13

El teléfono sonó con estridencia y desperté con un sobresalto. La habitación estaba a oscuras. No sabía qué hora era ni en qué cama estaba. Tanteé en busca del teléfono con la sensación de estar en un horno y aparté las mantas para medio incorporarme apoyada en el codo. Encendí la luz y me protegí del resplandor deslumbrante con una mano sobre los ojos.

—¿Sí?

—¿Kinsey? Soy Sharon. ¿Te has olvidado de mí?

Miré el reloj. Eran las ocho y media. ¡Joder!

—Lo siento —dije—. Me he dormido. Si piensas seguir en casa, puedo acercarme en un momento.

—Como quieras —dijo con frialdad, como si tuviera cosas mejores que hacer—. Un momento. Llaman a la puerta.

Al dejar el auricular se produjo un ruidito seco, y me lo imaginé descansando sobre la dura superficie de formica de la mesa. Me quedé a la escucha, en espera de que volviese. No podía creer que hubiera dormido más de la cuenta y me maldije por mi imbecilidad. Oí que se abría la puerta y que Sharon lanzaba una apagada exclamación de sorpresa. Y de pronto oí una especie de explosión rápida, casi hueca.

Arrugué el ceño y me incorporé al instante. Pegué el oído al auricular y apreté éste contra mí. ¿Qué había pasado? Alguien cogió el auricular de Sharon. Esperaba oírla y casi pronuncié su nombre, pero un impulso repentino me hizo tener cerrada la boca. Oí el murmullo de una respiración, el silbido asexuado de quien jadea un poco. Alguien murmuró un «diga» que me produjo un escalofrío. Cerré los ojos para obligarme a guardar silencio; unos timbrazos de alarma me recorrían el cuerpo con tal ímpetu que sentía los latidos del corazón en los oídos. Oí un amago de risa, un chasquido y se interrumpió la comunicación. Colgué con violencia, busqué los zapatos, cogí la cazadora y salí de la habitación.

La brusca descarga de adrenalina había acabado con todos mis dolores físicos. Me temblaban las manos, pero al menos estaba en movimiento. Cerré la puerta, fui en busca del coche; tintinearon las llaves mientras trataba de encender el motor. Arranqué, salí inmediatamente con la marcha atrás y me dirigí al apartamento de Sharon. Busqué la linterna en la guantera y comprobé su estado. Emitía un haz potente. Mi nerviosismo iba en aumento. O había querido gastarme una broma o estaba muerta e intuía cuál de las dos cosas había sucedido.

Me detuve al otro lado de la calle. En el edificio no había signos particulares de actividad. No veía correr a nadie. No se habían formado grupos ni había coches de la policía estacionados junto a la acera ni oía ninguna sirena acercarse. Había, eso sí, muchos vehículos en las plazas de parking señalizadas y en todos los apartamentos que tenía a la vista estaban encendidas las luces. Tanteé en el asiento trasero y saqué unos guantes de goma del maletín. Rocé con la mano el cañón de mi pequeña automática y tuve que hacer un esfuerzo para no metérmela en el bolsillo de la cazadora. No sabía lo que iba a encontrar en el apartamento de Sharon, no sabía quién podía estar aguardándome, pero si estaba muerta, no me gustaba la idea de que me descubrieran en el lugar de los hechos con una pistola cargada. La dejé pues donde estaba, salí del coche, lo cerré y me guardé las llaves en el bolsillo de los tejanos.

Me introduje en los jardines delanteros. Estaba oscuro, pero a lo largo del sendero había varios focos situados estratégicamente, más otros seis verdes y amarillos que iluminaban los cactos desde abajo. El efecto era más vistoso que iluminador. El apartamento de Sharon estaba a oscuras y el resquicio de la cortina había desaparecido. Llamé a la puerta. «¿Sharon?», dije en voz baja, escudriñando la parte delantera de la casa por si se encendía alguna luz. Me puse los guantes de goma y giré el pomo de la puerta. Cerrada. Llamé por segunda vez y pronuncié otra vez su nombre. No surgía el menor ruido del interior. ¿Qué haría si había alguien dentro?

