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Santa Teresa es una ciudad de la baja California, de ochenta mil habitantes, situada inteligentemente entre la Sierra Madre occidental y el océano Pacífico; el refugio ideal para la gente podrida de dinero. Los edificios públicos parecen antiguas misiones españolas, las casas particulares parecen sacadas de las revistas, las palmeras están aureoladas de una fronda parda que da asco, y la bahía, con los cerros gris azulados como telón de fondo y los blancos balandros meciéndose al sol, es tan perfecta como una postal. En el centro predominan casas de dos o tres pisos, de paredes blancas y tejas rojas, elegantes adornos de estuco y enrejados en que se enredan chillonas buganvillas de color castaño. Ni siquiera las casas de los pobres, que son de madera, se pueden calificar de pobres allí.

La jefatura de policía se encuentra muy cerca del centro, en una travesía flanqueada de chalecitos pintados de verde hierbabuena y protegidos por muros de piedra y jacarandás que derraman sus flores de color lila. El invierno de la baja California consiste en un cielo encapotado y lo anuncia, no el otoño, sino el fuego. Después de la estación de los incendios vienen los barrizales. Luego se recupera la normalidad y todo vuelve a ser como antes. Ya estamos en mayo.

Después de encargar que revelasen el carrete de fotos, fui a la Brigada de Homicidios para ver al teniente Dolan. Con está a punto de cumplir los sesenta y todo él respira descuido y desorden: ojeras hinchadas, barba gris de tres días o algo que se le parece, abotargamiento facial y pelo empapado de algún potingue para hombres y peinado sobre el brillante calvero que le corona la cabeza. A primera vista se diría que huele a coche de segunda mano y que se pasa la vida bajo los puentes vomitándose en los zapatos. Lo cual no equivale a decir que no sea eficaz. Con Dolan es muchísimo más listo que el ratero medio. Con los asesinos suele andar empatado. Los coge casi siempre y muy pocas veces se equivoca. Pocos le superan en astucia y rapidez de pensamiento, aunque no sé muy bien por qué: sólo que tiene una gran capacidad de concentración y una memoria clara y despiadada. Supo el motivo de mi visita y me indicó que pasara a su despacho sin decir palabra.

Lo que Con Dolan llama despacho es más bien lo que suelen tener las secretarias en las demás oficinas. No le gusta estar encerrado y la intimidad le importa un pito. Le gusta trabajar repantigado en el sillón y atento a lo que ocurre en torno suyo. De este modo recoge mucha información y se ahorra conversaciones inútiles con sus hombres. Sabe cuándo entran y salen sus detectives, a quién se ha detenido para un interrogatorio y si los informes no se presentan puntualmente y por qué.

—¿Qué puedo hacer por ti? —dijo, aunque en un tono que no revelaba ningún deseo particular de ayudarme.

—Quisiera mirar en los archivos, a ver qué hay sobre Laurence Fife.

Arqueó una ceja de modo casi imperceptible.

—Va contra nuestra política. Esto no es una biblioteca pública.

—No me los voy a llevar. Sólo quiero echar un vistazo. Ya me lo ha permitido usted otras veces.

—Una vez.

—Y yo le he proporcionado a usted información en varias ocasiones —dije—. ¿Por qué esa obstinación ahora?

—El caso está cerrado.

—Entonces no tiene por qué ponerme pegas. No creo que pueda considerarse violación de la intimidad de nadie.

Esbozó una sonrisa aburrida y falta de alegría y se puso a tabalear con un lápiz en la mesa, disfrutando, supuse, de su poder para despedirme con cajas destempladas.

—Mira, Kinsey, ella lo mató. Y no hay nada más que decir.

—Usted le dijo que se pusiera en contacto conmigo. ¿Por qué tanta molestia si no tiene usted la menor duda?

—Mis dudas —dijo— no tienen nada que ver con Laurence Fife.

—¿Con qué, entonces?

—Creo que en este asunto hay gato encerrado —dijo evasivamente—. Y nos gustaría defender lo que hemos conseguido.

—Ah, ¿«tenemos» secretos?

—Yo tengo más secretos de lo que hayas podido imaginar en toda tu vida —dijo.

—Y yo también —dije—. Pero ¿por qué jugamos ahora al gato y al ratón?

Me dirigió una mirada que podía significar fastidio, pero también otras cosas. Es un hombre difícil de calar.

—Ya sabes lo que pienso de la gente como tú.

—Escuche, desde mi punto de vista, usted y yo trabajamos en lo mismo —dije—. Yo soy siempre sincera con usted. No sé qué pejigueras tendrá con los demás investigadores privados de la ciudad, pero yo procuro no entrometerme en sus asuntos y siento el mayor respeto por su forma de actuar. No entiendo por qué no podemos colaborar.

Me observó con fijeza durante unos instantes e hizo con la boca una mueca de resignación.

—Obtendrías más cosas de mí si te comportaras de un modo más femenino —dijo de mala gana.

