18

Me levanté de la cama como pude a las seis en punto de la mañana. No había pegado ojo. La boca me sabía a demonios y me lavé los dientes. Me duché y me vestí. Tenía unas ganas locas de correr, pero me sentía demasiado frágil y vulnerable como para recorrer San Vicente a aquella hora. Hice el equipaje, guardé la máquina de escribir y metí las páginas del informe en el maletín. Coloqué otra vez en el coche las cajas de cartón, junto con mis bultos. Había luz en recepción y vi que Arlette cogía unos donuts bañados en miel de una caja de pastelería y los disponía en una bandeja cubierta por una campana transparente. El agua del insípido y asqueroso café soluble ya se estaba calentando. Cuando entré se lamía el azúcar que se le había pegado a los dedos.

—Chica, madrugas más que las gallinas —dijo—. ¿Quieres desayunar?

Negué con la cabeza. Pese a mi inclinación por la comida sintética, no habría tocado ni un solo donut bañado en miel.

—No, pero te lo agradezco —dije—. Quiero pagar y marcharme.

—¿Ahora mismo?

Asentí con la cabeza, demasiado cansada para abrir la boca. Tuvo que intuir al cabo que era un mal momento para estar de palique. Me preparó la cuenta y firmé la factura sin molestarme siquiera en sumar las distintas cantidades. Por lo general se equivocaba, pero a mí me traía sin cuidado.

Entré en el coche y puse rumbo a Sherman Oaks. Había luz en la cocina de Grace, a la que me acerqué por el costado del edificio. Di unos golpecitos en la ventana y después de unos instantes apareció en el porche del servicio y abrió la puerta lateral. Vestida con una falda tubo de pana y un suéter de cuello alto, de algodón y color café, parecía encogida y bien perfilada. Me habló en voz baja.

—Raymond no se ha levantado aún, pero si quiere un poco de café, tengo hecho —dijo.

—Gracias, pero he quedado para desayunar a las ocho —dije, mintiendo sin devanarme mucho los sesos. Cualquier cosa que dijera se transmitiría a Lyle y éste no tenía por qué saber mi paradero; ni ella tampoco—. Sólo quería devolverle las cajas.

—¿Encontró algo? —preguntó. Sus ojos se encontraron un instante con los míos y se puso a parpadear, mirando primero al suelo y luego a mi izquierda.

—Demasiado tarde —dije, procurando hacer caso omiso del rubor tranquilizador que le tiñó las mejillas.

—Sí que es mala suerte —murmuró mientras se llevaba una mano al cuello—. Yo, bueno, yo… estoy convencida de que no fue Lyle…

—No tiene importancia —dije. La compadecía a despecho de mí misma—. Lo volví a meter todo lo más ordenadamente que supe. Le pondré las cajas en el sótano, junto al trastero. Supongo que querrá arreglarlo en cuanto le reparen la puerta.

Asintió. Hizo ademán de cerrar la puerta y retrocedí; la vi volver a la cocina deslizándose sin producir ningún ruido con las zapatillas de suela blanda. Me dio la sensación de que había violado su intimidad, de que todo iba a terminar con un feo detalle. Me había prestado toda la ayuda que había podido y a cambio había obtenido muy poco. No pude evitar encogerme de hombros. Nada podía hacer en este sentido. Descargué las cajas del coche en varios viajes y las amontoné en la entrada misma del trastero. Sin darme demasiada cuenta, esperaba encontrarme con Lyle. De día, la luz del sótano era fría y gris, pero aparte de la puerta y la ventana rotas no quedaba el menor rastro del intruso. Al efectuar el último traslado, salí por la parte trasera y sin mucha convicción me puse a buscar colillas aplastadas, huellas ensangrentadas, alguna tarjeta de visita que por casualidad se le hubiese caído al infractor. Ascendí los peldaños de hormigón y miré hacia la derecha, hacia el camino que había tomado el intruso: el césped del patio trasero, la bamboleante cerca de alambre y una zona de matojos. Alcancé a ver la calle contigua, donde tuvo que dejar estacionado el coche. La luz de las primeras horas del día bañaba el lugar con insistencia monótona. Podía oír el tráfico denso de la autopista de Ventura, a rachas visible por entre la arboleda de la derecha. El suelo no era lo bastante dúctil para retener huellas de pisadas. Rodeé el edificio por el sendero de la izquierda y me llamó la atención el que el cortacésped hubiese sido desplazado. Aún tenía las palmas surcadas por los arañazos de varios centímetros que me había provocado la grava al caer y resbalar con las manos por delante. Ni siquiera se me había ocurrido ponerme Bactine y esperaba que no se me gangrenasen, o cogiese el tétanos o cualquier otra infección peligrosa; ya me había prevenido mi tía contra todas ellas cada vez que de niña me despellejaba las piernas.

