CAPÍTULO XII

Mente y pensamiento

¿Hay correspondencia entre las mentes?

AHORA QUE YA hemos trazado una hipótesis acerca de la existencia de subsistemas cerebrales activos de muy alto nivel (los símbolos), podemos regresar al tema de un posible isomorfismo, al menos parcial, entre dos cerebros. En lugar de interrogarnos sobre un isomorfismo en el nivel neural (el cual, seguramente, no existe), o en el nivel macroscópico de los subórganos (el cual, seguramente, existe, pero no nos ilumina mucho), nos planteamos la posibilidad de un isomorfismo entre cerebros en el nivel simbólico: una correspondencia que no sólo vincule entre sí los símbolos de cada uno de los cerebros, sino también los respectivos patrones de desencadenamiento. Esto significa que los símbolos correspondientes están conectados, dentro de cara cerebro, en formas que también son correspondientes entre cerebro y cerebro. Esto sería un verdadero isomorfismo funcional: el mismo tipo de isomorfismo del que hablamos cuando tratamos de caracterizar qué es lo invariante entre todas las mariposas.

Está claro, desde el principio, que semejante isomorfismo no existe entre ningún par de seres humanos. Si existiera, los pensamientos de éstos no podrían diferenciarse; para que esto fuese así. Empero, esos seres deberían tener memorias completamente indiferenciables, lo cual implicaría que han tenido que vivir una y la misma existencia. Ni siquiera los gemelos idénticos se aproximan, en la más remota medida, a este ideal.

¿Y en un mismo individuo? Cuando uno relee cosas que escribió pocos años atrás, piensa “qué malo es esto”, y le sonríe divertido a la persona que uno fue entonces. Mucho peor es cuando uno hace lo mismo con respecto a una cosa escrita hace cinco minutos. Que esto ocurra demuestra que uno no comprende por completo a la persona que se era minutos atrás. El isomorfismo entre el cerebro de ahora y el cerebro de entonces es imperfecto. ¿Qué pasará, pues, con los isomorfismos entre personas distintas, entre especies distintas…?

La otra cara de la moneda consiste en el poder de la comunicación que surge entre los extremos más disímiles que se pueda concebir. Pensemos en las barreras que se dejan atrás cuando se lee la poesía escrita en la cárcel por François Villon, el poeta francés del siglo quince. Otro ser humano, en otra época, encerrado en una prisión, hablando otro idioma… ¿Cómo podemos confiar en apreciar el sentido de las connotaciones que se ocultan tras la fachada de sus palabras, cuando son traducidas a nuestra lengua? Sin embargo, surge de allí una gran riqueza de significación.

FIGURA 70. Una diminuta porción de la “red semántica” del autor.

Así, por una parte, podemos abandonar toda esperanza de encontrar un software exactamente isomórfico entre seres humanos, pero por otra no hay duda de que algunas personas piensan de modo más semejante, entre sí, que otras. Parecería obvio concluir que existe alguna suerte de isomorfismo parcial entre softwares, el cual asocia los cerebros de las personas cuyo estilo de pensamiento es similar; en particular, que hay una correspondencia entre, 1) el repertorio de símbolos, y 2) los patrones de desencadenamiento de símbolos.

La comparación de redes semánticas distintas

¿Y qué es un isomorfismo parcial? Ésta es una pregunta extraordinariamente difícil de responder. Tal dificultad se ve agravada, inclusive, por el hecho de que nadie ha descubierto una forma adecuada de representación de la red de símbolos y de sus patrones de desencadenamiento. A veces se han trazado diseños de partes reducidas de tales redes de símbolos, donde cada uno de éstos es representado por nódulos, desde y hacia los cuales parten y llegan ciertos arcos. Las líneas representan relaciones de desencadenamiento… en algún sentido. Estas figuras intentan capturar algo de la noción, perceptible intuitivamente, de “parentesco conceptual”. No obstante, hay muchos géneros distintos de parentesco, y en diferentes contextos son pertinentes diferentes parentescos. La figura 70 muestra una diminuta porción de mi propia “red semántica”. El problema reside en que la representación de una interdependencia compleja de muchos símbolos no se puede elaborar fácilmente con sólo algunas líneas que relacionen nódulos.

Otro problema de un diagrama de este tipo es que no es correcto considerar un símbolo simplemente como “encendido” o “apagado”. Esto es válido con respecto a las neuronas, pero no se lo puede extender a los grupos que ellas forman. En este aspecto, los símbolos son enormemente más complicados que las neuronas; los mensajes intercambiados entre símbolos son más complejos que la sola información “ahora estoy activado”. Se trata de algo muy semejante a los mensajes de nivel neuronal; cada símbolo puede ser activado de muy diferentes maneras, y el tipo de activación que se cumpla influirá en la determinación de cuáles otros símbolos buscará activar. Cómo pueden representarse de manera gráfica estas entremezcladas relaciones de desencadenamiento —si es que, en definitiva, ello es posible— no es una cosa que esté clara.

Pero supongamos por un momento que el problema ha sido resuelto. Imaginemos que estamos de acuerdo en que existen diseños de nudos, conectados por líneas (agreguemos que aparecen en diversos colores, de modo que los distintos tipos de parentesco conceptual puedan ser distinguidos entre sí), que capturan con precisión el modo en el cual los símbolos desencadenan otros símbolos. Luego, ¿bajo qué condiciones sentiríamos que dos de tales diseños son isomórficos, o casi isomórficos? Ya que estamos tratando con una representación visual de la red de símbolos, examinemos un problema visual análogo. ¿Cómo haríamos para determinar si dos telarañas han sido tejidas por arañas pertenecientes a la misma especie? ¿Trataríamos de identificar los vértices que se corresponden con exactitud, y a partir de allí trazar una proyección exacta de una tela sobre otra, vértice por vértice, hilo por hilo, quizá hasta ángulo por ángulo? Pero se trataría de un esfuerzo inútil. Dos telarañas jamás son exactamente iguales; sin embargo, hay algo como un “estilo” o “forma”, o lo que se prefiera, que marca inexorablemente la telaraña de una especie determinada.

En toda estructura semejante a una red, como lo es una telaraña, pueden observarse atributos localizados y atributos globales. Los primeros necesitan solamente de un observador muy miope, es decir, de un observador que puede ver únicamente un vértice por vez; los segundos requieren solamente de una visión amplia, que no se detenga en los detalles. Así, la forma de una telaraña, en su conjunto, constituye un atributo global, en tanto que la cantidad promedio de líneas que se reúnen en un vértice constituye un atributo local. Demos por supuesto que el criterio más razonable para que podamos considerar “isomórficas” dos telarañas sea el de que hayan sido tejidas por arañas de la misma especie; será interesante entonces preguntarse qué clase de observación —local o global— nos guiará con mayor seguridad para determinar si dos telarañas son isomórficas. Dejaremos sin responder el interrogante relativo a las telarañas, y volveremos al relativo a la cercanía —o isomorfidad, si se quiere— entre dos redes simbólicas.

Las traducciones del “Jabberwocky”

Imaginemos a hablantes nativos de inglés, francés, alemán y español, todos los cuales tienen un excelente dominio de sus respectivas lenguas maternas y todos los cuales gustan de los juegos de palabras en cada una de sus lenguas. Sus redes de símbolos, ¿serán similares en un nivel local o en un nivel global? ¿Tiene sentido interrogarse sobre semejante cosa? Nuestra pregunta adquiere carácter concreto cuando observamos las traducciones precedentes del famoso “Jabberwocky”, de Lewis Carroll.

He elegido este ejemplo porque muestra, quizá mejor que un ejemplo formulado en prosa corriente, el problema de tratar de hallar “el mismo nódulo” en dos redes diferentes que son, en determinado nivel de análisis, extremadamente no isomórficas. Tratándose de lenguaje corriente, la tarea de traducir es más directa ya que, generalmente, para cada palabra o expresión del idioma original puede encontrarse la palabra o expresión correspondiente en el otro idioma. En un poema de este género, por el contrario, muchas “palabras” no contienen una significación de tipo habitual sino que actúan exclusivamente como estimuladoras de símbolos contiguos; y lo que es contiguo en un idioma puede ser remoto en otro.

