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La sede de Haycraft and McNiece estaba en el edificio Avco Embassy, en Westwood, no lejos de mi motel. Dejé el coche en un parking muy caro que estaba junto a la funeraria de Westwood Village, accedí al edificio por la entrada que había junto al Banco Wells Fargo y tomé el ascensor. Las oficinas en cuestión se encontraban justo a la derecha según se salía. Empujé una sólida puerta de teca que ostentaba una inscripción en bronce. El suelo del interior consistía en una sucesión irregular de baldosas rojas que despedían un brillo cegador, había espejos que abarcaban toda la altura de la pared y paramentos de madera al natural de los que colgaban aquí y allá manojos de mazorcas secas. A mi izquierda había una recepcionista tras lo que parecía la cerca de un aprisco. En el poste vertical de la cerca había una placa que decía «Allison, Recepcionista» con las letras al parecer grabadas con un hierro al rojo en la madera. Le tendí mi tarjeta.

—Quisiera hablar con algún contable veterano —dije—. Investigo la muerte de una diplomada en contabilidad que trabajó aquí.

—Ah, sí. He oído hablar de ella —dijo Allison—. Un momento.

Era una veinteañera de largo pelo negro. Vestía tejanos y lazo de cuero y su camisa vaquera parecía rellena de paja en múltiples puntos. Llevaba un cinturón con la hebilla en forma de cabeza de caballo salvaje.

—¿Qué es este lugar? ¿Un parque de atracciones? —le pregunté.

—¿Cómo dice?

Cabeceé, sin ánimo de insistir en aquello, y la mujer desapareció tras una puerta batiente taconeando con sus botas camperas. Volvió al cabo de un momento.

—El señor McNiece no está, pero con quien sin duda quiere hablar usted es con Garry Steinberg, con dos erres.

—¿Berrg?

—No, Garry.

—Entiendo, disculpe.

—Es igual —dijo—. Todos se confunden.

—¿Y podría ver al señor Steinberg? Será sólo un instante.

—Esta semana está en Nueva York —dijo.

—¿Y el señor Haycraft?

—Está muerto. O sea, hace años que murió —dijo—. La empresa debería llamarse en realidad McNiece and McNiece, pero nadie tiene ganas de cambiar los membretes. El otro McNiece está en una reunión.

—¿Cabe la posibilidad de que se acuerde de ella alguna otra persona?

—Creo que no. Lo siento.

Me devolvió la tarjeta. La volví y anoté el número del motel y el de mi servicio mensafónico de Santa Teresa.

—¿Haría el favor de dársela a Garry Steinberg cuando vuelva? Le agradecería mucho que me llamase. Puede dejar recado si no me localiza en el motel.

—Desde luego —dijo la recepcionista. Volvió a sentarse y habría jurado que tiraba la tarjeta al cesto de los papeles. La observé durante unos instantes y me sonrió con timidez.

—¿Por qué no le deja una nota en su mesa? —le sugerí.

Se inclinó de lado y se incorporó con la tarjeta entre los dedos. La clavó en un punzón de aspecto feo que había junto al teléfono. Seguí mirándola. Cogió la tarjeta del punzón y se puso en pie.

—La dejaré en su mesa —dijo y volvió a alejarse taconeando.

—Buena idea —dije.

Volví al motel e hice algunas llamadas. Ruth, la del despacho de Charlie Scorsoni, me dijo que éste estaba todavía fuera de la ciudad, pero me dio el número de su hotel de Denver. Llamé pero no estaba y dejé mi número en recepción. Llamé a Nikki, la puse al corriente de todo y a continuación llamé a mi servicio mensafónico. No había ningún mensaje. Me puse el chándal y me fui a la playa a correr. Las cosas no parecían tener prisa por adquirir coherencia. Me sentía como si hasta el momento no hubiera conseguido más que un montón de retales y cabos sueltos y la idea de ordenarlo todo para formar una imagen con sentido se me antojaba aún bastante improbable. El tiempo había fragmentado los hechos igual que una trituradora gigante y para reconstruir la verdad no había dejado más que trocitos pequeños de papel. Me sentía torpe e irritable y necesitaba quemar energías.

