10

Tomé asiento en un taburete de la cocina y observé a Grace mientras preparaba una ensalada de atún. Parecía recuperada, como si hubiese despertado tras una siesta breve pero de importancia vital; se había anudado entonces el delantal y había despejado de la mesa del comedor los útiles de coser. Era una mujer que ponía atención y cuidado en sus actos, cuando cogía los salvamanteles y las servilletas sus movimientos eran tranquilos. Puse yo la mesa en su lugar, sintiéndome otra vez como una niña buena mientras ella lavaba la lechuga, la secaba con unos golpecitos y ponía una hoja en cada plato como si se tratara de un barquillo de adorno. Cortó con limpieza varias tiras de piel de tomate y las enroscó en forma de rosa. Troceó una seta en cada plato y añadió dos puntas de espárrago para que el conjunto pareciese un adorno floral. Me sonrió con timidez satisfecha de las figuras que acababa de crear.

—¿Le gusta la cocina?

Negué con la cabeza.

—Yo apenas tengo ocasión, salvo cuando viene Lyle. Raymond no se daría cuenta y si lo hiciera sólo por mí, probablemente ni me molestaría. —Alzó la cabeza—. Ahí está.

Yo no había oído llegar la camioneta de Lyle, pero sin duda ella había estado a la espera. La mano se le disparó involuntariamente hacia un mechón de pelo que se echó hacia atrás. Lyle entró por un cuarto trastero que había a la izquierda y se detuvo antes de doblar la esquina, para quitarse las botas al parecer. Oí dos ruidos sordos.

—Hola, querida. ¿Qué hay para comer?

Apareció en el comedor con una sonrisa y le dio en la mejilla un beso sonoro antes de reparar en mi presencia. Se detuvo en seco, la animación que le dominaba comenzó a decrecer y acabó por desaparecer de su cara. Miró a Grace sin saber qué hacer.

—Te presento a la señorita Millhone —le dijo Grace.

—Kinsey —dije yo, tendiéndole la mano. Me la estrechó con movimientos de autómata, aunque la pregunta básica seguía sin respuesta. Sospeché que había interferido en una situación no acostumbrada a las variaciones—. Soy investigadora privada, de Santa Teresa —dije.

Lyle no volvió a mirarme y se acercó a Raymond.

—¿Qué tal, papi? ¿Cómo estamos hoy? ¿Bien?

La cara del anciano no acusó nada en absoluto; quizá sólo hubo un amago de concentración en sus ojos. Lyle le quitó los auriculares y apagó el televisor. La metamorfosis de Lyle había sido fulgurante y fue como si hubiera visto sendas fotos de las dos personalidades de un mismo individuo, alegre la una, la otra alerta. No era mucho más alto que yo, tenía buen tipo y era ancho de espaldas. Llevaba la camisa por fuera, la pechera desabrochada. Sus músculos pectorales no podían calificarse precisamente de asombrosos, pero los tenía bien perfilados, como los de una persona que practica el levantamiento de pesas. Deduje que tendría mi edad. Tenía el pelo largo y rubio, con el reflejo ligeramente verde de las piscinas llenas de cloro y sol abrasador. Sus ojos eran de un azul purísimo, demasiado claro para el bronceado que lucía; tenía las pestañas calcinadas y una barbilla demasiado estrecha para unos pómulos tan anchos. En conjunto, tenía una cara extrañamente anómala, una apostura algo sesgada, como si bajo la superficie se ocultara una fisura fina como un cabello. Un temblor subterráneo le había desplazado los huesos de manera casi imperceptible y las dos mitades de su rostro no parecían corresponderse. Llevaba unos tejanos descoloridos con la cinturilla a la altura de las caderas y distinguí la línea sedosa de vello oscuro que le bajaba hacia la ingle como una flecha.

Fue a lo suyo, ignorándome por completo, y hablando con Grace mientras trabajaba. Tomó una toalla que Grace le alargó, la extendió bajo la barbilla de Raymond y lo empezó a enjabonar y afeitar con una maquinilla de plástico, que limpiaba en un recipiente de acero inoxidable. Grace sacaba botellas de cerveza, les quitaba el tapón y vertía el líquido en vasos en forma de tulipán que colocaba junto a los platos. No había plato ni cubierto para Raymond. Al acabar el afeitado, Lyle le peinó las canas ralas y a continuación le fue introduciendo en la boca el contenido de un tarrito de comida para bebés. Grace me dirigió una mirada satisfecha. ¿Verdad que es un encanto de hombre? Lyle me recordaba a un hermano mayor que cuidase del pequeño de la casa para obtener de mamá un aplauso. Y Grace se lo otorgó. Había en su cara una expresión afectuosa mientras Lyle raspaba la barbilla de Raymond con la cuchara para recoger las boceras del puré de verduras y devolverlas a la boca flácida del inválido. Advertí que alrededor de la bragueta de Raymond se formaba una mancha de humedad.

