Gwen estaba cerrando cuando me detuve ante K–9 Korners a las seis en punto. Bajé la ventanilla y asomé la cabeza.
—¿Quiere que vayamos en mi coche?
—Prefiero seguirla —dijo—. ¿Sabe dónde está el Palm Garden? ¿Le va bien?
—Sí, perfectamente.
Se dirigió al parking y un minuto más tarde apareció con un Saab amarillo chillón. El restaurante quedaba a pocas manzanas y aparcamos juntas en la zona de estacionamiento. Se había despojado de la bata y se limpiaba la parte delantera de la falda con golpes aleatorios.
—Discúlpeme por los pelos de perro —dijo—. Por lo general me doy un baño después.
El Palm Garden se encuentra en el centro de Santa Teresa, en la parte trasera de un complejo comercial; hay mesas en el exterior y grandes macetones de madera con las palmeras de rigor. Encontramos una mesa pequeña en un extremo, yo pedí vino blanco y ella Perrier.
—¿No bebe usted alcohol?
—Casi nunca. Renuncié al alcohol cuando me divorcié. Antes le daba muchísimo al whisky. ¿Qué tal va el caso?
—No sabría decirle. ¿Hace mucho que está en la guardería canina?
—Más de lo que quisiera —dijo y se echó a reír.
Charlamos un rato sin centrarnos en nada concreto. Necesitaba tiempo para observarla, para saber qué podían tener en común ella y Nikki Fife para haber acabado casándose con el mismo hombre. Fue ella quien llevó la conversación al tema que nos había puesto en contacto.
—¿Me lo va a contar o no? —dijo.
Me quité mentalmente el sombrero. Era una mujer muy hábil y me estaba facilitando las cosas mucho más de lo que había pensado.
—No creía que estuviese tan dispuesta a colaborar.
—Ha estado usted hablando con Charlie Scorsoni —dijo.
—Me pareció lógico empezar por ahí —dije con un encogimiento de hombros—. ¿Lo tiene en la lista?
—¿De los que pudieron matar a Laurence? No. No creo que lo hiciera. ¿Estoy yo en la de él?
Negué con la cabeza.
—Qué raro —dijo.
—¿Por qué?
Inclinó la cabeza y adoptó una expresión más seria.
—Cree que estoy resentida. Me lo ha dicho mucha gente. Es una ciudad pequeña. Con un poco de paciencia, acabará enterándose de lo que piensan de usted.
—Lo dice como si para usted fuese normal un poco de resentimiento.
—Hace mucho que me libré de ese prurito. Por cierto, si le interesa, puede localizar aquí a Greg y a Diane. —Sacó del bolso una tarjeta de fichero con ambos nombres y las direcciones y teléfonos respectivos.
—Gracias. Se lo agradezco de verdad. ¿Hay que abordarles de algún modo particular? Cuando dije que no quería molestarles lo decía en serio.
—No, no se preocupe. Los dos son muy abiertos. En todo caso, es posible que le parezcan demasiado sinceros.
—Si no me equivoco, no han estado en contacto con Nikki.
—Creo que no, lamentablemente. Historias del pasado. A mí me gustaría que se olvidaran de una vez. Fue muy buena con ellos.
Se echó atrás, se quitó el pañuelo de la cabeza y se sacudió el pelo para que quedara colgando a su aire, Le llegaba hasta los hombros y se había infiltrado en él una interesante tonalidad gris que no había sospechado. El contraste era fabuloso… pelo gris, ojos castaños. Tenía pómulos pronunciados, unos pliegues fascinantes alrededor de la boca, dentadura sana y un bronceado que indicaba salud sin caer en la vanidad.
—¿Qué piensa usted de Nikki? —le pregunté, dado que acabábamos de mencionarla.
—Pues no lo sé con exactitud. Bueno, le tuve mucha inquina entonces, pero me gustaría hablar con ella alguna vez. Tengo la impresión de que llegaríamos a entendernos y nos comprenderíamos mucho más. ¿Quiere saber por qué me casé con Laurence?
