—Continuamente. Conseguía dinero escribiendo en periódicos cosas que otros firmaban, sustituyendo a otros en los exámenes y respondiendo por debajo de la media para que no sospechase nadie. Te sorprendería saber lo difícil que resulta responder equivocadamente para dar el pego. También tuve empleos normales, pero después de ver que media clase conseguía ingresar en la facultad de derecho gracias a mí, me dije que yo también podía hacerlo.

—¿Qué hacía tu padre cuando estaba sobrio?

—Trabajó en la construcción hasta que cayó enfermo. Murió de cáncer después de seis años de sufrimientos. Lo pasó muy mal. Yo era como si no existiese y él lo sabía. ¿Y todo para qué? —dijo mientras cabeceaba—. Mi madre murió cuatro meses después. Creí que se sentiría libre y resultó que echaba de menos los malos tratos.

—¿Por qué derecho administrativo? No parece casar con tu historia. Te imagino más bien haciendo derecho penal o algo parecido.

—Mi padre se fundió todo lo que tenía. Cuando murió yo no tenía nada, menos que nada. Me costó años pagar las facturas del hospital y todas sus demás deudas. También tuve que cargar con los gastos por la muerte de mi madre, que por lo menos fue rápida, aunque no barata, Dios la bendiga. Y yo me dedico ahora a enseñar a los demás a torear a la administración incluso en la muerte. Muchos clientes míos están muertos, por eso nos llevamos muy bien y me encargo de que sus avaros herederos obtengan más de lo que se merecen. Además, cuando uno es albacea de un tercero, cobra cuando ha de cobrar y nadie le regatea los emolumentos.

—No parece mal negocio —dije.

—No lo es en absoluto —admitió.

—¿Has estado casado?

—No. Nunca he tenido tiempo para esas cosas. Trabajo. Es lo único que me interesa. No me gusta la idea de conceder a otra persona el derecho de exigirme nada. ¿Qué ganaría a cambio?

No pude evitar reírme. Yo pensaba exactamente igual. Se expresaba con ironía y la mirada que me dirigió en aquel momento fue extrañamente erótica, llena de pasión masculina y subyugante, como si dinero, poder y sexualidad estuviesen íntimamente relacionados para él y se estimulasen unos a otros. Por sincero que pudiera parecer, no había en él nada espontáneo, libre o abierto, aunque no se me escapaba que era justamente su no transparencia lo que me atraía. ¿Estaba él al tanto de esta atracción? No era muy claro a la hora de expresar sus sentimientos en un sentido u otro.

Acabado el café, hizo una seña al camarero y pagó la cuenta sin decir palabra. La charla se fue apagando y dejé que feneciera porque volvía a sentirme alerta, reservada, incluso recelosa de él. Recorrimos el recinto del restaurante muy juntos pero sin perder la compostura ni la seriedad. Abrió a puerta y me cedió el paso. Salí. No me hizo ninguna indicación, ni verbal ni de otra naturaleza, y de pronto me sentí desconcertada, temerosa de que la atracción que ejercía sobre mí fuera algo forjado por mi cabeza y no un juego recíproco. Me cogió el brazo para subir un escalón, pero me soltó en cuanto estuvimos en la acera. Me acompañó hasta la portezuela del coche por la que yo iba a entrar, la abrió y me introduje en el vehículo. No se me había escapado ni una palabra de coquetería y me alegraba por ello, aunque seguía sintiendo curiosidad a propósito de sus intenciones. Era un hombre tan práctico, tan distante.

Regresamos a Santa Teresa sin apenas abrir la boca. Me sentía reservada otra vez, no incómoda pero sí desanimada. Al avistar la periferia de la ciudad me cogió la mano como quien no quiere la cosa. Sentí que una corriente de voltaje no muy elevado me hacía vibrar el costado izquierdo. Mantuvo la izquierda en el volante. Con la derecha, sin delicadeza excesiva, me iba rozando los dedos. No había ternura en su actitud. Yo procuraba comportarme con la misma indiferencia que él, me esforzaba por fingir que había otras formas de interpretar aquellos provocativos mensajes eróticos que condensaban el aire y me secaban la boca. ¿Y si me equivocaba? ¿Y si me echaba encima de él como un perro sobre un hueso y resultaba que su gesto había sido solamente amistoso, distraído o impersonal? No podía pensar en nada porque no nos decíamos nada, nada a lo que pudiera reaccionar o aferrarme, nada que me permitiese salirme por peteneras. La respiración se me estaba haciendo jadeante por su culpa. Me sentía como una varilla de vidrio que se frota con un trozo de seda. Me pareció ver por el rabillo del ojo que volvía la cara hacia mí. Le miré abiertamente.

—Oye —dijo con suavidad—, ¿sabes qué vamos a hacer?

Se removió un poco en el asiento y puso mi mano entre sus piernas. Una descarga me traspasó de parte a parte y lancé un gemido sin querer. Se echó a reír sin estridencia, lleno de excitación y volvió a posar los ojos en lo que tenía delante.

Hacer el amor con Charlie fue como envolverme en una máquina cálida e inmensa. No hizo falta que yo hiciera nada. Todo se desarrolló con gran fluidez y naturalidad. No hubo ningún momento de torpeza. Ningún retraimiento repentino, ninguna timidez, ninguna vacilación, ninguna observación previa. Fue como si entre ambos se hubiera abierto un canal de comunicación y la energía sexual fluyera en ambos sentidos sin la menor traba. Hicimos el amor varias veces. Al principio hubo demasiada voracidad, demasiada pasión. Nos abrazamos con ansia, con una intensidad que no admitía la ternura. Nos pegamos el uno al otro como la ola al rompiente y las descargas de placer subían hasta lo más alto para descender a continuación. Todas las emociones y sensaciones eran de acometida, de asalto, de invasión arrolladora, hasta que me penetró con fuerza y se estuvo moviendo hasta que todas mis murallas quedaron reducidas a cenizas y escombros. Se incorporó entonces, apoyado en los codos, me dio un beso largo y dulce y todo volvió a comenzar, sólo que esta vez a su ritmo, a velocidad prudencial, con la lentitud sofocante y paulatina del melocotón que madura en el árbol. Y yo sentí que me convertía en nube, que me transformaba en miel y aceite, y que una serenidad dulcísima se apoderaba de mí igual que un sedante. Nos quedamos inmóviles después, riendo, sudando, jadeando, hasta que me indujo a dormir clavándome a la cama con la fuerza de sus brazos robustos. Lejos sin embargo de sentirme prisionera, me sentí cómoda y segura, como si nada pudiera ocurrirme mientras estuviera junto a aquel hombre, aquel refugio de carne al que estuve abrazada hasta que amaneció sin que me despertara una sola vez.

A las siete noté que me besaba en la frente y luego oí que la puerta se cerraba con suavidad. Cuando desperté, comprobé que se había marchado.