Aparqué cerca del puerto de Santa Mónica y corrí en dirección sur por el paseo, una artería asfaltada que discurre paralela a la playa. Pasé al trote ante los ancianos inclinados sobre el tablero de ajedrez, dejé atrás a los niños negros que jugaban con sendos monopatines con una gracia sin igual, pasé ante guitarristas, fumetas y vagos que me miraron con desprecio. Este tramo de acera es el último resto de la drogocultura de los sesenta: jóvenes descalzos, ojerosos y sucios, algunos con pinta de tener treinta y siete años en vez de diecisiete, pero todavía en plan místico y distante. Un perro se animó a correr a mi lado con la lengua fuera y alzando de vez en cuando los ojos para mirarme con alegría. Tenía la pelambre densa e hirsuta, del color del maíz, y el rabo retorcido como una serpentina. Pertenecía a una de esas especies mutantes de cabeza grande, cuerpo pequeño y patas muy cortas, aunque el truhán parecía muy seguro de sí. Salimos juntos del paseo y cruzamos Ozone, Dudley, Paloma, Sunset, Thornton y Park; cuando llegamos a Wave Crest, el perro cambió de planes y se alejó hacia la playa para unirse a unos niños que jugaban a lanzarse un disco de plástico. La última vez que lo vi, dando un salto increíble, había logrado coger el disco en pleno vuelo con la boca dilatada por una sonrisa. Le sonreí a mi vez. En los últimos años había conocido pocos perros que me gustaran tan de verdad.

Di la vuelta en Venice Boulevard, corrí durante casi todo el camino, luego aflojé la marcha y llegué andando al puerto. La brisa oceánica me sirvió para amortiguar el halo de calor que me envolvía. Estaba hecha unos zorros, pero no sudaba apenas. Sentía la boca seca y me ardían las mejillas. No había sido una carrera larga, pero había apretado un poco más que de costumbre y los pulmones me quemaban: combustión de fluidos en el pecho. Corría por el mismo motivo que sabía conducir coches con el cambio de marchas manual y tomaba el café solo, porque suponía que podía llegar el día en que tuviera que ponerme a prueba por cualquier urgencia. Aquel día, por lo demás, había corrido, como quien dice, «a mayor abundamiento», porque ya había decidido tomarme una jornada libre para dedicarme a ser buena chica. El exceso de virtud corrompe. Volví al coche al sentir frío y me dirigí hacia Wilshire, camino del motel.

Nada más abrir la puerta empezó a sonar el teléfono. Era mi coleguilla de Las Vegas, que ya tenía la dirección de Sharon Napier.

—Fabuloso —dije—. Te lo agradezco de veras. Dime cómo te puedo localizar cuando vaya y te pagaré el tiempo empleado.

—Basta con que mandes el dinero a mi lista de correos. Nunca sé dónde voy a estar.

—Como quieras. ¿Cuánto?

—Cincuenta. Precio especial para ti. Nuestra amiga no está registrada en ninguna parte y no me ha resultado fácil.

—Avísame cuando quieras que te devuelva el favor —le dije, totalmente convencida de que me avisaría.

—Ah, otra cosa, Kinsey; nuestra amiga trabaja en la mesa de blackjack del Fremont, pero me han dicho que en sus ratos libres hace un poco la calle. Anoche mismo la vi trabajar. Es muy lista, pero no engaña.

—¿Le está pisando el terreno a alguien?

—Aún no, aunque podría. Bueno, en esta ciudad nadie se preocupa por nadie mientras no dé gato por liebre. No creo que quiera llamar la atención.

—Gracias por el informe —dije.

—A mandar —dijo y colgó.

Me duché y me puse unos pantalones y una camisa, crucé la calle y me tomé unas almejas con ketchup y patatas fritas. Para acabar me tomé dos tazas de café, salí y volví a mi cuarto. Sonó el teléfono en cuanto cerré la puerta. Esta vez era Charlie Scorsoni.

