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Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada con licencia expedida por las autoridades del estado de California. Tengo treinta y dos años, me he divorciado dos veces y no tengo hijos. Anteayer maté a una persona y el hecho me preocupa. Soy simpática y cordial y tengo muchos amigos. Mi piso es pequeño, pero me gusta vivir en espacios reducidos. Casi siempre he vivido en roulottes, pero como últimamente son demasiado cómodas vivo ahora en un pequeño piso de soltera, eso que se suele llamar «estudio amueblado». No tengo animales domésticos. No tengo plantas. Paso mucho tiempo al volante y no me gusta dejar huellas ni recuerdos tras de mí. Riesgos de la profesión aparte, siempre he llevado una vida normal, sana y monótona. Matar a alguien me resulta extraño, una experiencia que no acabo de digerir del todo. A la policía le entregué el informe correspondiente, puse mis iniciales en todas sus páginas y al final estampé la firma y rúbrica de rigor. Redacté un informe idéntico para mis archivos. El lenguaje de ambos documentos es imparcial, su terminología indirecta y ninguno de los dos dice demasiado.

Nikki Fife se presentó en mi despacho hace tres semanas. Tengo un pequeño rincón en la amplia serie de oficinas que ocupa la compañía de seguros La Fidelidad de California, para la que trabajé en otra época. Nuestra relación es en la actualidad muy informal y versátil. Hago unas cuantas investigaciones para la empresa y ésta me cede a cambio dos habitaciones con entrada particular y un balcón que da a la calle principal de Santa Teresa. Tengo un servicio mensafónico que me informa de las llamadas y llevo personalmente mis libros de contabilidad. No gano mucho dinero, pero tampoco gasto más de lo que gano.

Había estado fuera casi toda la mañana y había pasado por el despacho sólo para recoger la máquina de fotos. Nikki Fife estaba en el pasillo, ante la puerta del despacho. No la conocía en persona, aunque estuve presente en el juicio en que hacía ocho años se la había condenado por matar a su marido, Laurence, un célebre abogado de nuestra ciudad, especializado en divorcios.

Nikki tenía entonces veintiocho o veintinueve años, una cabellera asombrosa de color rubio tirando a blanco, ojos oscuros y un cutis impecable. Se había engordado un poco de cara, sin duda a causa del elevado porcentaje de almidón de la comida de la cárcel, pero poseía aún el aspecto angelical que había hecho que la acusación de asesinato pareciese entonces tan ilógica. Ahora llevaba el pelo de su color natural, un castaño tan claro que apenas si parecía castaño. Tendría treinta y cinco o treinta y seis años y el tiempo que había pasado en la Cárcel de Mujeres de California no le había dejado cicatrices visibles.

Al principio no dije nada; me limité a abrir la puerta y la hice pasar.

—Usted sabe quién soy —dijo.

—Trabajé para su marido en un par de ocasiones.

Me observó con atención.

—¿Sólo eso?

Comprendí lo que quería decir.

—También estuve presente durante el juicio —dije—. Pero si lo que me pregunta es si estuve relacionada con él de manera personal, la respuesta es que no. No era mi tipo. Lo digo sin ánimo de ofenderla. ¿Le apetece un café?

Asintió con la cabeza, relajándose de un modo casi imperceptible. Saqué la cafetera del archivador y la llené con agua del depósito que había detrás de la puerta. Me gustó que no me expusiera con solemnidad el lío en que iba a meterme. Puse el filtro de papel y el café molido y enchufé el aparato. El gorgoteo resultaba tranquilizador, como el burbujeo de una pecera.

Estaba totalmente inmóvil, como si se le hubieran desconectado los engranajes emocionales. Carecía de gestos nerviosos, no fumaba, no se toqueteaba el pelo. Me senté en la silla giratoria.

—¿Hace mucho que salió?

—Una semana.

—¿Cómo le sienta la libertad?

—Bien, creo —dijo con un encogimiento de hombros—, pero también supe apañármelas dentro. Mejor de lo que podría pensarse.

Cogí un pequeño recipiente de leche vaporizada de la nevera que tenía a mi derecha. Encima de la misma había un par de tazas limpias, que llené cuando el café estuvo listo. Nikki cogió la suya y me dio las gracias en voz baja.

—Se lo habrán dicho muchas veces —añadió—, pero la verdad es que yo no maté a Laurence; y quiero que averigüe usted quién lo hizo.

—¿Por qué ha esperado tanto? Habría podido iniciar una investigación desde la cárcel y se habría ahorrado quizás una temporada.

Esbozó una ligera sonrisa.

—He afirmado mi inocencia durante años. ¿Quién podía creerme? Perdí la credibilidad desde el instante mismo en que se me condenó. Quiero recuperarla. Y quiero saber por culpa de quién me encerraron.

Había creído que tenía los ojos oscuros, pero en aquel momento me di cuenta de que los tenía de un gris metálico. Tenía una expresión apática y algo deprimida, como si se le estuviera apagando alguna luz interior. No se hacía muchas ilusiones, por lo visto. Yo no había creído en su momento que fuese culpable, pero ya no recordaba el motivo de mi convicción. Parecía una mujer exenta de emociones y no me la imaginaba preocupada o interesada hasta el extremo de llegar al asesinato.