—Me pica la curiosidad.
—Porque tenía la polla muy grande —dijo con malicia y acto seguido se echó a reír—. Lo siento. No he podido evitarlo. En realidad era un desastre en la cama. Una máquina de follar. De fábula si a uno le gusta la sexualidad despersonalizada.
—No me va ese estilo —dije con sequedad.
—A mí tampoco cuando lo descubrí. Era virgen cuando me casé.
—Pues vaya lata.
—Y la lata se convirtió en latazo, aunque todo ello formaba parte del mensaje que me habían inculcado desde pequeña. Siempre pensé que, en lo relativo a nuestra vida sexual, la culpable de nuestro fracaso había sido yo… —Dejó la frase en suspenso mientras las mejillas se le teñían un tanto.
—Hasta que… —proseguí por ella.
—Ahora me apetece un vaso de vino —dijo e hizo una seña a la camarera. Pedí otro vaso. Gwen se volvió hacia mí—. Bueno, tuve una historia después de cumplir los treinta.
—Lo que demuestra que tenía usted un poco de sentido común.
—Bueno, sí y no. No duró más que seis semanas, pero fueron las mejores seis semanas de mi vida. En cierto modo, me alegró que se acabase. Fue algo muy intenso y habría cambiado mi vida de un modo radical. No estaba preparada para eso. —Hizo una pausa y me di cuenta de que revivía y meditaba lo que me iba contando—. Laurence me criticaba siempre mucho y yo pensaba que me lo merecía. De pronto conocí a un hombre que opinaba todo lo contrario, que yo nunca metía la pata. Al principio me resistí. Yo sabía lo que sentía por él, pero iba contra mis convicciones. Al final cedí. Durante un tiempo me dije que aquella situación convenía a mis relaciones con Laurence. Había conseguido de golpe algo que me había hecho falta durante mucho tiempo y me sentía muy solícita, me entregaba más. Pero la doble vida empezó a cobrarse su precio. Engañaba a Laurence siempre que podía, pero comenzó a sospechar que pasaba algo. Llegó un momento en que ya no pude soportar que me tocase; demasiadas tensiones, demasiadas mentiras. Demasiado bienestar en cama ajena. Tuvo que notar el cambio que se había operado en mí porque empezó a sondearme y a hacerme preguntas, quería saber dónde estaba cada minuto del día. Llamaba por la tarde en el momento menos pensado y, claro, no me encontraba. Yo estaba siempre en otra parte, incluso cuando estaba con Laurence. Me amenazó con divorciarse, me asusté y se lo conté todo. Fue el mayor error de mi vida porque se divorció de todos modos.
—Para castigarla.
—Y de la única forma, que sabía. A lo bestia.
—¿Dónde está ahora?
—¿Quién? ¿Mi amigo? ¿Por qué lo pregunta?
Se había puesto a la defensiva al instante y adoptó una actitud cautelosa.
—Laurence tuvo que averiguar quién era. Si le castigó a usted, ¿por qué no también al otro responsable?
—Yo no quería que recayeran sospechas sobre él —dijo—. Habría sido una inmoralidad. No tuvo nada que ver con la muerte de Laurence. Se lo puedo certificar por escrito.
—¿Por qué está tan segura? Hubo un montón de gente que se equivocó entonces y Nikki pagó por ello.
—Un momento, oiga —dijo con brusquedad—. A Nikki la defendió el mejor abogado de la región. Quizá tuvo mala suerte, quizá no, pero querer culpar a una persona que no tuvo nada que ver me parece ridículo.
—Yo no quiero culpar a nadie. Sólo trato de encontrar un sentido a todo esto. No puedo obligarla a que me diga de quién se trata…
—Eso es verdad y averiguarlo por boca de otra persona me temo que le costará un ovario.
—Mire, yo no estoy aquí para pelearme. Lo siento. Olvídelo, ¿quiere? Por ahora.
