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Fui al despacho a primera hora de la mañana y pasé a máquina las primeras observaciones para el expediente de Nikki, refiriendo concisamente para qué se me había contratado y que se me había entregado a cuenta un cheque por valor de cinco mil dólares. Luego llamé al despacho de Charlie Scorsoni. La secretaria me dijo que Scorsoni tenía un hueco por la tarde y concerté una cita para las tres y cuarto, tras lo que dediqué el resto de la mañana a hacer averiguaciones sobre su pasado. Cuando se entrevista a una persona por primera vez, siempre conviene tener en la manga alguna información. Una visita al registro de la propiedad, a la oficina del crédito bancario y a los archivos del periódico me bastaron para trazar un retrato rápido del antiguo socio de Laurence Fife. Por lo visto, Charlie Scorsoni era soltero, dueño de la casa en que vivía, pagaba puntualmente todas sus letras y facturas, apoyaba ocasionalmente con discursos las causas que le parecían buenas y nunca había sido detenido ni procesado; en resumen, un cuarentón de espíritu tradicional que no jugaba, no especulaba en la Bolsa ni se arriesgaba de ninguna de las maneras. Le había visto de refilón varias veces durante el proceso y recordaba que estaba un poco gordo. Su despacho actual quedaba a cuatro pasos del mío.

El edificio en que estaba enclavado parecía un castillo morisco: dos plantas de adobe blanco, alféizares de más de medio metro de anchura y guarnecidos de barrotes de hierro forjado y un torreón en la esquina donde sin duda estaban los lavabos y los mochos. «Scorsoni and Powers, Abogados» estaba en la segunda planta. Crucé una puerta maciza de madera tallada y llegué a un pequeño recibidor con una alfombra tan blanda como el musgo y más o menos del mismo color. Las paredes eran blancas y estaban adornadas con acuarelas abstractas en tonos pastel, y había macetas por todas partes; dos mullidos sofás forrados de pana de bordón ancho y de color verde espárrago formaban ángulo recto bajo una sucesión de ventanucos.

La secretaria del bufete parecía tener alrededor de setenta años y al principio pensé que estaba allí cedida temporalmente por algún instituto de la tercera edad. Era delgada y de aspecto vigoroso, tenía el pelo cortado a lo paje, al estilo de los años veinte, y gafas «modernas» con una mariposa de pasta incrustada en la parte inferior de un cristal. Llevaba falda de lana y un jersey de color lila que probablemente había tejido ella misma, ya que se trataba de una obra maestra a base de puntos de cruz, espigas de trigo, trencillas verticales, puntos de arroz y remates festoneados. Nos hicimos amigas en el instante mismo en que le alabé lo supraescrito —mi tía me había criado en un ambiente dominado por esta clase de hazañas— y no tardamos en llamarnos por el nombre de pila. El suyo era Ruth; bíblico y bonito.

Era una cotorra increíble, llena de vitalidad, y me pregunté si no sería la pareja perfecta para Henry Pitts. Puesto que Charlie Scorsoni me estaba haciendo esperar, me vengué sonsacando a Ruth toda la información que pude sin abandonar los buenos modales. Me contó que hacía siete años que trabajaba para Scorsoni and Powers, desde que éstos se asociaron. Su marido la había abandonado por una mujer más joven (de cincuenta y cinco) y Ruth, abandonada a su suerte al cabo de tantos años, había desesperado de encontrar un empleo, ya que entonces tenía sesenta y dos, «aunque gozaba de un perfecto estado de salud», según sus propias palabras. Era rápida y eficaz y, como es lógico, cada dos por tres asistía a las victorias de las medradoras que tenían un tercio de su edad y una cara bonita en vez de competencia.

—No me queda más que una zona de carne potable y sobre ella me siento —dijo con un gritito de autorreconvención.

Di varios puntos a Scorsoni and Powers por su perspicacia. Ruth no tenía más que elogios para ellos. Pero su entusiasmo no me sirvió de mucho a la hora de afrontar al hombre que me estrechó la mano desde el otro lado de la mesa cuando entré por fin en el despacho después de un plantón de cuarenta y cinco minutos.