—Yo me temo que no. Las mujeres son para usted lo mismo que un grano en el culo. Si me dedicase a coquetear, me daría una palmadita en la nuca y me señalaría la puerta.

No mordió el anzuelo en aquel apartado concreto, pero cogió el teléfono y marcó el número de Identificación y Archivos.

—Aquí Dolan. Que Emerald me traiga el expediente de Laurence Fife. —Colgó y se volvió a repantigarse mientras me contemplaba con una mezcla de especulación y malestar—. No quiero oír ninguna queja sobre tu intervención en el asunto. Si recibo una sola llamada, y me refiero a cualquier testigo que se considere molestado, a cualquier persona, incluidos mis hombres y los de cualquier otro, tendrás problemas. ¿Entendido?

Me llevé tres dedos a la sien.

—Palabra de scout.

—¿Cuándo fuiste tú scout?

—Fui Brownie[1] durante casi una semana —le dije con dulzura—. El Día de la Madre nos hicieron pintar una rosa en un pañuelo, me pareció una imbecilidad y lo dejé.

No sonrió.

—Puedes utilizar el despacho del teniente Becker —me dijo cuando trajeron la ficha—. Y no te metas en líos.

Me dirigí al despacho de Becker.

Me costó dos horas revisar el montón de papeles, pero empecé a comprender por qué se había resistido Dolan a dejármelo ver, ya que lo primero que llamaba la atención era una serie de télex de la subjefatura de Los Ángeles Oeste a propósito de otro homicidio. Al principio creí que se trataba de una equivocación, que algunos comunicados relacionados con otro caso se habían archivado inadvertidamente en el expediente que no correspondía. Pero los detalles eran contundentes como bofetadas y lo que implicaban me puso el corazón a cien. Libby Glass, de sexo femenino, contable de profesión, de raza blanca, de veinticuatro años de edad, había muerto por ingerir adelfas molidas cuatro días después que Laurence Fife. Había trabajado en Haycraft and McNiece, compañía dedicada a la gestión de empresas que representaba a los clientes del bufete de Laurence Fife. ¿Qué carajo significaba todo aquello?

Hojeé los informes de los investigadores con la esperanza de recomponer lo sucedido a partir de los escuetos memorandos de las distintas secciones y los resúmenes a lápiz de las conversaciones telefónicas sostenidas entre la subjefatura de policía de Los Ángeles Oeste y la de Santa Teresa. Un memorando notificaba que la llave del piso de Libby Glass se había encontrado en el llavero que Laurence Fife guardaba en un cajón de su mesa. Nada añadía una larga entrevista con los padres de la joven. Se había interrogado también a un antiguo novio de la chica, un sujeto maleducado que se llamaba Lyle Abernathy, al parecer convencido de que la joven había estado relacionada sentimentalmente con «un abogado de Santa Teresa» cuyo nombre no constaba; pero nadie había hecho más averiguaciones al respecto.

Pese a todo, la relación era de bastante mal agüero y daba la sensación de que la presunta ira celosa de Nikki Fife había podido fijarse no sólo en Laurence Fife sino también en el objeto de los devaneos conquistadores de éste. Pero no había ninguna prueba.

Tomé notas, apunté las últimas direcciones y números telefónicos que se conocían por si me podían ser útiles aun después de tanto tiempo, me levanté y me dirigí a la puerta. Con hablaba con el teniente Becker, pero se tuvo que dar cuenta de lo que yo quería porque musitó una disculpa, satisfecho al parecer de que tuviese una idea de por dónde iban los tiros. Me apoyé en la jamba de la puerta mientras esperaba. Se tomó su tiempo para llegar a mi altura.

—¿Le importaría decirme qué pasó?

Tenía cara de preocupación, pero con una vena de fastidio.

—No pudimos aclararlo.

—¿Cree que Nikki la mató también a ella?

—Habría apostado la vida a que sí —me espetó.

—Deduzco entonces que el fiscal del distrito no compartía su opinión.

Se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos.

—Sé tan bien como cualquiera qué se considera en California una prueba fehaciente y qué no. Me ordenaron dar marcha atrás.

—Todo lo que había en el expediente era circunstancial —dije.

—Exactamente.

No dije nada y me quedé mirando una sucesión de ventanas que pedían a gritos una buena limpieza. No me gustaba aquel pequeño giro de los acontecimientos y quizás él se daba cuenta. Se apoyó en la otra pierna.

—Yo creo que la podía haber empaquetado, pero el fiscal del distrito tenía mucha prisa y no quiso arriesgarse. Mala política. Te morirías de asco si fueras policía, Kinsey. Te echan a la calle, pero siempre vas con la correa al cuello.

—Sigue sin gustarme el asunto —le dije.

—A lo mejor es por eso por lo que quiero ayudarte —dijo con un destello de picardía en la mirada.

—¿No se investigó hasta el final?

