Llegué a Claremont a las seis después de cruzar Ontario, Montclair y Pomona, términos municipales sin municipio auténtico y fenómeno característico de California: una serie de avenidas comerciales y un par de hectáreas con casas que adquieren código postal y se convierten en realidades geográficas en el mapa. Claremont es una rareza en el sentido de que se parece a una apacible aldehuela mesooccidental con sus olmos y vallas de madera. En el desfile anual del Cuatro de Julio marchan bandas con instrumentos de juguete, pelotones de niños montados en bicicletas decoradas con papel de seda y un destacamento autoparódico de maridos con bermudas, calcetines negros y zapatos de charol que hacen ejercicios militares con máquinas de cortar césped. Si no fuera por la polución, Claremont, que tiene el monte Baldy como impresionante telón de fondo, podría considerarse «pintoresco».
Me detuve en una gasolinera y desde allí telefoneé al número de Diane que me había dado Gwen. No estaba en casa, pero su compañera de piso me dijo que volvería a las ocho. Me adentré en Indian Hill Boulevard y giré a la izquierda para acceder a Baugham. Mis amigos Gideon y Nell viven a cuatro pasos de allí en una casa que comparten con dos niños, tres gatos y una minipiscina circular. A Nell la conozco desde que era estudiante. Es una criatura de elevada capacidad intelectual y humor retorcido que nunca se sorprende demasiado cuando me presento en su puerta. Esta vez pareció alegrarse y todo, y me senté en su cocina para charlar mientras ella preparaba una sopa. Volví a llamar a Diane después de cenar y quedamos en vernos para comer. Nell y yo salimos después a la terraza, nos desnudamos y nos metimos en la minipiscina con una botella de vino blanco frío y un montón de cosas que contarnos. Gideon retuvo amablemente a los niños en la bahía. Dormí en el sofá aquella noche con un gato encogido contra mi pecho y preguntándome si habría alguna manera de que yo llevase una vida así.
Me reuní con Diane en uno de esos restaurantes de vegetales–con–pan–integral que parecen hechos en serie: mucha madera natural barnizada, plantas colgantes de aspecto lozano, ventanales con visillos y vidrios emplomados, y camareros que no fuman tabaco pero que sin duda aceptan cualquier otra cosa que se les dé. El que nos sirvió era delgado, de pelo ralo y un bigote negro que se mesaba sin parar, y que tomó nota de nuestro pedido con una formalidad que no creo merezca ningún bocadillo de este mundo. El mío fue de bacón con aguacate. El de mi amiga, un «combinado vegetariano» emparedado en pan árabe.
—Me ha dicho Greg que te trató francamente mal cuando fuiste a verle —dijo y se echó a reír. El contenido de su bocadillo comenzó a escurrirse por una grieta del pan árabe y pasó la lengua por encima.
—¿Cuándo hablaste con él? ¿Anoche?
—Sí. —Dio otro bocado sin tomar precauciones y vi cómo se lamía los dedos y se limpiaba la barbilla. Tenía el mismo aspecto aseado de Greg, sólo que con más kilos encima, un pandero ancho empotrado en unos tejanos desteñidos y una inesperada constelación de pecas en la cara. Llevaba el pelo moreno dividido en dos por una raya central, recogido con una ancha tira de cuero que atravesaba una aguja de madera.
—¿Te has enterado de que Nikki está en libertad condicional? —le pregunté.
—Eso me ha dicho mamá. ¿Ha vuelto Colin?
—Nikki se disponía a ir en su busca cuando hablé con ella, hace un par de días —dije. Me esforzaba por mantener entero aquel bocadillo de pan grueso que se abría a cada bocado cuando advertí la expresión de sus ojos. Colin le interesaba. Nikki no.
—¿Has visto a mamá?
—Sí. Siempre me cayó muy bien.
Esbozó una generosa sonrisa de orgullo.
—Papá fue un auténtico cretino del culo por darle la patada para irse con Nikki. Y no es que tenga nada contra Nikki, pero es un poco fría, ¿no te parece?
Murmuré una frase anodina. No parecía prestarme mucha atención, de todos modos.
—Tu madre me dijo que te sometiste a tratamiento psiquiátrico inmediatamente después de morir tu padre —dije.
Imprimió un pequeño baile a los ojos y dio un sorbo al té con menta.
—He estado en tratamiento psiquiátrico durante media vida y la cabeza aún no me rige bien. Es un coñazo. El psiquiatra que tengo ahora dice que tendría que psicoanalizarme, aunque es algo que ya no se hace. Dice que me hace falta entrar en mi parte «oculta». Él cree en esas tonterías freudianas. Igual que todos los viejos. Quieren que te tumbes, ¿no?, y que les cuentes tus sueños y fantasías perversas para hacerse pajas mentales a tu costa. Me sometí a una terapia reikiana hace tiempo, pero quedé harta de tanto respirar, jadear y arañar toallas. Lo único que conseguía era deprimirme.