Así, en el cerebro de un hablante nativo del inglés, “slithy” activa, probablemente, símbolos tales como “slimy” (viscoso), “slither” (resbalar), “slippery” (resbaladizo, también evasivo), “lithe” (flexible, también fino, delgado), y “sly” (taimado), en grados variables de extensión. ¿En el cerebro de un francés, “lubricilleux” produce algo que se corresponde con eso? Y, por cierto, ¿en qué consistirá “algo que se corresponde”?, ¿en activar símbolos que sean traducciones corrientes de aquellas palabras?, y ¿qué pasa si no hay palabra alguna, existente o inventada, que cumpla esa función?, ¿o si existe una, pero de aspecto muy erudito y alatinado (“lubricilleux”), y no cotidiana y anglosajona (“slithy”)?

Un rasgo interesante de la versión francesa es su transposición a tiempo presente. Conservar el pasado del texto original habría hecho necesarios ciertos giros expresivos poco naturales y, además, el tiempo presente tiene mucha más vivacidad que el pasado, en francés. El traductor intuyó que el presente sería “más adecuado” —en cierto sentido mal definido pero inescapable— e hizo la sustitución. ¿Quién puede decir si hubiera sido mejor respetar el tiempo verbal del original?

En la versión alemana, aparece la jocosa expresión “er an-zu-denken-fing”; no se corresponde con ninguna del original inglés. Es una inversión juguetona de palabras, cuyo tono recuerda vagamente la expresión inglesa “he out-to-ponder set” (se a reflexionar puso), si es que puedo aventurarme a traducir al revés. Lo más probable es que este gracioso trastrueque de palabras haya sido inspirado por la análoga inversión juguetona de la linea inmediatamente anterior del original: “So rested he by the Tumtum tree”. Esto sería lo correspondiente, pero no se corresponde.

Entre paréntesis, ¿por qué el “Tumtum tree” se transforma en un “arbre Té-té” en francés? Dejo esto para que lo resuelva el lector.

La palabra “manxome” del original, cuya “x” le incorpora armónicos muy sugerentes, ha sido opacamente vertida al alemán a través de “manchsam”, la cual se vueltatraduciría al inglés como “maniful”. En “manscant”, de la versión francesa, también faltan los múltiples armónicos de “manxome”.

La versión española, por su parte, aparece como la más libre de todas (como si “libre” fuera un concepto que pudiera aplicarse inequívocamente en este caso). Por ejemplo, en lugar de una correspondencia fonética con el original, se ha optado por una traducción en un plano más semántico. Así, el “Jabberwock” se transforma en el “Galimatazo”, mientras que el “Bandersnatch” pasa a ser el “Zamarrajo”. Las sensaciones evocadas en cada caso, ¿se mantienen o sufren también un cambio? Por otra parte, la rima final entre las líneas ha sido sustituida por una suerte de rima interna entre las raíces de las palabras, tal como en un trabalenguas. Éste es el caso, por ejemplo, de “agiliscosos-giroscaban” o de “mientras-momio-murgiflaba”. Entre paréntesis, “agiliscosos” (recombinación entre “ágil” y viscoso) tiene también el aire cotidiano de “slithy”. El interés de esta clase de análisis es inacabable.

Cuando se examina un ejemplo de este tipo, se comprende que es totalmente imposible realizar una traducción exacta. Sin embargo, aun en un caso tan patológicamente difícil como éste, pareciera que es posible obtener cierta equivalencia aproximada. ¿Por qué ocurre ello, si realmente no hay ningún isomorfismo entre los cerebros de las personas que leen las diferentes versiones? La respuesta es que existe un isomorfismo genérico, en parte global, en parte local, entre los cerebros de todos los lectores de las distintas versiones.

LA

Una divertida fantasía geográfica hará más fácil de intuir esta clase de cuasi isomorfismo. (Dicho al margen, esta fantasía es en alguna medida similar a la analogía geográfica imaginada por M. Minsky en su artículo sobre “marcos”, incluido en el libro de P. H. Winston, The Psychology of Computer Vision). Supongamos que se nos entrega un extraño atlas de América Latina (AL), donde están señalados todos los rasgos geológicos habituales, o sea, ríos, montañas, lagos, etc., pero donde no se ha escrito ni una sola palabra. Los ríos están indicados por líneas azules, las montañas por ciertos colores, y así por el estilo. Se nos dice, a continuación, que debemos convertirlo en un atlas carretero, con vistas a un viaje que emprenderemos a la brevedad. Tenemos que insertar correctamente los nombres de todos los países, sus límites, su horario, luego seguir con todas las provincias, ciudades, poblaciones, todas las carreteras que atraviesan zonas pobladas, las carreteras públicas, las de peaje, todos los caminos locales, todos los parques estatales y nacionales, los sitios donde se puede acampar, los lugares paisajísticos, diques, aeropuertos, etc… Todo esto debe ser cumplido en el mismo nivel en que aparecería en un detallado atlas carretero. Y sin más auxilio que la propia memoria: no se nos permitirá buscar ninguna información mientras dure la tarea.

Nuestra misión es trabajar en forma completa, clara y actualizada, a fin de obtener el mapa más veraz que nos sea posible. Por supuesto, comenzaremos por las grandes ciudades y las carreteras principales que conocemos. Y cuando agotemos nuestro conocimiento concreto de un país, nos valdremos de nuestra imaginación para ayudarnos a reproducir, cuando menos, el espíritu de ese país, ya que no su geografía real, e incluiremos así nombres ficticios de ciudades, poblaciones ficticias, caminos ficticios, parques turísticos ficticios, etc. Esta ardua tarea nos insumirá meses. Para hacer las cosas más fáciles, podríamos tener un cartógrafo a nuestra disposición para que inscriba todo pulcramente. El resultado final será un mapa personal de “Latino Alternamérica”, nuestra propia “LA”.

Esta LA personal será muy semejante a AL en las regiones en que hemos vivido. Además, cualquiera de los lugares a los que hayamos viajado, o cuyos mapas hayamos examinado con interés, aparecerán en nuestra LA mostrando puntos de notable acuerdo con AL: algunas pequeñas poblaciones de Brasil o de Uruguay, quizá, o toda el área metropolitana de Santiago de Chile, podrían estar fielmente reproducidas en nuestra LA.

Una inversión sorprendente

Cuando hemos completado nuestra LA, se produce una sorpresa. Mágicamente, el continente que hemos diseñado se hace realidad y somos transportados a él. Una amable delegación nos obsequia un automóvil del tipo que más nos gusta y nos explica que, “Como recompensa a su esfuerzo, puede usted gozar ahora de un viaje con todos los gastos pagados, a su entera comodidad, por todo el territorio de esa vieja y querida LA. Puede ir a donde quiera, hacer lo que desee y emplear todo el tiempo que se le ocurra. Felicitaciones de la sociedad Geográfica de LA. Y —para que le sirva como guía— aquí tiene un atlas carretero”. Para nuestro asombro, no nos entregarán el atlas que elaboramos, sino un atlas carretero normal de AL.

Cuando emprendamos el viaje, sucederá toda clase de curiosos incidentes. Estaremos utilizando un atlas carretero que se ajusta sólo parcialmente al país que atravesamos. Mientras no abandonemos las carreteras principales, probablemente podamos circular sin graves confusiones, pero en cuanto nos metamos en los caminos interiores de Honduras o de Nicaragua, se nos acumularán las aventuras. Los pobladores no identificarán ninguna de las ciudades que buscamos, ni conocerán las rutas por las cuales les preguntemos. Sólo conocerán las ciudades importantes que nombremos, y aun en este caso las vías para llegar a ellas no coincidirán con las señaladas en nuestro mapa. De vez en cuando, sucederá que algunas ciudades consideradas muy grandes por las gentes locales no existirán en nuestro mapa de AL; o tal vez existen, pero señaladas en el atlas con una cantidad de habitantes sumamente errónea.

Centralidad y universalidad

¿Qué es lo que hace a una LA y a AL, tan diferentes en algunos sentidos, tan similares, sin embargo? El hecho de que sus ciudades y vías de comunicación más importantes pueden ser calcadas entre sí. Las diferencias radican en las rutas menos transitadas, en las poblaciones de menor magnitud, etc. Algunas correspondencias abarcarán inclusive el nivel verdaderamente local: por ejemplo, en las dos Santiago de Chile la calle principal puede que sea la Alameda, y en ésta quizá haya una Estación Central, también en ambas; pero es posible que no haya coincidencia en cuanto a una ciudad en particular en ambos Uruguay. Luego, la distinción entre local y global no tiene pertinencia en este caso. Lo pertinente es la centralidad de la ciudad, en función de la economía, las comunicaciones, los transportes, etc. Cuanto más importante es una ciudad, en alguno de esos aspectos, mayor certidumbre hay de que aparecerá tanto en LA como en AL.

