12

Cuando divisé Las Vegas a lo lejos, parpadeando en el horizonte, era más de medianoche y me sentía agarrotada. Quería evitar el strip[2] a toda costa. Si por mí hubiera sido, habría evitado la ciudad entera. No juego, no tengo espíritu deportivo y menos aún curiosidad. Cuando pienso en las ciudades submarinas del futuro, la vida que les atribuyo es exactamente la de Las Vegas. Sin diferencias entre el día y la noche. Muchedumbres que menguan, crecen y se desplazan sin objeto, como impulsadas por invisibles corrientes térmicas, tan rápidas como desagradablemente compactas. En esta ciudad todo es de cartón–piedra, de imitación, excesivo, profundamente impersonal. Toda ella huele a cena de $1,98 a base de gambas fritas.

Encontré un motel en las afueras, cerca del aeropuerto. El Bagdad parecía un cuartel de la legión extranjera construido con mazapán. El encargado nocturno llevaba un chaleco de raso dorado y una camisa de raso naranja con las mangas llenas de lechuguillas. Se tocaba con un fez coronado por una borla. Tenía un aliento tan denso y penetrante que me entraron ganas de toser.

—¿Pareja casada de otro estado? —preguntó sin alzar los ojos para mirarme.

—No.

—Las parejas casadas de otro estado tienen derecho a cama de matrimonio y a cincuenta dólares en vales comerciales. Le tomaré la filiación. Aquí nadie controla ni hace comprobaciones.

Le alargué la tarjeta de crédito y la pasó por la máquina mientras yo rellenaba la hoja de registro. Me dio la llave y un vasito de papel lleno de monedas para las máquinas tragaperras de la puerta. Las dejé en el mostrador.

Aparqué delante de mi habitación, dejé el coche y tomé un taxi para dirigirme a la ciudad por entre el día artificial de Glitter Gulch. Pagué al taxista y dediqué unos momentos a orientarme. El tráfico era constante en East Fremont, las aceras estaban abarrotadas de turistas, de furiosos rótulos amarillos y luces relampagueantes («LA CECA», «LAS CUATRO REINAS») que iluminaban un muestrario completo de buscavidas: putas y macarras, carteristas y artistas de pacotilla que, hartos de maíz, se desplazaban del Medio Oeste a Las Vegas con la convicción de que con diligencia y astucia se impondrían a la maquinaria. Entré en el Fremont.

Percibí el olor a comida china de la cafetería, y el aroma del pollo frito con gambas y champiñones se mezcló extrañamente con la estela perfumada que dejaba tras de sí una mujer que pasó por mi lado vestida con un dos–piezas informal de poliéster, de color azul cobalto, con estampados, que le daba aspecto de papel decorador ambulante. La observé sin curiosidad excesiva cuando la vi introducir monedas en una máquina tragaperras del vestíbulo. Las mesas de blackjack estaban a mi izquierda. Pregunté a uno de los encargados por Sharon Napier y me dijo que entraba a trabajar a las once de la mañana. En realidad no había esperado encontrarme con ella aquella misma noche, pero quería tantear el ambiente.

El casino era un hervidero de murmullos, los crupieres de las mesas de dados recogían y devolvían fichas con la raqueta como en una especie de tejo de mesa, regido por leyes propias. En cierta ocasión hice una gira por las dependencias de la Fábrica de Dados de Nevada y con un respeto próximo a la reverencia vi cómo los ladrillos de treinta kilos de nitrocelulosa, de dos centímetros y medio de grosor, se enfriaban y cortaban en cubos de tamaño algo mayor que el definitivo, se endurecían, se lijaban y pulimentaban y se perforaban por todas las caras, tras lo que se aplicaba a los agujeritos un producto resinoso blanco con un pincel especial. Los dados en ciernes parecían cubitos de gelatina que hubieran podido servirse como postre de régimen.

Observé las apuestas que se hacían. El pass line, el don't pass line, el come, don't come, el big 6 y el big 8 eran misterios de otro mundo y por la memoria de mi madre que me sentía incapaz de interpretar aquel formulario ritual de pérdidas, ganancias y números que se susurraban a toda velocidad en una cantilena bisbiseante de concentración y sorpresa. Sobre la escena pendía una nube pálida de humo de tabaco, cargada de olor a whisky. Sin duda había cien pares de ojos pendientes de los espejos polarizados que colgaban sobre las mesas y que escrutaban sin cesar a los clientes en busca de los indicios reveladores de la trampa. Nada pasaba desapercibido. El ambiente era parecido al de unos grandes almacenes en Navidad, momento y lugar en que no puede esperarse que muchos compradores no acudan a robar lo que puedan. Incluso los empleados podían mentir, estafar y robar y nada podía dejarse en manos de la casualidad. Me entró una especie de respeto fugaz por todo el sistema de límites y restricciones de la administración que deja que sumas inmensas fluyan en libertad y que sólo una porción mínima vuelva a los bolsillos particulares de donde aquéllas se sonsacaron. Me sobrevino una repentina sensación de agotamiento. Salí a la calle y tomé un taxi.

