9

Día y medio tardé en encontrar una dirección de Sharon Napier. Mediante un proceso que sería prolijo explicar, consulté el ordenador de la Jefatura de Tráfico y averigüé que su permiso de conducir había caducado seis años atrás. Me trasladé inmediatamente al centro, consulté en el Registro de Propiedad de Vehículos y descubrí que había a su nombre un Karmann Ghia verde oscuro y que la dirección consignada coincidía con la última conocida que obraba en mi poder, aunque una nota al margen señalaba que la patente se había trasladado a Nevada, lo que significaba sin duda que Napier se había ido del estado.

Puse una conferencia y llamé a Bob Dietz, investigador de Nevada cuyo nombre busqué en el Registro Nacional. Le dije qué información buscaba y quedó en llamarme él, cosa que hizo aquella misma tarde. Sharon Napier había solicitado en Nevada un permiso de conducir que le fue concedido; el permiso ostentaba una dirección de Reno. Las fuentes que mi contacto poseía en Reno informaban sin embargo que Napier había estado esquivando a una larga serie de acreedores durante el mes de marzo anterior, lo que significaba que durante unos catorce meses había estado en paradero desconocido. Según mi informador, era probable que Napier se encontrase aún en Nevada y había hecho más averiguaciones. Una pequeña entidad financiera de Reno reveló que se había pedido información sobre ella desde Carson City y luego desde Las Vegas, mi baza más probable, a juicio de Dietz. Le di un millón de gracias por su eficiencia y le dije que me pasara factura por el trabajo, pero me contestó que hoy por ti, mañana por mí, y le di mi dirección y número de teléfono por si le hacía falta. Llamé a Información de Las Vegas, pero no constaba su nombre, así que llamé a un amigo mío que vivía allí y le pedí que investigase. Le dije que iría a Las Vegas a comienzos de semana y le di el número de teléfono donde me podía localizar por si tardaba en dar con la pista.

El día siguiente, que era domingo, lo dediqué a mis cosas: lavar la ropa, limpiar la casa y comprar comida. Incluso me depilé las piernas, aunque sólo fuese por demostrar que aún tenía cierta clase. La mañana del lunes la dediqué a los trámites oficinescos. Redacté a máquina un informe para Nikki e hice otra llamada a la agencia local de crédito para verificar lo que ya sabía: Sharon Napier, por lo visto, se había marchado de la ciudad con mucho dinero que no era suyo y dejando tras de sí una estela de acreedores enfurecidos. No tenían su dirección posterior y les di la información que poseía. Sostuve a continuación una larga charla con La Fidelidad de California a propósito de Marcia Threadgill. Por cuatro mil ochocientos dólares, la compañía de seguros estaba ya prácticamente dispuesta a llegar a un acuerdo y cerrar el asunto, así que me vi obligada a discutir y a recurrir a todo mi ingenio. No se iban a arruinar por seguir contando con mis servicios y que estuvieran medio dispuestos a aceptar la otra solución me daba cien patadas en los ovarios. Incluso recurrí a algo tan bajo como la insinuación maliciosa, que nunca da resultado con el jefe de reclamaciones. «Os está llevando al huerto», le dije una y otra vez, pero él se limitó a cabecear como si hubiese fuerzas en juego demasiado sutiles e importantes para que yo las comprendiera. Le dije que consultara con su jefe y que ya volvería a hablar con él.

Hacia las dos de la tarde me puse en camino hacia Los Ángeles. La otra pieza del rompecabezas era Libby Glass y tenía que saber cómo encajaba en el conjunto. Cuando llegué a L.A., fui a registrarme al motel La Hacienda de Wilshire, cerca de Bundy. La Hacienda no se parece a una hacienda ni por asomo: se trata de un edificio de dos plantas y en forma de L, con parking pequeñísimo y piscina, todo ello rodeado por una valla metálica que se cierra con candado. Una señora gordísima que se llama Arlette hace a las veces de encargada y telefonista. Desde la recepción se ve el interior de sus dependencias. Lo ha amueblado, según me ha dicho, con lo que gana trabajando para la casa Tupperware, que es su actividad secundaria. Prefiere los muebles de estilo mediterráneo, tapizados en felpa.

