La señora Glass abrió la puerta nada más rozar yo el timbre con el dedo. La salita tenía esta vez un aspecto menos caótico y el taller de costura se había reducido a unas telas pulcramente dobladas sobre un brazo del sofá. No vi a Raymond por ninguna parte.
—Ha pasado un mal día —me dijo—. Lyle pasó por aquí al salir del trabajo y entre los dos lo metimos en la cama.
Hasta el televisor estaba apagado y me pregunté a qué se dedicaría aquella mujer por las noches.
—Las cosas de Elizabeth están en el sótano —murmuró—. Voy por la llave de nuestro trastero.
Regresó al cabo de unos instantes y la seguí hasta el pasillo. Giramos a la izquierda, rebasamos la escalera y nos detuvimos ante la puerta del sótano, que estaba en la pared de la derecha. La puerta estaba cerrada con llave, la abrió y accionó el interruptor situado en lo alto de las escaleras. Percibí el olor rancio y seco de las persianas viejas y de las latas medio vacías de pintura. Bajamos por el estrecho conducto, yo a dos peldaños de la señora Glass, que daba una brusca vuelta hacia la derecha. Desde el descansillo entreví un suelo de hormigón y montones de cajas de madera que llegaban hasta el techo, que era de escasa altura. Había algo allí que no encajaba, pero eso sólo se me confirmó cuando tuvo lugar la explosión.
La bombilla del descansillo saltó hecha pedazos, nos roció con una lluvia de finas partículas de vidrio y el sótano quedó sumido en tinieblas al instante. Grace dio un grito, la sujeté y tiré de ella hacia arriba. Perdí el equilibrio y la mujer cayó sobre mí. Tenía que haber una puerta que comunicase directamente con el exterior, porque oí crujir la madera, un portazo y el rumor de quien sube peldaños de cemento de dos en dos. Me libré del peso de Grace, tiré de ella escaleras arriba, la dejé en el pasillo, salí corriendo hacia la parte delantera de la casa y bordeé el edificio. Habían dejado un cortacésped en mitad del sendero, tropecé en la oscuridad, caí de bruces y me deshice en maldiciones violentas mientras me ponía en pie. Alcancé la parte trasera, agazapada en todo momento y con los latidos del corazón atronándome los oídos. Estaba oscuro como boca de lobo y sólo en aquel momento comenzaban mis ojos a acostumbrarse a las tinieblas.
Un motor se puso en marcha en una calle contigua y a continuación oí un chirrido de neumáticos y un rápido cambio de velocidad. Retrocedí con cautela, pegada al edificio ya, y sin oír otra cosa que el menguante rugido de un coche que se le alejaba velozmente. Tenía la boca seca. Estaba empapada en sudor y sentí un escalofrío de efecto retardado recorriéndome todo el cuerpo. Me dolían las palmas pues la grava me había perforado la piel. Fui a buen paso hasta mi coche, cogí la linterna y me guardé la pequeña automática en el bolsillo de la cazadora de nailon. No creía que se hubiese quedado nadie por allí, pero ya estaba harta de sorpresas.
Grace se había sentado en el umbral de la puerta con la cabeza apoyada en las rodillas. Temblaba de pies a cabeza y empezaba a gimotear. La ayudé a incorporarse y le abrí la puerta de la casa para que entrara.
—Lyle sabía a qué tenía que venir yo hoy, ¿verdad? —le espeté. Me dirigió una mirada de dolor y súplica.
—No puede haber sido él. No me haría una cosa así —gimoteó.
—Su fe me conmueve, señora —dije—. Siéntese. Volveré en seguida.
Volví a las escaleras del sótano. El haz luminoso de la linterna rasgó la oscuridad. Al pie de las escaleras había otra bombilla y tiré del cordón. La luz pobre y raquítica de la bombilla oscilante trazó un arco amarillento que fue acortándose hasta reducirse a un punto. Apagué la linterna. Identifiqué el cuarto trastero de la señora Glass: lo habían abierto a golpes y el candado pendía inútil del listón de la puerta. Las cajas de cartón estaban rotas y abiertas y el contenido formaba una revuelta alfombra que tuve que ir vadeando. En todas las cajas que se habían vaciado figuraba el nombre «Elizabeth» escrito esmeradamente con grandes trazos de rotulador. Me pregunté si el intruso habría tenido tiempo de encontrar lo que buscaba. Oí un ruido a mis espaldas y me volví empuñando la linterna a modo de porra.