La decoración al estilo «Oriente Medio» del Bagdad se interrumpía bruscamente en la puerta de mi cuarto. La alfombra era un trapo de algodón verde oscuro; el papel de la pared, estraza verde lima con dibujitos de palmeras superpuestas y coronadas por manchones que lo mismo podían ser dátiles que cofradías de murciélagos maricas. Cerré la puerta, me quité los zapatos de una sacudida, aparté el edredón y me metí bajo las sábanas con un suspiro de placer. Hice una llamada rápida a mi servicio mensafónico y otra a una Arlette adormilada para notificar mi último paradero y el número al que podía llamárseme.

Me desperté a las diez con las primeras y suaves etapas de un dolor de cabeza; como si estuviera con resaca sin haber probado ni una copa. Las Vegas suele afectarme así, con una mezcla de tensión y miedo a la que mi cuerpo responde con todos los síntomas de una gripe que empieza. Me tomé dos Tylenol y estuve bajo la ducha un buen rato, deseosa de quitarme de encima la irritante sensación de náusea. Me sentía como si me hubiera comido medio kilo de palomitas de maíz untadas con mantequilla fría y espolvoreadas con mucha sacarina.

Salí de la habitación y la luz me hizo cerrar los ojos. Al menos el aire era fresco y de día dominaba la sensación de que se estaba en una ciudad encogida y controlada, reducida otra vez a sus auténticas dimensiones. El desierto se extendía detrás del motel, difuminándose en una neblina gris perla que se tornaba en malva en el horizonte. El viento era seco y suave, y la esperanza del calor estival sólo se insinuaba en la luz solar trémula y lejana que en la superficie del desierto formaba charcos lisos que se evaporaban al acercarse. Brotes ocasionales de arbustos, plateados casi a causa del polvo, interrumpían las interminables franjas de yermo desarbolado y cercado por las lomas de la lejanía.

Me detuve en correos para depositar los cincuenta dólares de mi colega y a continuación comprobé la dirección que me había dado. Sharon Napier vivía en la otra punta de la ciudad, en un complejo de apartamentos cuyas esquinas de estuco salmón parecían desgastarse como si por la noche se colaran los bichos para devorar todas las aristas. El techo era casi plano, sembrado de piedras, y las barandillas de hierro rezumaban hilillos de herrumbre por los costados del edificio. El paisaje consistía en rocas, yucas y cactos. Sólo había veinte apartamentos, dispuestos alrededor de una piscina en forma de riñón, separada del parking por un muro grisáceo de piedra artificial. Un par de críos chapoteaba en la piscina y una cuarentona con una bolsa de comestibles apoyada en la cadera intentaba cruzar la puerta de su apartamento del primer piso. Un niño chicano regaba los senderos con una manguera. Las casas más próximas al complejo eran domicilios unifamiliares. Al otro lado de la calle, al fondo, había un solar vacío.

El apartamento de Sharon estaba en la planta baja y su nombre se leía con claridad en el buzón, escrito sobre un trozo de plástico blanco. Tenía las cortinas corridas, pero algunos de los ganchos de arriba se habían aflojado y la tela se abolsaba hacia dentro, dejando un hueco por el que distinguí una mesa beige de formica y dos sillas de plástico tapizadas en beige. El teléfono, que descansaba sobre un montón de periódicos, estaba en una esquina de la mesa y, al lado, una taza de café con un cuarto creciente de lápiz de labios rosa en el borde. Un cigarrillo, rematado igualmente en rosa, se había consumido en el plato. Miré en derredor. Nadie parecía prestarme una atención especial. Sin pensarlo dos veces, me introduje en un pasaje que unía el patio con la parte trasera del edificio.

