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Cuando no tengo nada que hacer, suelo ir a un bar del barrio que se llama Rosie's. Es uno de esos sitios donde antes de tomar asiento se mira si la silla está sucia. Los asientos, que son de plástico, están surcados de pequeñas grietas que producen enganchones en la parte posterior de las medias, y en el tablero de formica negra de las mesas hay grabadas a mano palabras como «hola». Por encima de la barra, a la izquierda, hay un pez espada lleno de mugre y cuando los clientes se emborrachan, Rosie deja que le tiren dardos de punta de goma con una pistola de juguete, desviando así la agresividad que de otro modo podría degenerar en violencia ruidosa.

El lugar me atrae por dos motivos. No sólo está cerca de mi casa sino que además no llama nunca la atención de los turistas, lo que significa que casi siempre está medio vacío y que resulta ideal para las conversaciones privadas. Rosie, por otra parte, tiene gracia para cocinar, un creativo sentido de la improvisación que sazona con un toque húngaro. Es con Rosie con quien Henry Pitts intercambia sus artículos de panadería, por lo que disfruto encima consumiendo sus panes y tortas. Rosie tiene sesenta y tantos años y una nariz que casi le roza el labio superior; la frente estrecha y el pelo teñido de un llamativo matiz del óxido férrico, o, mejor dicho, del color de los muebles baratos de secoya. Y tiene tanta habilidad con el lápiz de las cejas que sabe empequeñecer los ojos y hacer que parezcan sospechosos.

Cuando entró Nikki aquella noche, observó el local desde la puerta con aire titubeante. Hasta que me vio y avanzó por entre las mesas para llegar al reservado que suelo ocupar. Tomó asiento ante mí y se despojó de la chaqueta. Rosie se acercó a nosotras sin dejar de mirar a Nikki con incertidumbre. Está convencida de que tengo mis apaños con gente de la Mafia y del mundo de las drogas y sin duda trataba de determinar la categoría en que podía encajar Nikki.

—¿Vais a cenar o qué? —preguntó Rosie, yendo directamente al grano.

Miré a Nikki.

—¿Has cenado ya?

Negó con la cabeza. Los ojos de Rosie fueron de Nikki a mí como si me dedicara a traducir para los sordomudos.

—¿Qué hay esta noche?

—Salteado de ternera. Trozos de ternera, mucha cebolla, pimienta roja y salsa de tomate. Os gustará. Os chuparéis los dedos. Es lo mejor que sé hacer. Con bollos de Henry además, y en otro plato os voy a poner un queso graso excelente y unos pepinillos.

Tomaba nota del pedido mientras lo describía, de modo que no nos dejó mucho margen para aceptarlo o rechazarlo.

—Y os traeré vino. Ya elegiré yo la marca.

Cuando se marchó Rosie, conté a Nikki lo que había encontrado en los archivos acerca del asesinato de Libby Glass, incluido lo de las llamadas que según las investigaciones se habían efectuado por el teléfono particular de Laurence.

—¿La conocías?

Negó con la cabeza.

—El nombre me suena, creo que durante el juicio lo mencionó mi abogado un par de veces. Aunque ya no me acuerdo de lo que se dijo.

—¿No recuerdas si Laurence habló de ella alguna vez? ¿No viste su nombre escrito en alguna parte?

—Nunca vi ninguna cartita de amor, si a eso te refieres. Era muy cuidadoso para estas cosas. Cierta vez se le mencionó como corresponsable en un caso de divorcio a causa de unas cartas que había escrito y desde entonces en muy pocas ocasiones escribió sobre sus asuntos privados. Cuando se liaba con alguna solía enterarme, pero no porque encontrase notas en clave o números de teléfono en cajas de cerillas y cosas así.

Medité a propósito de aquello durante unos instantes.

—¿Qué me dices de los recibos del teléfono? ¿Los dejaba a la vista?

—No —dijo—. Telefónica los remitía a la compañía gestora de empresas de Los Ángeles.

—¿Y Libby Glass llevaba la contabilidad?

—Eso parece.

—Es posible que la llamara entonces por asuntos de trabajo.

Se encogió de hombros. Se mostraba un poco menos distante ahora, pero yo seguía teniendo la sensación de que no tenía puestos los cinco sentidos en lo que sucedía.

—Tenía un lío por ahí, eso está claro.

—¿Cómo lo sabes?

—Por su horario. Por su expresión —se detuvo, para recordar sin duda—. A veces olía a un jabón desconocido para mí. Hasta que se lo eché en cara. Entonces hizo que le instalaran una ducha en el despacho y utilizó el mismo jabón que teníamos en casa.

—¿Se encontraba con mujeres en el despacho?