Avancé por el sendero que rodeaba el edificio. Se oía música en uno de los apartamentos de arriba. Me dolían los riñones y las mejillas me ardían como si acabara de correr los cuatrocientos metros lisos, pero ignoraba si se debía a la gripe o al miedo. Avancé con rapidez y sigilo por el sendero de atrás. La cocina de Sharon era la única de las cinco que estaba a oscuras. Encima de cada puerta había una bombilla encendida que iluminaba el patio respectivo con luz escasa pero clara. Probé la puerta trasera. Cerrada. Tamborileé en el cristal.

—¿Sharon?

Agucé el oído para captar cualquier ruido que se produjera en el interior. El silencio era absoluto. Observé la entrada trasera. Si guardaba fuera otro juego de llaves, tenía que estar escondido en algún sitio cercano. Observé los pequeños vidrios de la puerta trasera. Siempre podía romper uno, si todo lo demás fallaba. Pasé el dedo por encima del dintel de la puerta. Demasiado estrecho para unas llaves. Todas las macetas parecían estar en su sitio y una rápida inspección me reveló que no se había enterrado nada en ellas. No había felpudo. Cogí el montón de periódicos viejos y los sacudí, pero no oí tintinear ninguna llave. El tabique que rodeaba el patio estaba hecho con «ladrillos» muy decorativos de nueve centímetros cuadrados y las cenefas que dibujaban eran lo bastante complicadas para introducir una llave en cualquiera de los huecos, que eran amplios aunque no muy idóneos. Esperaba no tener que hurgar en todos y cada uno de los agujeros. Vuelta a mirar los cristales de la puerta trasera, preguntándome si no sería más práctico reventar uno con el puño protegido. Ahora le tocaba al suelo. En un rincón, pegadas al tabique, había una regadera de plástico verde y una paleta de albañil. Me agaché y fui metiendo la mano en las decorativas depresiones del hormigón. Había una llave en una.

Me alcé de puntillas y giré hacia la izquierda la bombilla que había sobre la puerta trasera. El patio quedó sumido en sombras. Introduje la llave en la cerradura y se abrió emitiendo un crujido.

—¡Sharon! —exclamé en voz baja.

Tenía unas ganas locas de irme, pero tenía que saber si había alguien. Empuñé la linterna a modo de porra y fui tanteando en la pared de mi derecha hasta que di con un interruptor. Se encendió la bombilla empotrada que había encima del fregadero. En la pared de enfrente vi el conmutador de la luz principal de la cocina. La encendí de un manotazo y me agaché en el acto para que no me vieran. Me puse en cuclillas, con la espalda apoyada en el frigorífico, y contuve la respiración. Escuché atentamente. Nada. Deseaba con todas mis fuerzas no estar haciendo la idiota: el ruido que había oído podía ser el de una botella de cava al descorcharse y Sharon podía estar a oscuras en el dormitorio practicando perversiones con un caniche y un látigo.

Miré en la sala de estar. Sharon yacía en el suelo enfundada en una bata de rayón verde canario. O estaba muerta o dormía como un tronco y yo seguía sin saber si había alguien más en el apartamento. Crucé la salita de dos zancadas y me pegué a la pared, aguardando un momento antes de echar un vistazo al vestíbulo en sombras. No veía ni tres en un burro. Encontré otro interruptor a mi izquierda y lo accioné. La luz inundó el vestíbulo y el fragmento de dormitorio que alcanzaba a ver parecía vacío. Busqué el interruptor del dormitorio, di la luz y eché un vistazo. Deduje que la puerta abierta de mi derecha comunicaba con el cuarto de baño. No había señales de que se hubiera registrado la casa. Las puertas corredizas del armario estaban cerradas y el detalle no me gustó. Del cuarto de baño surgió un ruidito de naturaleza metálica. Me entró un miedo espantoso. El corazón me dio vuelco y medio y me agaché. Yo y la linterna conmigo. Deseé con toda mi alma haber cogido la pistola. El ruidito metálico se reanudó y adoptó un ritmo que de pronto adquirió un cariz familiar. Me arrastré hasta la puerta y encendí la linterna. Era un ratoncito de mierda que daba vueltas sin parar en una rueda de juguete. La jaula estaba en la repisa de la bañera. Encendí la luz. El cuarto de baño estaba vacío.