En esta analogía geográfica, hay un rasgo altamente crucial: existen ciertos puntos de referencia definidos y absolutos, que aparecerán prácticamente en todas las LA que se diseñen: Río de Janeiro, Ciudad de México, Buenos Aires, etc. A partir de ellos es posible orientarse. En otras palabras, si comienzo a comparar mi LA con el de otra persona, puedo basarme en el acuerdo consabido acerca de las grandes urbes para establecer puntos de referencia que me permitan comunicar la ubicación de ciudades más pequeñas de mi LA. Y si planeo un viaje desde Guabito a Pandora, y la otra persona ignora dónde están esos sitios, puedo orientarla haciendo referencia a algo que tengamos en común. Y si hablo de un viaje desde Asunción hasta La Paz, puedo utilizar diferentes carreteras o rutas menos importantes, pero el viaje mismo puede ser realizado en los dos continentes. Y si se me describe un viaje entre Tiquisate y Atiquizaya, puedo diagramar lo que creo es un viaje análogo en mi LA, aunque no haya en éste poblaciones con esos nombres, ya que seré orientado constantemente mediante la descripción, por parte de mi interlocutor, de su posición con respecto a las ciudades más grandes de las cercanías, las cuales estarán señaladas tanto en mi LA como en la suya.

Mis carreteras no serán exactamente como las de él, pero, utilizando nuestros mapas individuales, los dos podemos movemos de una región del continente en particular a otra. Ello es posible gracias a los hechos geológicos externos, ya establecidos: cadenas montañosas, cursos de agua, etc.; todos contamos con estos hechos cuando hicimos nuestros mapas. Sin estos elementos externos, careceríamos de toda posibilidad de tener puntos de referencia comunes. Por ejemplo, si a una persona se le entrega solamente un mapa de Francia, y a otra un mapa de Alemania, y luego ambas los completan con gran detalle, no habrá forma de hallar “el mismo lugar” en los dos países ficticios. Es imprescindible partir de condiciones externas idénticas; de otro modo, no se obtendrá ninguna equivalencia.

Ahora que hemos llevado bien lejos nuestra analogía geográfica, volvamos al interrogante del isomorfismo entre cerebros. El lector puede muy atinadamente preguntarse por qué todo este asunto de los isomorfismos cerebrales ha sido tan enfatizado. ¿Qué importa si dos cerebros son isomórficos, o cuasi isomórficos, o no isomórficos en absoluto? La respuesta es que apreciamos, intuitivamente, que a pesar de las diferencias existentes entre nosotros y el resto de las personas en importantes aspectos, ellas son “lo mismo” que nosotros en algunos aspectos profundos e igualmente importantes. Sería instructivo poder puntualizar en qué consiste este núcleo invariante de la inteligencia humana, y luego poder describir las clases de “ornamentos” que es factible agregar a aquél, los cuales hacen de cada uno de nosotros una personificación única de esa abstracta y misteriosa cualidad llamada “inteligencia”.

En nuestra analogía geográfica, las ciudades y las poblaciones son análogas a los símbolos, mientras que los caminos y carreteras son análogos a las líneas de desencadenamiento potencial. La circunstancia de que todas las LA tengan cosas en común, como la Costa del Pacífico, la Costa del Atlántico, la Costa del Caribe, la Cuenca del Amazonas, la Cordillera de los Andes, y muchas de las ciudades y vías de comunicación principales, es análoga a la circunstancia de que todos somos obligados, por realidades externas, a construir determinados símbolos de clase y líneas de desencadenamiento en la misma forma. Estos símbolos nucleares son como las grandes urbes, a las cuales quienquiera puede referirse sin ambigüedad. (Entre paréntesis, el hecho de que las ciudades sean entidades localizadas no debe entenderse de ninguna manera como indicativo de que los símbolos, en el cerebro, son pequeñas entidades semejantes a un punto. Únicamente son simbolizados de tal manera en una red).

Lo cierto es que una gran parte de la red de símbolos de todo ser humano es universal. Ocurre simplemente que damos tan por supuesto lo que nos es común a todos, que se hace difícil ver cuánto tenemos en común con el resto de las personas. Hace falta el esfuerzo consciente de imaginar cuánto —o cuán poco— tenemos en común con otras entidades, tales como las piedras, los automóviles, los restaurantes, las hormigas, etc., para hacer evidente la gran cantidad de similitudes que tenemos con gentes elegidas al azar. Lo que advertimos inmediatamente en otra persona no es la similitud de patrones, porque la damos por supuesta en cuanto reconocemos el carácter humano de la otra persona; por el contrario, dirigimos nuestra atención más allá del patrón similar, y por lo común encontramos algunas diferencias salientes, así como también alguna inesperada similitud adicional.

A veces, nos encontramos con una persona que carece de algo que creíamos formaba parte del núcleo estándar mínimo: como si Río de Janeiro estuviera ausente en alguna LA, lo cual es prácticamente inimaginable. Por ejemplo, alguien que no sepa qué es un elefante, o quién es el Papa, o que la Tierra es redonda. En estos casos, la red simbólica de esa persona tiene que ser tan fundamentalmente distinta a la nuestra que toda comunicación significativa con ella se verá dificultada. Por otra parte, tal vez esa misma persona comparta con nosotros algún tipo de conocimiento especializado —digamos una cierta pericia en el juego de dominó— de modo que podemos comunicamos perfectamente dentro de un campo limitado. Esto sería como encontrarse con alguien que provenga exactamente de la misma zona rural de Chile que nosotros, de modo que su LA y la nuestra coincidirán muy detalladamente en cuanto a una muy pequeña región, lo cual nos permitirá describir allí con gran facilidad cómo ir de un lugar a otro.

¿En qué medida el lenguaje y la cultura encauzan el pensamiento?

Si ahora volvemos a comparar nuestra propia red simbólica con la de un francés y un alemán, podemos decir que confiamos en que ellos tengan el núcleo estándar de símbolos de clase, a pesar de las diferentes lenguas maternas. No esperamos compartir con ellos redes altamente especializadas, pero tampoco lo hacemos con respecto a personas de nuestra misma lengua, tomadas al azar. Los patrones de desencadenamiento de los hablantes de otros idiomas serán en alguna medida diferentes de los nuestros, pero los principales símbolos de clase, y las principales rutas que los conectan entre sí, son universalmente accesibles; por ello las rutas secundarias pueden ser descriptas con referencia a los elementos principales.

Ahora bien, cada uno de nuestros tres sujetos puede tener, además, cierto dominio de los idiomas de los dos restantes. ¿Qué es lo que caracteriza la diferencia entre la verdadera fluidez y una simple capacidad de comunicarse? En primer lugar, quien se expresa fluidamente en inglés utiliza la mayoría de las palabras dentro de una frecuencia que es, aproximadamente, la común. Un hablante no nativo extraerá ciertas palabras de diccionarios, novelas o lecciones: palabras que en algún momento pudieron ser prevalecientes o preferibles, pero cuya frecuencia se ha hecho ahora mucho menor; por ejemplo, “gabán” en lugar de “chaqueta”, “botica” en lugar de “farmacia”, etc. Pese a que la significación, por lo común, se comunica, la elección de palabras inusuales transmite una nota de ajenidad.

Supongamos, no obstante, que un extranjero aprende a emplear todas las palabras dentro de frecuencias que son, aproximadamente, las normales, ¿dará eso verdadera fluidez a su expresión? Es probable que no. En un nivel más alto que el de la palabra hay un nivel asociativo, el cual se vincula estrechamente con la cultura en su conjunto: historia, geografía, religión, relatos infantiles, literatura, nivel tecnológico, etc. Por ejemplo, para estar en condiciones de hablar hebreo moderno de manera absolutamente fluida, es necesario conocer muy bien la Biblia en hebreo, porque el idioma reposa en un cúmulo de expresiones bíblicas y en sus connotaciones. Este nivel asociativo impregna muy profundamente todo idioma. Aun así, hay espacio para todo tipo de diversidades en el interior de la fluidez, ¡de otro modo, los únicos hablantes realmente fluidos serían aquellos cuyos pensamientos fuesen los más estereotipados!

