7

Ya que estaba en aquel barrio, me detuve ante la farmacia Montebello. El farmacéutico, cuya placa de identificación decía «Carroll Sims», era un cincuentón de mediana estatura y ojos castaños y simpáticos tras unas simpáticas gafas de concha. Estaba explicando a una señora muy mayor en qué consistía cierta medicina y cómo tenía que administrarse. Las explicaciones de marras no hacían más que aumentar el desconcierto y la exasperación de la señora, pero Sims era hombre diplomático y respondía a las nerviosas preguntas de la anciana con la mejor voluntad del mundo. Imaginé una cola de clientes ante el mostrador, el uno le enseñaba una verruga o una mordedura de gato, el otro le describía un dolor pectoral o ciertas molestias en la vejiga. Cuando me tocó el turno deseé tener algún malestar que contarle. Pero lo que hice fue enseñarle la documentación.

—¿En qué puedo ayudarla?

—¿Trabajaba ya aquí hace ocho años, cuando mataron a Laurence Fife?

—Desde luego. La farmacia es mía. ¿Es usted amiga suya?

—No —dije—. Me han contratado para revisar todo el asunto. Me pareció que lo más lógico era comenzar por este establecimiento.

—Dudo que pueda serle muy útil. Le puedo decir qué medicamento tomaba, en qué dosis, con qué frecuencia lo compraba y qué médico se lo recetó, pero no cómo se hizo el cambio. Bueno, eso quizá sí. Pero no quién lo hizo.

Casi toda la información que me dio Sims ya la sabía yo de antemano. Laurence tomaba un antihistamínico llamado HistaDril, que había venido utilizando durante años. Una vez al año iba a ver a un inmunólogo que sistemáticamente le recetaba lo mismo hasta la siguiente consulta. La única novedad que me contó Sims fue que el HistaDril se había retirado del mercado hacía poco a causa de sus posibles efectos cancerígenos.

—O sea que si Fife hubiera seguido tomándolo unos años más, se le habría podido declarar un cáncer y hubiera muerto de todos modos.

—Tal vez —dijo el farmacéutico. Nos miramos durante unos instantes.

—Supongo que no sabrá usted quién lo mató —dije.

—Ni idea.

—Bien, creo que eso es todo. ¿Asistió usted al juicio?

—Sólo cuando me llamaron a declarar. Identifiqué el frasco, que era en efecto de los que vendemos aquí. El mismo Fife se había presentado con la receta hacía muy poco y estuvimos un rato de palique. Hacía tanto tiempo que tomaba HistaDril que ya ni hablábamos de ello.

—¿Recuerda de qué hablaron?

—Bueno, de lo de siempre. Creo que se había declarado un incendio en la otra punta de la ciudad y que lo comentamos. A muchos alérgicos les afectó el aumento de la contaminación atmosférica.

—¿Y a él?

—A todos les afectó un poco, pero no recuerdo que a él le afectase más que a los demás.

—Bueno —dije—, gracias por atenderme. ¿Le importaría telefonearme si se le ocurren más cosas? Mi nombre está en la guía.

—Desde luego, si se me ocurre algo, sí —dijo.

Era media tarde y no tenía que ver a Gwen hasta las seis. Me sentía inquieta e incómoda. Poco a poco me iba haciendo con la información de base, aunque en realidad no ocurría nada aún y, por lo que sabía, incluso cabía la posibilidad de que todo quedase en agua de borrajas. Por lo que tocaba al estado de California, se había hecho justicia y Nikki Fife era la única persona que pensaba lo contrario. Nikki y el asesino anónimo y sin cara que después de matar a Laurence Fife había gozado de ocho años de impunidad, ocho años de una libertad que se me había encargado interrumpir. En algún momento daría con la pista de alguien y a este alguien no le iba a alegrar precisamente mi presencia.