Me acerqué el armario y abrí una puerta, medio esperando que me rompieran la cabeza de un ceporrazo. En el armario no había más que ropa. Expulsé todo el aire que había retenido en los pulmones y a continuación inspeccioné la casa por segunda vez. Cerré con llave la puerta trasera y corrí los visillos de la ventana que había encima del fregadero.

Volví junto a Sharon. Encendí la lámpara de la salita y me arrodillé a su lado. Tenía un agujero de bala en la parte inferior del cuello; parecía un pequeño portarretratos en que se hubiera metido carne humana en vez de una foto. La sangre había empapado el pedazo de alfombra que había bajo el cráneo y se había vuelto ya del color del hígado de pollo crudo. Había astillas de hueso en el pelo. Deduje que el proyectil había hecho añicos la columna. Mejor para ella. No había sufrido. Al parecer la habían golpeado por detrás porque yacía con los brazos abiertos y con la pelvis algo ladeada. Tenía los ojos entornados, el color verde luminoso parecía desapacible ahora. El pelo rubio parecía gris en manos de la muerte. De haber acudido yo a la casa cuando tenía que hacerlo, posiblemente no hubiera muerto; quise disculparme por mi grosería, por el retraso, por estar enferma, por llegar demasiado tarde. Quise cogerle la mano para devolverla a la vida, pero era absurdo y de pronto caí en la cuenta: si hubiera llegado a tiempo, tal vez hubiera muerto también yo.

Recorrí la estancia con la mirada, prestando atención a todo. La alfombra era de pelo y estaba gastada por el uso, era pues improbable que en ella hubiese huellas de zapatos. Fui a la ventana de la fachada y arreglé las cortinas para estar segura de que no se veía nada desde fuera, ya que las luces estaban ahora encendidas. Hice otro recorrido rápido, fijándome esta vez en los detalles. La cama estaba sin hacer. El cuarto de baño estaba lleno de toallas húmedas. La ropa sucia se salía de la cesta. En el borde de la bañera había un cenicero con varias colillas decapitadas, dobladas y aplastadas según su costumbre, como había tenido ocasión de ver con mis propios ojos. El apartamento constaba básicamente de sólo tres estancias nada más: la salita, con la mesa de comedor junto a las ventanas, la cocina y el dormitorio. Los muebles parecían guardar el orden del camión de mudanzas y supuse que pocos serían suyos. Todo el desorden que se advertía en la casa —platos en el fregadero, la basura sin sacar— parecía deberse a la difunta. Eché un vistazo a los papeles que había debajo del teléfono: facturas y notificaciones atrasadas. Por lo visto, su afición al caos económico no había cambiado desde su época de Santa Teresa. Lo cogí todo y me lo guardé en el bolsillo de la cazadora.

Percibí de nuevo el ruidito metálico y volví al cuarto de baño para observar a aquel animalejo insensato. Era pequeño y pardo, de ojos rojizos y brillantes, y daba vueltas continuas con más paciencia que un santo, total para no ir a ninguna parte.

—Lo siento —murmuré y las lágrimas me quemaron los labios durante un segundo.

Cabeceé. Era una emoción inoportuna y me daba cuenta. El recipiente del agua estaba lleno, pero el plato de plástico estaba vacío. Lo llené de granos verdes, volví junto al teléfono, me puse al habla con la centralita y pedí comunicación con la policía de Las Vegas. En el fondo de la memoria volví a oír la advertencia de Con Dolan. Lo único que me faltaba era que la policía local me retuviera para interrogarme. Al cabo de dos timbrazos oí una voz típica, cascada y atenta.