Aunque debemos reconocer la profundidad con que la cultura afecta el pensamiento, no debemos sobrevaluar la influencia del lenguaje en el moldeamiento del pensamiento. Por ejemplo, nosotros hablaremos tal vez de dos “sillas” donde un hablante francés percibirá dos objetos de diferente clase: “chaise” y “fauteuil” (“silla” y “sillón”). Las personas cuyo idioma nativo es el francés tienen más presente esa diferencia que nosotros; ahora bien, la gente criada en zonas rurales tendrá más presente, digamos, la diferencia entre un potro y un potrillo que un habitante de la ciudad; éste se conformará con llamar a ambos “caballos”. No se trata, pues, de la diferencia en materia de lenguas maternas, sino entre culturas (o subculturas), lo que da origen a las distintas percepciones.

Las relaciones entre los símbolos de hablantes nativos de diferentes idiomas tienen todos los motivos para ser por completo similares, en la medida en que está involucrado el núcleo, porque esos hablantes viven, sin excepción, en el mismo mundo. Cuando se conocen aspectos más detallados de los patrones de desencadenamiento, se descubre que allí es menos lo que hay en común. En resumen, sería como comparar regiones del interior de Venezuela en varias LA que han sido elaboradas por personas que jamás han vivido en ese país. Pero esto pierde toda importancia, puesto que hay acuerdo con respecto a las ciudades y vías principales, con lo cual se tienen puntos comunes de referencia diseminados por el mapa entero.

Viajes e itinerarios en las LA

En la analogía LA he estado utilizando, sin hacerla explícita, una imagen del “pensamiento”, pues me he manejado bajo el supuesto implícito de que un pensamiento corresponde a un viaje. Las ciudades que se atraviesan representan los símbolos. No es una analogía perfecta, pero tiene mucho vigor. Adolece de un problema, consistente en que, cuando un pensamiento se reitera en la mente de alguien con la suficiente frecuencia, se articula en un bloque: en un concepto unitario. Esto se correspondería, en una LA, con un hecho por demás raro: un viaje que se efectúa a menudo se convierte, de alguna extraña manera, ¡en una nueva población o ciudad! Si uno va a seguir empleando la metáfora LA, tiene mucha importancia recordar que las ciudades representan no solamente los símbolos elementales, como los de “hierba”, “casa”, “automóvil”, sino también los símbolos que son generados como consecuencia de la capacidad de articular en bloques del cerebro: símbolos que representan conceptos elaborados, como por ejemplo “canon cangrejo”, “palíndroma” o “LA”.

Por otra parte, si se admite que la noción de efectuar un viaje es un equivalente muy adecuado de la noción de albergar un pensamiento, surge de inmediato la siguiente dificultad: prácticamente toda ruta que conduce de una ciudad a otra, luego a una tercera, etc., puede ser imaginada, en la medida en que uno recuerda determinadas ciudades, ubicadas en puntos intermedios, que también son atravesadas. Esto correspondería a la activación de una secuencia arbitraria de símbolos, uno tras otro, que incluyen algunos símbolos adicionales: los ubicados en el trayecto. Luego, si prácticamente puede ser activada cualquier secuencia de símbolos en cualquier orden que se desee, ello induce a creer que un cerebro es un sistema indiscriminado, que puede absorber o producir cualquier pensamiento, sea el que fuere. Pero sabemos que no es así. En realidad, hay ciertos tipos de pensamientos, a los cuales podemos llamar conocimientos, o creencias, cuya función es completamente diferente a la de las fantasías caprichosas, o los absurdos ocurrentes. ¿Cómo podemos caracterizar la diferencia existente entre sueños, pensamientos fugaces, creencias y piezas de conocimiento?

Recorridos posibles, potenciales y prepósteros

Hay algunos recorridos —podemos considerarlos así tanto en una LA como en un cerebro— que son seguidos rutinariamente para marchar desde un lugar a otro. Hay otros recorridos que sólo pueden transitarse si se es llevado de la mano por ellos; son “recorridos potenciales”, que son seguidos únicamente cuando surgen circunstancias externas especiales. Los recorridos en los que uno confía de modo habitual son los que incorporan conocimiento —hablo aquí no sólo de conocimiento de hechos (conocimiento declarativo), sino también del conocimiento del cómo hacer (conocimiento procedimental)—. Estos recorridos estables y seguros son lo que constituye el conocimiento. Con las creencias, surgen gradualmente piezas de conocimiento; aquéllas también están representadas por recorridos confiables, pero quizá un tanto más susceptibles de sustitución si, por decirlo de esta manera, se corta un puente o hay niebla muy densa. Esto nos afronta con las fantasías, las mentiras, las falsedades, los absurdos y otras variantes. La situación se corresponde con la de un itinerario tan peculiar como el siguiente: Quito, Ecuador, a Iquitos, Perú vía Cali, Colombia, y Manaos, Brasil. Se trata de recorridos posibles, por cierto, aunque sea muy improbable que los establezcamos como rutina para nuestros traslados habituales.

Este modelo involucra algo curioso y divertido: el hecho de que, en última instancia, todas esas clases “aberrantes” de pensamiento que mencionamos más arriba se componen por entero de creencias o de piezas de conocimiento. Es decir, toda tortuosa y extraña ruta indirecta se fragmenta en una gran cantidad de segmentos rectos, no tortuosos, no extraños; y tales rutas breves y directas de conexión de símbolos representan a los pensamientos simples en los que se puede confiar, o sea, creencias y piezas de conocimiento. Si se lo piensa bien, ello no nos debe sorprender, pues es perfectamente razonable que sólo podamos imaginar aquellas cosas ficticias que, de alguna manera, tienen su fundamento en las realidades de las cuales tenemos experiencias, por más desatinadamente que se aparten de éstas. Los sueños son, quizá, esos vagabundeos arbitrarios por la LA de nuestra mente. Desde el punto de vista local, tienen sentido; globalmente, sin embargo…

Diferentes estilos en la traducción de novelas

Un poema del tipo del “Jabberwocky” es como una excursión irreal dentro de una LA, saltando rápidamente de un estado a otro y siguiendo caprichosas rutas. Las traducciones comunican este aspecto del poema, más bien que la secuencia precisa de símbolos que son desencadenados, pese a que se esfuerzan todo lo posible por conseguir esto último. En prosa corriente no es común tal marcha a pasos agigantados; sin embargo, aparecen problemas similares de traducción. Supongamos que estamos traduciendo una novela del ruso al español, y nos topamos con una oración cuya versión literal sería, “Ella bebió un tazón de borscht”. Tal vez muchos de nuestros lectores no tengan ni idea de qué es el borscht; entonces traduciremos, “Ella bebió un tazón de sopa Maggi”. Si alguien cree que estoy exagerando en demasía, eche un vistazo a la primera oración del original ruso de Crimen y castigo, la novela de Dostoievski, y luego a unas pocas versiones inglesas diferentes. He tenido oportunidad de examinar tres versiones inglesas distintas, publicadas en ediciones corrientes, y me he encontrado con una curiosa situación, que comento de inmediato.

La primera oración incluye el nombre de una calle, “S. Pereulok” (así transliterado al español). ¿Qué significación tiene eso? Un lector atento de la obra de Dostoievski, y que conozca Leningrado (antes llamada “San Petersburgo”… ¿o deberíamos decir “Petrogrado”?), puede descubrir, mediante una minuciosa consulta del resto de la geografía del libro (la cual, dicho al paso, también es dada solamente a través de iniciales), que el nombre de la calle debe ser “Stoliarny Pereulok”. Es probable que Dostoievski deseara otorgarle realismo a su narración, pero no tanto como para que los lectores tomaran en forma literal la ubicación de los sitios donde se supone que ocurren el crimen y otros hechos. En cualquier caso, se presenta un problema de traducción o, para ser más preciso, se presentan varios problemas de traducción, situados en diferentes niveles.

En primer lugar, ¿debemos conservar la inicial, a fin de reproducir el aura de semi misterio que aparece ya en la primera oración del libro? Nosotros diríamos “Calle S.” (donde “calle” traduce en forma estándar a “pereulok”). Ninguno de los tres traductores adoptó esta solución, aunque uno de ellos optó por poner “Avenida S.”. La traducción de Crimen y castigo que leí cuando cursaba la enseñanza media había optado por una solución similar. Nunca olvidaré el sentimiento de desorientación que experimenté cuando empecé a leer la novela y me iba encontrando con esas calles identificadas con letras en lugar de nombres. Me invadió cierto malestar indefinible; estaba seguro de que se me escapaba algo esencial, pero no sabía qué… Llegué a la conclusión de que todas las novelas rusas eran sumamente raras.