En el cuello le aparecieron dos manchas rojizas. Se esforzaba por contener la ira, por recuperar el dominio de sí. Durante un segundo pensé que iba a marcharse.
—No voy a insistir —dije—. Se trata de una historia totalmente al margen y he venido aquí para hablar con usted. Usted no quiere hablar del asunto, pues de acuerdo, no pasa nada.
Me pareció que todavía dudaba entre irse o quedarse, así que me callé y que ella decidiera. Advertí al cabo que se relajaba un poco y comprendí que yo estaba tan tensa como ella. Para mí era un contacto demasiado valioso para estropearlo.
—Volvamos a Laurence —dije—. Hábleme de él. ¿Qué sabe de sus infidelidades?
Rió de modo compulso, tomó un sorbo de vino y cabeceó.
—Lo siento. No quería alterarme, pero usted me cogió por sorpresa.
—Sí, bueno, ocurre de vez en cuando. A veces también me sorprendo a mí misma.
—Yo no creo que le gustaran las mujeres. Siempre temía que le traicionaran. Las mujeres le daban poder y le gustaba explotar este punto al máximo; al menos, eso creo. Me temo que las aventuras amorosas significaban para él relaciones de poder y él era de los que querían estar en primera línea.
—«Pide y se te dará».
—Más o menos.
—Pero ¿quién podía odiarle personalmente hasta ese extremo?
Se encogió de hombros y me pareció que recuperaba la serenidad.
—Toda la tarde he estado pensando en ello y lo extraño es que no acabo de llegar a ninguna conclusión. Estaba peleado con muchísima gente. Los abogados especializados en divorcios no son muy populares, pero no se les mata por ello.
—A lo mejor no tuvo nada que ver con su trabajo —sugerí—. A lo mejor no fue ningún marido furioso y destrozado por la pensión conyugal y la manutención de los hijos. A lo mejor fue otra persona: «una mujer despechada».
—Pues había un montón. Pero sospecho que Laurence era muy listo a la hora de romper. Es posible que las mujeres abriesen los ojos, se dieran cuenta de los límites de la relación y desaparecieran. Tuvo una historia espantosa con la esposa de un juez local, una mujer llamada Charlotte Mercer. Lo habría destrozado con el coche en plena calle si hubiera tenido la más mínima oportunidad. Eso se dijo, por lo menos. No era de las que dejan que las cosas terminen así como así.
—¿Cómo lo supo usted?
—Me llamó por teléfono cuando Laurence rompió con ella.
—¿Fue antes o después de su divorcio?
—Después, después, porque recuerdo haber pensado entonces que ojalá hubiera llamado antes. Tuve que acudir a los tribunales con las manos vacías.
—No lo entiendo —dije—. ¿De qué le habría servido? Usted no habría podido procesarle por adulterio.
—Tampoco lo hizo él, pero estoy convencida de que me habría proporcionado una ventaja psicológica. Me sentía tan culpable por lo que había hecho que ni siquiera tuve ganas de contiendas, salvo cuando se tocó el tema de los niños, y aun entonces me hizo morder el polvo. Si ella hubiera querido causar problemas, me habría podido ser de mucha ayuda. El tenía que proteger su reputación. En fin, puede que la misma Charlotte Mercer esté dispuesta a contárselo todo.
—Estupendo. Entonces le diré que ocupa el primer lugar en mi lista de sospechosos.
Gwen se echó a reír.
—Si le pregunta quién la envía, puede usted mencionar mi nombre. Es lo mínimo que puedo hacer.
Cuando Gwen se marchó, busqué la dirección de Charlotte Mercer en la guía que había junto al teléfono, en el interior del restaurante. Ella y el juez vivían al pie de las colinas de la parte alta de Santa Teresa, en lo que resultó ser una casa achaparrada con una cuadra a la derecha y rodeada de un terreno lleno de polvo y broza. El sol comenzaba a ocultarse y la vista era espectacular. El océano parecía una ancha sábana de color lila que se fundía con un cielo sonrosado y azul.