—¿Le importaría darme alguna información?

Tomó un sorbo de café y depositó la taza en el borde de la mesa.

—Estuve casada con Laurence cuatro años; bueno, algo más. Seis meses después de casarnos me fue infiel. No sé por qué me lo tomé tan a la tremenda. En realidad fue así como nos conocimos, él no se había divorciado aún de su primera mujer y le fue infiel conmigo. Hay una especie de egocentrismo en el hecho de ser la querida de un hombre casado, digo yo. De cualquier modo no esperaba verme en la misma situación que su mujer, situación que, la verdad, no me gustó nada en absoluto.

—Por eso lo mató usted, según el fiscal.

—Hacía falta un culpable. Y fui yo —dijo con la primera muestra de vitalidad que le veía—. He convivido estos ocho años con homicidas de todas clases y, puede usted creerme, el motivo no es nunca el aburrimiento. Se mata a quien se odia, se mata en un arrebato de ira, se mata por venganza, pero no matamos a quien nos resulta indiferente. Cuando murió Laurence, ya no me importaba un comino. Me desenamoré de él en cuanto supe lo de la otra. Me costó algún tiempo hacerme a la idea…

—¿Es eso lo que aparecía en el diario? —pregunté.

—Al principio tomaba nota de todo. Pormenorizaba todas sus citas clandestinas. Espiaba las llamadas telefónicas. Lo seguía a todas partes. Luego empezó a ser más cauteloso y yo fui perdiendo el interés. Hasta que me importó una mierda.

Las mejillas se le habían puesto coloradas y le concedí unos instantes para que recuperase la compostura.

—Todo parecía indicar —añadió— que lo había matado yo en un ataque de furia o por culpa de los celos, pero a mí ya no me importaba esa historia. Cuando murió, lo único que yo quería era reanudar mi vida. Quería volver a estudiar, tener un trabajo propio. Él hacía su vida y yo quería seguir la mía… —la voz se le convirtió en un susurro inaudible.

—¿Quién cree usted que lo mató?

—Eran muchos los que querían verle muerto. Que lo mataran o no es cuestión aparte. Quiero decir que podría formular un par de hipótesis, pero no tengo ninguna prueba. Por eso estoy aquí.

—¿Y por qué acude a mí?

Volvió a ruborizarse un tanto.

—Probé en las dos principales agencias de la ciudad y me dieron con la puerta en las narices. Tropecé con el nombre de usted en una antigua agenda de Laurence. Me pareció que había un poco de ironía en el hecho de contratar a una persona que había contratado él anteriormente. Tuve que hacer algunas averiguaciones sobre usted. Consulté a Con Dolan, de Homicidios.

—Fue él quien llevó el caso, ¿no? —dije con el ceño fruncido.

—En efecto —dijo, asintiendo con la cabeza—. Me dijo que tenía usted una memoria fabulosa. No quiero tener que explicarlo todo desde el principio.

—¿Qué me dice de Dolan? ¿Piensa que es usted inocente?

—Lo dudo, pero como yo ya he cumplido, ¿qué más le da a él?

La observé durante unos segundos. Se expresaba con determinación y lo que decía parecía lógico. Laurence Fife había sido un sujeto difícil. No era precisamente simpatía lo que había despertado en mí. Si ella era culpable, no entendía por qué quería remover todo otra vez. Su calvario había terminado y, salvo por lo que le quedase de libertad condicional, había saldado su deuda con la sociedad, como suele decirse.

—Deme algo de tiempo para pensármelo —le dije—. La llamaré hoy mismo y se lo haré saber.

—Se lo agradecería. Tengo dinero. No me importa lo que me cueste.

—Señora Fife, yo no quiero cobrar por solucionar rompecabezas antiguos. Aunque averiguásemos quién lo hizo, tendríamos que presentar una acusación efectiva y no creo que sea fácil después de tanto tiempo. Me gustaría consultar los archivos, a ver qué encuentro.

Cogió el bolso de cuero, de gran tamaño, y sacó una carpeta marrón.

—He traído algunos recortes de periódico. Se los puedo dejar, si usted quiere. Ese es el número al que me puede llamar.

Nos dimos la mano. La tenía fría y ligera, pero el apretón fue firme.

—Llámeme Nikki. Por favor.

—La telefonearé —dije.

Tenía que hacer fotos de la grieta de una acera, para comprobar una reclamación contra la compañía de seguros, así que salí del despacho poco después que ella, cogí el Volkswagen y me metí en la autopista. Me gusta llenar los coches de trastos y aquel estaba lleno de fichas y libros jurídicos, más la cartera donde guardaba la automática, cajas de cartón y una lata de aceite para el motor que me había regalado un cliente. Le habían tomado el pelo dos artistas del timo que le habían «dejado» invertir en su empresa dos de los grandes. El aceite era de verdad, pero no de ellos; se trataba de aceite Sears con la etiqueta cambiada. Me había costado día y medio dar con ellos.