Ahora podríamos ser francos con el lector (de quien se puede suponer que, probablemente, no va a tener la menor idea acerca de si, como quiera que sea, la calle es real o es ficticia…) beneficiándolo con nuestra erudición y escribiendo, en consecuencia, “Calle Stoliarny” (o “Avenida”). Ésta es la versión del traductor número 2, quien tradujo “Avenida Stoliarny”.

¿Y el número 3? Es el más interesante de los tres; su versión dice “Calle del Carpintero”. Ciertamente, ¿por qué no? Después de todo, “stoliar” significa carpintero, y “ny” es un sufijo adjetivador. Luego, podemos ahora imaginamos en Londres, no en Petrogrado, y en medio de una situación inventada por Dickens, no por Dostoievski. [¡Oh, no, qué contradicción más repelente a la Pluma de un Traductor! ¿No hubiera sido acaso más apropiado escribir “en Madrid” y “por Galdós” respectivamente? Espero que el lector comprenda el lío en que me ha metido el autor en esta sección, donde tengo que hacer una traducción de una traducción, y disculpe mi evidente inconsistencia.] ¿Esto es lo que estamos buscando? Tal vez deberíamos limitamos a leer una novela de Dickens, en lugar de una traducción de Dostoievski al inglés, con el fundamento de que aquélla “es la obra correspondiente en inglés”. Vista en la perspectiva de un nivel lo suficientemente elevado, una novela de Dickens es una “traducción” de Dostoievski: en realidad, ¡la mejor traducción que se pueda pedir! ¿Para qué necesitamos a Dostoievski?

Hemos transitado todo el camino que va desde los intentos por obtener una gran fidelidad al texto del autor hasta la posible traducción, en alto nivel, de su tono o estilo. Ahora bien, si esto sucede ya en la primera frase, es de imaginarse cómo serán las cosas en el resto del libro. ¿Qué ocurrirá con el pasaje donde la propietaria alemana comienza a gritar en su ruso con inflexiones alemanas? ¿Cómo trasladar al inglés chapurreos rusos enunciados con acento alemán?

Se puede también considerar el problema que plantea la traducción del caló y de los modos coloquiales de expresión: ¿se deberá buscar una expresión “análoga”, u optar por una traducción palabra por palabra? Si se elige lo primero, se correrá el riesgo de cometer un craso error del tipo “sopa Maggi”; pero si las expresiones idiomáticas son traducidas palabra por palabra, el inglés que surja sonará extraño. Quizá sea preferible así, pues la cultura rusa es una cultura extraña para los hablantes nativos del inglés; pero uno de estos hablantes que lea tal traducción experimentará en todo momento, gracias a los inusuales giros expresivos, un sentido —un sentido artificial— de ajenidad, que está fuera de las intenciones del autor y que no es experimentado por los lectores del original ruso.

Otro ejemplo interesante de la diferencia de estilos en la traducción es el caso de dos versiones en español del original inglés de un cierto libro que trata, entre otros temas, acerca de la autorreferencia. De particular interés es una sección donde el autor analiza los diferentes estilos en la traducción de novelas, valiéndose para ello del ejemplo de tres versiones inglesas distintas del original ruso de “Crimen y castigo” de Dostoievski. De este modo, describe la versión inglesa que cada uno de los tres traductores adopta para el nombre de la calle “S. Pereulok” (así transliterado al español) incluido en la primera oración de dicha novela. El caso es que, mientras el primer traductor al español mantiene el nombre inglés dado en cada oportunidad y agrega una nota a pie de página explicando lo que dichos nombres significan aproximadamente en español, el segundo traductor introduce directamente en el texto el equivalente aproximado en español de dichos nombres ingleses. Difícil es decir cuál de las dos versiones es la más fiel al original en este caso. Mientras que un lector de la primera versión se verá obligado a interrumpir su lectura recurriendo a una nota a pie de página para poder comprender dicha sección, un lector de la segunda versión se encontrará en la peculiar situación de tener que dotar de significado a afirmaciones contradictorias tales como que un cierto traductor anglosajón tradujo el nombre ruso “S. Pereulok” por el inglés… ¡“Calle del Carpintero”! ¿No hubiera sido acaso más apropiado describir dos o tres versiones españolas distintas de “Crimen y castigo”? O, en su defecto, ¿de algún otro libro (tal vez de uno que tratara, entre otros temas, acerca de la autorreferencia)? Quizás se pueda perdonar al segundo traductor si se considera que éste no sólo se disculpa de su evidente inconsistencia en un comentario agregado entre paréntesis, sino que inserta además un párrafo completo comentando, como un ejemplo interesante de los diferentes estilos en la traducción, las diferencias existentes entre su versión y otra versión en español en esa misma sección (una sección acerca de los diferentes estilos en la traducción de novelas, en aquel libro que trata, entre otros temas, acerca de la autorreferencia).

Problemas de esta índole son los que nos hacen vacilar cuando leemos afirmaciones como las que siguen, formuladas por Warren Weaver, uno de los principales defensores de la traducción por computadora, a fines de los años cuarenta: “Cuando miro un artículo escrito en ruso, digo: ‘Esto, realmente, está escrito en inglés, pero ha sido codificado en ciertos símbolos extraños. Procederé a decodificarlo’”.[1] Este concepto de Weaver no puede ser tomado en forma simplemente literal, sino como un modo provocativo de decir que, oculto en los símbolos, hay un significado que puede ser descripto objetivamente, o por lo menos, muy cercanamente a la objetividad, por lo cual, en consecuencia, no habría motivo para suponer que una computadora no lo puede desentrañar, si es adecuadamente programada.

Comparaciones de alto nivel entre programas

La afirmación de Weaver se refiere a traducciones entre diferentes lenguas naturales. Consideremos ahora el problema de la traducción entre dos lenguajes de computadora. Supongamos, por ejemplo, que dos personas han formulado programas que son procesados en distintas computadoras y deseamos saber si ambos programas cumplen la misma tarea. ¿Cómo lo averiguaremos? Debemos comparar los programas, pero ¿en qué nivel hacerlo? Quizá uno de los programadores utilizó un lenguaje de máquina, y el otro un lenguaje compilador. ¿Son comparables estos dos programas? Indudablemente, pero ¿cómo hacerlo? Un recurso posible consiste en compilar el programa de lenguaje compilador, produciendo así un programa en el lenguaje de máquina de su propia computadora.

Tenemos entonces dos programas en lenguaje de máquina. Pero surge otro problema: hay dos computadoras, y por consiguiente dos lenguajes de máquina diferentes, los cuales pueden llegar a ser muy diferentes. Es posible que una de las máquinas tenga palabras de dieciséis bits, y la otra de treinta y seis. Puede que una tenga sus instrucciones dispuestas en pila (meter y sacar) y la otra no. Las diferencias entre los hardwares respectivos pueden tener como resultado que los dos programas en lenguaje de máquina parezcan imposibles de comparar; sin embargo, sospechamos que están cumpliendo la misma tarea, y querríamos poner eso al alcance de un vistazo. Obviamente, estamos examinando los programas desde muy cerca.

Lo que necesitamos hacer es dar un paso atrás, tomar distancia con respecto al lenguaje de máquina y adoptar una perspectiva más elevada, más articulada en bloques. A partir de una visión panorámica de este género, esperamos estar en condiciones de percibir los bloques de programa que hacen que cada programa impresione como planeado racionalmente en una escala global, no local; es decir, los bloques que encajan entre sí de modo que se nos hace posible percibir los objetivos establecidos por el programador. Supongamos que ambos programas fueron originalmente formulados en lenguajes de alto nivel; contaremos entonces con alguna articulación en bloques ya hecha. Pero nos aguardan otras dificultades; hay una gran cantidad de tales lenguajes: Fortran, Algol, Lisp, APL y muchos otros. ¿Cómo haremos para comparar un programa formulado en APL con otro formulado en Algol? Ciertamente, no mediante la búsqueda de equivalencias línea por línea. Tendremos que someter a estos programas a una nueva articulación en bloques, en nuestra mente, tratando de hallar las unidades conceptuales y funcionales que se correspondan. De este modo, no estaremos comparando hardwares, ni tampoco softwares, sino “etéreo-wares”: los conceptos puros que están detrás del software. Hay cierta clase de “esqueleto conceptual” abstracto que debe ser desprendido de los bajos niveles antes de poder efectuar una comparación significativa entre dos programas formulados en diferentes lenguajes de computadora, o entre dos animales, o entre dos oraciones escritas en distintas lenguas naturales.