—No te preocupes ahora por eso, papi —canturreó Lyle—, ya te limpiaremos después de comer. ¿De acuerdo?

Noté que los músculos de la cara se me crispaban a causa del malestar.

Cuando nos sentamos a la mesa, Lyle comió con rapidez, sin cruzar una palabra conmigo y muy pocas con Grace.

—¿A qué te dedicas? —le pregunté.

—Soy albañil.

Le miré las manos. Tenía los dedos largos y recubiertos de una capa grisácea de polvo de hormigón, que se incrustaba en las grietas de la piel. Desde donde me encontraba percibía un olor a sudor mezclado con un suave aroma a hierba. Me pregunté si Grace se daba cuenta o si por el contrario creía que se trataba de alguna exótica loción para después del afeitado.

—Tengo que irme a Las Vegas —dije a Grace—, pero me gustaría dejarme caer por aquí otra vez cuando vuelva a Santa Teresa. ¿Por casualidad tiene alguna cosa que perteneciera a Libby? —Estaba casi segura de que sí.

Grace quiso consultar con Lyle con una mirada rápida, pero los ojos del hombre estaban fijos en su plato.

—Me parece que sí. Hay unas cuantas cajas en el sótano, ¿verdad, Lyle?, con libros y papeles de Elizabeth.

El anciano emitió un ruido al oír el nombre de la joven y Lyle se limpió la boca y arrojó la servilleta sobre la mesa al ponerse en pie. Se llevó a Raymond y su silla de ruedas por el pasillo.

—Lo siento. No debería haber mencionado el nombre de Libby —dije.

—No pasa nada —dijo Grace—. Si quiere llamar o acercarse cuando vuelva a Los Ángeles, podrá inspeccionar las pertenencias de Elizabeth. Aunque no hay mucho que ver.

—No parece que Lyle esté de muy buen humor —observé—. Espero que no me considere una intrusa.

—No, no. Suele permanecer callado cuando hay gente que no conoce —dijo—. No sé qué haría sin él. Raymond pesa mucho para mí. Hay un vecino que viene dos veces al día para ayudarme a sentarlo y levantarlo de la silla. Se le fracturó la columna en el accidente.

La familiaridad de su tono me puso los pelos de punta.

—¿Me permite que vaya al lavabo? —dije.

—Está en el pasillo. La segunda puerta a la derecha.

Al pasar ante el dormitorio vi que Lyle había acostado ya a Raymond. Pegadas al lateral de la cama de matrimonio había dos sillas de respaldo alto para impedir que se cayera. Lyle se encontraba entre las dos sillas, dedicado a limpiar el trasero del anciano. Entré en el lavabo y cerré la puerta.

Ayudé a Grace a recoger la mesa; luego me marché y me puse a esperar dentro el coche, al otro lado de la calle. No hice nada por ocultarme ni fingí que me alejaba. La camioneta de Lyle seguía en el sendero del garaje. Miré la hora. Era la una menos diez y supuse que Lyle dispondría de un tiempo fijo para comer. En efecto, se abrió la puerta lateral y apareció Lyle en el porche estrecho, donde se detuvo para atarse las botas. Echó un vistazo a la calle, vio mi coche y me pareció que sonreía para sí. Hostia, me dije.

Entró en la camioneta y reculó por el sendero a buena velocidad. Durante un instante me pregunté si iba a seguir reculando hasta cruzar la calle y darme un trompazo, pero giró en el último segundo, cambió de marcha y salió disparado con un chirrido de neumáticos. Pensé que a lo mejor íbamos a tener una pequeña sesión de persecución automovilística, pero resultó que Lyle no tenía que ir muy lejos. Recorrió ocho manzanas y se introdujo en el camino de una casa de Sherman Oaks, no precisamente grande, cuya fachada estaban remozando con ladrillo rojo. Inferí que se trataba de un símbolo emblemático de cierta posición social porque el ladrillo es muy caro en la Costa Oeste. Creo que en todo el área municipal de Los Ángeles no llegan ni a seis las casas de ladrillo.

Salió de la camioneta y se dirigió hacia la parte trasera con ademanes altaneros y metiéndose los faldones de la camisa en el tejano. Aparqué en la calle, cerré el coche con llave y fui tras él. Me pasó por la cabeza la idea descabellada de que a lo mejor me daba un ladrillazo en la cabeza para emparedarme a continuación. Le disgustaba mi presencia en aquel lugar y no hacía nada por ocultarlo. Al doblar la esquina comprendí qué quería el dueño del lugar: revestir el chalecito de una fachada totalmente nueva. Y en vez de parecer éste un modesto bungalow californiano iba a tener el aspecto que tienen ciertas clínicas caninas del Medio Oeste; aire de pasta, de mucha pasta. Lyle mezclaba ya argamasa en una carretilla situada en la parte trasera. Avancé entre listones y vigas de las que sobresalían clavos oxidados. Un niño que tropezara y cayera en aquel lugar tendría que ponerse muchas inyecciones contra el tétanos.

