Me detuve junto a una cabina telefónica y llamé a Nikki. Descolgó al tercer timbrazo.
—¿Nikki? Soy Kinsey. Quisiera pedirte algo. ¿Podría entrar en la casa donde vivisteis tú y Laurence?
—Desde luego. Aún es mía. Tengo que coger el coche ahora para ir a Monterrey a traer a Colin, pero me va de camino. Si quieres, nos podemos encontrar allí.
Me dio la dirección y me dijo que estaría allí unos quince minutos más tarde. Colgué y volví al coche. No estaba segura de lo que buscaba, pero quería estar en aquella casa, sentir sus emanaciones, imaginar cómo habían vivido sus habitantes. Estaba en Montebello, un sector de la ciudad donde se decía que había más millonarios por kilómetro cuadrado que en ninguna otra parte del país. Desde la calle no se ve casi ninguna casa. De tarde en tarde se llega a columbrar un tejado medio oculto tras una confusión de olivos y encinas. Hay muchas parcelas rodeadas de muros sinuosos de piedra tallada a mano y coronados por rosas silvestres y capuchinas. A ambos lados de las calles crecen eucaliptos descollantes, entre los que se alzan palmeras que parecen signos de admiración abiertos.
La propiedad de los Fife estaba en el cruce de dos calles, oculta por setos de tres metros que en cierto punto se interrumpían para dar paso a un estrecho sendero de ladrillos. La casa era grande: dos pisos, paredes estucadas de color arenoso y cenefas blancas. La fachada era lisa y había un soportal a un lado. La parcela en derredor era lisa igualmente, salvo donde estaban los parterres cuadrados con amapolas californianas de todas las tonalidades: melocotón, amarillo subido, oro y rosa. Al otro lado de la casa vi un garaje de dos plazas y encima lo que supuse eran las dependencias del vigilante de la finca. El césped estaba bien cuidado y la casa, aunque con aire de deshabitada, no parecía desatendida. Detuve el coche en el trecho del camino de entrada que trazaba un círculo para facilitar la salida. A pesar de la techumbre de tejas rojas, la mansión parecía más francesa que española: ventanas sin cornisa, la puerta principal a la misma altura que el sendero de entrada.
Salí del vehículo y anduve hacia la derecha sin que mis pasos despertaran eco alguno en los ladrillos de color rosa claro. En la parte trasera vi una piscina y por vez primera sentí la presencia de algo inquietante y que no encajaba en el lugar. La piscina estaba llena hasta el borde de tierra y basura. Había una tumbona de aluminio medio hundida en la hierba con los travesaños envueltos en matojos. El trampolín se extendía ahora sobre una superficie desigual de broza, como si el agua se hubiera condensado y congelado. Una pequeña escalera con agarraderas se hundía en las profundidades y la superficie de cemento que rodeaba la piscina estaba salpicada de manchas oscuras.
Me fui acercando sin poder contener el nerviosismo hasta que un siseo perverso me sacó de mi concentración con un sobresalto. Dos gansos blancos y grandes avanzaban hacia mí a velocidad notable con la cabeza adelantada, el pico abierto y la lengua fuera, como las serpientes, y emitiendo un sonido aterrador. Lancé un breve grito involuntario y empecé a retroceder hacia el coche por miedo de que me sacaran los ojos. Redujeron la distancia que nos separaba a tal velocidad que no tuve más remedio que echar a correr. Llegué al vehículo con aquellos dos monstruos pisándome los talones. Abrí la portezuela a toda prisa y la cerré inmediatamente con un terror que no sentía desde hacía muchos años. Eché el seguro de ambas portezuelas medio esperando que aquellas bestias viperinas se pusieran a picotear en los cristales hasta que se cansaran. Se elevaron durante unos instantes batiendo las alas, con la maldad pintada en sus ojos negros y las dos cabezas silbantes a la misma altura que la mía. De pronto perdieron el interés y se alejaron, graznando y siseando y picoteando con furia entre la hierba. Hasta aquel momento no se me había ocurrido incluir a los gansos neuróticos en la lista de mis fobias, pero mira por dónde se habían colocado en los primeros puestos, en compañía de los gusanos y las cucarachas.