Esto nos remite a una pregunta que ya planteamos con relación a las computadoras y los cerebros: ¿cómo otorgarle sentido a una descripción de bajo nivel de una computadora o de un cerebro? ¿Existe, en algún sentido admisiblemente razonable, un medio objetivo de extraer una descripción de alto nivel a partir de una descripción de bajo nivel, en sistemas tan complicados? En el caso de una computadora, se puede disponer fácilmente de una exhibición completa de los contenidos de la memoria (un, así llamado, vaciamiento de la memoria). Generalmente, los vaciamientos son impresos en las primeras etapas de un trabajo de computación, cuando se presenta algún inconveniente con un programa; el programador debió entonces volver al principio y escudriñar minuciosamente, durante horas, el vuelco de la memoria, tratando de saber qué representa cada diminuta pieza de la memoria. En esencia, lo que hace un programador en esta situación es lo contrario de lo que hace un compilador: traduce un lenguaje de máquina a un lenguaje de más alto nivel, a un lenguaje conceptual. Como resultado final, el programador comprenderá cuáles son los objetivos del programa y podrá describirlos en términos de alto nivel, como por ejemplo, “Este programa traduce novelas del ruso al inglés”, o “Este programa compone fugas a ocho voces basadas en cualquier tema que se le proporcione”.

Comparaciones de alto nivel entre cerebros

Vamos ahora a analizar nuestra pregunta en lo que se refiere al cerebro. En este caso, vamos a plantearlo así: “¿También el cerebro de las personas es posible de ser ‘leído’ en un alto nivel? ¿Existe alguna descripción objetiva del contenido de un cerebro?”. En la Furmiga, el Oso Hormiguero sostiene que es capaz de decir qué está pensando Madame Cologne d’Or Migas, mediante la observación de la estampida de sus hormigas componentes. ¿Podría alguna clase de superentidad —un Oso Neuronero, digamos—, observar nuestras neuronas, articular en bloques lo que ve y producir un análisis de nuestros pensamientos?

Sin duda, la respuesta debe ser afirmativa, puesto que todos somos perfectamente capaces de describir, en forma de bloques (esto es, de modo no neural), la actividad de nuestros cerebros en un momento determinado. Esto significa que tenemos un mecanismo que nos permite articular en bloques, en un grado aproximativo, el estado de nuestro propio cerebro, y proporcionar una descripción funcional del mismo. Más precisamente, no vertimos en bloques todo el estado cerebral, sino las porciones del cerebro que están activas. Aun así, si alguien nos interroga acerca de un tema que está codificado en una área inactiva en ese momento, podemos acceder casi instantáneamente al área latente que interesa, y obtener una descripción por bloques de la misma: en otros términos, determinada creencia a propósito del mencionado tema. Adviértase que retornamos con una información absolutamente nula respecto al nivel neural de esa parte del cerebro: nuestra descripción está tan articulada en bloques que ni siquiera tenemos idea acerca de la parte de nuestro cerebro a la cual se refiere nuestra descripción. Ello implica un fuerte contraste con la situación del programador, cuya descripción en bloques proviene de un análisis consciente de cada una de las partes del vuelco de memoria.

Ahora bien, si una persona puede suministrar una descripción en bloques de cualquier parte de su propio cerebro, ¿por qué un tercero no podrá también, dados determinados recursos inocuos de acceso al mismo cerebro, ser capaz no sólo de verter en bloques porciones limitadas del cerebro sino, más allá todavía, de elaborar una descripción completa de éste, articulada en bloques: esto es, un listado completo de las creencias de la persona a cuyo cerebro se ha accedido? Es obvio que semejante descripción tendría un tamaño astronómico, pero no es esto lo que interesa ahora. Lo que nos importa es si, en principio, existe una descripción del cerebro bien definida y de alto nivel o si, por el contrario, la mejor descripción existente, en principio, es la de nivel neural, u otro nivel igualmente fisiológico y carente de apertura intuitiva. No cabe duda de que la respuesta a estos interrogantes es de insuperable importancia si lo que perseguimos es saber si podemos entendernos a nosotros mismos.

Creencias potenciales, símbolos potenciales

Sostengo que es posible una descripción en bloques, pero que cuando la obtengamos no por ello quedará todo súbitamente aclarado y resuelto. El problema es que, para obtener una descripción de tal género del estado cerebral, nos es necesario un lenguaje con el cual describir nuestros hallazgos. Ahora bien, la forma más adecuada de describir un cerebro consistiría, aparentemente, en enumerar las clases de pensamientos que no puede albergar; o, tal vez, consistiría en enumerar sus creencias y las cosas en las cuales no cree. Si es éste el objetivo al que apuntamos a través de una descripción por bloques, es fácil percatarse de cuáles serán los obstáculos que tendremos que afrontar.

Supóngase que deseamos enumerar todos los viajes que sería posible realizar en una LA; su número es infinito; ¿cómo determinar, así y todo, cuáles serían verosímiles? Bien, ¿y qué significa verosímil? Exactamente este tipo de dificultad es el que se nos aparecerá cuando tratemos de establecer cuál es un “recorrido posible” entre un símbolo y otro, dentro de un cerebro. Podemos imaginar a un perro patas arriba surcando los aires con un cigarro en la boca, o un choque carretero entre los dos gigantescos huevos fritos, o una inmensa cantidad de disparatadas imágenes similares. El número de recorridos caprichosos que pueden ser trazados en nuestro cerebro no tiene límite, lo mismo que el número de itinerarios irrazonables que pueden ser marcados en una LA. Pero, ¿en qué consiste, con exactitud, un itinerario “razonable”, dentro de una LA en particular? Y ¿en qué consiste, con exactitud, un pensamiento “razonable”, dentro de un estado cerebral en particular? El estado cerebral mismo no impide ningún recorrido porque, sin excepción, siempre hay circunstancias que pueden forzar el seguimiento del recorrido que fuere. El estado físico de un cerebro, si es leído correctamente, nos brinda información que indica, no cuáles recorridos podrían ser seguidos, sino qué grado de resistencia encontrarán éstos en su trayecto.

En una LA, por su parte, hay muchos viajes que pueden ser realizados a través de dos o más rutas razonables. Por ejemplo, entre Río de Janeiro y São Paulo se puede seguir una ruta costera tanto como otra interior; ambas son enteramente razonables, pero la gente opta por una de las dos con arreglo a diversas circunstancias. Si estudiamos un mapa, en un momento determinado, nada nos indicará qué ruta será mejor tomar en alguna remota ocasión futura: ello depende de las circunstancias externas que rodeen al viaje, cuando se lo deba emprender. De la misma manera, la “lectura” de un estado cerebral revelará cuáles son los diversos recorridos razonables entre los cuales, habitualmente, se puede optar, y que conectan un conjunto dado de símbolos. Sin embargo, el viaje entre tales símbolos no tiene por qué ser inminente; puede tratarse sólo de uno de los miles de millones de viajes “potenciales” que figuran en la lectura del estado cerebral. Surge de aquí una importante conclusión: no hay información, en el estado cerebral mismo, que indique cuál ruta será elegida. Las circunstancias externas ejercitarán una fuerte influencia en la elección de la ruta.

¿Qué implica esto? Que un mismo cerebro puede producir pensamientos totalmente opuestos entre sí, según las circunstancias. Además, para que valga la pena, cualquier lectura en alto nivel del estado cerebral deberá contener todas estas versiones en conflicto. En verdad, es enteramente obvio que todos somos un fardo de contradicciones, y que nos arreglamos para conservar la coherencia mediante el recurso de mostrar un solo lado de nosotros mismos por vez. La elección no puede ser predicha por adelantado porque las condiciones que la inducirán no pueden ser conocidas con anticipación. Lo que el estado cerebral puede proveer, si es leído adecuadamente, es una descripción condicional de la selección de rutas.