Un ama de llaves con uniforme negro me abrió la puerta y me dejó instalada en un recibidor espacioso y frío mientras iba a avisar a «la señora». Oí pasos ligeros procedentes del fondo de la casa y en un principio pensé que era la hija de los Mercer quien acudía a recibirme en lugar de Charlotte.
—¿Sí? ¿Qué desea?
Hablaba en voz baja, de forma brusca y malhumorada, y no tardó en desaparecer la impresión adolescente que me había causado.
—¿Charlotte Mercer?
—Sí, soy yo.
Era bajita, probablemente uno sesenta, y estaba claro que no llegaba a los cincuenta kilos. Sandalias, parte superior del bikini, pantalón corto blanco, piernas del color de la miel y bien formadas. Ni una sola arruga en la cara. Pelo rubio ceniciento, muy corto, y maquillaje discretísimo. Debía de tener cincuenta y cinco años y era imposible que conservase tan buen aspecto sin la ayuda de un equipo de especialistas. Había una tersura artificial en la barbilla y sus mejillas poseían esa tirantez brillante que a su edad sólo puede proporcionar un lifting. Tenía arrugas en el cuello y el dorso de las manos surcado de venas nudosas, pero eran los únicos signos que desdecían su aspecto juvenil y desenvuelto. Tenía los ojos azul celeste, avivados por un hábil toque de rímel y una sombra de ojos que explotaba dos matices del gris. Se adornaba un brazo con pulseras de oro.
—Soy Kinsey Millhone —dije—. Investigadora privada.
—Me alegro por usted. ¿Qué le trae por aquí?
—Investigo la muerte de Laurence Fife.
Se le alteró la sonrisa, que de expresar una mínima cortesía pasó a convertirse en mueca cruel. Me observó por encima con una mirada de inspección que me descalificaba al mismo tiempo.
—Espero que sea rápida —dijo y volvió la cabeza—. Pasemos al jardín. He dejado allí el vaso.
La seguí hasta la parte trasera de la casa. Las habitaciones que dejamos atrás parecían espaciosas, elegantes y sin utilizar: ventanas inmaculadas, la gruesa alfombra azul cobalto aún con las estrías del aspirador, flores recién cortadas dispuestas con pericia profesional encima de mesas relucientes. El empapelado y las cortinas repetían hasta la saciedad el mismo motivo floral de color azul y todo olía a esencia de limón. Me pregunté si utilizaría ésta para disimular el suave aroma a whisky con hielo que dejaba a su paso. Al cruzar la cocina olí a cordero asado sazonado con ajo.
El enrejado sombreaba el jardín. Los muebles eran de mimbre blanco, con cojines de lona de un verde chillón. Cogió el vaso de la mesa de servicio, de hierro y cristal, y se dejó caer en un canapé recubierto de cojines. Cogió los cigarrillos y el delgado Dunhill de oro con ademán automático. Parecía divertida, como si yo me hubiera presentado únicamente para entretenerla durante el momento del cóctel.
—¿Quién la ha enviado? ¿Nikki o la pequeña Gwen? —Apartó la mirada sin que al parecer necesitase ninguna respuesta. Encendió el cigarrillo y se acercó un cenicero medio lleno. Me hizo un gesto con la mano—. Siéntese.
Lo hice en una silla con cojines, no muy lejos de ella. Más allá de los arbustos que rodeaban el centro del jardín distinguí una piscina de forma oval. Charlotte advirtió mi mirada.
—¿Ha venido para darse un chapuzón o qué?
Opté por no darme por ofendida. Me daba la sensación de que recurría con facilidad y frecuencia al sarcasmo, una reacción automática, como la tos del fumador.
—¿Quién la ha enviado? —repitió. Fue el segundo indicio que tuve de que estaba menos sobria de lo normal, a pesar de la hora.
—Los rumores vuelan.
—Estaba pensando precisamente en eso —dijo soltando una bocanada de humo—. Bien, bien, jovencita, voy a decirle algo. Yo fui algo más que un agujero para él. No fui la primera ni tampoco la última, pero sí la mejor.