El coche de Nikki se detuvo detrás del mío. Salió del vehículo con una tranquilidad absoluta y se me acercó mientras yo bajaba la ventanilla. Los dos gansos reaparecieron por la esquina y se lanzaron en recta línea palmípeda sobre las pantorrillas de Nikki, que les dirigió una mirada de indiferencia y soltó una carcajada. Los dos gansos volvieron a elevarse en el aire batiendo sus cortas alas con torpeza y con una actitud repentinamente amistosa. Nikki llevaba una bolsa de pan en la mano y les echó unas migajas.
—Pero ¿qué monstruos son esos? —dije mientras salía del coche con la máxima cautela, aunque ninguno de los dos pajarracos me prestaba ya la menor atención.
—Son Hansel y Gretel —dijo Nikki con entonación afectuosa—. Gansos de Emden.
—Ya sé que son gansos, ya. Pero ¿qué les pasa? ¿Les han enseñado a matar?
—Impiden que los niños entren en la finca —dijo—. Vamos dentro. —Introdujo una llave en la cerradura y abrió la puerta. Se agachó para recoger el correo heterogéneo que habían metido por la ranura del buzón—. El cartero les da galletas saladas —dijo, como si aún siguiera pensando en los gansos—. Comen de todo.
—¿Quién más tenía las llaves de la casa? —le pregunté. Vi que había alarma antirrobo, aunque por lo visto estaba desconectada. Nikki se encogió de hombros.
—Laurence y yo. Greg y Diane. No se me ocurre nadie más.
—¿El jardinero? ¿La criada?
—Los dos tienen llave, pero creo que entonces no la tenían. Tuvimos un ama de llaves. La señora Voss. Es probable que tuviera otra.
—¿Había entonces algún sistema antirrobo?
—El que tenemos ahora lo pusimos hace cuatro años. Hace mucho que debería haber vendido la casa, pero no quería tomar esta clase de decisiones mientras estaba en la cárcel.
—Tiene que valer lo suyo.
—Desde luego. El precio de los inmuebles se ha triplicado y cuando la compramos nos costó setecientos cincuenta mil dólares. La eligió él. La puso a mi nombre por motivos fiscales, aunque a mí nunca me gustó mucho.
—¿Quién la decoró? —pregunté.
Nikki esbozó una sonrisa tímida.
—Yo. Me dio la sensación de que Laurence aún tenía menos idea que yo y me vengué de un modo sutil. El quiso comprarla y yo le quité todo el color.
Las habitaciones eran grandes, los techos altos y la luz entraba en abundancia. Los suelos consistían en paneles machihembrados de madera con manchas oscuras. La distribución era muy convencional: sala de estar a la derecha, comedor a la izquierda y la cocina al fondo. Había un salón de lectura detrás de la sala de estar y aneja a aquella parte una larga galería–mirador que abarcaba toda la longitud de la casa. Había algo extraño en ella que atribuí al hecho de que llevase deshabitada varios años, y era como contemplar una exposición de artículos elegantes y refinados en unos grandes almacenes. Los muebles estaban aún en su sitio y no había el menor rastro de polvo. No había plantas ni revistas, ninguna señal de actividad cotidiana. Hasta el silencio tenía una profundidad sonora, vacía y sin vida.
Toda la decoración interior jugaba con los tonos neutros: gris, gris perla, avellana y canela. Los sofás y sillones estaban tapizados, eran mullidos, tenían brazos cilíndricos, cojines gruesos y poseían un aire parecido al Art–Déco, aunque sin ningún deseo de impresionar. Había en todo ello una agradable combinación de elementos antiguos y modernos y saltaba a la vista que Nikki había sabido lo que se hacía, por más que le trajera sin cuidado.
Había cinco dormitorios arriba, los cinco con chimenea, los cinco con cuarto de baño de notables dimensiones, armarios espaciosos, vestidores, y toda la planta estaba cubierta por una gruesa alfombra de lana de color leonado.
—¿Es éste el dormitorio principal?
Nikki asintió con la cabeza. La seguí al cuarto de baño. Junto al lavabo había un montón de toallas gruesas de color chocolate. La bañera se hundía por debajo del nivel del suelo y las baldosas que la rodeaban eran de un matiz tabaco pálido. Había una ducha aparte, encerrada en una cabina de vidrio y que había sido equipada como una sauna. Jabón, papel higiénico, pañuelos de papel.