—¿Qué tal Denver? —le pregunté nada más reconocerle.

—No está mal. ¿Y Los Ángeles?

—Bien. Esta noche me voy a Las Vegas.

—¿La fiebre del juego?

—Naranjas. Sigo la pista de Sharon.

—Estupendo. Dígale de mi parte que me devuelva los seiscientos dólares.

—De acuerdo. Sí, y con intereses. Trato de averiguar qué sabe de un asesinato y usted quiere que la presione para que satisfaga una deuda antigua.

—Es que yo nunca tendré ocasión de hacerlo, téngalo por seguro. ¿Cuándo vuelve a Santa Teresa?

—El sábado tal vez. Cuando pase el viernes por Los Ángeles quiero ver ciertas cajas que pertenecieron a Libby Glass, pero no creo que me lleve mucho tiempo. ¿Por qué lo pregunta?

—Me gustaría invitarle a tomar una copa —dijo—. Me voy de aquí pasado mañana, o sea que regresaré antes que usted. ¿Por qué no me llama cuando vuelva?

Siempre contesto demasiado aprisa.

—De acuerdo.

—Vamos, si no es molestia, Millhone —dijo con ironía.

Me hizo reír.

—Le llamaré. Se lo prometo.

—Fabuloso. Ya nos veremos.

Noté al colgar que una sonrisa tonta me bailoteaba en los labios más tiempo del que convenía. ¿Qué tendría aquel hombre?

Las Vegas está a unas seis horas de Los Ángeles y me dije que ya podía ponerme en camino. Eran las siete pasadas y aún no había anochecido, así que puse mis cuatro bultos en el asiento trasero del coche y dije a Arlette que estaría fuera un par de días.

—¿Quieres que te coja los recados? —dijo.

—Ya te llamaré yo cuando llegue y te diré cómo se me puede localizar —dije.

Me dirigí hacia el norte por la autopista de San Diego y luego por la de Ventura, que seguí en dirección este hasta el empalme con la de Colorado, una de las pocas vías buenas de toda la red que rodea Los Ángeles. La autopista de Colorado es ancha, de escasa circulación y cruza por el norte el área metropolitana de L.A. En la autopista de Colorado se puede cambiar de carril sin sufrir un ataque de nervios y la resistente divisoria de hormigón que separa el tráfico en dirección este del tráfico en dirección oeste es una garantía segura contra cualquier vehículo que quiera saltársela por capricho de darte un trompazo de frente. Abandoné la autopista de Colorado para doblar bruscamente hacia el sur y tomar la autopista de San Bernardino y la Nacional 15, que traza hacia el Noreste una diagonal larga e irregular que lleva derechamente a Las Vegas. Con un poco de suerte podría hablar con Sharon Napier y luego dirigirme hacia el sur, a Saltón Sea, donde vivía Greg Fife. Podía completar el trayecto desviándome hacia Claremont al volver para platicar un poco con su hermana, Diane. Yo no estaba muy segura de qué iban a depararme todos aquellos desplazamientos, pero debía satisfacer los requisitos básicos de la investigación. Y Sharon Napier estaba destinada a resultar muy interesante.

Me gusta conducir de noche. Las vistas me emocionan poco y cuando recorro el campo no me desvío ni me detengo jamás para admirar las maravillas del paisaje. No me conmueven las rocas de treinta metros que tienen forma de calabacín. No me pirro por contemplar los barrancos formados por ríos de cauce seco en la actualidad ni despiertan mi admiración los grandes agujeros causados por aerolitos que cayeron nadie sabe cuándo. Vaya donde vaya, para mí es siempre lo mismo. Contemplo el asfalto. Observo la raya amarilla. Sigo el ejemplo de los camiones grandes y de los turismos con niños dormidos en el asiento de atrás y mantengo los pies pegados al suelo del coche hasta que llego a mi destino.