—Y tanto que sí. Trabajamos en el caso de Libby Glass durante meses, desde todos los ángulos posibles. Los chicos de Los Ángeles Oeste hicieron lo mismo. No dimos con nada. Ni con testigos ni con colaboradores. Ni con huellas que comprometiesen a Nikki Fife. Ni siquiera pudimos demostrar que Nikki conociera a Libby Glass.

—¿Cree usted que mi intervención le puede ser de alguna ayuda?

—Pues no lo sé —dijo—. Puede que sí. Me creas o no, pienso que no eres mala detective. Joven aún y a veces un tanto rara, pero honrada a carta cabal en términos generales. Si encontrases alguna prueba que acusara a Nikki, no creo que te la guardases a estas alturas, ¿verdad que no?

—Si es que es culpable.

—Si no lo es, no tienes por qué preocuparte.

—Escuche, Con; si Nikki Fife tiene algo que ocultar, ¿por qué quiere remover el asunto ahora? No creo que sea tan idiota. ¿Qué podría ganar?

—Dímelo tú.

—Mire —dije—, en primer lugar no creo que matase a Laurence, así que le va a costar mucho convencerme de que además mató a otra persona.

Sonó el teléfono desde dos mesas más allá y el teniente Becker, alzó un dedo con los ojos puestos en Con. Este esbozó una sonrisa relámpago al alejarse.

—Suerte —dijo.

Volví a revisar el expediente para estar segura de que no se me había escapado nada, lo cerré a continuación y lo dejé encima de la mesa. Vi a Con hablando otra vez con Becker y cuando pasé junto a ellos ninguno de los dos me dedicó una mirada. El caso de Libby Glass me inquietaba e intrigaba al mismo tiempo. Quizás hiciera falta algo más que resolver un rompecabezas antiguo, quizás hiciera falta encontrar algo más que una pista perdida hacía ocho años.

Eran las cuatro y cuarto cuando llegué a mi oficina y tenía ganas de tomar un trago. Saqué una botella de chablis de la pequeña nevera y cogí el sacacorchos. Las dos tazas de café seguían encima de la mesa. Las enjuagué y llené la que había utilizado yo con aquel vino que me resultaba lo bastante ácido para producirme siempre un ligero estremecimiento.

Salí al balcón y contemplé State Street, que discurre en línea recta por el mismísimo centro de Santa Teresa y que al final traza una amplia curva a la izquierda y cambia de nombre. Incluso allí florecían por doquier las buganvillas, los arcos estucados y las tejas a la española. Que yo sepa, Santa Teresa es la única ciudad que ha estrechado su avenida principal, que ha plantado árboles en vez de arrancarlos y que ha puesto unas cabinas telefónicas preciosas que parecen confesionarios para pigmeos.

Me apoyé en la barandilla y tomé un sorbo de vino. Alcanzaba a oler el océano y dejé la mente en blanco mientras contemplaba a los transeúntes.

Había tomado ya la decisión de trabajar para Nikki, pero antes de concentrarme en lo que había que hacer necesitaba aquellos minutos para mí sola.

A los cinco avisé a mi servicio mensafónico y me fui a casa.

De todos los sitios de Santa Teresa en que he vivido, el mejor es mi habitáculo actual. Se encuentra en una calle normal y corriente que discurre en sentido paralelo al ancho paseo de la playa. Casi todas las casas del vecindario pertenecen a jubilados cuyos recuerdos acerca de la ciudad se remontan a la época en que todo el paisaje consistía en naranjales y hoteles turísticos.

Mi casero, Henry Pitts, es un panadero retirado que en la actualidad, con sus ochenta y un años, se gana la vida ideando unos dificilísimos crucigramas cuyo enrevesamiento le encanta comprobar conmigo. También se dedica a preparar gigantescas hornadas de pan que pone a leudar en una antigua cuna infantil, en la galería que hay junto a mis dependencias. Henry hace pan y otros productos cocidos para un restaurante próximo a cambio de la comida y la cena, y últimamente se ha vuelto un hábil atesorador de vales y dice que un buen día comprará $50 de comida pagando sólo $6,98. Sea como fuere, cuando va de compras parece que sólo le regalen pantis, que me da a mí. Estoy medio enamorada de Henry Pitts.

La habitación que ocupo mide algo más de cuatro metros cuadrados y hace a las veces de sala de estar, dormitorio, cocina, cuarto de baño, armario ropero y servicio de lavandería. Fue antaño el garaje de Henry y me alegra decir que en ella no hay adornos estucados ni tejas rojas a la española ni plantas trepadoras de ninguna clase. Los paramentos son de aluminio y otras materias totalmente artificiales que no se deterioran a causa del clima ni necesitan pintarse. Del estilo arquitectónico más vale que nos olvidemos.

En esta caja de cerillas me refugio después del trabajo y desde ella llamé a Nikki para decirle que nos viéramos y tomáramos una copa.