—Eso pregúntaselo a su socio —dijo con un ligerísimo dejo de rencor—. Es posible que incluso se las follara en el sofá del despacho, no lo sé. La verdad es que había pequeños detalles. Ahora me parece una tontería, pero una vez llegó a casa con el elástico de los calcetines vuelto. Era verano y me dijo que había estado jugando al tenis. Llevaba puesto el pantalón corto de jugar al tenis y había sudado la gota gorda y la pequeña, pero no en una cancha deportiva. Aquella vez sí que armé un escándalo.

—Pero ¿qué decía cuando le acusabas?

—Lo admitía a veces. ¿Por qué no? Yo carecía de pruebas y, además, en este estado el adulterio no sirve como causa de divorcio.

Llegó Rosie con el vino y los cubiertos envueltos en dos servilletas de papel. Guardamos silencio hasta que volvió a alejarse.

—¿Por qué seguías con él si era tan cretino?

—Supongo que por cobardía —dijo—. Sabía que al final me divorciaría, pero había mucho en juego.

—¿Tu hijo?

—Sí. —Alzó un tanto la barbilla, aunque no supe si por orgullo o para ponerse a la defensiva—. Se llama Colin. Tiene doce años. Está en un internado cerca de Monterrey.

—En aquella época quisiste además que los hijos de Laurence viviesen con vosotros, ¿no?

—Sí, es verdad. Un niño y una niña, los dos en edad escolar.

—¿Dónde están ahora?

—No lo sé. Su ex mujer vive en esta ciudad. Se lo puedes preguntar a ella si de verdad te importa. Yo no sé nada de ellos.

—¿Te acusaron los niños de la muerte de su padre?

Se echó adelante con alguna tensión.

—Me acusó todo el mundo. Todos creyeron que era culpable. Y ahora, para colmo, parece que Con Dolan cree que maté también a Libby Glass. ¿No es eso lo que averiguaste?

—Lo que crea Dolan no tiene importancia. Yo no creo que lo hicieras y soy yo quien va a ocuparse de esto. A propósito. Convendría que aclarásemos la parte económica. Cobro a treinta dolores la hora, más dietas de viaje. Quisiera un anticipo de mil. Todas las semanas te enviaré una minuta en que te detallaré el tiempo invertido y el objeto de la inversión. Has de comprender, por otra parte, que mis servicios no son exclusivos. En ocasiones llevo más de un caso a la vez.

Nikki había metido ya la mano en el bolso. Sacó un talonario y un bolígrafo. Aunque estaba al revés, advertí que el cheque que me extendía era de cinco mil dolores. Me asombró la despreocupación con que lo rellenó. Ni siquiera consultó el estado de su cuenta corriente. Me lo alargó y yo lo guardé en el bolso como si yo despachara aquellos menesteres con la misma indiferencia que ella.

Rosie volvió a acercársenos, esta vez con la cena. Nos puso un plato delante y se quedó hasta que empezamos a comer.

—Mmm, está de miedo, Rosie —le dije. La interpelada se removió un tanto, reacia a ceder terreno.

—Parece que a tu amiga no le gusta —dijo, pero mirándome a mí y no a Nikki.

—Está exquisito —dijo Nikki—. De verdad.

—Le encanta —dije. Rosie paseó la mirada por la cara de Nikki y al final pareció convencerse de que el paladar de Nikki estaba a la altura del mío.

Preferí hablar de bagatelas mientras comíamos. Me dio la sensación de que, ayudada por la sabrosa comida y el vino, Nikki empezaba a bajar la guardia. Bajo la superficie indiferente e imperturbable comenzaban a despuntar señales de vida como si se estuviera librando de una maldición que la hubiera inmovilizado durante años.

—¿Por dónde crees que debería empezar? —le pregunté.

—La verdad, no lo sé. Siempre sentí curiosidad por su secretaria. Se llamaba Sharon Napier. Ya trabajaba para él cuando nos conocimos, pero había algo furtivo en ella, en su actitud.

—¿Estaba liada con él?

—Creo que no. No sé qué era. Casi juraría que no tenían relaciones sexuales, pero creo que había pasado algo. A veces le hacía comentarios sarcásticos, cosa que Laurence no toleraba a nadie. La primera vez que la oí soltar uno, creí que él le iba a pegar un corte, pero no pestañeó. Nunca le dijo una palabra más alta que la otra, y ella ni hacía horas extras ni trabajaba los fines de semana en vísperas de casos importantes. Tampoco él se quejó nunca de ella en este sentido y se limitaba a contratar a una secretaria por horas cuando hacía falta. Era una actitud impropia de él, pero cuando le pregunté al respecto, reaccionó como si yo viera visiones, como si estuviera dando importancia a algo que no la tenía. Además, tenía un aspecto envidiable, el polo opuesto de la secretaria afanosa y eficiente.