Pegué un mordisco al sándwich mientras asentía como si supiera de qué me estaba hablando.
—Nunca me he sometido a ninguna psicoterapia —murmuré.
—¿Ni siquiera de grupo?
Negué con la cabeza.
—Hostia, entonces tienes que estar realmente neurótica —dijo con gran respeto.
—Bueno, no me muerdo las uñas ni me meo en la cama.
—Probablemente eres del carácter o tipo compulsivo, que evita los compromisos y esas zarandajas. Papá era un poco así.
—¿Cómo exactamente? —dije, corriendo un tupido velo sobre la alusión a mi carácter. A fin de cuentas no pasaba de ser una conjetura de aficionado.
—Pues así. Jodiendo siempre a todo el mundo. Greg y yo seguimos cotejando apuntes al respecto. El psico dice que así mantenía alejada la angustia. La abuela le limpiaba el culo y él se dedicó a embadurnar de mierda a los demás, incluidos Greg y yo. Y a mamá. Y a Nikki, y a mogollón de gente. No creo que quisiera nunca a nadie, salvo quizás a Colin. Muy jodido.
Terminó el bocadillo e invirtió unos minutos en limpiarse la cara y las manos. Luego dobló con mucho cuidado la servilleta de papel.
—Greg me dijo que no fuiste a Saltón Sea —dije.
—¿Eh? ¿Antes de la muerte de papá? Pues sí. Tenía la gripe, algo horroroso, así que me quedé con mamá. Estuvo genial, una supermadre. Jamás había dormido tanto en mi vida.
—¿Cómo se escapó el perro?
Se puso las manos en el regazo.
—¿Eh?
—Bruno. Greg me dijo que lo atropello un coche. Me preguntaba quién lo dejaría salir. ¿Estaba en casa la señora Voss mientras la familia se encontraba fuera?
Diane me miró con cautela y desvió la mirada a continuación.
—Creo que no. Me parece que estaba de vacaciones. —Sus ojos se fijaron en el reloj de pared que había a mis espaldas—. Tengo que ir a clase —dijo. La cara se le había coloreado de rosa.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Muy bien —dijo al tiempo que cogía los libros y el bolso. El que tuviera algo que hacer parecía tranquilizarla—. Ah, se me olvidaba. Me gustaría que le dieras algo a Colin, si vas a verle. —Me tendió una bolsa de papel—. Es un álbum que he llenado con fotos que teníamos guardadas en una caja. —Había adoptado de pronto una actitud totalmente pragmática e indiferente, como si no le interesase mucho estar donde estaba. Me dedicó una sonrisa ligera—. Lamento no disponer de más tiempo. ¿Cuánto he de pagar por la comida?
—Ya pagaré yo —dije—. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
—Tengo coche —dijo. De la cara le había desaparecido todo rastro de animación.
—Diane, ¿qué te pasa?
Se dejó caer bruscamente en la silla con la mirada al frente. La voz le había descendido una octava.
—Yo dejé salir al perro —dijo— el día en que se marcharon todos. Nikki me dijo que lo dejara corretear un poco antes de que mamá pasara a buscarme, y lo hice y luego me sentí muy mal. Me acosté en el sofá de la salita para esperar a mamá y cuando tocó el claxon cogí mis cosas y corrí a la puerta. Me había olvidado totalmente del perro. Tuvo que estar vagando por ahí un par de días, hasta que me acordé. Por eso volvimos mamá y yo. Para darle de comer y encerrarlo.
Su mirada acabó por encontrarse con la mía; parecía a punto de echarse a llorar.
—El pobre —murmuró. El remordimiento parecía haberse apoderado de ella—. Fue culpa mía. Por eso lo atropellaron, porque me olvidé de él. —Se llevó una mano trémula a la boca sin dejar de parpadear—. Me sentí muy mal, pero no se lo conté a nadie, sólo a mamá, los demás nunca me preguntaron nada. ¿Lo habrías contado tú? ¿Verdad que no? Todos estaban tan afectados que a nadie se le ocurrió preguntarme nada y yo tampoco dije nada. Nikki me habría cogido manía.
—No creo que vaya a cogerte manía ahora porque atropellaran al perro —dije—. Ocurrió hace años. Ya no tiene importancia.
En sus ojos se dibujó una expresión de animal acorralado y tuve que inclinarme para oír lo que decía.
—Es que entró alguien. Mientras el perro estaba fuera. Alguien entró en la casa y cambió la medicina. Por eso murió papá —dijo. Rebuscó en el bolso un pañuelo de papel, los sollozos sonaron como una sucesión de jadeos rápidos e involuntarios y los hombros se le arquearon de impotencia.