Un hombre me miraba con desconcierto.
—¿Qué pasa aquí?
—Mierda. ¿Quién es usted?
Era un cuarentón de cara tímida y con las manos en los bolsillos.
—Soy Frank Isenberg, del apartamento tres —dijo en tono de disculpa—. ¿Ha entrado algún ladrón? ¿Quiere que llame a la policía?
—No, aún no. Tengo que hablar antes con Grace. Parece que su trastero es el único que han forzado. Puede que sólo hayan sido los niños —dije con el corazón todavía a cien por hora—. Me ha dado usted un susto de muerte.
—Lo siento. Pensé que a lo mejor necesitaba ayuda.
—Sí, bueno, gracias de todos modos. Si necesito algo, se lo haré saber.
Dio una ojeada al caos reinante, se encogió de hombros y se fue por donde había llegado.
Comprobé el estado de la puerta trasera del sótano. Habían roto el cristal y descorrido el pestillo metiendo la mano. Ni que decir tiene que la puerta estaba abierta de par en par. La cerré y corrí el pestillo. Al girarme vi que Grace bajaba los peldaños con apocamiento, con la palidez pintada todavía en el rostro. Se sujetó al pasamanos.
—Las cosas de Elizabeth —murmuró—. Han destrozado todas las cajas, todo lo que guardaba.
Tomó asiento en un escalón mientras se frotaba las sienes. En sus grandes ojos oscuros había dolor y confusión, y también algo más que habría jurado era culpa.
—Creo que habría que llamar a la policía —dije, sintiéndome mezquina y preguntándome hasta qué punto ella estaba protegiendo a Lyle.
—¿Le parece necesario? —dijo. Su mirada correteaba indecisa de un punto a otro; sacó un pañuelo y lo oprimió contra su frente como para secarse el sudor—. Puede que no falte nada —dijo con voz esperanzada—. Puede que no se hayan llevado nada.
—Y puede que no lo notemos —dije.
Se puso en pie y se acercó al trastero de su propiedad, contemplando los lamentables montones de papeles, animales de peluche, cosméticos, ropa interior. Se detuvo para coger algunos papeles y ordenarlos. Las manos le temblaban aún, pero no creía que estuviera asustada. En todo caso, sorprendida, y con la cabeza carburando a toda velocidad.
—Supongo que Raymond seguirá durmiendo —dije.
Asintió. Las lágrimas comenzaron a aflorarle a medida que se percataba del alcance del destrozo ocasionado. Me compadecí de ella. Aunque lo hubiera hecho Lyle, se trataba de una canallada, de una agresión contra algo que apreciaba Grace. Ya había sufrido bastante antes de aquello. Dejé la linterna y me dispuse a meter los papeles en las cajas: bisutería, ropa interior, ejemplares antiguos de Seventeen y Vogue, patrones de vestidos que Libby, probablemente, no había confeccionado nunca.
—¿Le importa que me lleve las cajas para revisarlas esta misma noche? —le pregunté—. Se las devolveré por la mañana.
—Bueno. Es igual. No creo que eso pueda hacer ya ningún mal a nadie —murmuró sin mirarme.
Aquello se me antojó el espíritu del abandono total. Entre todo aquel revoltijo era imposible saber si faltaba algo. Tendría que revisar caja por caja y ver si encontraba algo, aunque no había muchas probabilidades. Lyle, si de él se trataba, no podía haber estado allí mucho tiempo. Sabía que yo iba a volver por los enseres de Libby y Grace le había dicho sin duda a qué hora me iba a presentar. Salvo que le trajera sin cuidado, se había arriesgado mucho. ¿Por qué no había forzado la entrada durante los tres días que yo había estado ausente? Recordé su insolencia y recelé que había querido darse el gustazo de fastidiarme; aunque se le hubiera sorprendido en el intento.
Grace me ayudó a trasladar las cajas al coche, seis en total. Me dije que habría tenido que llevarme las cosas de Libby la primera vez que había estado en la casa, aunque no me imaginaba viajando a Las Vegas con el asiento trasero lleno de cajas de cartón. Pero ahora estarían intactas. Había sido culpa mía, pensé con mal humor.
Dije a Grace que volvería a la mañana siguiente sin falta y acto seguido arranqué. Me esperaba una noche muy larga.