—¿Por eso rompió con usted?
—Será pendón —dijo fulminándome con la mirada, aunque riéndose al mismo tiempo con tableteo gutural, y sospeché que en su escala de valores acababa de subir de puntuación. Al parecer le gustaba jugar y no le importaba recibir un corte de vez en cuando por aquello del juego limpio—. Sí, rompió conmigo. No tiene sentido guardar secretos a estas alturas. Nos corrimos una orgía de despedida antes de que se divorciara de Gwen y luego reapareció meses antes de morir. Era como un gato viejo, siempre olisqueando la misma puerta de servicio.
—¿Qué ocurrió esa última vez?
Me miró con cansancio, como si nada de aquello importase gran cosa.
—Estaba liado con otra. Una historia con mucho misterio. Y con pasiones de cine. Que le den por el culo. Me echó de su vida igual que unas bragas sucias.
—Me sorprende que no fuera usted uno de los sospechosos —dije.
Enarcó las cejas.
—¿Yo? —Lanzó un gritito—. ¿La esposa de un juez afamado? Ni siquiera presté declaración y eso que sabían perfectamente que había estado liada con él. Los polis pasaban por mi lado de puntillas como si fuera una niña delicada que echa un sueñecito inesperado. ¿Y quién les pidió que me interrogaran? ¿Eh? Porque yo había declarado lo que hubiera hecho falta. A mí no me importaba una puta mierda. Además, ya tenían una sospechosa.
—¿Nikki?
—Claro —dijo con entusiasmo creciente. Su gesticulación se había vuelto más tranquila y mientras hablaba movía con dejadez la mano con que sostenía el cigarrillo—. En mi opinión, se sentía demasiado bien en su papel como para haber matado a nadie. Aunque a nadie le importaba mucho lo que yo pensara. Yo no soy más que una borracha lenguaraz. ¿Qué sabrá ésa? ¿Quién le hace caso? Nadie me hace caso, pero le podría contar cosas de todos y cada uno de los que viven en esta ciudad. ¿Y sabe cómo me entero? Voy a decírselo. Le interesa porque usted también se dedica a eso, ¿no?, averiguar cosas sobre la gente.
—Más o menos —murmuré, sin ánimo de interrumpir aquel diluvio de confesiones. Charlotte Mercer era la típica persona que lo largaba todo si no se la interrumpía. Dio una larga chupada al cigarrillo y expulsó el humo por la nariz en forma de doble chorro. Le entró un ataque de tos y meneó la cabeza.
—Discúlpeme mientras me ahogo —dijo y reanudó las toses—. Una cuenta secretos —dijo al cabo, continuando la conversación interrumpida—. Una cuenta las perrerías más abyectas que conoce y nueve de cada diez veces acaba enterándose de cosas peores. Pruebe y verá. Yo ya lo hago. Cuento mis propias batallitas sólo para ver qué me cuentan a cambio. Si le gustan los chismes, querida, está usted en la casa donde se fabrican.
—¿Qué se dice de Gwen? —le pregunté para tantear.
Se echó a reír.
—Eso no vale —dijo—. Usted no tiene nada que darme a cambio.
—Es verdad. No duraría mucho en este oficio si no mantuviera la boca cerrada.
Nueva carcajada. Al parecer le gustaba aquel juego. Yo tenía la impresión de que se sentía importante por saber lo que sabía. Esperaba que también le gustase enseñar alguna carta. Era muy posible que supiera algo de Gwen, pero no podía preguntárselo sin mojarme el culo primero, así que me limité a esperar con objeto de enterarme de todo lo que pudiera.
—Gwen era una ceporra de campeonato, la tía más tonta que ha habido en el mundo —dijo casi con indiferencia—. A mí personalmente no me atrae y no sé cómo se las apañó para retenerlo tanto tiempo. Laurence Fife era un pájaro de lo más cerebral; si aún no lo ha adivinado, eso era lo que me ponía a cien. No soporto a los hombres atentos y serviciales, ¿entiende? No soporto a los hombres que se mueren por complacerme y él era de los que te pegan un polvo en el suelo y ni siquiera te miran después, mientras se suben la cremallera.