—¿Por qué no empezamos de nuevo, Lyle? —le dije en tono confianzudo.

Bufó y sacó un cigarrillo que se empotró en la comisura de la boca. Lo encendió, protegiendo la cerilla con unas manos llenas de pegotes, y expulsó la primera bocanada de humo. Tenía los ojos pequeños y uno bizqueó y parpadeó cuando le subió el humo ondulado por la cara. Me hizo pensar en fotos antiguas de James Dean, encorvado en actitud defensiva, la sonrisa ladeada, la barbilla sobresaliente. Me pregunté si no sería un admirador clandestino de las reposiciones de Al este del Edén que se quedaba hasta las tantas de la noche contemplando la red de canales en sombras que bajaba hasta Bakersfield.

—Venga, hombre. ¿Por qué no hablamos? —dije.

—No tengo nada que decir. ¿Por qué remover toda la mierda del pasado?

—¿No te interesa saber quién mató a Libby?

Tardó en contestar. Cogió un ladrillo y lo mantuvo en posición vertical mientras con la paleta ponía en un extremo una gruesa capa de mortero que biseló como si fuera queso de untar. Puso el ladrillo en el tabique que le llegaba ya hasta el pecho, le dio unos golpecitos con un martillo y se inclinó para coger otro.

Me llevé la mano al oído.

—¿Sí? ¿Cómo? —dije, como si me hubiera quedado sorda momentáneamente.

Sonrió con afectación y el cigarrillo le bailoteó entre los labios.

—Te crees muy lista, ¿verdad?

Sonreí.

—Mira, Lyle. Esto me parece absurdo. No me digas nada, de acuerdo, pero ¿sabes lo que puedo hacer? Dedicar hora y media esta misma tarde a enterarme de cualquier cosa que quiera saber acerca de ti. Me bastará con seis llamadas desde cierto motel de Los Ángeles Oeste, y no me costará ni un real porque me pagan por hacer esto. Me resulta incluso divertido, si quieres que te diga la verdad. Puedo hacerme con tu expediente militar, con informes sobre tus cuentas corrientes; puedo averiguar si te han detenido alguna vez, tus antecedentes laborales, los libros que no hayas devuelto a la biblioteca…

—Adelante. No tengo nada que ocultar.

—Pero ¿por qué toda esta complicación? —dije—. Puedo investigar tu situación, pero volveré mañana y si hoy acabas por caerme gordo, mañana no me vas a caer mejor. Podría ponerme de muy mala uva. ¿Por qué no te relajas un poco y me facilitas las cosas, eh?

—No, si relajado ya estoy —dijo.

—¿Qué pasó con tus planes de estudiar en la facultad de derecho?

—Renuncié a ellos —dijo con hosquedad.

—A lo mejor te afectó la hierba —le insinué.

—¿Por qué no te vas a tomar por culo? —me espetó—. ¿Tengo pinta de abogado? Se me fueron las ganas y se acabó. No es ningún delito.

—No te acuso de nada. Sólo quiero saber qué le pasó a Libby.

Decapitó la ceniza del cigarrillo y acabó por tirar la colilla, que hundió en la tierra con la punta de la bota. Me senté en un montón de ladrillos que se había tapado con una lona. Lyle me escrutó por entre los párpados entornados.

—¿Por qué crees que fumo? —preguntó con brusquedad.

Me toqué la nariz para darle a entender que lo había olido.

—Poner un ladrillo encima de otro no me parece muy emocionante —dije—. Y como me figuro que eres listo, algo harás para no morirte de aburrimiento.

Se me quedó mirando con talante un poco más relajado.

—¿Por qué piensas que soy listo?

Me encogí de hombros.

—Estuviste diez años con Libby Glass.

Meditó aquello durante un rato.

—Yo no sé nada —dijo, malhumorado casi.

—En este momento sabes más que yo.

Empezaba a ceder, aunque tenía aún los hombros en tensión. Cabeceó y volvió a la faena. Cogió la paleta y removió la argamasa como si fuera un puré lleno de grumos.

—Me dio la patada cuando conoció al tío aquel del norte. El abogado…

—¿Laurence Fife?

—Sí, creo que se llamaba así. Libby no me dijo que se tratase de él. Al principio era el trabajo, algo relacionado con libros de contabilidad. El bufete acababa de entrar en relaciones con la empresa en que trabajaba ella y ella tenía que archivarlo todo en el ordenador. La situación se prolongó durante meses. Todo era muy complicado, llamadas aquí, llamadas allá, y cosas por el estilo. Él se presentaba de vez en cuando y al terminar se iban a tomar una copas, en ocasiones a cenar. Libby se enamoró. No sé nada más.