El número del apartamento de Sharon figuraba también en la puerta de atrás; había otras cuatro puertas traseras separadas discretamente entre sí; todas desembocaban en pequeños rectángulos, tabiques de piedra artificial hasta la altura del hombro; unos rectángulos destinados, sospeché, a crear la ilusión de que se disponía de un pequeño patio. Los cubos de la basura se alineaban en el sendero, al otro lado de los tabiques. Las cortinas de la cocina de Sharon también estaban corridas. Me colé en su patio en miniatura. En el peldaño inferior había seis macetas con geranios. Vi dos sillas plegables de aluminio apoyadas en el tabique y un montón de periódicos viejos junto a la puerta trasera.

Había un ventanuco en lo alto, a la derecha, y más allá una ventana más grande: no había forma de saber si pertenecía al dormitorio de Sharon o al del vecino. Miré hacia el solar vacío, salí del patio, giré a la izquierda y anduve por el sendero, que desembocaba en la calle. Volví al coche y me dirigí al Fremont.

Era como si no me hubiese movido de allí. La señora de azul cobalto seguía pegada a la máquina tragaperras con el pelo formándole en lo alto de la cabeza astrágalos perfectos de un caoba resplandeciente. La misma muchedumbre parecía apelotonada en torno de la mesa de dados como atraída por una fuerza magnética y el crupier seguía recogiendo y devolviendo fichas con la raqueta como si ésta fuese un cepillo de mango largo y alguien lo hubiera revuelto todo. Las camareras circulaban con bebidas y un individuo corpulento y de paisano, que deduje era el gorila de seguridad, se paseaba esforzándose por parecer un turista a quien no hubiera favorecido la fortuna. A mis oídos, procedente de la sala de espectáculos, llegó la voz de una cantante que entonaba un popurrí de melodías de Broadway, aburridillo pero salaz. La entreví de lejos, despepitándose ante un salón medio vacío, con una cara embadurnada de colorete y que brillaba bajo los focos.

No me fue difícil dar con Sharon Napier. Era alta, uno setenta y cinco, quizá más a causa de los zapatos de tacón alto. Era la típica individua a quien comienza a mirarse desde abajo: piernas largas, bien formadas y enfundadas en unas medias de malla que las afinaban, y faldita negra con un pequeño volante en lo alto de los muslos. Tenía poca cadera, estómago liso y los pechos se le juntaban hasta formar dos prietos montículos pronunciados e inseparables. El talle del vestido negro era ajustado y de escote generoso, y llevaba cosido el nombre encima del pecho izquierdo. El pelo, rubio ceniza, se aclaraba bajo la luz del local; tenía los ojos de un verde mágico, con un destello que supuse se debía a las lentillas coloreadas; un cutis pálido e inmaculado, y el óvalo del rostro tan blanco, y tan delicada su textura, como la cascara de huevo. La pintura de labios rosa brillante realzaba las generosas dimensiones de la boca, grande y carnosa. Era una boca hecha para actos contra natura. Había algo en su actitud que prometía una sexualidad fría e improvisada por un precio justo y dicho precio no tenía que ser bajo.

Repartía las cartas como un autómata y a velocidad notable. Alrededor de la mesa en que trabajaba Sharon había tres hombres encaramados en sendos taburetes. Ninguno soltaba palabra. La comunicación se establecía mediante un ligerísimo movimiento de la mano, la devolución de las cartas, una apuesta fuerte, un hombro encogido al descubrirse el primer naipe. Dos cartas cubiertas, una descubierta. Zas, zas. Uno peinó la mesa con el borde de la carta descubierta, deseoso de un triunfo. En la segunda mano, uno de los jugadores consiguió un blackjack y pagó la banca: doscientos cincuenta dólares en fichas. Vi cómo el ganador observaba a Sharon mientras ésta recogía las cartas, las barajaba con rapidez y volvía a dar. Era delgado, de cabeza estrecha, calvo y con bigote negro; llevaba la camisa arremangada, con un corro de sudor bajo los sobacos. La mirada recorrió el cuerpo femenino en sentido descendente y volvió a subir hasta la cara inmaculada, fría y pura, de fulgurantes ojos verdes. Ella no le prestó mayor atención, pero me dio en la nariz que los dos podrían tener más tarde algún asuntillo privado. Me retiré a otra mesa para observarla desde una distancia más cómoda. A la una y media se tomó un descanso. La banca quedó en manos de otra empleada y Sharon se dirigió a la sala de fiestas, donde pidió una Coca–Cola y encendió un cigarrillo. Me acerqué.

—¿Sharon Napier? —le pregunté.

Alzó los ojos: dos barreras de pestañas negras los cercaban y a la luz fluorescente del lugar el verde adquirió un tono parecido al turquesa.

—Creo que no nos conocemos —dijo.