—La grasa es bella, Kinsey —me dijo en tono confidencial mientras yo rellenaba la hoja del registro—. Mira.

Miré. Había extendido el brazo para que admirase la carne sobrante que le colgaba.

—No sé, Arlette —dije en tono dubitativo—. Yo procuro evitarla.

—¿Y el tiempo y la energía que te cuesta? —dijo—. El problema es que la sociedad margina a los gordos. Hay muchos prejuicios contra ellos. Más que contra los minusválidos. De hecho lo tienen más fácil que nosotros. En la actualidad, vayas donde vayas, se les tiene en cuenta. Aparcamientos para minusválidos. Lavabos para minusválidos. Habrás visto esas señales de figurillas escuchimizadas en silla de ruedas. Dime dónde está la señal internacional de los gordos. También nosotros tenemos nuestros derechos.

Su cara era una sandía cubierta por un casco de pelo rubio y ralo. Tenía siempre sonrojadas las mejillas como si le estuvieran estrangulando los conductos vitales de alimentación.

—Es que no es sano, Arlette —le dije—. Quiero decir que así lo único que consigues es preocuparte por la tensión, los ataques cardíacos…

—Bueno, todo tiene su precio. Razón de más para que nos traten como es debido.

Le entregué la tarjeta de crédito y cuando la pasó por la máquina me dio la llave de la habitación número 2.

—Está aquí al lado —dijo—. Sé que no te gusta que te pongan al fondo.

—Gracias.

He estado unas veinte veces en la habitación número 2 y siempre me ha resultado de una monotonía en cierto modo tranquilizadora. Cama de matrimonio. Alfombra gastada y de color gris ardilla que abarca todo el suelo. Una silla forrada de plástico naranja con una pata coja. En la mesa hay una lámpara en forma de casco de rugby con las iniciales UCLA (Universidad de California–Los Ángeles) impresas a un lado. El cuarto de baño es pequeño y la alfombrilla de la ducha es de papel. Es el típico lugar donde suelen encontrarse bragas ajenas bajo la cama. Me cuesta $11,95 más el IVA durante la época baja y el precio comprende un desayuno «a la europea», consistente en café soluble y unos Donuts que en su mayor parte devora la propia Arlette. Cierta vez, era medianoche, un borracho se sentó ante mi puerta y estuvo aullando durante hora y media, hasta que llegaron los polis y se lo llevaron. Vuelvo porque soy así de vulgar.

Puse el maletín sobre la cama y saqué el chándal. Hice marcha rápida entre Wilshire y San Vicente y luego anduve al trote hacia el oeste, hasta la Calle 26, donde puse mi señal de stop particular, giré en redondo, subí por Westgate y llegué otra vez a Wilshire. El primer kilómetro es el que fastidia. Al volver jadeaba como un perro. Habida cuenta de que todos los vehículos que pasaban por San Vicente me habían perfumado con el humo de sus tubos de escape, supuse que estaría en un tris de morir intoxicada.

Cuando volví a la habitación número 2, me duché, me vestí y a continuación repasé mis notas. Después hice unas llamadas telefónicas. De la primera a la última empresa donde había trabajado Lyle Abernathy, la Wonder Bread Company de Santa Mónica. No me sorprendió averiguar que se había despedido; y el departamento de personal no sabía dónde estaba. Una rápida consulta a la guía telefónica me hizo saber que su nombre no figuraba en ella, aunque encontré a un tal Raymond Glass, domiciliado en Sherman Oaks, y comprobé el número de la calle que había tomado de los archivos de la policía de Santa Teresa. Hice otra llamada a mi amigo de Las Vegas. Había dado con la pista de Sharon Napier, pero para confirmarla tardaría medio día probablemente. Avisé a Arlette de que podía recibir una llamada de este amigo y le pedí por favor que tomase bien el recado, en el caso de que tuviera algo que comunicarme. Se hizo un poco la ofendida por mi desconfianza en su eficacia, pero ya se había conducido con negligencia anteriormente y la última vez me había costado un riñón.