Además de la basura mencionada, llevo un maletín con cuatro cosas por si por una de aquellas no puedo dormir en casa. No trabajaría para nadie que me diese tanta prisa, pero me siento más segura si tengo a mano un camisón, un cepillo de dientes y unas bragas limpias. Supongo que son mis pequeñas manías. El VW es un 68, uno de esos amorfos modelos beige con abolladuras de todos los tamaños. Necesita una revisión, pero nunca tengo tiempo.

Pensé en Nikki mientras conducía. Había abierto la carpeta marrón de los recortes en el asiento contiguo, aunque en realidad no me hacía falta mirarlos. Laurence Fife se había especializado en divorcios y en los juzgados tenía fama de matador. Frío, metódico y carente de escrúpulos, se aprovechaba de todo lo que podía.

En California, como en muchos otros estados, los únicos motivos legalmente válidos para divorciarse son las diferencias irreconciliables y la locura irreversible, lo que descarta la posibilidad de recurrir a las prefabricadas acusaciones de adulterio que constituían la columna principal de los abogados y detectives de antaño. Queda en el aire sin embargo el problema de las propiedades y la custodia —dinero e hijos—, y Laurence Fife sabía conseguir para sus clientes cualquier cosa que se propusiera. Casi siempre se trataba de mujeres. Fuera de estrados tenía reputación de matador en un sentido diferente y se decía que había arreglado muchos corazones rotos en ese difícil período que discurre entre la sentencia interlocutoria y la definitiva.

A mí me parecía un individuo astuto, casi sin sentido del humor, pero riguroso; un hombre para el que resultaba fácil trabajar porque sus instrucciones eran claras y pagaba por adelantado. Por lo visto le odiaba mucha gente: los hombres por las tarifas que cobraba, las mujeres porque traicionaba su confianza. Cuando murió tenía treinta y nueve años.

Que a Nikki se la hubiera acusado, procesado y condenado se debió simplemente a una sucesión de golpes de mala suerte. Salvo en los casos en que se ve con claridad que ha intervenido un maníaco homicida, la policía prefiere creer que los asesinatos los cometen las personas que conocemos y amamos, y casi siempre tiene razón: una idea que pone los pelos de punta cuando se cena con una familia numerosa. Un montón de asesinos en potencia pasándose bandejas y platos.

Por lo que yo recordaba, Laurence Fife había estado tomándose unas copas con su socio Charlie Scorsoni la noche del crimen. Nikki había acudido a una asamblea de las Juventudes Femeninas. Volvió a casa antes que Laurence, que llegó a eso de medianoche. Tomaba medicamentos para un sinfín de alergias y antes de meterse en la cama engulló la cápsula de rigor. No habían pasado dos horas cuando despertó con mareos, vómitos y doblado en dos a causa de los fuertes dolores que sentía en el estómago. Murió de madrugada.

La autopsia y los análisis del laboratorio revelaron que había fallecido por ingestión de adelfas molidas en polvo muy fino e introducidas en la cápsula en substitución del medicamento: no había sido un truco genial, pero había surtido efecto. La adelfa es un arbusto muy corriente en California. Había una en el patio trasero de los Fife, dicho sea de paso. En el frasco se encontraron huellas dactilares de los dos cónyuges. Entre las pertenencias de Nikki se descubrió un diario, algunos de cuyos pasajes revelaron que la esposa se había enterado de las actividades adulterinas del marido, que estaba muy furiosa y resentida y que acariciaba la idea del divorcio.

El fiscal del distrito dictaminó con lógica aplastante que nadie se divorciaba de Laurence Fife sin pagar por ello. Ya se había casado y divorciado en una ocasión, y, aunque el caso lo había llevado otro colega, su influencia se había hecho notar. Había obtenido la custodia de los hijos y se las había arreglado para salir adelante en materia económica. Las autoridades del estado de California son muy escrupulosas a la hora de repartir los bienes, pero Laurence Fife sabía manejar tan bien el dinero que incluso un reparto al cincuenta por ciento le daba a él la parte del león. Parecía como si Nikki Fife hubiera tenido mejores cosas que hacer que separarse del marido por la vía legal y hubiese buscado otro medio.

Tenía el motivo. Tenía la oportunidad.

El gran jurado verificó las pruebas y formuló la acusación. Una vez que la acusada estuvo en la sala de autos, todo consistió en ver quién convencía a los doce ciudadanos del jurado. El fiscal del distrito, por lo que parece, se sabía la lección y había hecho los deberes. Nikki contrató a Wilfred Brentnell, de Los Ángeles, un manitas de la jurisprudencia que tenía fama de campeón de las causas perdidas. En cierto modo fue casi como admitir su culpabilidad. Todo el proceso discurrió en un clima de sensacionalismo. Nikki era joven. Era guapa. Sus padres tenían dinero. La gente sentía curiosidad y la ciudad era pequeña. Todo era demasiado interesante para perdérselo.