—Sí, hola —dije. Me temblaba la voz y tuve que carraspear a toda prisa—. Yo…, bueno, hace un rato oí un ruido en el apartamento de mi vecina y ahora no hago más que llamar a la puerta y no responde. Estoy preocupada por si le ha pasado algo. ¿No podrían venir a comprobarlo?

Mi interlocutor parecía aburrido y fastidiado, pero apuntó la dirección de Sharon y dijo que enviaría a alguien.

Consulté el reloj. Llevaba en el apartamento menos de treinta minutos, pero ya era hora de marcharse. No tenía ganas de que sonara el teléfono. No tenía ganas de que nadie llamara a la puerta inesperadamente. Me dirigí a la parte trasera, apagando luces a mi paso, involuntariamente atenta a cualquier ruido que delatara la presencia de alguien. No podía perder tiempo.

Miré a Sharon. No me gustaba abandonarla así, pero me parecía absurdo esperar. No quería que me relacionaran con su muerte y no tenía ganas de vagabundear por Las Vegas en espera de las preguntas del juez. Y desde luego no quería que Con Dolan supiese que había estado allí. Tal vez la había matado la Mafia, tal vez algún chuloputas, tal vez el hombre del casino que le había mirado con anhelo mientras ella contaba los doscientos cincuenta dólares que había ganado aquél. O a lo mejor sabía algo sobre Laurence Fife que al parecer no debía revelar.

Me alejé del cadáver. Tenía los dedos yertos, con gracia, los diez rematados en una uña larga y esmaltada de rosa. Se me encogió el estómago. Yo le había dado un papel con mi nombre y el del motel y ella lo había guardado en un paquete de cigarrillos. ¿Dónde estaba? Miré rápidamente a mi alrededor, con el corazón a cien por hora. No lo vi en la mesa de formica, aunque en ella había un cigarrillo que al parecer se había consumido solo, hasta convertirse en un cilindro perfecto de ceniza. No había ninguna cajetilla en el brazo del sofá, ninguna en la repisa de la cocina. Volví a rebuscar en el cuarto de baño, atenta a los ruidos delatores de la llegada de la policía. Juro que me pareció oír una sirena a lo lejos y experimenté un retortijón de alarma. Mierda. Tenía que encontrar la nota. En la papelera del lavabo había muchos pañuelos de papel, un envoltorio de jabón, colillas viejas. Ningún paquete de cigarrillos en la mesita de noche. Ninguno en el tocador. Volví a la salita y contemplé el cadáver con malestar. La bata de rayón verde tenía dos bolsillos grandes. Apreté los dientes y me puse en guardia. El paquete estaba en el bolsillo derecho, contenía tal vez seis cigarrillos, el papel doblado con mi nombre podía verse bajo el plástico transparente. Me lo guardé a toda velocidad en el bolsillo de la cazadora.

Apagué las luces restantes, me deslicé hasta la puerta trasera y la entreabrí. Oí voces peligrosamente cerca. La tapa de un cubo de basura resonó en el apartamento de mi derecha.

—Tienes que ir a decirle al administrador que a la vecina se le ha fundido la bombilla —dijo una mujer, y parecía como si la tuviera a mi lado.

—¿Y por qué no vas tú y se lo dices «a ella»? —replicó otra voz con algo de fastidio.

—Creo que no está. Las luces están apagadas.

—Sí está. He visto encenderse las luces hace un minuto.

—No hay nadie, Sherman. Todo está a oscuras. Probablemente salió por delante —dijo la mujer. El aullido de la sirena rompía ya los tímpanos con una intensidad oscilante que recordaba a las gramolas.