Llamé a Nikki, a su domicilio de Santa Teresa, y le dije dónde estaba y para qué. Luego llamé a mi servicio mensafónico. Me había llamado Charlie Scorsoni, pero no había dejado ningún número. Pensé que si era importante, volvería a llamar. Di al servicio el número donde se me podía localizar. Sentadas todas estas bases, me fui a un restaurante próximo: cada vez que lo visitaba parecía de una nacionalidad diferente. La última vez que estuve daban comida mexicana, es decir, engrudo marrón con mucho picante. La comida de la presente ocasión era griega y consistía en una especie de albóndigas de bosta envueltas en hojas de lechuga. En los restaurantes pegados a las autopistas había visto platos igual de apetitosos, pero acompañados de un vaso de tinto que sabía a gas de mechero no había forma de advertir la diferencia. Eran ya las siete y cuarto y no tenía nada que hacer. El televisor de mi cuarto lo estaban reparando, así que fui a recepción y vi la tele con Arlette mientras ella devoraba una bolsa de caramelos.

Por la mañana me dirigí a las montañas que dan paso al valle de San Fernando. Desde lo alto de las mismas, donde la autopista de San Diego dobla hacia Sherman Oaks, distinguí una alfombra de polución que se extendía semejante a un espejismo, una niebla trémula de humo amarillento y sucio en medio de la cual un puñado de rascacielos parecía suspirar por un poco de aire puro. Los padres de Libby vivían en un edificio de cuatro viviendas que se alzaba junto al cruce de las autopistas de San Diego y Ventura, un feo edificio de estuco y madera con miradores en la fachada. Un pasillo descubierto dividía el edificio en dos mitades y al final se encontraba la puerta principal de las dos viviendas de la planta baja. A la derecha, una escalera daba acceso al descansillo de la primera planta. Arquitectónicamente, el edificio no acababa de decantarse por ningún estilo concreto y supuse que se había diseñado en los años treinta, cuando aún no se le había ocurrido a nadie que la arquitectura californiana tenía que imitar el estilo de las fincas rurales del sur y de las villas italianas. El garranchuelo se mezclaba con la grama en el interior de un pequeño cuadro de hierba. A la izquierda, un corto sendero conducía a una serie de garajes de madera, en la parte de atrás, y junto a aquél, encadenados a una valla de madera, había cuatro cubos de basura de plástico verde. Los enebros que crecían en sentido paralelo a la fachada tenían la altura suficiente para ocultar a medias las ventanas del primer piso y parecían atravesar un extraño proceso de desnudamiento en el que algunas ramas se volvían de color oscuro y las restantes se pelaban. Parecían árboles navideños de saldo con la parte estropeada hacia el público. La edad de la alegría hacía mucho que había desaparecido de aquel barrio.

El apartamento número 1 quedaba a mi izquierda. Cuando llamé al timbre, éste sonó igual que el «riiing» de un despertador. Abrió una mujer con la boca llena de alfileres que se movían arriba y abajo cuando hablaba. Temí que fuese a tragarse alguno.

—¿Sí?

—¿La señora Glass?

—En efecto.

—Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada. Trabajo en Santa Teresa. ¿Podría hablar con usted?

Se quitó uno a uno los alfileres de la boca y los clavó en un acerico que llevaba en la muñeca y que parecía un ramillete de cardo borriquero. Le enseñé la documentación, que estudió con detenimiento y a la que dio la vuelta como si en el dorso hubiese algún mensaje trucado en letra pequeña. La observé mientras lo hacía. Acababa de cumplir los cincuenta. Tenía el pelo liso, castaño y muy corto, peinado de manera informal, con mechas que se le curvaban detrás de las orejas. Ojos castaños, sin maquillaje, piernas desnudas. Vestía una falda traslapada de algodón y una camisa descolorida de cachemir con reflejos azules, y calzaba esas zapatillas de algodón que suelen venderse en bolsas de plástico en las tiendas de comestibles.

—Es por Elizabeth —dijo al devolverme por fin la documentación.

—Así es.

Titubeó, me hizo pasar a la salita. Recorrí ésta y me hice con la única silla que no estaba llena de telas y figurines. Junto al mirador estaba la tabla de planchar, con la plancha en un pedazo de terliz mientras se calentaba. De una percha situada en la pared más alejada, junto a la máquina de coser, colgaban prendas terminadas ya. La habitación olía a apresto y a metal recalentado.