Compré dos termos de café solo al otro lado de la calle, cerré con llave la puerta de la habitación del motel y corrí las cortinas. Vertí el contenido de la primera caja sobre la cama y lo fui clasificando, disponiéndolo en montones. Papeles escolares. Cartas privadas. Revistas. Animales de peluche. Ropa. Cosméticos. Facturas y recibos. Grace, por lo visto, había conservado todo lo que había tocado Elizabeth desde su primer sarampión. Cartillas escolares. Ejercicios escolares. A decir verdad, seis cajas no me parecieron muchas cuando me di cuenta de la infinidad de cosas guardadas. Cuadernos de la universidad. Copias de solicitudes de trabajo. Formularios de la declaración de la renta. Restos y rastros de toda una vida, pero en última instancia nada más que un montón de basura. ¿Quién habría tenido necesidad de volver otra vez sobre aquello? Su espíritu y energía originales habían desaparecido para siempre. Sentí una especie de simpatía por ella, por aquella joven cuyos tanteos, triunfos y pequeños fracasos se encontraban ahora amontonados sobre la cama de un motel vulgar. Yo ni siquiera sabía qué buscaba. Hojeé un diario escrito en quinto curso: la caligrafía era de letra redonda y aplicada, y los actos registrados destacaban por su insignificancia.
Imaginé que yo había muerto y que una persona desconocida curioseaba con indiferencia en mis enseres. ¿Qué rastro dejaría yo? Cheques anulados. Informes mecanografiados y archivados. Todo cuanto tenía algún valor, reducido a una prosa funcional. No me preocupaba mucho por mí misma y se reducía prácticamente a cero lo que guardaba o conservaba. Dos certificados de divorcio. A esto se reducía mi herencia. Yo reunía más información sobre los demás que sobre mí, como si espiando la vida ajena esperara descubrir algo sobre la propia. El misterio de mi vida, aún sin explorar ni descubrir, estaba clasificado en ficheros de etiquetación precisa, pero que en el fondo no decían gran cosa. Rebusqué en la última de las cajas de Elizabeth, pero no encontré nada de interés. Cuando terminé, eran las cuatro de la madrugada. Nada. Si alguna vez hubo algo allí, ahora había desaparecido, y volví a enfadarme conmigo misma, reprochándome mi falta de previsión. Era la segunda vez que llegaba demasiado tarde, la segunda vez que una información vital se me escapaba de las manos por un pelo.
Inicié la tarea de rellenar las cajas, repasando y clasificando otra vez los objetos mecánicamente. La ropa en una caja y en los huecos laterales los animales de peluche. Los papeles escolares, los diarios y cuadernos de universidad en la siguiente. Lo clasifiqué todo con el orden más riguroso y obsesivo, como si debiera a Elizabeth Glass algún tipo de servicio por haber hurgado en las grietas ocultas de su vida descontrolada. Sacudía las revistas, sujetaba los libros por el lomo para que las páginas bailasen a su aire. Los montones de la cama se fueron reduciendo. No había muchas cartas personales y aunque me sentía culpable por leerlas, no dejé de hacerlo. Una era de una tía de Arizona. Otra era de una chica llamada Judy, a la que Libby debió de conocer durante la segunda enseñanza. Ninguna parecía aludir a nada íntimo y llegué a la conclusión de que o no se fiaba de nadie o no tenía nada que contar. Mi desengaño rayaba en la frustración. No quedaba ya más que un montón de libros, casi todos en rústica. La chica tenía un gusto del carajo. León Uris, Irving Stone, Victoria Holt, Georgette Heyer y un surtido de botones más selectos que supuse procedería de algún curso universitario de literatura general. De entre las páginas de un ejemplar supermanoseado de Orgullo y prejuicio se deslizó una carta. Estuve en un tris de meterla en la caja, junto con las demás cosas. Estaba escrita por ambas caras con tinta azul oscuro y apretada letra cursiva. No había fecha. No había sobre. No había matasellos. La cogí por una punta y la leí, sintiendo un hormigueo frío en la base de la columna:
Elizabeth, cariño:
Te escribo esta carta para que no estés tan sola cuando regreses. Sé que estas separaciones te resultan difíciles y me gustaría conocer algún remedio que aliviase tu dolor. Eres muchísimo más sincera que yo, muchísimo más franca respecto de tus emociones de lo que yo puedo permitirme, pero te amo y no quiero que tengas la menor duda en este sentido. Tienes razón cuando dices que soy tradicional. Soy culpable de cuanto se me imputa, Señoría, pero no soy indiferente al sufrimiento y, aunque a menudo se me ha acusado de ser egoísta, no soy tan desconsiderado como piensas. Me gustaría dedicar algún tiempo a lo nuestro y así estar seguro de que es algo que queremos los dos. Lo que nos está ocurriendo ahora me parece maravilloso, pero no quiero decir con esto —créeme, por favor— que cambiaría mi vida por ti si llegase el caso. Por otra parte, creo que ambos deberíamos estar convencidos de que somos capaces de superar los engorros y absurdidades cotidianas que plantea la convivencia. En este momento estamos deslumbrados por la intensidad de la relación y lanzarlo todo por la borda y vivir de cualquier manera nos parece muy sencillo, pero no nos conocemos ni muy profundamente ni desde hace mucho tiempo. No puedo sacrificar a mi mujer, a mis hijos, mi trabajo por la pasión del momento, aunque sabes que me tienta. No nos precipitemos, por favor. No puedo decirte con palabras cuánto te amo y no quiero perderte, aunque sé que esto suena a egoísmo. Haces bien en incitarme, pero, por favor, no te olvides de lo que está en juego por ambas partes. Perdona mi reserva si puedes. Te amo.
