16

Al volver a La Hacienda, entré en recepción para comprobar si había algún recado telefónico. Arlette había tomado nota de cuatro, aunque tres resultaron ser de Charlie Scorsoni. Arlette apoyó un codo en el mostrador mientras masticaba una especie de rosquilla rellena de algo viscoso y de color marrón oscuro.

—Palitos Dietéticos Lineaesbelta —dijo—. Seis calorías por unidad. —Parte del relleno se le pegó a los dientes como si fuera un empaste, se pasó el dedo por las encías y volvió a meterse la goma arábiga en la boca—. Fíjate en la etiqueta. Apuesto a que no hay ningún ingrediente natural en esta porquería. Leche en polvo, grasa hidrogenada, huevo deshidratado y toda una lista de productos químicos y aditivos. Pero ¿sabes una cosa? La comida de verdad no sabe tan bien como la sintética. ¿No lo has notado? Es un hecho científicamente demostrado. La comida de verdad es suave, casi insípida por culpa del agua. Fíjate en los tomates de los supermercados. Saben de un modo deplorable —dijo y sufrió un estremecimiento. Yo quería leer con atención los recados, pero Arlette me lo estaba poniendo difícil—. Juraría que estos productos ni siquiera contienen harina de verdad —añadió—. La gente dice que la comida sintética contiene calorías falsas, pero no seré yo quien prefiera las auténticas. Me gustan las falsas. Así me imagino que no engordo. Ese Charlie Scorsoni no te deja en paz, ¿eh? La primera vez llamó desde Denver, la segunda desde Tucson y anoche desde Santa Teresa. A saber qué querrá. Parece un tío majo.

—Estaré en mi habitación —dije.

—Como quieras, hija, como quieras. Si piensas contestar a las llamadas, me das un toque y te pasaré la conexión.

—Gracias —dije.

—Ah, di tu número de Las Vegas a dos elementos que no quisieron dejar ningún recado. Espero no haber metido la pata. No me dijiste que no diera tu número.

—No, no, has hecho bien. ¿Tienes idea de quiénes eran?

—Macho y hembra, uno de cada —dijo con desenvoltura.

Entré en mi cuarto, me quité los zapatos de una sacudida, llamé al bufete de Charlie Scorsoni y me respondió Ruth.

—Tenía que volver anoche —dijo—. Pero no para venir al bufete. Tal vez esté en su casa.

—De acuerdo. Si no lo localizo allí, ¿querrá decirle que he vuelto a Los Ángeles? El ya sabe dónde encontrarme.

—Se lo diré.

El otro recado era una especie de paga extra. Por lo visto. Garry Steinberg, el contable de Haycraft and McNiece, había vuelto de Nueva York hacía unos días y quería hablar conmigo el viernes por la tarde. Y ya era viernes. Lo llamé, crucé cuatro palabras con él y le dije que iría a verle en menos de una hora. A continuación llamé a la señora Glass y le dije que me personaría en su domicilio poco después de cenar. Quería hacer otra llamada, pero esa precisamente me inquietaba. Estuve sentada un momento en el borde de la cama contemplando el aparato, me dije entonces que a la mierda y marqué el número de mi colega de Las Vegas.

—Hostia, Kinsey —murmuró entre dientes—. No me hace gracia lo que me has hecho. Te pongo sobre la pista de Sharon Napier y horas después me entero de que la han matado.

Le expliqué la situación lo más sucintamente que supe, pero no pareció tranquilizarse. Yo tampoco.

—Pudo hacerlo cualquiera —dije—. No sabemos con certeza que la mataran por mi causa.

—Claro, claro, pero tengo que protegerme de todas formas. Imagínate que alguien se acuerda de que estuve haciendo preguntas a propósito de esta mujer y se entera de que se la ha encontrado con una bala en el cuello. ¿Qué pensarías tú?

Me excusé largo y tendido y le pedí que me tuviera al corriente de cuanto averiguase. No pareció entusiasmarle la idea de seguir en contacto.

Me desnudé, me puse una falda, medias y zapatos de tacón alto, me dirigí al edificio Avco Embassy y subí en el ascensor hasta la planta undécima. Volvía a sentirme mal a causa de Sharon Napier y la culpa comenzaba a revolverme los intestinos igual que unas cagaleras. ¿Por qué había dejado pasar la hora de la cita? ¿Por qué me había ocurrido precisamente a mí? Sharon Napier sabía algo y, si me hubiera reunido con ella a tiempo, puede que ya tuviera resuelto el caso y no me encontraría en el punto en que me encontraba, es decir, prácticamente en ninguna parte. Volví a recorrer el corral de imitación de Haycraft and McNiece y mientras contemplaba las mazorcas secas de la pared me endilgué otra sarta de reproches.

Garry Steinberg resultó ser un hombre simpatiquísimo. Tenía el pelo castaño oscuro y rizado, ojos de igual color, un pequeño boquete entre los dientes incisivos y le eché unos treinta y pocos años. Mediría uno con setenta y ocho, tenía una carne que parecía fofa y le circundaba la cintura un llamativo michelín.