En el corto pasillo de techo curvo que comunicaba con el comedor, sentado en una silla de ruedas, había un sesentón corpulento, de barriga protuberante y cara inexpresiva, mirándose los pantalones sin planchar. La mujer cruzó la estancia y giró la silla para que quedase de cara al televisor. Le puso el hombre unos auriculares, conectó la clavija al aparato y encendió éste. Tanto si le gustaba como si no, el hombre no tuvo más remedio que ver lo quedaban. Se trataba de un concurso. Un hombre y una mujer se habían disfrazado de pollo, pero no sé si habían ganado algo.

—Me llamo Grace —dijo la mujer—. Este es su padre. Sufrió un accidente de tráfico, la primavera pasada hizo tres años. No habla, pero puede oír y le altera oír hablar de Elizabeth. Si le apetece un café, puede servírselo usted misma.

En la mesita de servicio había una cafetera de filtro conectada a un alargue que se perdía bajo el sofá. Al parecer, todos los aparatos de la estancia estaban conectados a un mismo y único enchufe. Grace se puso de rodillas. Tenía ante sí, extendidos en el suelo de madera, cuatro metros de seda de color verde oscuro y perfilaba un patrón con alfileres. Me tendió una revista abierta por una página en que se veía un vestido de mangas estrechas y con un acuchillado lateral. Me serví un café y me puse a observar lo que hacía.

—Es para una que está casada con un actor de televisión —dijo con voz dulce—. Todo un personaje. Se hizo célebre de la noche a la mañana y, según ella, lo conocen ahora hasta los lavacoches. Le piden autógrafos. Se somete a tratamientos de belleza. Ella no, él. Tengo entendido que no ha tenido un real en los últimos quince años, y ahora no hay fiesta en Bel Air a la que no vayan los dos. Yo le hago a ella los vestidos. Él se compra la ropa en Rodeo Drive. También ella podría comprársela allí, con el dinero que gana él, pero dice que le hace sentirse insegura. Es mucho más simpática que él. He leído en el Hollywood Reporter que estuvo con otra en Stellini's, pasándoselo en grande. Tendría que ser lista y hacerse con una colección de vestidos de los buenos antes de que la deje plantada.

Parecía hablar para sí, con entonación distraída y con una sonrisa ocasional bailoteándole en los labios. Cogió unas tijeras de hoja dentada y se puso a cortar ayudándose con el metro, produciendo en el suelo de madera un ruido crujiente. Permanecí callada durante un rato. Había algo magnético en lo que hacía aquella mujer y por lo visto ni ella ni yo teníamos ganas de hablar. La pantalla del televisor relampagueaba y vi en escorzo que la chica disfrazada de pollo se ponía a dar saltos con las manos en la cara. Yo sabía que el público la instaba a hacer cosas: elegir, dejar, cambiar cajas, coger lo que había detrás del telón, devolver el sobre, todo ello en silencio mientras el padre de Libby lo contemplaba sin interés desde la silla de ruedas. Pensé que la concursante consultaría con su pareja, pero el joven se limitaba a permanecer inmóvil y medio ausente, igual que un niño que se creyera demasiado mayor para disfrazarse en Halloween. El patrón de papel emitió un frufrú cuando Grace lo cogió y lo dobló con cuidado para dejarlo a un lado.

—Le hacía los vestidos a Elizabeth cuando era pequeña —dijo—. Por supuesto, cuando se marchó de casa sólo quería la ropa que veía en las tiendas. Sesenta dólares por una falda cuya lana, cuando mucho, sólo valdría doce dólares, pero tenía buen gusto para los colores y podía permitirse el lujo de hacer lo que quisiera. ¿Le gustaría ver una foto suya? —Su mirada tropezó con la mía y sonrió con tristeza.

—Sí, se lo agradecería.

Antes tomó la seda, la dejó sobre la tabla de planchar y probó la temperatura de la plancha rozándola con el índice humedecido. La plancha emitió un silbido y Grace movió el dial hasta que la aguja señaló «lana». En el alféizar de la ventana había un portarretratos doble con dos fotos de Libby y Grace las contempló antes de dármelas. En una, Libby estaba de cara a la máquina, aunque con la cabeza inclinada y con la mano derecha en alto, como escondiéndose. Era rubia, con mechones muy claros y llevaba el pelo corto, igual que la madre, aunque echado hacia atrás por encima de las orejas. Había alegría en sus ojos azules y sonreía con generosidad, aunque también con turbación, ignoro por qué. Jamás había visto a una chica de veinticuatro años con un aspecto tan joven y lozano. En la otra foto, la sonrisa estaba a medio esbozar, por entre los labios entornados se columbraba el blanco de la dentadura y se había formado un hoyuelo junto a la comisura de la boca. Tenía el cutis claro, casi dorado, y las pestañas oscuras para que los ojos destacaran con discreción.