Me decidí por continuar con el espionaje de Marcia Threadgill. Cuando tropezó con la grieta de la acera acababa de salir del taller de artesanía, donde había comprado lo necesario para confeccionarse uno de esos bolsos de fibra vegetal que se adornan con conchas. Me la imaginé decorando cajas de fruta, elaborando adornos ingeniosos con envases de huevos festoneados con versátiles ramilletes de lirios de los valles. Marcia Threadgill tenía veintiséis años y su problema era el mal gusto. El dueño del establecimiento me había puesto al corriente de las obras de arte que había perpetrado y todas me recordaban a mi tía. Marcia Threadgill era una hortera, y con ganas además. Transformaba la basura corriente en regalos navideños. A mi juicio tenía la típica mentalidad que acaba aterrizando en las compañías de seguros con trampa y otros engañabobos. La típica individua que escribiría a la embotelladora de la Pepsi–Cola para decir que había encontrado un pelo de ratón en una botella para ver si así conseguía gratis una caja.

Estacioné el coche a unas cuantas casas antes de la suya y saqué los prismáticos. Me hice un ocho, enfoqué su balcón y di un respingo.

—Por todos los santos —murmuré.

En vez del helecho asqueroso y medio mustio se me ofrecía una maceta colgante de dimensiones mastodónticas, que por lo menos pesaría diez kilos. ¿Cómo había logrado levantarla y colgarla de un gancho que estaba muy por encima de su cabeza? ¿Un vecino? ¿Algún novio? ¿O lo había hecho ella sola y sin ayuda de nadie? Incluso podía distinguir la etiqueta del precio pegada a un lado de la maceta. La había comprado en uno de los supermercados Gateway y le había costado exactamente $29,95; un señor precio si tenemos en cuenta que probablemente estaba llena de mosquitos.

—Mierda —dije. ¿Dónde estaba yo cuando había izado aquella teta de elefante? Diez kilos de planta lozana, tierra húmeda y una cadena hasta la altura del hombro. ¿Se había subido a una silla?

Me dirigí inmediatamente al supermercado Gateway que tenía más cerca y entré en la sección de jardinería. Habría cinco o seis plantas como aquella, lengua de ballena, oreja de diplodoco o como diantres se llamara. Levanté una maceta. Dios bendito. Era peor de lo que había pensado. Incómoda, pesada, imposible de mover sin ayuda. Compré un carrete de fotos en la sección de «Cheques no para menos de diez artículos» y lo metí en la máquina.

—Marcia, corazón —canturreé en voz baja—, te voy a joder en oblicuo.

Volví a la casa de la susodicha y saqué otra vez los prismáticos. Acababa de doblar el espinazo y de enfocar el balcón cuando apareció la señorita Threadgill en persona con una manguera de plástico que tenía que haber conectado con algún grifo interior. Humedeció, roció, regó y fue de aquí para allá mientras hundía el dedo en la tierra de las macetas y arrancaba una hoja que amarilleaba en un tiesto de la barandilla. Un personaje obsesivo a todas luces que inspeccionaba hasta la cara inferior de las hojas, en busca de Dios sabe qué enfermedades. Le observé la cara. Tenía aspecto de haberse gastado cuarenta y cinco dólares en una sesión pública de maquillaje en unos grandes almacenes. Caramelo y moca en los párpados. Frambuesa en los pómulos. Chocolate en los labios. Tenía las uñas largas y se las había pintado del color cereza que suelen tener esos caramelos que se venden en cajitas y que se escupen al primer lengüetazo.

En el balcón de arriba apareció una mujer mayor con un conjunto de fibra de nailon y se puso a charlar con Marcia. Deduje que le expresaba alguna queja porque ninguna de las dos ponía buena cara y Marcia acabó alejándose con un bufido. La vieja le gritó algo que se me antojó grosero sin necesidad de oírlo. Salí del coche con un cuaderno de papel timbrado y una carpeta, y cerré con llave.

Según el directorio del zaguán, el piso de Marcia era el 2.° C. El de arriba pertenecía a una tal Augusta White. Descarté el ascensor y opté por las escaleras. Me detuve ante la puerta de Marcia. Oía un álbum de Barry Manilow a todo volumen y mientras escuchaba advertí que lo subía un par de decibelios. Llegué al piso de arriba y llamé a la puerta de Augusta. La entreabrió en el acto y pegó la cara a la rendija igual que un pekinés; los ojos saltones, la nariz chata y los pelillos de la barbilla confirmaban la comparación.