Charlie Scorsoni era corpulento, pero estaba libre de toda la gordura que yo recordaba. Tenía el pelo espeso y tirando a rojo, con entradas en las sienes, mandíbula firme, hendidura en la barbilla y unos ojos azules ampliados por unas gafas sin montura. Llevaba abierto el cuello de la camisa, la corbata ladeada y las mangas subidas hasta donde se lo permitían los musculosos antebrazos. Estaba repantigado en el sillón giratorio, con los pies apoyados en el borde de la mesa, y tenía una sonrisa de esbozo lento e inflamada de sexualidad reprimida. Mostraba una actitud observadora y preocupada, y me miró de arriba abajo con una atención por los detalles que resultó casi turbadora. Cruzó las manos sobre la cabeza.

—Me ha dicho Ruth que quiere usted hacerme unas preguntas sobre Laurence Fife. ¿Es por algo concreto?

—No lo sé aún. Investigo su muerte y éste me pareció el lugar idóneo para comenzar. ¿Puedo sentarme?

Hizo un gesto con la mano, de indiferencia casi, aunque su expresión ya no era la misma. Tomé asiento, y él bajó los pies e incorporó el tórax.

—Me han contado que Nikki está en libertad condicional —dijo—. Está loca si ahora va contando por ahí que no lo mató.

—No he dicho que trabaje para ella.

—Bueno, no creo que ninguna otra persona se tomara la molestia.

—Tal vez no. Parece que la idea no le pone a usted muy contento.

—Alto ahí, alto ahí. Laurence era mi mejor amigo. Habría puesto la mano en el fuego por él. —Miraba directamente a los ojos y ocultaba un punto de irritación bajo la superficie aparente, aflicción tal vez, rabia mal encauzada. No estaba muy claro.

—¿Conocía mucho a Nikki?

—Creo que bastante. —Los indicios de sexualidad que tan palpables me habían parecido al principio comenzaban a desvanecerse y me pregunté si encendería y apagaría su erotismo igual que una estufa. Porque su actitud se había vuelto cautelosa.

—¿Cómo conoció a Laurence?

—Los dos estudiamos en la Universidad de Denver. Y estábamos en la misma asociación estudiantil. Le gustaba la marcha. Todo lo conseguía como por arte de magia. Hubo que hacer la especialidad, él se fue a Harvard y yo a la Universidad Estatal de Arizona. Su familia tenía dinero. La mía no. Le perdí la pista durante unos años y luego me enteré de que había abierto un bufete propio en esta ciudad. Fui a verle, le pregunté si podía trabajar con él y me dijo que sí. Me convirtió en socio al cabo de dos años.

—¿Estaba ya casado con su primera mujer?

—Con Gwen, sí. Aún anda por aquí y yo debería tener cuidado con ella. Estaba muy resentida al final y me han dicho que cuenta de él cosas muy desconsideradas. Tiene una guardería canina en State Street, por si le interesa saberlo. Yo procuro no cruzarme con ella.

Me miraba con fijeza y me dio la sensación de que sabía punto por punto lo que le interesaba decirme y lo que no.

—¿Qué sabe de Sharon Napier? ¿Estuvo trabajando mucho tiempo para él?

—Ya estaba aquí cuando entré en el bufete, aunque no hacía prácticamente nada. Acabé por contratar otra secretaria por mi cuenta.

—¿Se llevaban bien ella y Laurence?

—Que yo sepa, sí. Se quedó hasta que terminó el juicio y luego se largó. Me cabreó porque le había adelantado dinero a cuenta. Si la ve, me gustaría saber qué es de su vida. Para enviarle una nota o algo así, para que sepa que no me he olvidado de los viejos tiempos.

—¿Le dice algo el nombre de Libby Glass?

—¿Quién?

—Era la contable que se encargaba de los asuntos del bufete en Los Ángeles. Trabajaba para la empresa Haycraft and McNiece.

Scorsoni siguió con su expresión inmutable durante unos momentos y al final cabeceó.

—¿Tuvo algo que ver con el asunto?

—La mataron también con adelfas más o menos cuando mataron a Laurence —dije. No pareció que aquello le afectase de ninguna manera. Adelantó con escepticismo el labio inferior y se encogió de hombros.

—No lo sabía, pero lo creeré si usted lo dice.

—¿No la vio nunca en persona?

—Probablemente sí. Laurence y yo nos encargábamos a medias del papeleo, pero casi todos los contactos personales con los gestores y administradores los hacía él. Yo intervenía de vez en cuando y es probable que la tratase en algún momento.

—Me han contado que Laurence estaba liado con ella —dije.

—No me gustan las murmuraciones sobre los muertos —dijo Scorsoni.

—A mí tampoco, pero era un hombre al que le gustaba coquetear —dije con prudencia—. No quisiera insistir en ello, pero en el juicio lo sacaron a relucir muchas mujeres.