—Es preciosa —dije—. De verdad.

Grace estaba ante la tabla de planchar y rozaba los pliegues de la seda con la punta de la plancha, que se deslizaba por la funda de amianto como un barco que flotase en un mar verde oscuro totalmente inmóvil. Desconectó la plancha, se secó las manos en la falda, cogió los pedazos de seda y comenzó a unirlos con alfileres.

—Le puse Elizabeth por la reina de Inglaterra —dijo y rió con apocamiento—. Nació el 14 de noviembre, el mismo día que el príncipe Charles. Si hubiera sido niño, le habría puesto Charles. Raymond decía que era una estupidez, pero no le hacía caso.

—¿No la llamaban Libby?

—No, qué va. Se lo puso ella cuando hacía EGB. Siempre estuvo muy pagada de sí misma y de la vida que llevaría. Incluso de pequeña. Era muy aseadita; quiero decir limpia, no cursi. Forraba los cajones del tocador con papel de envolver muy bonito, con motivos florales, y lo mismo hacía con todo. Le gustaban los números por idéntico motivo. Las matemáticas representaban el orden y la lógica. Con ellas todo tenía solución si se trabajaba con esmero, por lo menos eso decía ella. —Se acercó a la mecedora y tomó asiento con la seda en el regazo. Ahora pespunteaba los dobladillos.

—Tengo entendido que trabajó de contable en Haycraft and McNiece. ¿Sabe durante cuánto tiempo?

—Año y medio, aproximadamente. Había llevado la contabilidad de la empresa de su padre, que se dedicaba a la reparación de electrodomésticos, pero no le interesaba trabajar con él. Era ambiciosa. Se sacó el título de contable a los veintidós. Luego siguió un par de cursillos de informática en una academia nocturna. Sacaba muy buenas notas. Incluso tenía a sus órdenes a dos aprendices de contable.

—¿Estaba contenta allí?

—Estoy convencida —dijo Grace—. En cierto momento habló de matricularse en la facultad de derecho. Le gustaban las finanzas y la gestión de empresas. Le encantaba trabajar con números y sé que estaba orgullosa porque la compañía representaba a personas muy acaudaladas. Decía que se podía saber mucho del carácter de las personas por su forma de gastar el dinero, por lo que compraban y dónde lo compraban; ya sabe, si vivían de acuerdo con sus ingresos y cosas así. Decía que era un modo de analizar la naturaleza humana. —Había un dejo de orgullo en su voz. A mí me resultaba difícil conciliar la superformalidad del título de contable con la chica de las fotos, guapa, alegre, tímida y más bien dulce, de ningún modo una mujer con un objetivo de hierro en la vida.

—¿Qué sabe de su antiguo novio? ¿Tiene idea de dónde se encuentra en la actualidad?

—¿Quién? ¿Lyle? Bueno, no tardará en llegar.

—¿Aquí? ¿A esta casa?

—Pues claro. Pasa siempre a mediodía para ayudarme con Raymond. Es un joven encantador, aunque usted sabrá ya sin duda que ella rompió su compromiso con él meses antes de… desaparecer. Fueron compañeros de curso durante toda la segunda enseñanza y fueron juntos al Santa Mónica City College hasta que él abandonó los estudios.

—¿Fue cuando él empezó a trabajar en Wonder Bread?

—No, no. Bueno, es que Lyle ha tenido muchos empleos. Cuando Lyle dejó los estudios, Elizabeth vivía ya en su propia casa, no confiaba mucho en mí, pero me dio la sensación de que estaba decepcionada. Lyle iba a ser abogado y de pronto cambió de idea, así de sencillo; dijo que el derecho era muy aburrido, no le gustaba pormenorizar.

—¿Vivían juntos?

Las mejillas de Grace se colorearon un tanto.