—Qué quiere —me endilgó. Tenía ochenta años por lo menos.

—Vivo en la finca de al lado —dije—. Ha habido quejas a causa del ruido y el administrador me ha pedido que investigue. ¿Podría hablar con usted? —Le enseñé la carpeta, que tenía cierto aire oficial.

—No se vaya.

Se alejó de la puerta y corrió hacia la cocina para coger la escoba. Oí que daba golpes en el suelo. Escuché unos ceporrazos impresionantes, procedentes de abajo, como si Marcia Threadgill se hubiese puesto a golpear el techo con unas botas de futbolista.

Augusta White volvió a la puerta dando patadas en el suelo y me escrutó por la rendija.

—Tiene usted aspecto de trabajar en una inmobiliaria —dijo con suspicacia.

—Pues no trabajo en ninguna. De verdad.

—Pues a mí me lo parece y basta. Así que ya puede largarse con viento fresco. Conozco a todos los que viven al lado y a usted no la conozco. —Cerró de un portazo y echó el pestillo.

La torta me estaba costando un pan. Me encogí de hombros y bajé las escaleras. Ya en el exterior otra vez, evalué a ojo las terrazas. Los balcones se superponían en sentido piramidal y me imaginé trepando por la fachada como un desvalijador de pisos para poder espiar de cerca a Marcia Threadgill. En realidad había esperado contar con ayuda para elaborar un informe de primera mano sobre la señorita Threadgill, pero por el momento iba a tener que olvidarme del asunto. Desde el coche hice varias fotos de la maceta colgante, deseando que se le pudrieran las raíces y se secara cuanto antes. Deseé estar presente cuando colgara otra maceta.

Volví a casa y escribí mis notas. Eran las cinco menos cuarto y me puse mi equipo de footing, es decir, un pantalón corto y un viejo jersey de algodón y cuello de cisne. No soy ninguna entusiasta del ejercicio. Creo que he estado en forma sólo una vez en mi vida, cuando me preparé para ingresar en la academia de policía, aunque hay algo en correr que satisface mis impulsos masoquistas. Soy lenta y me fastidia un rato, pero mi calzado es bueno y además me gusta oler mi propio sudor. Recorro los dos kilómetros y pico de acera que discurren en sentido paralelo a la playa, donde el aire suele ser un poco húmedo y muy limpio. Las palmeras bordean la ancha zona de hierba que hay entre la acera y la arena y allí coincido con otros amantes de la vida sana, casi todos ellos con un aspecto infinitamente mejor que el mío.

Hice tres kilómetros y desistí. Las pantorrillas me dolían. El pecho me quemaba. Bufé y jadeé doblada por la cintura, imaginando que de los pulmones y por los poros me salían chorritos de toxinas. Anduve media manzana y oí el claxon de un coche. Miré a mi alrededor. Charlie Scorsoni se acercó al bordillo en un 450 SL azul pálido que le sentaba muy bien. Me sequé con la manga el sudor que me chorreaba por la cara y me acerqué al coche.

—Sus mejillas están teñidas de rosicler —dijo.

—Yo siempre tengo cara de infarto. Y de otras cosas que no quiero ni contarle. ¿Qué hace por aquí?

—Me sentía culpable. Ayer no fui muy considerado con usted. Suba.

—No, por favor —dije riendo y sin recuperar el aliento del todo—. No quiero llenarle de sudor el asiento.

—¿La puedo seguir hasta su casa?

—¿Lo dice en serio?

—Claro —dijo—. He pensado que si la trato con simpatía y cordialidad no me pondrá usted en la lista de sospechosos.

—No le serviría de nada. Sospecho de todo el mundo.

Cuando salí de la ducha y me asomé por la puerta del cuarto de baño, vi a Scorsoni curioseando los libros que tenía amontonados en la mesa.