—Está usted pensando en mi cintura, ¿verdad? —dijo.

Me encogí de hombros con alguna timidez y me pregunté si querría que le hiciese o no algún comentario. Me señaló una silla con la mano y tomó asiento detrás del escritorio.

—Quisiera enseñarle una cosa —dijo levantando un dedo. Abrió el cajón superior de la mesa, sacó una foto y me la tendió. Le eché un vistazo.

—¿Quién es éste?

—Perfecta, esa era justamente la reacción exacta —dijo—. Soy yo. Entonces pesaba ciento cincuenta kilos. Ahora peso cien.

—Dios nos asista —dije y volví a mirar la foto.

Caí en la cuenta de que en sus tiempos orondos había tenido un aspecto un poco parecido al que podía tener Arlette si se decidiera a cambiar de atuendo. Me chiflan las fotos de «antes–y–después», soy una fanática incondicional de esos anuncios revisteriles en que se ven mujeres hinchadas como globos y a continuación delgadas como por arte de magia, con un pie delante del otro, como si el adelgazamiento implicara también la resurrección de los encantos y la capacidad para moverse como una modelo. Me pregunté si en California quedaría alguien que no estuviera obsesionado por la propia imagen.

—¿Cómo lo consiguió? —le pregunté al tiempo que le devolvía la foto.

—Gracias a Scarsdale —dijo—. Juro ante Dios que no hay cosa peor en este mundo, pero lo probé. Sólo hice trampa en una ocasión; bueno, en dos. La primera fue cuando cumplí los treinta y cinco. Pensé que con las velitas de cumpleaños tenía derecho a una crepé de queso graso. Y una noche me descontrolé porque mi novia se enfadó conmigo y me mandó a la porra. Lo que quiero decirle es que cuando pesaba ciento cincuenta no ligaba ni por asomo. Ahora intenta darme la patada y armo una que no vea. Hicimos las paces y todo fue de maravilla. Aún tengo que perder diez kilos más, pero quiero darme un respiro. Mantenimiento puro. ¿Ha probado alguna vez Scarsdale?

Negué con la cabeza en son de disculpa. Comenzaba a pensar que no había hecho nada en toda la vida. Ni Scarsdale ni terapia.

—Nada de alcohol —añadió—. Es la parte más dura. Con el régimen de mantenimiento se puede tomar un vasito de vino blanco de tarde en tarde, pero nada más. Creo que perdí los primeros veinte kilos por eso. Por renunciar a la priva. Se sorprendería si supiese cuánto engorda.

—Yo diría que le ha sentado muy bien —dije.

—Me siento perfectamente —dijo—. Eso es lo importante. Bueno. Ya basta. ¿Qué quiere saber de Libby Glass? La recepcionista dice que es el motivo de su visita.

Le expliqué en qué andaba yo metida y cómo había acabado por interesarme por las circunstancias de la muerte de Libby Glass. Me escuchó con atención y me hizo alguna que otra pregunta.

—¿Y qué puedo hacer por usted? —dijo al final.

—¿Durante cuánto tiempo estuvo encargada de las cuentas de Laurence Fife?

—Me alegro de que me lo pregunte porque cuando supe que iba a venir me puse a consultarlo. Primero llevamos sus economías personales durante un año. Del bufete de Fife y Scorsoni nos encargamos sólo durante seis meses. En realidad un poco menos. Acabábamos de instalar un ordenador y Libby se encargó de preparar todos los expedientes para informatizarlos. A propósito, era una contable excelente. Muy escrupulosa y muy lista.

—¿Eran buenos amigos usted y ella?

—Muy buenos. Yo era por entonces una ballena con patas, pero me volví loco por ella y acabamos teniendo una relación fraternal, o sea, platónica. No íbamos de marcha. Sólo comíamos juntos una vez a la semana y cosas así. A veces tomábamos una copa después del trabajo.

—¿Cuántas cuentas tenía a su cargo?

—¿En total? Unas veinticinco, tal vez treinta. Era una chica muy ambiciosa y se esforzaba de veras… a pesar de los pesares.

—No entiendo.

Se levantó y cerró la puerta del despacho al tiempo que señalaba intencionadamente hacia la pared del despacho contiguo.

—Mire usted, el viejo Haycraft era un tirano repugnante, el modelo original de todos los cerdos machistas. Libby creía que si trabajaba con ahínco conseguiría un ascenso y un aumento, pero qué va. Y estos tiparracos no son mejores. ¿Sabe cómo conseguí yo un aumento de sueldo? Les amenacé con despedirme. Libby ni siquiera hizo eso.

—¿Cuánto ganaba?

—No lo sé. Podría consultarlo. No todo lo que se merecía, eso se lo puedo asegurar. El bufete Fife y Scorsoni era una buena cuenta, no la más importante, pero sí buena. En su opinión, era una injusticia.

—Entonces trabajó más para Fife que para Scorsoni, ¿no?