—No, no. Tal vez parezca extraño, Raymond mismo pensaba que fue una equivocación de mi parte, pero yo les animé a que viviesen juntos. Me pareció que se estaban distanciando y creí que aquello les ayudaría. Raymond pensaba igual que Elizabeth, estaba desilusionado porque Lyle había abandonado los estudios. A ella le dijo que sola se desenvolvería mejor. Pero Lyle la adoraba. A mí me pareció que esto tenía que tener alguna importancia. Podría encontrarse a sí mismo. Tenía una naturaleza inquieta, como muchos chicos de su edad, pero podría sentar cabeza y así se lo dije a Elizabeth. Sólo necesitaba sentirse responsable. Ella habría podido ejercer una buena influencia sobre él porque ya era una persona responsable. Pero dijo que no quería vivir con él y que no había más que hablar. Era muy terca cuando se lo proponía. Y no lo digo para censurarla. Dentro de lo que cabe era una hija modelo. Como es lógico, yo aceptaba sus decisiones, pero no podía soportar que Lyle sufriese. Es un hombre encantador, se dará cuenta cuando lo conozca.

—¿No sabe entonces qué provocó la ruptura entre ellos? Lo que le pregunto es si cabía la posibilidad de que hubiera otro hombre.

—Usted se refiere al abogado aquel de Santa Teresa, ¿no? —dijo.

—Es su muerte lo que investigo —dije—. ¿Le habló de él en alguna ocasión?

—No supe nada de él hasta que vino la policía de Santa Teresa para hablar con nosotros. A Elizabeth no le gustaba hablar de sus asuntos privados, pero no creo que se enamorase de un hombre casado —dijo Grace, que empezó a pelear con la seda con nerviosismo. Cerró los ojos y se puso una mano en la frente, como para comprobar si tenía una fiebre súbita—. Lo siento. A veces lo olvido. A veces trato de engañarme a mí misma diciéndome que enfermó. Me asusta pensar en lo otro, en que fue una persona la causante, en que había alguien que la odiaba hasta ese extremo. La policía de aquí no sirve para nada. Sigue sin solucionarse, pero a nadie le importa ya, por eso yo… yo me digo que se puso enferma y que la enfermedad se la llevó. ¿Cómo pudieron hacerle una cosa así? —Los ojos se le inundaron de lágrimas. Sentí que su dolor llenaba el espacio que mediaba entre ambas, como una ola de agua salada, y advertí que, a modo de respuesta, también a mí se me humedecían los ojos. Me incliné para rozarle la mano. Durante un instante me sujetó los dedos con fuerza, luego pareció recuperar la compostura y se serenó—. Ha sido como un peso que me oprimiese el corazón. Nunca me recuperaré del golpe. Nunca.

Expuse mi siguiente pregunta con cuidado.

—¿Pudo tratarse de un accidente? El otro hombre, Laurence Fife, murió envenenado con adelfas molidas que alguien introdujo en una cápsula contra la alergia. Creo que trabajaron juntos, en algo relacionado con la contabilidad. Puede que ella estornudase de manera crónica, que se quejase de tener la nariz tapada y que él le ofreciera una de sus pastillas por iniciativa propia. Es algo que se hace con frecuencia.

Meditó sobre aquello durante unos instantes llenos de inquietud.

—Me parece recordar que la policía dijo que el abogado había muerto antes que ella. Unos días antes.

—Puede que no se tomara la cápsula en seguida —dije con un encogimiento de hombros—. En un caso así, nunca se sabe cuándo va a consumirse la píldora adulterada. Tal vez se la guardó en el bolso y se la tomó después, sin imaginar siquiera que podía ser mortal. ¿Padecía alguna alergia? ¿Tenía por entonces algún resfriado?

Grace se puso a gemir con leves sonidos maullantes.

—No me acuerdo. Creo que no. No tenía fiebre del heno ni nada parecido. Ni siquiera se me ocurre quién podría acordarse después de tanto tiempo.

Me miró entonces con sus grandes ojos negros. Tenía cara agradable, casi infantil, nariz pequeña y boca dulce. Sacó un pañuelo de papel y se enjugó las mejillas.

—Me es imposible seguir hablando de ello. Quédese a comer. Conozca a Lyle. Tal vez pueda añadir algo útil.