Consideremos, por ejemplo, la preocupación del Cangrejo, expuesta en el Preludio. El puede reaccionar de diversas formas al escuchar una composición musical; a veces se sentirá casi inmune a su sugestión, porque le resulta demasiado conocida; otras veces, se sentirá sumamente estimulado por la obra, a condición de que se produzca el tipo pertinente de desencadenamiento desde el exterior: por ejemplo, la presencia de un oyente entusiasta, para quien la composición es nueva. Presumiblemente, una lectura de alto nivel del estado cerebral del Cangrejo revelaría su potencial de conmoción (y las condiciones que inducirían su actualización), así como su potencial de impermeabilización (y las condiciones que inducirían su actualización). El estado cerebral por sí mismo, sin embargo, no indicará cuál de ambas variantes tendrá lugar cuando vuelva a escuchar la pieza; diría solamente, “Si se producen tales y tales condiciones, resultará entonces una conmoción; de lo contrario,…”

Así, una descripción por bloques de un estado cerebral daría un catálogo de creencias que serían convocadas en forma condicional, de acuerdo a las circunstancias. Como todas las circunstancias posibles no pueden ser enumeradas, se deberían establecer las que uno piensa que son “razonables”. Asimismo, se tendría que elaborar una descripción por bloques de las circunstancias mismas, ya que éstas, obviamente, ¡no pueden —y no deben— ser especificadas en el nivel atómico! En consecuencia, no se estará en condiciones de enunciar una predicción exacta y determinista que diga cuáles creencias serán extraídas del estado cerebral gracias a una determinada circunstancia de las definidas por bloques. En resumen, luego, una descripción del tipo citado de un estado cerebral consistirá en un catálogo probabilístico, que incluya la lista de todas las creencias con mayores probabilidades de ser inducidas (y de los símbolos con mayores probabilidades de ser activados) por diversos conjuntos de circunstancias “razonablemente factibles”, circunstancias que también estarán descriptas a nivel de bloques. La pretensión de articular en bloques las creencias de alguien sin hacer referencia al contexto no es menos ridícula que la de describir la línea que seguirá el “linaje potencial” de una persona sin hacer referencia a su cónyuge.

El mismo género de problemas surge en la enumeración de todos los símbolos del cerebro de una persona dada. No sólo hay, potencialmente, un número infinito de recorridos en un cerebro, sino también un número infinito de símbolos. Como ya fue dicho, pueden ser formados conceptos nuevos a partir de conceptos anteriores, y se podría argumentar que los símbolos representativos de los nuevos conceptos no son sino símbolos latentes en cada individuo, a la espera de ser despertados. Puede que no sean despertados nunca, en el transcurso de la vida de una persona, pero no por eso dejarían de estar allí, nada más que esperando las circunstancias indicadas para desencadenar sus síntesis. No obstante, si la probabilidad es muy débil, se diría que la palabra “latente” no refleja en absoluto la situación. Para aclarar esto, tratemos de imaginar todos los “sueños latentes” puestos dentro de nuestra sesera mientras dormimos. ¿Es admisible que exista un procedimiento de decisión capaz de discriminar, ante un estado cerebral dado, entre “temas potencialmente soñables” y “temas no soñables”?

¿Dónde está la autoconciencia?

Al volver la mirada sobre lo que acabamos de exponer, tal vez el lector piense, “Bienvenidas todas estas especulaciones a propósito del cerebro y de la mente, ¿pero qué ocurre con los sentimientos asociados con la conciencia? Esos símbolos pueden desencadenarse entre sí todo lo que se les antoje, pero si no hay alguien que perciba toda la cosa, no hay conciencia”.

Desde el punto de vista de nuestra intuición, esto tiene sentido en determinado nivel, pero no tiene mucho sentido lógico porque, si la explicación del mecanismo que constituye al perceptor de todos los símbolos activos no está satisfecha con lo que hemos descripto hasta aquí, nos veríamos obligados a buscarla otra vez. Por supuesto, un “espiritualista” no tiene necesidad de empeñarse en semejante indagación, pues se limitaría a aseverar que el sujeto de la percepción de toda esta actividad neural es el espíritu, el cual no puede ser descripto en términos físicos, y que eso es todo. Pero nosotros intentaremos ofrecer una explicación “no espiritualista” acerca del sitio donde se origina la conciencia.

Nuestra alternativa a la explicación espiritualista —alternativa desconcertante, asimismo— es detenerse en el nivel simbólico y decir, “Es esto; he aquí lo que es la conciencia. La conciencia es esa propiedad de un sistema que surge dondequiera haya símbolos del sistema que respondan a patrones de desencadenamiento en alguna medida semejantes a los descriptos en diversos pasajes anteriores”. Dicho de modo tan esquemático, esto puede parecer insuficiente; ¿cómo explica la conciencia del “yo”, la autoconciencia?

Subsistemas

No hay motivo para suponer que el “yo”, “la conciencia personal”, no esté representado por un símbolo. En realidad, el símbolo del yo es, probablemente, el más complejo de todos los símbolos del cerebro. Por tal razón, decidí ubicarlo en un nivel adicional de la jerarquía y denominarlo subsistema, y no símbolo. Para ser preciso: quiero significar, con “subsistema”, una constelación de símbolos, cada uno de los cuales puede ser activado independientemente, bajo el control del subsistema mismo. La idea que quiero transmitir con respecto a un subsistema es que funciona casi como un “subcerebro” separado, equipado con su repertorio propio de símbolos, los cuales pueden desencadenarse internamente entre sí. Ciertamente, también hay gran comunicación entre el subsistema y el mundo “exterior”, es decir, el resto del cerebro. “Subsistema” es solamente otro nombre para aplicar a los símbolos superdesarrollados, aquellos que han llegado a ser tan complicados que tienen muchos subsímbolos en interacción recíproca. En consecuencia, no existe una distinción rígida entre símbolos y subsistemas.

A causa de las extensas vinculaciones existentes entre un subsistema y el resto del cerebro (algunas de las cuales describiremos enseguida), sería muy difícil trazar un límite que separe con nitidez al subsistema del exterior; pero aun cuando sea así, el subsistema es una cosa absolutamente real. Lo interesante de un subsistema es que, una vez activado y librado a sus propios recursos puede funcionar por sí mismo. De tal modo, pueden operar simultáneamente dos o más sistemas del cerebro de un individuo. En mi propio cerebro ha sucedido esto, en ocasiones, cuando he advertido que dos melodías distintas estaban transitando por mi mente, compitiendo para lograr “mi” atención. De alguna manera, cada una de las melodías es elaborada, o “ejecutada”, en un compartimiento separado, dentro del cerebro. Posiblemente, cada uno de los sistemas responsables de extraer de mi cerebro una melodía active una cantidad de símbolos, uno tras otro, por completo indiferentes al hecho de que el otro sistema está haciendo la misma cosa. A continuación, ambos intentan comunicarse con un tercer subsistema de mi cerebro —el símbolo de mi conciencia personal—, y es en este punto que el “yo” dentro de mi cerebro se entera de lo que está sucediendo; en otras palabras, comienza a recibir una descripción en bloques de las actividades de aquellos dos subsistemas.

Subsistemas y códigos compartidos

Subsistemas típicos pueden ser aquellos que representan a las personas que conocemos íntimamente. Éstas son representadas en una forma tan compleja, en nuestros cerebros, que sus símbolos alcanzan el rango de subsistemas, y llegan a estar en condiciones de actuar autónomamente, utilizando en su apoyo ciertos recursos aportados por el cerebro. Quiero decir con esto que un subsistema simbolizador de un amigo puede activar muchos de los símbolos de mi cerebro al mismo tiempo que lo hago yo. Por ejemplo, puedo excitar mi subsistema representativo de un gran amigo y sentirme prácticamente en su lugar, experimentando la presentación de pensamientos que él podría tener, activando símbolos en secuencias que reflejan sus patrones de pensamiento con mayor fidelidad que los míos propios. Se podría decir que mi modelo de este amigo, concretado en un subsistema de mi cerebro, constituye mi descripción por bloques de su cerebro.

¿Dicho subsistema incluye, entonces, un símbolo para cada uno de los símbolos que, a mi parecer, hay en su cerebro? Esto sería redundante; lo probable es que el subsistema haga una utilización extensiva de los símbolos ya presentes en mi cerebro. Al ser activado, el subsistema puede apropiarse del símbolo de mi cerebro representativo de, pongamos por caso, “montaña”. La forma en que sea empleado luego por el subsistema no será necesariamente idéntica a la forma en que lo emplea mi cerebro mismo. Si estoy hablando con mi amigo de la cadena de montañas Tien Shan, ubicada en el Asia Central (ninguno de los dos ha estado allí), y yo sé que algunos años atrás él hizo excursiones muy completas por los Alpes, mi interpretación de sus observaciones estará matizada por mis imágenes destacadas de su experiencia alpina, puesto que estoy tratando de imaginar cómo visualiza él esta otra región.