El corazón me latía tan fuerte que me dolía el pecho. Salí al patio en sombras y no me detuve más que para volver a meter las llaves en la anfractuosidad que había detrás de la regadera de plástico. Esperé no haberme confundido y escondido las llaves de mi coche en su lugar. Dejé el patio, giré a la izquierda y me dirigí hacia la calle. Tuve que hacer un esfuerzo para pasar con indiferencia junto al coche patrulla que se había detenido ya junto a la acera. Abrí la portezuela del coche, entré y eché el seguro a toda prisa, como si alguien anduviera tras de mí. Me quité los guantes de goma. La cabeza me dolía un horror, noté una explosión de sudor frío y que la bilis me subía por la garganta. Tenía que salir de allí. Tragué entre convulsiones. Las náuseas me vencían y tuve que hacer un esfuerzo tremendo para no vomitar. Las manos me temblaban tanto que apenas pude poner en marcha el motor, aunque al final lo conseguí y me alejé de la acera con discreción.

Al pasar ante la entrada del edificio vi que un policía de uniforme se encaminaba hacia la parte trasera del apartamento de Sharon con la mano sobre el revólver de la cadera. Me pareció un tanto teatral para una simple queja doméstica y me pregunté con un escalofrío si no habría llamado otra persona para dar un mensaje más detallado que el mío. Medio minuto más y me habrían pillado en la casa con un montón de explicaciones que dar. La idea no me gustó ni un pelo.

Volví al Bagdad, recogí mis cosas y limpié el lugar de huellas. Me sentía como si tuviera unas décimas de fiebre. Lo que en realidad quería hacer era echarme a dormir envuelta en una manta. Entré en recepción con la cabeza convertida en una fragua. Esta vez estaba de guardia la esposa del encargado. Parecía una ninfa de harén turco, aunque lo de «ninfa» es un decir. Tendría unos sesenta y cinco tacos y la cara arrugada como un mapa, como si en la peluquería la hubieran dejado demasiado tiempo bajo el secador. Llevaba una especie de birrete de raso blanco encima del pelo gris, con un velo que le tapaba provocativamente las orejas.

—Quiero ponerme en ruta de madrugada, a las cinco de la mañana, y me gustaría pagar esta noche —dije.

Le dije cuál era el número de mi cuarto, rebuscó en el fichero y extrajo mi ficha. Me sentía nerviosa, inquieta, enferma y con ganas de ponerme en camino. Pero tuve que esforzarme por parecer desenvuelta e indiferente ante aquella mujer que se movía a cámara lenta.

—¿Adónde va? —preguntó por decir algo mientras tecleaba cantidades en la calculadora. Se equivocó y tuvo que empezar otra vez.

—A Reno —dije, mintiendo de manera automática.

—¿Hubo suerte?

—¿Qué?

—Que si ha ganado mucho.

—Pues no ha estado mal, no ha estado mal —dije—. En realidad estoy sorprendidísima.

—No todos pueden decir lo mismo —comentó—. No se le ocurrirá poner ninguna conferencia antes de irse, ¿verdad? —Me lanzó una mirada penetrante.

Negué con la cabeza.

—Me voy a meter en el sobre inmediatamente.

—Por su aspecto no le vendría mal dormir un poco —dijo. Fichó la tarjeta de crédito junto con el talón, que firmé, y me quedé con la copia.

—No he utilizado los cupones de cincuenta dólares —dije—. Quédeselos si quiere.

Metió en el cajón los cupones sin decir palabra.

Al cabo de unos minutos, como por ensalmo, me encontraba en la Nacional 93, rumbo al sureste, a Boulder City, donde tomé la 95, en dirección sur. No tuve más remedio que descansar cuando llegué a Nedles. Localicé un motel barato, me registré, volví a meterme bajo las frazadas y dormí diez horas seguidas. Incluso en brazos de Morfeo sentí un terror sin nombre por lo que se había puesto en movimiento y también una necesidad tan absurda como acuciante de disculparme ante Sharon Napier por el papel que había jugado en su muerte.