Scorsoni sonrió con los ojos puestos en la caja que estaba dibujando en el cuaderno de notas que ostentaba el membrete de la casa. La mirada que me dirigió a continuación fue de astucia.

—Escuche, le voy a decir un par de cosas. Primera, Laurence nunca obligó a nadie. Y segunda, no creo que se liara con una colega. No era su estilo.

—¿Qué me dice de las clientas? ¿No se liaba con ellas?

—Sin comentarios.

—¿Se acostaría usted con una clienta? —le pregunté.

—Todas mis clientas tienen ochenta años, de manera que no. Lo mío son las propiedades inmuebles. Lo suyo eran los divorcios. —Consultó la hora en el reloj de pulsera y echó la silla atrás—. Lamento interrumpir la velada, pero son ya las cuatro y cuarto y tengo que preparar una memoria.

—Lo siento. No era mi intención hacerle perder tiempo. Ha sido muy amable en recibirme a pesar de la poca información que podía darme.

Me acompañó hasta la salida emanando calor por todos los poros de su fornida humanidad. Me sostuvo la puerta para que yo pasara mientras mantenía el brazo izquierdo perpendicular a la jamba. Volvió a darme la sensación de que aquel animal apenas reprimido me comía con los ojos.

—Buena suerte —dijo—. Aunque sospecho que no va a descubrir mucho.

Recogí las fotos de la grieta de la acera, mates y de 20x25 cm, que había hecho para La Fidelidad de California. Las seis instantáneas del boquete eran muy claras. La demandante, Marcia Threadgill, había acudido a los tribunales para exigir una indemnización por daños y perjuicios, alegando haber tropezado en el trozo de acera que se había levantado por culpa de las raíces de los árboles y un asfalto en malas condiciones. El demandado era el propietario del taller artesanal cuyo inmueble comprendía el trecho de acera móvil. La cantidad exigida en aquel sencillo caso de accidente no era cuantiosa, cuatro mil ochocientos dólares, creo, en concepto de gastos sanitarios y de compensación por el tiempo laboral perdido. La compañía de seguros parecía dispuesta a pagar, pero se me había encargado la obtención de una prueba visual por si la demanda carecía de base firme.

La señorita Threadgill vivía en un edificio con terrazas situado en una colina que daba a la playa, no muy lejos de mi domicilio. Detuve el coche seis casas más abajo y saqué los prismáticos de la guantera. Conseguí enfocar su terraza retorciéndome la columna y la imagen que obtuve fue lo suficientemente clara para revelar que la inquilina no regaba los helechos como Dios manda. No sé mucho de plantas de exterior, pero si veo pardo lo que debiera ser verde, yo diría que pasa algo. Uno de los helechos era de esa especie asquerosa a la que le crecen unas patitas grises y peludas que poco a poco acaban saliéndose de la maceta. Cualquiera que poseyera una cochinada así tendría sin duda propensión al fraude y me la imaginé echándose a la espalda presuntamente lesionada un saco de abono de quince kilos.

Espié la casa durante hora y media, pero la inquilina no apareció. Uno de mis viejos colegas solía decir que los únicos capacitados para realizar un trabajo de vigilancia son los hombres, porque ellos pueden mear en cualquier recipiente sin salir del coche y evitar así las ausencias innecesarias. El interés por Marcia Threadgill se me estaba pasando y la verdad es que tenía ya unas ganas de mear que me moría, así que dejé los prismáticos y de regreso al centro me detuve en la primera estación de servicio que encontré.

Fui otra vez a la oficina de crédito y hablé con el colega que me deja husmear en los archivos que no suelen enseñarse al público. Le pedí que me mostrara lo que hubiese sobre Sharon Napier y me dijo que se pondría en contacto conmigo. Solucioné un par de asuntos particulares y volví a casa.

No había sido un día muy satisfactorio, aunque por entonces casi todos los días me resultaban idénticos: rastrear, comprobar, cotejar, rellenar espacios en blanco; una acumulación de detalles en definitiva que para el trabajo era imprescindible y esencial, pero que carecía de la más mínima emoción. Las cualidades básicas de todo buen investigador son naturaleza perseverante y paciencia infinita. La sociedad, sin darse cuenta, ha preparado a las mujeres para este cometido durante años. Me senté a la mesa y apunté el nombre de Charlie Scorsoni en varias fichas. No me había gustado la entrevista con él e intuía que volvería a tener noticias suyas.