—¿Ha tenido tiempo de registrar los cajones? —le pregunté.

Sonrió con amabilidad.

—Están cerrados con llave.

También yo sonreí y volví a cerrar la puerta para vestirme. Me daba cuenta de que me había alegrado de verle, cosa poco habitual en mí. Soy muy difícil cuando se trata de hombres. Los de cuarenta y ocho años no me suelen parecer «estupendos», pero así es como le encontraba a él. Era corpulento, tenía unos rizos preciosos y parecía echar luz por los ojos azules con aquellas gafas sin montura. El hoyuelo de la barbilla tampoco me molestaba.

Salí del cuarto de baño y me dirigí descalza hacia la cocina empotrada.

—¿Quiere una cerveza?

Se había sentado en el sofá y hojeaba un libro sobre los ladrones de coches.

—Tiene usted unos gustos literarios realmente exquisitos —dijo—. ¿Por qué no me permite invitarla a una copa?

—Tengo que estar a las seis en cierto sitio —dije.

—Bueno, pues venga esa cerveza.

Destapé la botella, se la alargué y tomé asiento en el otro extremo del sofá, con los pies encogidos.

—Ha salido muy temprano de la oficina. Me siento halagada.

—He de volver esta noche. Voy a estar fuera un par de días y tendré que preparar la cartera y que arreglar algunas cosas pendientes con Ruth.

—¿Por qué ha abandonado el trabajo para verme?

Me dirigió una sonrisa burlona que no ocultaba un punto de irritación.

—Qué desconfiada. ¿Y por qué no puedo dejar el trabajo para verla? Si Nikki no mató a Laurence, tengo tanto interés como el que más por saber quién lo hizo, eso es todo.

—Usted no cree que sea inocente. Ni en sueños —dije.

—Pero usted sí lo cree. Estoy convencido.

Lo miré atentamente.

—No voy a darle información. Espero que lo entienda. Puedo hacer uso de toda la ayuda que usted me proporcione y, si se le ocurriera algo de pronto, le escucharé con mucho gusto, pero esto no puede ser una calle de dos direcciones.

—Quiere usted dar lecciones a un abogado sobre los derechos del cliente, ¿no es eso? Maldita sea, Millhone. Deme una oportunidad.

—Está bien, está bien. Lo siento —dije. Bajé los ojos para fijarme en sus grandes manos y a continuación los alcé para posarlos otra vez en su rostro—. Lo que pasa es que no me gusta que me sonsaquen.

Se le relajó la expresión y sonrió con indolencia.

—Antes dijo que no sabía nada, ¿qué podría sonsacarle, pues? Tiene usted muy malas pulgas.

Le sonreí a mi vez.

—Mire, no sé con qué posibilidades cuento. Aún no me he hecho a la idea y ya me está poniendo nerviosa.

—Claro, claro, y lleva usted trabajando en este caso… ¿cuánto? ¿Dos días?

—Más o menos.

—Pues dese también una oportunidad a sí misma mientras pueda. —Tomó un sorbo de cerveza y, con un leve golpecito, dejó la botella en la mesa de servicio—. Ayer no fui muy sincero con usted —dijo.

—¿Sobre qué?

—Sobre Libby Glass. Sí sabía quién era y sospechaba que Laurence había tenido con ella alguna relación. Pero no me pareció que tuviera que ver con su caso.

—A estas alturas no sé qué sentido puede tener el exceso de discreción —dije.

—Es lo que pensé después. Y a lo mejor hasta tiene importancia para su caso, ¿quién sabe? Creo que, desde que Laurence murió, tiendo a atribuirle una pureza que en realidad no tuvo nunca. Le gustaba mucho el coqueteo. Pero sentía debilidad sobre todo por la clase adinerada. Por las mujeres mayores. Por esas señoras delgadas y elegantes con quienes se casan los aristócratas.

—¿Cómo era Libby?

—La verdad es que no lo sé. La vi un par de veces mientras preparaba nuestro papeleo con Hacienda. Parecía interesante. Joven. No tendría más de veinticinco o veintiséis años.