—Me llamo Kinsey Millhone —dije—. ¿Puedo sentarme?

Encogió los hombros para decir que sí. Sacó una polvera del bolso, se inspeccionó el rímel en el espejito y se limpió un pequeño grumo del párpado superior. Estaba claro que las pestañas eran postizas, pero el efecto era fulminante porque daban a los ojos un sesgo exótico. Se aplicó otra capa de pintura de labios sirviéndose del meñique, que hundió en un tarrito diminuto de crema rosa.

—¿Qué puedo hacer por ti? —dijo, apartando los ojos del espejito durante un instante.

—Investigo la muerte de Laurence Fife.

La dejé clavada. Se le paralizó la mano, todo el cuerpo se le inmovilizó. Si hubiera ido allí para hacerle una foto, aquella habría sido la pose perfecta. Transcurrió un segundo y volvió a ponerse en movimiento. Cerró la polvera, la guardó y recogió el cigarrillo. Aspiró una larga bocanada sin dejar de mirarme. Sacudió el cigarrillo para quitarle la ceniza de la punta.

—Era un cabrón de primera —dijo de pronto, expulsando el humo con cada palabra.

—Eso he oído —dije—. ¿Trabajaste con él mucho tiempo?

Esbozó una sonrisa.

—Vamos, que a ti no se te escapa nada. Me juego lo que sea a que sabes ya la respuesta.

—Más o menos —dije—. Pero hay mucho que ignoro. ¿Quieres ayudarme?

—¿En qué?

Me encogí de hombros.

—Cómo era trabajar con él, qué sentiste cuando murió…

—En el trabajo era un cerdo. Y cuando murió, bueno, me sentí como nunca —dijo—. No aguanto el trabajo de secretaria, por si aún no lo has adivinado.

—Pues creo que te fue bien —dije.

—Oye, no tengo ganas de discutir contigo —dijo de manera terminante—. ¿Quién te ha enviado?

Entré a saco por aquella puerta que se me abría.

—Nikki.

Pareció sobresaltarse.

—Está aún en la cárcel, ¿no?

—Está libre —dije cabeceando.

Hizo cálculos durante unos instantes y su actitud se volvió un poco más amable.

—Tiene pasta, ¿eh?

—No piensa vengarse, si es a eso a lo que te refieres.

Apagó el cigarrillo cercenándole la brasa y aplastándola.

—Salgo a las siete. ¿Por qué no vienes a casa y charlamos?

—¿Hay algo que me puedas decir ahora?

—Aquí no —dijo.

Me canturreó su dirección y la anoté puntualmente en el cuaderno. Se volvió hacia la izquierda y al principio pensé que alzaba la mano para saludar a un amigo. Esbozó una amplia sonrisa, pero se le alteró al instante, me miró con incertidumbre y se inclinó un tanto para entorpecerme la visión. Miré tras ella de manera automática, pero me distrajo rozándome el dorso de la mano con la uña. La miré. Se había inclinado sobre mí con expresión distante.

—Era el encargado. Fin del descanso.

Mentía igual que yo, con una insolencia despreocupada que desafiaba al oyente a refutar o contradecir lo dicho.

—Pues nos veremos a las siete —le dije.

—Que sea a las ocho menos cuarto —dijo al instante—. Necesito tiempo para recuperarme del trabajo.

Escribí mi nombre y el del motel en que me hospedaba y arranqué la hoja del cuaderno. La dobló y la introdujo en el paquete de cigarrillos, bajo la funda de plástico transparente. Se alejó sin mirar atrás, balanceando las caderas con gracia.

La colilla del cigarrillo que apagase emitía aún una hebra de humo y mi estómago formuló una ligera protesta. Me tentaba la idea de quedarme, sólo para seguir observándola, pero tenía las manos cubiertas de un sudor frío y muchas ganas de acostarme. Me sentía destemplada y empezaba a pensar que los síntomas de gripe podían ser auténticos y no sólo una reacción. El dolor de cabeza volvía a subirme por la nuca. Me dirigí al vestíbulo y salí a la calle. El aire fresco me alivió, aunque sólo de manera momentánea.

Volví al Bagdad y compré un Seven–Up en la máquina de refrescos. Me hacía falta comer, pero no estaba segura de poder retener nada. Comenzaba la tarde y no tenía que ir a ningún sitio hasta después de cenar. Puse en la puerta el rótulo de «No Molesten» y me metí en la cama, aún por hacer, bien envuelta en las frazadas. Empezaban a dolerme los huesos. Tardé en entrar en calor.