Volví al coche y enfilé hacia Santa Teresa, deteniéndome en Thousand Oaks para desayunar. Llegué a casa a las diez de la mañana. Me envolví en el edredón, me tumbé en el sofá y pasé casi todo el día durmiendo.

A las cuatro me dirigí a la casa que Nikki tenía en la playa. La había llamado para decirle que ya estaba de regreso y me había invitado a tomar una copa. Aún no sabía cuánto iba a contarle y cuánto me iba a reservar; después de mis últimas y crecientes sospechas quería comprobar la veracidad de mis intuiciones. En todos los casos que investigo hay momentos en que las hipótesis y especulaciones enturbian lo que, guiada por la intuición, pienso que es la verdad.

La casa estaba situada en una punta rocosa frente al océano. Era una propiedad pequeña, de forma irregular y circundada de eucaliptos. El edificio, de madera de cedro que aún conservaba su color natural y cuyos aleros seguían una línea ondulada, semejante al oleaje marino, se hallaba al final de un caminillo flanqueado de geranios rojos y rosados y medio se escondía tras los tejos y laureles. En la fachada había una gran ventana ovalada con un mirador a cada lado; carecían de cortinas. El césped era de color verde claro, las hojas de los arbustos tenían un aspecto tan tierno que casi abrían el apetito, y trozos de corteza de eucalipto se amontonaban como astillas de madera. En parterres desatendidos crecían margaritas blancas y amarillas. En conjunto, el efecto provocado era el de un abandono delicado, como el de un yermo exquisito que se descuidara de forma controlada y contase con el raro atractivo del intenso aroma del océano y el apagado rugido de las olas. El aire era húmedo, olía a sal, y el viento purificaba la hierba azotándola con fuerza. Si la casa de Montebello era funcional, elemental, convencional y sin adornos, ésta era un chalet caprichoso a base de ángulos obtusos, ventanas grandes y madera natural. En la puerta principal había un alto tragaluz de vidrios emplomados, con adornos en forma de tulipán, y el timbre sonaba igual que un carillón.

Nikki apareció al instante. Vestía una túnica verde apio de mangas muy anchas y el talle adornado de espejitos del tamaño de una moneda. Llevaba el pelo recogido y sujeto con una cinta de terciopelo verde claro. Parecía relajada, tenía la ancha frente limpia de arrugas, los ojos grises le rebosaban de luz y la boca, pintada ligerísimamente de rosa, se curvaba hacia arriba como si la animase una felicidad secreta. La languidez que dominara sus modales había desaparecido y se notaba jovial y llena de energía. Llevaba conmigo el álbum de fotos que me había dado Diane y se lo alargué cuando cerró la puerta a mis espaldas.

—¿Qué es? —preguntó.

—Fotos que Diane ha reunido para Colin —dije.

—Pasa y lo conocerás —dijo—. Estábamos haciendo pan.

Recorrí la casa con ella. Las habitaciones carecían de límites precisos. Las estancias se fundían entre sí, unidas por el mismo suelo de madera clara y pulimentada y las alfombras de pelo. Por todas partes había ventanas, plantas y tragaluces. La chimenea irregular de la salita parecía haberse construido con piedras de color pardo que se hubieran amontonado al azar como en la entrada de una cueva. En la pared del fondo, una escalerilla rudimentaria ascendía hasta un desván desde el que se dominaba el océano. Nikki me sonrió con alegría y al pasar dejó el álbum sobre la mesita de la sala.

La cocina, de madera y formica blanca, era semicircular, decorada con lozanas plantas de interior, y sus tres ventanas daban a una terraza: más allá comenzaba el océano, infinito y gris a la luz del atardecer. Colin amasaba pan de espaldas a mí, totalmente concentrado. Tenía el pelo del mismo tono incoloro que Nikki, y tan sedoso como el de ella en los rizos que se prolongaban hasta el cuello. Tenía brazos nervudos y fuertes, manos ágiles, dedos largos. Recogía los bordes de la masa y los apretaba hacia dentro mientras la hacía girar. Parecía hallarse en el umbral de la adolescencia, como si la estatura se le hubiese disparado sin adquirir todavía la típica torpeza de esa edad. Nikki le rozó y él se volvió, al instante con una mirada que al acto posó en mí. Sufrí un sobresalto. Sus ojos eran grandes, ligeramente oblicuos, de color caqui, de pestañas oscuras y abundantes; la cara, estrecha, la barbilla afilada y las orejas remataban en una punta delicada que, en combinación con el flequillo que le caía sobre la frente, producía un efecto de picardía y malignidad. Madre e hijo, los dos parecían salidos de un cuento de hadas: frágiles, hermosos y raros. Los ojos de Colin eran apacibles, vacíos, y emitían un destello de inteligencia profunda. He visto la misma expresión en algunos gatos: ojos llenos de sabiduría, ojos distantes y serios.