Laurence.
No supe qué pensar. De súbito me di cuenta. No se trataba sólo de que nunca había creído en una posible relación amorosa entre Laurence y Elizabeth. Es que «no había querido creerlo». Y aún no estaba segura de creerlo, pero entonces, ¿por qué esta resistencia? Resultaba demasiado impecable. Demasiado perfecto. Casaba a la perfección con lo que yo sabía ya del caso y sin embargo no dejaba de mirar la carta, que volvía a leer mientras la sostenía con cautela por un pico. Me recosté en la cama. ¿Qué me pasaba? Estaba muerta de cansancio, sabía que había trabajado demasiado durante los últimos días, pero algo tiraba de mí, y no estaba segura de que tuviera tanto que ver con la carta cuanto conmigo misma, con mi naturaleza: alguna vibración quisquillosa y autoesclarecedora que luchaba con denuedo por no admitir. O la carta era auténtica o no lo era, y eso podía averiguarse. Me incorporé de mala gana. Cogí un sobre grande y metí dentro la carta, cuidando de no dejar huellas y pensando ya en Con Dolan, a quien le encantaría porque venía a confirmar sus más obscenas sospechas sobre lo sucedido en la época. ¿Era aquello lo que Sharon Napier había acabado por comprender? ¿Era aquello lo que habría podido confirmarme de haber vivido lo suficiente?
Me eché en la cama sin desnudarme, con los músculos en tensión y el cerebro hecho puré. ¿A quién habría podido chantajear Sharon con aquella información, si de veras estaba en su poder? Ese chantaje tenía que formar parte de los oscuros asuntos en que andaba metida. Y ése tenía que ser el motivo por el que la habían matado. Alguien me había seguido hasta Las Vegas, alguien que sabía que le iba a ver, alguien que sabía que ella podía corroborarme lo que yo no había querido creer. No podía demostrarlo, por supuesto, pero me pregunté si estaría ya tan cerca de la verdad que corriese peligro. Me entraron ganas de irme a mi casa. Me entraron ganas de refugiarme en la seguridad de mi pequeño cubículo. Aún no veía muy claras las cosas, pero ya me faltaba poco. En ocho años no había ocurrido nada y ahora todo volvía a empezar. Si Nikki era inocente, alguien había gozado de total impunidad durante todo el tiempo transcurrido, alguien que ahora corría el peligro de quedar al descubierto.
Durante una ráfaga de segundo volví a ver la expresión de los ojos de Nikki, maldad irracional, rabia violenta. Ella había puesto todo aquello en movimiento. Había que considerar la posibilidad de que Sharon Napier estuviese chantajeándola precisamente a ella, de que Sharon supiese algo que implicase a Nikki en la muerte de Libby. Si Sharon había puesto pies en polvorosa, cabía la posibilidad de que Nikki me hubiese contratado para encontrarla y de que Nikki hubiese suprimido la amenaza de un disparo inapelable. También era posible que me hubiese seguido hasta Sherman Oaks para buscar a toda prisa entre las pertenencias de Libby cualquier cosa que pudiera relacionar a Libby con Laurence Fife. Faltaban algunas piezas aún, pero ya aparecerían; quizás entonces todo adquiriera sentido. Suponiendo, claro está, que yo viviera lo suficiente para enterarme…