—Al principio. Luego fue mitad y mitad, Cuando nos pusimos a gestionar sus asuntos económicos, nuestro cometido principal era reunir información sobre todo lo relacionado con bienes raíces. Por lo que ella contaba, era de lo que más se ocupaba el bufete. El muerto, Fife, se encargó de muchos divorcios turbios y éstos daban muchos beneficios, pero no ocupaban mucho espacio en lo relativo a la contabilidad. Además cobrábamos sus facturas, pagábamos sus gastos, les informábamos sobre los beneficios de la empresa y les hacíamos sugerencias en materia de inversiones. Bueno, no les asesorábamos demasiado entonces en punto a inversiones porque no hacía mucho que eran clientes nuestros, pero ése era nuestro objetivo final. Nos gusta retrasar las cosas hasta ver qué posición ocupan nuestros clientes. El caso es que no puedo darle detalles en este sentido, pero creo que podré responderle a cualquier otra pregunta de carácter general que quiera usted formularme.

—¿Sabe adonde fue a parar el dinero procedente de las propiedades de Fife?

—A los hijos. Se repartió equitativamente entre ellos. No vi el testamento, pero contribuí a establecer las cantidades después de la verificación oficial de aquél.

—¿Y no pasaron a representar a Scorsoni y su nuevo bufete?

—No —dijo Garry—. Lo vi un par de veces después de morir Fife. Me pareció un hombre simpático.

—¿Y hay alguna forma de echar un vistazo a los libros antiguos?

—No —dijo—. Podría usted hacerlo si yo recibiera una autorización escrita de Scorsoni, pero no sé de qué le serviría; a menos que sea usted contable. Nuestro sistema no es muy complicado, pero no creo que lo entienda.

—Seguramente no —dije, mientras pensaba qué otra pregunta podía hacerle.

—¿Le apetece un café? Lo siento, debería habérselo preguntado antes.

—No, gracias. Es igual —dije—. ¿Qué puede decirme de la vida privada de Libby? ¿Sabe si se acostaba con Laurence Fife?

Se echó a reír.

—Le aseguro que no sé nada en absoluto. Había estado liada con un muerto de hambre desde la época del bachillerato, pero me enteré de que había roto con él. Por consejo mío, debiera añadir.

—¿Y eso?

—Vino a pedir trabajo. Yo era el encargado de probar a todos los solicitantes. Sólo tenía que llevar y traer material, pero por lo visto no servía ni para eso. Además era pendenciero y, si quiere que le hable con sinceridad, creo que se drogaba.

—No conservará aún su solicitud, ¿verdad? —pregunté con un ligero pinchazo de emoción. Se me quedó mirando.

—Esta conversación no está teniendo lugar, ¿me equivoco?

—No se equivoca.

—Veré lo que puedo encontrar —dijo de súbito—. Aquí no es probable que esté. Lo lógico es que esté en los almacenes. Los archivos antiguos se encuentran allí. Los contables somos auténticas hormiguitas. Jamás tiramos nada y de todo dejamos constancia por escrito.

—Gracias, Garry —dije—. No sabe cuánto le agradezco su ayuda.

Sonrió con satisfacción.

—Bueno, mientras estoy allí, puedo buscar el antiguo expediente de Fife. Echarle un vistazo no perjudicará a nadie. Y para responder a lo que me ha preguntado sobre Libby, yo creo que no. No creo que estuviera liada con Laurence Fife. —Miró la hora—. Tengo una reunión.

Nos dimos la mano con cordialidad por encima del escritorio.

—Gracias otra vez —dije.

—Tranquila. Vuelva cuando quiera.

Regresé al motel a las tres y media. Puse una almohada en la silla de plástico, instalé la máquina de escribir en la mesa, que cojeaba, y estuve hora y media pasando mis notas en limpio. Había descuidado mucho el papeleo y había que ponerlo al día. Cuando terminé de redactar el último párrafo, me dolían los riñones y sentía un pinchazo entre las paletillas. Me quité la ropa, me puse el chándal y el calor corporal reactivó el olor del sudor acumulado y de los tubos de escape. Tendría que buscar pronto una lavandería automática. Troté hacia el sur por Wilshire, sólo para variar, y crucé hacia San Vicente a la altura de la Calle 26. Cuando alcancé el andén central de hierba, tuve que cambiar de ritmo y avanzar a pasos largos. Correr duele siempre —dígase lo que se diga—, pero tiene la virtud de hacernos conocer todas nuestras partes corporales. En esta ocasión sentía la queja de los muslos y notaba en las espinillas un ligero dolor del que hacía caso omiso con valerosas zancadas. Gracias a mi valor me gané unas observaciones groseras de dos tíos que iban en una camioneta de reparto. Me di una ducha al volver al motel, me enfundé de nuevo en los tejanos, me dejé caer por un McDonald's y me tomé una hamburguesa súper con queso, patatas fritas y medio litro de Coca–Cola. Se me habían hecho ya las siete menos cuarto. Llené el depósito del coche y puse rumbo a Sherman Oaks.