—¿Le dijo él que estaba liado con ella?

—No, no, él no. No contaba nunca esas cosas.

—Todo un caballero —dije.

Scorsoni me lanzó una mirada de alarma.

—No lo digo en son de burla —añadí en el acto—. He oído decir que mantenía la boca cerrada en lo que afectaba a las mujeres que pasaban por su vida. Me refería a eso.

—En efecto, así era. Todo lo guardaba para sí. Por eso era tan buen abogado. Jamás estampaba una firma de manera gratuita, ni siquiera ponía telegramas. Seis meses antes de morir adoptó una actitud extraña, defensiva. A veces se me ocurría pensar qué no se encontraba bien, pero no en sentido físico. Se trataba de una especie de dolor psíquico, si me permite la expresión.

—Aquella noche tomó usted unas copas con él, ¿no?

—Fuimos a cenar. A la taberna de abajo. Nikki se había ido no sé dónde, nosotros le dimos un rato a la raqueta y luego fuimos a tomar un bocado. A mí me pareció que se encontraba estupendamente.

—¿Llevaba encima el medicamento que tomaba contra la alergia?

Scorsoni negó con la cabeza.

—No era muy partidario de las pastillas. Tomaba Tylenol cuando le dolía la cabeza, cosa que sucedía raras veces. Hasta Nikki admitió que se tomó la cápsula en casa. Tuvo que ser alguien que tenía acceso a la casa.

—¿Había estado en ella Libby Glass alguna vez?

—Por asuntos de trabajo no, que yo sepa. Es posible que se viesen allí, pero él no me hizo nunca ningún comentario. ¿Por qué?

—No lo sé. Pensaba que podían haber envenenado a los dos a la vez. Ella murió cuatro días más tarde, pero la diferencia se podría explicar porque la administración de las cápsulas dependía del paciente mismo.

—No sé bien cómo murió ella. Creo que ni siquiera se publicó la noticia en la prensa de aquí. Él, sin embargo, estuvo en Los Ángeles, eso sí lo sé. Semana y media antes de morir.

—Interesante. Tendré que ir a Los Ángeles. Tal vez pueda verificarlo.

Consultó la hora.

—No quiero hacerle perder más tiempo —dijo poniéndose en pie. Me levanté y lo acompañé a la puerta. Era extraño, pero no deseaba que se fuese.

—¿Qué sistema ha utilizado para adelgazar?

—¿Cómo? ¿Se refiere a…? —dijo, palmeándose la barriga.

Se inclinó un tanto hacia mí como si fuera a confiarme algún régimen inverosímil a base de privaciones y torturas.

—Lo que hice fue suprimir los caramelos y los dulces. Los tenía en un cajón de mi mesa —murmuró en tono de conspiración—. Risitas, Los tres mosqueteros, Besos de Hershey, Crunch; envueltos en papel de plata y con una mecha en la punta. Cien al día…

Estaba a punto de echarme a reír porque me lo decía de un modo muy seductor y como si me estuviera confesando que le gustaba ponerse bragas de señora a escondidas. También porque sabía que si volvía la cara me acercaría a él más de lo que me permitía la coyuntura.

—¿Y piruletas y Chupa–Chups? —dije.

—Continuamente —dijo. Casi sentía el calor de su cara y le dirigí una mirada de soslayo. Se echó a reír de sí mismo entonces, rompiendo el hechizo, y me sostuvo la mirada un segundo más de lo que correspondía—. Hasta otra —dijo.

Nos dimos la mano cuando se marchó. No sé por qué, tal vez sólo para tocarnos. Pero incluso un contacto tan normal hizo que se me erizara el vello del brazo. Mi sistema de alarma preventiva sonaba como si se hubiera vuelto loco y no sabía cómo interpretarlo. Es como lo que siento a veces cuando estoy en el piso vigésimo primero y abro una ventana: la idea de saltar me seduce muchísimo. Entre un hombre y otro dejo transcurrir mucho tiempo; puede que me tocara ya otra vez. «Lagarto, lagarto» me dije.