En la mesa contigua había dos sujetos que se la quedaron mirando con curiosidad.
—Dios mío, Dios mío —dijo entre murmullos con la voz crispada por el dolor.
—Vámonos de aquí —dije mientras cogía sus cosas. Dejé en la mesa una cantidad superior al importe de la consumición. La cogí del brazo y la empujé hacia la puerta.
Cuando llegamos al parking ya estaba casi recuperada.
—Vaya, lo siento. Apenas puedo creérmelo —dijo—. Es la primera vez que me da un ataque así.
—Eh, tranquila —dije—. No pensé que fuera a afectarte tanto. Desde que Greg lo sacó a relucir, no dejaba de darme vueltas en la cabeza. No tenía intención de acusarte de nada.
—Cuando lo mencionaste creí eran imaginaciones mías —dijo, otra vez con lágrimas en los ojos. Me miró con seriedad—. Pensé que ya lo sabías. Pensé que habías acabado por descubrirlo. De lo contrario no lo habría admitido nunca. Me sentí muy mal por aquello durante mucho tiempo.
—Pero ¿por qué tienes que echarte tú la culpa? Si alguien quería entrar en la casa, habría soltado al perro de todos modos. O lo habría matado de manera que pareciese un accidente. Vamos, que nadie se arriesga a entrar en una casa con un pastor alemán de la hostia que no para de ladrar y gruñir.
—No sé. Tal vez fue como dices. Cabe la posibilidad. Es que era un guardián estupendo. Si hubiera estado en casa, nadie habría podido hacer nada.
Exhaló un largo chorro de aire y volvió a sonarse con el Kleenex húmedo y arrugado.
—Yo era muy irresponsable en aquella época. Para colmo, siempre estaban todos encima de mí, y eso no hacía más que empeorar las cosas. No podía decirles nada. Y cuando murió papá, nadie relacionó una cosa con otra, salvo yo, pero entonces no lo podía admitir.
—Oye —dije—, que ya ha pasado, que ya ha terminado todo. No vas a estar torturándote toda la vida por eso. Si lo hubieras hecho adrede, sería distinto.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero el resultado fue el mismo, ¿no? —Su voz subió de volumen y cerró los ojos con fuerza mientras las lágrimas volvían a correrle por las mejillas—. Era un hijoputa, pero yo lo quería muchísimo. Sé que Greg no soportaba que tuviera tantos huevos, pero para mí era fenomenal. No me importaba que anduviera jodiendo a todo el mundo. No era culpa suya. Toda su vida fue víctima de una gran confusión. Lo digo en serio.
Se secó los ojos con el pañuelo de papel arrugado y dio otro suspiro. Trasteó en el bolso en busca de la polvera.
—¿Por qué no te saltas la clase y te vas a casa? —le dije.
—Sería lo mejor —dijo. Se miró en el espejito—. Estoy hecha un asco. No puedo ir a ninguna parte con esta cara.
—Lamento haberte provocado esta reacción. Casi me siento peor que tú —dije con timidez.
—No, no, si no pasa nada. La culpa no ha sido tuya, sino mía. Supongo que ahora tendré que contárselo al psiquiatra. Dirá que al exteriorizarlo me ha producido un efecto catártico. Le encantan esas tonterías. Supongo que ahora lo sabrán todos. Es lo único que me faltaba.
—Oye, que yo te lo haya mencionado ha sido una casualidad. Bueno en realidad no lo sé, pero no creo que importe a estas alturas. El caso es que si alguien tenía intención de matar a tu padre, lo habría hecho de un modo u otro. Este es un hecho objetivo.
—Supongo que sí. De todos modos, te agradezco que me lo digas. Ya me siento mejor. De verdad. Ni siquiera sabía que lo tenía escondido en algún rincón de la cabeza, pero eso parece.
—¿En serio te encuentras bien ya?
Asintió al tiempo que me sonreía.
Nos despedimos, proceso que duró unos minutos, y se alejó camino de su coche. La observé mientras se alejaba, luego eché en el asiento trasero el álbum de fotos que debía dar a Colin y arranqué. Aunque no me gustó admitirlo, Diane sin duda tenía razón. Si el perro hubiera estado en la casa, nadie habría podido hacer nada dentro. A Libby Glass no la habría librado nadie, ya estuviera el perro dentro o fuera, vivo o muerto. Por fin encajaba una de las piezas del rompecabezas. Por lo visto no tenía excesiva importancia, pero al parecer establecía el momento aproximado en que se entró en la casa, si es que fue así como el asesino efectuó el cambio. Me dio la sensación de que rellenaba mi primera casilla en blanco. Un avance pequeño, pero que hizo que me sintiera satisfecha. Volví a la autopista de San Bernardino y puse rumbo a Los Ángeles.