—A mí me parece un trato grosero —dije.
—El sexo es grosería pura, por eso vamos todos con la lengua fuera, por eso nos acoplábamos tan bien él y yo. Era un tipo grosero del mismo modo que era un tipo mezquino, y no tenía nada más en el fondo. Nikki era demasiado fina, demasiado empalagosa. Gwen también.
—Puede que a Laurence le gustaran ambos extremos —insinué.
—Bueno, no digo que no. Cabe esa posibilidad. A lo mejor se casaba con las finas y metía mano a las otras.
—¿Qué sabe de Libby Glass? ¿Le suena el nombre?
—No. Ni palote. Otra.
Dios santo, casi habría sido mejor llevar una lista conmigo. Pensé aprisa, ya que me había propuesto sonsacarla mientras estuviese en vena. Sentí que la oportunidad tenía los minutos contados y que volvería a caer en el malhumor del principio.
—Sharon Napier —dije, como si jugásemos al personaje misterioso.
—A ésa sí. Seguí todo su asunto de cerca. La primera vez que vi a esa víbora me di cuenta de que pasaba algo.
—¿Cree que Laurence estuvo liado con ella?
—No, no, la cosa es aún más divertida. Con ella no. Con su madre. Contraté a un detective privado para que investigase a fondo. La destrocé para siempre y Sharon acabó por enterarse también, reapareció al cabo de unos años y se pegó a Laurence como una lapa. Sus padres se separaron por culpa de Laurence y mamaíta sufrió una crisis nerviosa o se dio a la bebida, algo así. No conozco todos los detalles, sólo que él se llevó al huerto a todos y que Sharon cobró por ello durante años.
—¿Le hacía chantaje?
—No quería dinero. Quería casa, empleo y gastos pagados. No sabía escribir a máquina. Apenas sabía escribir su nombre. Sólo quería vengarse, así que acudía al trabajo todos los días, hacía lo que le parecía oportuno y le escupía a él en la cara. Y él se lo tragaba todo.
—¿No pudo haberlo matado ella?
—Claro que sí, ¿por qué no? Es posible que sus amenazas fueran perdiendo efecto o que no se contentara con recibir un sueldo semanal. —Hizo una pausa que aprovechó para apagar el cigarrillo con una serie de golpecitos infructuosos. Me dirigió una sonrisa de astucia—. Espero que no me tome por una desvergonzada —dijo al tiempo que se giraba hacia la puerta—. Pero se ha terminado la clase. Mi querido esposo, el bueno del juez, llegará de un momento a otro y no quiero tener que explicarle qué hace usted en mi casa.
—Muy bien —dije—. Me marcho. Me ha sido usted de mucha ayuda.
—Era inevitable. —Se incorporó y puso el vaso en la mesa de tablero de vidrio con un chasquido resonante. Al comprobar que no lo había roto, se tranquilizó y puso cara de alivio. Me escrutó la cara durante unos segundos—. Dentro de un par de años tendrá que arreglarse esos ojos. Por ahora puede pasar —dictaminó.
Me eché a reír.
—Me gustan las arrugas —dije—. Yo tengo las que me merezco. Pero gracias de todas formas.
La dejé en el jardín y rodeé la casa hasta llegar donde había estacionado el coche. La charla no me había sentado muy bien y me alegraba la idea de marcharme. Charlotte Mercer era una persona astuta y a lo mejor utilizaba el alcoholismo para sus fines. Tal vez me había contado la verdad, tal vez no. De cualquier forma, sus revelaciones sobre Sharon Napier me parecían demasiado oportunas. Como solución resultaba demasiado evidente. Por otra parte, los polis dan en el clavo a veces. Homicidios no suele hilar muy fino y casi nunca hay que mirar tan lejos.