Cuando me puse a hablar con Nikki, Colin se fijó en nuestros labios, con los suyos entreabiertos y jadeantes, produciendo una impresión extrañamente erótica.

—Creo que acabo de enamorarme —dije y me eché a reír. Nikki me sonrió e hizo una seña a Colin con dedos rápidos y llenos de gracia. Colin me dedicó una sonrisa mucho más adulta que él. Sentí que me ruborizaba—. Espero que no se lo hayas dicho —exclamé—. No tendríamos más alternativa que fugarnos.

—Le he dicho que eres mi primera amiga desde que estoy en libertad. Y también que quieres tomar una copa —dijo, todavía gesticulando con las manos y con los ojos fijos en la cara de Colin—. Casi nunca hablamos tanto por señas. Sólo le estoy haciendo un resumen.

Mientras Nikki abría una botella de vino, contemplé a Colin, que seguía dándole vueltas a la masa. Me dio a entender que me dejaba ayudarle, pero negué con la cabeza porque prefería observar sus manos ágiles mientras en la masa, de un modo casi mágico, se iba formando una corteza blanda. Emitía sonidos roncos e ininteligibles de vez en cuando, al parecer sin darse cuenta.

Nikki me sirvió vino blanco muy frío en una copa de astil delgadísimo y ella se sirvió Perrier.

—Por la libertad condicional —dijo.

—Pareces mucho más relajada —dije.

—Lo estoy. Me siento estupendamente. Es maravilloso estar aquí con él. Lo sigo a todas partes. Me siento igual que un perro de compañía. No me deja descansar.

Movía las manos automáticamente y comprendí que le traducía cuanto me iba diciendo a mí. Como yo no sabía hablar por señas, me sentí torpe y violenta, como si en realidad tuviese cosas que decirle, preguntas que formularle a propósito del silencio que reinaría en el interior de su cabeza. Al igual que en las charadas mudas, Nikki se servía del tórax, los brazos, la cara, de todo su ser, y Colin le respondía con la máxima serenidad. Parecía expresarse con más rapidez que ella, sin premeditación. Nikki se interrumpía en ocasiones, esforzándose por recordar un signo, riéndose de sí misma cuando comunicaba el olvido a Colin. En tales momentos, la sonrisa de éste era comprensiva y afectuosa, y les envidié aquel mundo particular de secretos y autoparodias en el que Colin era el maestro y Nikki la alumna. No podía imaginarme a Nikki con un chico distinto.

Colin puso la masa en el molde, le dio la vuelta una vez para cubrir de mantequilla la superficie blancuzca y luego la tapó con una toalla blanca y limpia. Nikki le indicó que nos acompañara a la salita y allí le enseñó el álbum de fotos. El muchacho se sentó en el borde del sofá y se inclinó hacia adelante con los codos en las rodillas y el álbum abierto ante sí, en la mesita de la sala. No movía ni un solo músculo de la cara, pero lo devoraba todo con los ojos y no tardó en enfrascarse en la contemplación de las fotografías.

Nikki y yo salimos a la terraza. Se estaba haciendo de noche, aunque aún había luz suficiente para crear la ilusión de que hacía calor. Se acercó a la barandilla y contempló el océano que rugía a nuestros pies. Podía haber cabelleras de algas en algunos puntos próximos a la superficie, mechones oscuros que serpeaban a merced de las olas de un verde más claro.

—Oye, Nikki, ¿dijiste a alguien dónde he estado y para qué?

—No, en absoluto —dijo, sobresaltada—. ¿Por qué lo preguntas?

Le conté los acontecimientos de los últimos días: la muerte de Sharon Napier, la conversación con Greg y Diane, la carta que había encontrado entre las pertenencias de Libby Glass. Mi confianza en ella era instintiva.

—¿La caligrafía era de Laurence?

—Desde luego.