—¿No sabes dónde está ahora?

Negó con la cabeza.

—Vivía en Rivera, pero se ha mudado al parecer. Por lo menos no figura en el listín telefónico.

Apunté la última dirección conocida de la secretaria.

—No la conocías mucho, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

—Intercambiábamos un par de frases cuando iba por el bufete, pero sobre el tiempo y cosas por el estilo.

—¿Sabes si tenía amigos o adónde iba en su tiempo libre?

—No. Creo que vivía mejor de lo que le permitía su sueldo. Viajaba siempre que se le presentaba la oportunidad y vestía mucho mejor que yo entonces.

—Declaró en el juicio, ¿no?

—Sí, por desgracia. Había presenciado un par de discusiones fuertes y su testimonio no me fue de mucha ayuda.

—Bueno, valdrá la pena husmear un poco —dije—. A ver si doy con alguna pista suya. ¿Hay alguna cosa más acerca de él? ¿Estaba metido en algún embrollo cuando murió? ¿Algún conflicto de índole personal o algún caso jurídico importante?

—Que yo sepa, no. Aunque siempre estaba metido en algo importante.

—Bien, creo que lo primero que voy a hacer es hablar con Charlie Scorsoni y escuchar lo que tenga que decirme. Luego sacaremos las conclusiones pertinentes.

Dejé en la mesa el importe de la cena y salimos juntas. Nikki había estacionado allí mismo el coche, un Oldsmobile verde oscuro de hacía diez años. Me quedé hasta que arrancó y recorrí a pie la media manzana que había hasta mi casa.

Nada más entrar, me serví un vaso de vino y me puse cómoda para ordenar la información acumulada hasta el momento. Clasifico todos los datos anotándolos en fichas de 7 X 12 centímetros. Casi todas tienen que ver con testigos: quiénes son, por qué están relacionados con el caso, entrevistas, seguimientos. Unas fichas contienen información general y biográfica que tengo que comprobar y otras son notas sobre tecnicismos legales. Me son muy útiles a la hora de redactar los informes. Las clavo con chinchetas en un gran tablón de anuncios que pongo encima de la mesa, las miro y me voy contando el caso tal como yo lo veo. Y así salen a la luz contradicciones llamativas, vacíos inesperados, puntos que he pasado por alto.

No pude llenar muchas fichas para el caso de Nikki Fife y renuncié por tanto a evaluar la información de que disponía. No quería formular ninguna hipótesis prematura para que no influyera en el rumbo general que debía seguir la investigación.

Parecía estar claro que se trataba de un caso en que las coartadas no tenían importancia. Si una persona se toma la molestia de sustituir el producto antihistamínico de una cápsula por una sustancia venenosa, lo único que tiene que hacer a continuación es sentarse a esperar. A menos que se quiera correr el riesgo de acabar con cualquier otro inquilino de la casa, hay que asegurarse de que la víctima elegida es la única persona que toma el medicamento en cuestión, aunque hay muchos fármacos que se envasan en cápsulas: los que regulan la presión arterial, los antibióticos, incluso algunos somníferos. La verdad es que importa poco mientras se tenga acceso al frasco. La víctima tardará en utilizarlo dos días o dos semanas, pero al final tomará la dosis que se espera y uno (o una) incluso tendrá tiempo de preparar una pequeña escena de sorpresa y pesar.

El plan cuenta con la ventaja de que no hay que estar presente en el lugar de los hechos para disparar, golpear, apuñalar o estrangular a la víctima. Aun cuando haya motivos poderosos para dar el pasaporte, siempre es desagradable (es un decir) ver que los ojos de la víctima se salen fuera de las órbitas y oír sus últimos gritos ahogados. Además, cuando las cosas se hacen personalmente, siempre se corre el impredecible riesgo de que se vuelva la tortilla y sea el verdugo quien acabe en el depósito de cadáveres.

Y ya que hablamos de métodos, debo confesar que el de las adelfas no carecía de mérito. En Santa Teresa las hay por todas partes, a veces de tres metros de altura, de flores blancas o rosadas y con unas hojas delgadas y muy bonitas. No había hecho falta exponerse a una operación tan llamativa como comprar matarratas en una ciudad donde no hay ratas, ni ponerse un bigote postizo para ir a la droguería de la esquina y pedir un pesticida para plantas de jardín que no deje mal sabor de boca. En resumen, para matar a Laurence Fife, y por lo que parecía también a Libby Glass, se había utilizado un producto barato y fácil de obtener y administrar. Ya tenía unos cuantos puntos a los que cogerme y redacté algunas notas antes de apagar la luz. Me dormí bastante después de medianoche.