—¿Piensas instalarte aquí? —le dije al bajar.
—Puede que sí. He contratado a una mujer para que venga a limpiar cada quince días y además está el jardinero, que vive y trabaja en la casa. He estado viviendo en la playa.
—¿Tienes otra casa allí?
—Sí. La heredé de la madre de Laurence.
—¿Y por qué te la legó a ti y no a él?
Esbozó una breve sonrisa.
—Laurence y su madre no se llevaban bien. ¿Te apetece un té?
—Creí que hoy te tocaba tragar kilómetros.
—Tengo tiempo.
Se dirigió a la cocina y fui tras ella. En el centro de la estancia, a modo de isleta, se alzaba la cocina propiamente dicha y sobre el fogón de los quemadores pendía una gran campana de cobre; de un bastidor metálico circular que descendía del techo colgaban sartenes, cestas y utensilios de cocina de todas clases. Los fogones restantes eran de baldosas blancas. El fregadero, escalonado, constaba de dos piletas de acero inoxidable. Había un horno normal, un horno de convección, un microondas, un frigorífico, dos congeladores y una alacena impresionantemente grande.
Puso agua a hervir y se encaramó en un taburete de madera. Yo hice lo propio en otro que había ante ella, las dos en el centro de aquella estancia que lo mismo parecía un laboratorio de química que la fantasía de un cocinero.
—¿Con quién has hablado hasta ahora? —me preguntó.
Le conté mi entrevista con Charlie Scorsoni.
—A mí me hacen pensar en el Gordo y el Flaco —dije—. No recuerdo bien a Laurence, pero siempre me pareció un individuo muy refinado y cerebral. Scorsoni es muy sanguíneo. Parece sacado de un anuncio de sierras mecánicas.
—Es un batallador. Por lo que sé, ascendió por las bravas, arrasando todo lo que se le ponía por delante. Como en el dorso de la cubierta de las novelas baratas: «Pasó por encima del cadáver de los que amaba…». Es posible que a Laurence le gustase así. Siempre hablaba de Charlie con un respeto forzado, como si le costara admitirlo. Se lo puso todo en bandeja. Y Charlie, como es lógico, pensaba que Laurence no podía hacer nada malo.
—Eso se ve en seguida —dije—. No creo que tuviera ningún motivo para matarlo. ¿Has pensado alguna vez si tuvo algo que ver?
Nikki sonrió y se levantó para coger las tazas, los platitos y las bolsas de té.
—He tenido tiempo para planteármelo a propósito de todos, pero Charlie me parece el candidato menos probable. No se benefició de ello ni económica ni profesionalmente… —Echó el agua hirviendo en las tazas.
—Hasta donde puede verse a simple vista —dije, sumergiendo mi bolsita de té.
—Bueno, sí, es verdad. Es posible que hubiera alguna ganancia bajo mano, pero por fuerza habría salido a relucir en los ocho años transcurridos.
—Lógico. —A continuación le conté la entrevista con Gwen. Las mejillas se le fueron encendiendo poco a poco.
—Me siento culpable por ella —dijo—. En la época en que se divorciaron, Laurence la detestaba con todas sus fuerzas y yo solía echar leña al fuego. Él nunca quiso responsabilizarse del fracaso de aquel matrimonio y en consecuencia tenía que acusarla y castigarla. Yo no hice nada por impedirlo. Al principio creí de veras lo que él me contaba. Quiero decir que personalmente pensaba que era una mujer muy competente y sabía que Laurence había dependido mucho de ella, pero para mí era más seguro romperle el cordón umbilical azuzando sus malos instintos. ¿Comprendes lo que quiero decir? La odiaba tanto que en cierto modo era como si la amase, pero a mí me daba más seguridad aumentar la distancia. Ahora me avergüenzo de aquello. Cuando dejé de amarle y él empezó a recuperar el interés por mí, comprendí de pronto lo que sucedía.
—Pero yo tenía entendido que fuiste tú quien dio al traste con aquella relación —dije, observándola con fijeza por entre el humo que surgía de mi taza.