Saqué el sobre del bolso, cogí la carta con cuidado y se la abrí para que la leyera. Le echó un vistazo rápido.

—Es su caligrafía —dijo.

—Me gustaría que la leyeras —dije—. Quiero saber si refleja lo que suponías que estaba pasando.

Volvió a fijarse de mala gana en las hojas de color azul claro; parecía turbada cuando terminó de leer.

—Nunca imaginé que fuera tan serio. No fueron así sus otros líos.

—¿Qué sabes de Charlotte Mercer?

—Es una golfa. Una alcohólica. Me llamó en cierta ocasión. La detestaba. Y ella le detestaba a él. Tendrías que haber oído lo que dijo.

Guardé la carta con cuidado.

—No lo entiendo. De Charlotte Mercer a Libby Glass. Todo un abismo. Creía que era hombre de buen gusto.

Se encogió de hombros.

—Se dejaba seducir con facilidad. Era un vanidoso. Charlotte es una mujer hermosa… a su manera.

—¿Pensaba divorciarse? ¿Fue así como se conocieron?

Negó con la cabeza.

—Teníamos trato social con ellos. El juez Mercer fue en cierto momento una especie de mentor de Laurence. No creo que se enterase del asunto: probablemente habría matado a Laurence. En fin, es el único juez honrado que hemos tenido. Ya sabes cómo son todos.

—Sólo he cruzado con ella unas palabras —dije—, pero no me cabe en la cabeza que sea la persona que busco. Tuvo que ser alguien que sabía dónde me encontraba y no creo que ella pudiera hacerse con esta información. Alguien me siguió hasta Las Vegas. El asesinato de Sharon se calculó con demasiada precisión como para ser una coincidencia.

Colin se situó junto a Nikki y apoyó el álbum abierto en la barandilla. Señaló una foto y dijo algo que no alcancé a descifrar, una sucesión confusa de vocales. Era la primera vez que le oía emitir sonidos más o menos articulados. Para tener doce años, poseía una voz más profunda de lo que me había figurado.

—Es Diane cuando acabó la segunda enseñanza —le dijo Nikki. Colin la miró una instante y señaló la foto con más insistencia. Se llevó el índice a la boca y lo movió con rapidez hacia arriba y hacia abajo. Nikki arrugó el entrecejo.

—¿«Quién» qué, cariño?

Colin señaló un grupo de personas que había en la foto.

—Son Diane, Greg, la madre de Diane y Terri, un amigo de Diane —le dijo, pronunciando distintamente al tiempo que iba señalando a los aludidos.

Colin esbozó una sonrisa de desconcierto. Abrió las manos y se puso el pulgar en la frente y a continuación en la barbilla. Nikki se echó a reír con una expresión tan desconcertada como la del muchacho.

—No, Nana es ésta —dijo, señalando una foto de la página siguiente—. Esa es la madre de Diane, no la de papá. La madre de Diane y Greg. ¿Ya no te acuerdas de Nana? Dios mío, claro que no te acuerdas —se volvió a mirarme—. Murió cuando Colin tenía un año.

Colin emitió unos sonidos guturales que indicaban negación y contrariedad. Me pregunté qué sería de su carácter cuando entrase de lleno en la pubertad. Otra vez el pulgar en la frente y en la barbilla. Nikki me miró otra vez.

—No para de decir que Gwen es la «madre de papá». ¿Cómo podría explicarle que es su ex mujer? —Volvió a gesticular con paciencia.

Colin cabeceó un tanto, repentinamente inseguro. Observó a Nikki durante unos momentos como si esperase más explicaciones. Cogió el álbum y se alejó con los ojos fijos en Nikki todavía. Volvió a hacer señas, ruborizado e incómodo. Por lo visto no quería parecer tonto delante de mí.

—Las veremos todas dentro de un rato —le dijo Nikki por señas mientras me traducía.

Colin se marchó sin prisas por la puerta corredera y cerró el cancel a sus espaldas.

—Disculpa la interrupción.

—No pasa nada —dije—. De todos modos tengo que marcharme.

—Si quieres, puedes cenar con nosotros. He hecho estofado para parar un tren. Sabe de maravilla con el pan de Colin.

—Gracias, pero tengo millones de cosas que hacer —dije.

Me acompañó a la puerta poniendo punto final a nuestra charla de un modo casi inconsciente.

Me instalé ante el volante del coche y durante unos segundos me quedé pensando, desconcertada, en el desconcierto de Colin respecto de Gwen. Había sido extraño. Muy extraño.