Cogió una pequeña abrazadera metálica de ángulo recto, la hundió con el martillo en el paramento de madera y colocó encima un ladrillo con argamasa.

—¿Para qué es? —pregunté movida por la curiosidad.

—¿Qué? Ah, para impedir que el tabique de ladrillo se desprenda y se venga abajo —dijo.

Asentí con la cabeza, medio tentada de poner algún ladrillo yo sola.

—Entonces, ¿rompió contigo después de aquello? —le pregunté, volviendo a nuestro tema.

—Más bien sí. La veía de tarde en tarde, pero sabía que todo había terminado.

La tensión comenzaba a desaparecer de su voz y parecía ya más resignado que irritado. Untó otro ladrillo con argamasa y lo dejó caer en su sitio. El sol me calentaba la espalda y me recosté sobre la lona, apoyándome en los codos.

—¿Tú qué opinas? —le pregunté.

Me miró de reojo.

—Que puede que se suicidara.

—¿Suicidarse? —A mí ni siquiera se me había ocurrido.

—Me lo has preguntado, me limito a decir lo que pensé entonces. Ella estaba loca por él.

—Sí, pero ¿tanto como para suicidarse cuando él murió?

—¿Quién sabe? —Alzó un hombro y lo dejó caer.

—¿Cómo se enteró Libby de la muerte de él?

—Alguien la llamó y se lo dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ella me llamó después; al principio no sabía qué pensar.

—¿Lo lamentó? ¿Hubo lágrimas? ¿Conmoción?

Trató de refrescar la memoria.

—Bueno, estaba muy confusa y alterada. Fui a verla. Ella me dijo que fuese, pero luego cambió de idea y dijo que no quería hablar de ello. Estaba muy inquieta, no podía concentrarse. Estuvo a punto de sacarme de quicio con tanto meneo y tanta bronca, así que me marché. No volví a saber de ella hasta que me enteré de su muerte.

—¿Quién encontró el cadáver?

—El administrador del piso donde vivía. Hacía dos días que no iba al trabajo y, como no había avisado, el jefe se preocupó y fue a ver qué pasaba. El administrador quiso mirar por las ventanas, pero las cortinas estaban corridas. Llamaron a ambas puertas, la delantera y la trasera, y al final entraron con una llave maestra. Estaba tendida en el suelo del cuarto de baño, con su albornoz. Llevaba muerta tres días.

—¿Y la cama? ¿Había dormido alguien en ella?

—No lo sé. La policía no dijo nada.

Cavilé un rato sobre aquello. Cabía la posibilidad de que se hubiera tomado la cápsula por la noche, al igual que Laurence Fife. Seguía creyendo que podía tratarse del mismo medicamento, un antihistamínico que alguien había sustituido por las adelfas.

—¿Tenía alguna alergia? Cuando la viste por última vez, ¿se quejaba de sinusitis o algo parecido?

Se encogió de hombros.

—No sé, puede que sí. Aunque no me acuerdo. Yo la vi el jueves por la noche; el miércoles o el jueves de la semana en que supo que el abogado había muerto. Dijeron que murió el sábado por la noche, de madrugada casi. Es lo que dijo la prensa entonces.

—¿Qué puedes decirme del abogado? ¿Sabes si tenía algo suyo en el piso de Libby? Cepillo de dientes, maquinilla de afeitar, cosas así. Es que cabe la posibilidad de que tomara un medicamento que tenía que tomar él.

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —respondió con cierta hosquedad—. Yo no suelo meter la nariz donde no me llaman.

—¿Tenía alguna amiga? ¿Alguien a quien pudiera haberle contado algo?

—En el trabajo quizá; no me acuerdo de nadie en concreto. Ella no tenía «amigas».

Saqué el cuaderno de notas y apunté el número de mi motel.

—Puedes localizarme aquí. ¿Me llamarás si te acuerdas de algo?

Cogió el trozo de papel y se lo guardó con indiferencia en el bolsillo trasero de los tejanos.

—¿Qué pasa en Las Vegas? ¿Qué relación hay con esto?

—No lo sé aún. Tal vez haya una mujer que puede llenar ciertas lagunas. Hacia el fin de la semana volveré a pasar por Los Ángeles. Es posible que nos veamos otra vez.

Lyle se había desentendido ya de mí, había puesto otro ladrillo y con la paleta recogía la argamasa sobrante que se había escurrido por los resquicios. Consulté la hora. Aún tenía tiempo de echar un vistazo al lugar donde había trabajado Libby Glass. Pensaba que Lyle no me había dicho toda la verdad, pero no había manera de averiguarlo. Lo dejé estar, pues. Por el momento.