Se pasó ambas manos por el pelo, que se hinchó y deshinchó mientras la cabeza sufría una ligera sacudida.
—No, no —dijo—. Yo fui su venganza. Que durante años le estuviese haciendo la puñeta a su mujer importaba muy poco. Descubrió que ella tenía un amante y se lió conmigo. Genial, ¿no? No me di cuenta de lo que pasaba hasta mucho después, pero así estaban las cosas.
—Un momento, un momento. A ver si lo he entendido bien —dije—. Él descubrió que ella estaba liada con otro, entonces se lía contigo y después se divorcia de ella. O sea que lo que hizo fue darle a ella en la boca.
—Eso es. Liarse conmigo fue su forma de demostrar que no le importaba. Y su forma de castigarla fue quedarse con los niños y con el dinero. Era muy vengativo. Por eso era tan buen abogado. Se identificaba con auténtica pasión con cualquiera que hubiese sufrido una injusticia. Ponía el alma incluso en los detalles más insignificantes, que luego utilizaba con energía arrolladora hasta vencer toda oposición. Era un hombre despiadado. Totalmente despiadado.
—¿Con quién estaba liada Gwen?
—Eso tendrás que preguntárselo a ella. Yo nunca lo supe con seguridad. Y él tampoco hablaba de ello.
Le pregunté por la noche en que murió Laurence y fue dándome detalles.
—¿A qué era alérgico?
—Al pelo de los animales. De los perros sobre todo, pero también de los gatos. No permitió animales en casa durante mucho tiempo, pero cuando Colin cumplió los dos años, alguien nos sugirió que le compráramos un perro.
—Colin es sordo, ¿verdad?
—De nacimiento. A los recién nacidos les hacen pruebas de audición y por eso nos enteramos inmediatamente, pero no se pudo hacer nada. Según parece, tuve la rubéola, de poca monta, antes de saber siquiera que estaba embarazada. Afortunadamente fue la única lesión que sufrió el niño. Tuvimos suerte después de todo.
—¿De ahí lo del perro? ¿Para que hiciese de guardián del niño?
—Algo así. No se puede vigilar a un niño día y noche. Por eso hicimos llenar la piscina. También Bruno fue de mucha ayuda.
—Un pastor alemán.
—Sí —dijo Nikki, titubeando un poco a continuación—. Lo mataron. Lo atropello un coche delante mismo de casa. Era un perro magnífico. Muy listo y muy cariñoso; y cuidaba muy bien de Colin. Laurence se dio cuenta de lo que el perro significaba para el niño y volvió a medicarse contra las alergias. Quería de verdad a Colin. Fueran cuales fuesen sus defectos, y tenía un montón, quería muchísimo al pequeño.
Se le borró la sonrisa y su cara sufrió una mutación extraña. Había caído en una especie de trance y era como si no estuviese allí conmigo. Sus ojos carecían de expresión y en la mirada que me dirigió no había sentimiento alguno.
—Lo siento, Nikki. Me gustaría ahorrarte todo esto.
Apuramos el té y nos levantamos. Cogió las tazas y los platitos y los metió en el lavaplatos. Cuando volvió a mirarme, sus ojos eran otra vez de un gris mate, de metal de arma de fuego.
—Quiero que descubras quién lo mató. No descansaré hasta que lo sepa.
Lo dijo de un modo que mis manos se agarrotaron. En sus ojos había un destello que me recordaba al de los ojos de los gansos, maligno e irracional. Fue sólo un segundo y desapareció al instante.
—No querrás desquitarte, ¿verdad? —pregunté. Desvió la mirada.
—No. Pensaba mucho en ello en la cárcel, pero ahora que estoy fuera ya no me parece tan importante. Lo único que quiero ahora es recuperar a mi hijo. Y tumbarme en la playa, y beber Perrier, y ponerme mi propia ropa. Y comer en restaurantes, y cuando no, prepararme yo misma lo que me apetezca. Y dormir hasta tarde, y darme baños de sales… —Se interrumpió para reírse de sí misma y tomó una profunda bocanada de aire—. Pues eso. No quiero poner en peligro la libertad de que disfruto ahora.
Me miró a los ojos y le sonreí.
—Será mejor que te pongas al volante —dije.