En el léxico que hemos estado construyendo en este capítulo, diríamos que la activación, en mí, del símbolo “montaña” está bajo el control del subsistema que representa a mi amigo. El efecto que ello logra es la apertura de un enfoque de mis memorias diferente del que habitualmente aplico, a saber: mis “opciones subsidiarias” se desplazan desde la lista de mis propios recuerdos al conjunto de mis recuerdos de sus recuerdos. Inútil señalar que mis representaciones de sus recuerdos son únicamente aproximaciones a sus verdaderos recuerdos, los cuales son modos complejos de activación de los símbolos de su cerebro, inaccesibles para mí.

Mis representaciones de sus recuerdos son, también, modos complejos de activación de mis propios símbolos: los que representan conceptos “elementales”, tales como los de hierba, árboles, nieve, cielo, nubes, etc. Éstos son conceptos de los cuales debo suponer que están representados “idénticamente” en él y en mí. Debo suponer, asimismo, la presencia de una representación similar en ambos de nociones aún más elementales: las experiencias de la gravedad, la respiración, la fatiga, el color, etc. Menos elemental, aunque quizá constituya una propiedad humana casi universal, es la satisfacción de alcanzar una cumbre y extender la vista desde allí. En consecuencia, los intrincados procesos de mi cerebro que son responsables de tal disfrute pueden ser cumplidos directamente por el subsistema-amigo, sin mayor pérdida de fidelidad.

Podríamos seguir adelante en el intento de describir cómo comprendo toda una narración relatada por mi amigo, una narración integrada por muchas complejidades propias de las relaciones humanas y de las experiencias mentales. Pero nuestra terminología se haría inadecuada muy pronto. Se presentarían enmarañadas recursividades conectadas con las representaciones suyas de representaciones mías de representaciones suyas a propósito de una cosa y otra. Si en la narración aparecen amigos comunes, buscaré inconscientemente las coincidencias entre mi imagen de su representación de ellos, y mis propias imágenes de ellos. La sola recursividad sería un formalismo inadecuado para manejar amalgamas simbólicas de esta índole. ¡Y apenas hemos arañado la superficie! Lisa y llanamente, carecemos en la actualidad del vocabulario indicado para describir las complejas interacciones que son posibles entre los símbolos. Detengámonos antes de entrar en un atolladero.

Es preciso que tomemos nota, sin embargo, de que los sistemas de computadora están comenzando a procesar algunos de los mismos tipos de complejidad y, como consecuencia, algunas de estas nociones han recibido denominaciones. Por ejemplo, mi símbolo “montaña” es análogo a lo que la jerga de la computación llama shared (o reentrant) code [código compartido (o biinscripto)], el cual puede ser utilizado por dos o más programas de tiempo compartido que se procesan en la misma computadora. El hecho de que la activación de un símbolo puede dar diferentes resultados si forma parte de subsistemas diferentes puede ser explicado por la circunstancia de que su código está siendo procesado por intérpretes diferentes. Así, los patrones de desencadenamiento del símbolo “montaña” no son absolutos, sino que dependen del sistema dentro del cual sea activado el símbolo.

Hay quienes verán dudosa la existencia real de tales “subcerebros”; quizá las palabras de M. C. Escher que siguen, relativas al proceso de algunas de sus creaciones, contribuyan a esclarecer el fenómeno al cual me estoy refiriendo:

Cuando dibujo, siento a veces que soy como un médium espiritista, controlado por las criaturas que convoco. Es como si ellas mismas eligieran la forma bajo la cual van a aparecer. Toman escasamente en cuenta mis opiniones críticas del momento en que ellas nacían, y no puedo ejercer mayor influencia sobre el grado de su desarrollo. Por lo común, se trata de criaturas muy difíciles y obstinadas.[2]

He aquí un ejemplo perfecto de la autonomía casi total de ciertos subsistemas del cerebro, una vez activados. Escher veía en sus subsistemas la capacidad de contrarrestar sus propios juicios estéticos. Naturalmente, estas opiniones deben ser tomadas con alguna reserva, pues estos poderosos subsistemas se producen como resultado de los muchos años de práctica de Escher y de la sujeción de éste a las fuerzas que moldearon su sensibilidad estética. En resumen, es erróneo divorciar los subsistemas del cerebro de Escher, de Escher mismo o de sus valores estéticos. Tales subsistemas constituyen una parte vital de su sentido estético, entendiendo que el “su” anterior se refiere al ser total del artista.

El símbolo del yo y la conciencia

Una función colateral muy importante del subsistema-yo es que puede desempeñar el papel de “espíritu”, en el siguiente sentido: al estar comunicado en forma constante con el resto de los subsistemas y símbolos del cerebro, toma nota de cuáles símbolos están activos y de qué manera lo están. Esto significa que debe contar con símbolos para representar la actividad mental; en otros términos, símbolos de símbolos y símbolos de 1as acciones que cumplen los símbolos.

Por supuesto, esto no eleva la conciencia o ese conocimiento a ningún nivel “mágico”, no físico. El conocimiento aludido aquí es una consecuencia directa de los complejos hardware y software que hemos descripto. Sin embargo, pese a su terrenal origen, esta forma de describirlo —como monitor de la actividad cerebral a través de un subsistema del cerebro mismo— parece evocar el sentimiento casi indescriptible que todos conocemos, y al cual llamamos “conciencia”. Ciertamente, está a la vista que la complejidad de esta situación puede provocar muchos efectos inesperados. Por ejemplo, es completamente admisible que un programa de computadora dotado de esa clase de estructura formule enunciados acerca de sí mismo bastante parecidos a los enunciados que la gente, con frecuencia, formula acerca de sí misma. Esto incluye la convicción de que hay allí libre albedrío, el cual no es explicable como “suma de partes”, etcétera. (Sobre este tema, véase el artículo de M. Minsky, “Matter, Mind, and Models”, en su libro Semantic Information Processing).

¿Qué garantía hay de que un subsistema tal como el que hemos postulado, representativo del yo, realmente exista en nuestro cerebro? Toda una red compleja de símbolos como la que acabamos de describir, ¿podría desarrollarse sin un símbolo del yo que impulse tal desarrollo? Estos símbolos y sus actividades, ¿cómo podrían asumir la función de hechos mentales “isomórficos” con respecto a los hechos reales del universo circundante, si no hubiera ningún símbolo para representar al organismo que los hospeda? Todos los estímulos que ingresan al sistema se concentran en una pequeña masa ubicada en el espacio. Dentro de una estructura simbólica del cerebro, seria una carencia muy grave no contar con un símbolo que represente al objeto físico que la alberga, el cual desempeña un papel más importante que el de ningún otro objeto, con relación a los hechos que refleja. En verdad, pensándolo bien, pareciera que el único modo de darle sentido al mundo que circunda a un objeto animado, localizado en el espacio, es comprender el papel de ese objeto con relación a los objetos que lo rodean. Esto hace necesaria la existencia de un símbolo del yo; y el tránsito desde el símbolo al subsistema es simplemente un reflejo de la importancia del símbolo del yo, no un cambio cualitativo.

Primer encuentro con Lucas

El filósofo de la escuela oxfordiana J. R. Lucas (sin vinculaciones con los números de Lucas comentados atrás) escribió un notable artículo, en 1961, titulado “Minds, Machines, and Gödel”. Sus puntos de vista se oponen por completo a los míos, a pesar de que maneja gran parte de los mismos ingredientes en la elaboración de sus opiniones. El pasaje que sigue se relaciona muy directamente con lo que terminamos de exponer:

En sus primeros y más simples intentos de filosofar, uno llega a enredarse en interrogaciones sobre si cuando uno sabe alguna cosa uno sabe que uno la sabe, y qué es lo que se piensa y qué hace el pensamiento cuando uno piensa en uno mismo. Luego de sentirse confundido y apabullado por este problema durante largo tiempo, uno aprende a no abrumarse con estas preguntas: se comprende que el concepto de ser consciente es diferente del de objeto inconsciente. Al decir que un ser consciente sabe alguna cosa, estamos diciendo no solamente que la sabe, sino también que sabe que la sabe, y que sabe que sabe que la sabe, etc., hasta donde nos ocupemos de extender la pregunta: reconocemos que hay aquí un infinito, pero no se trata de una regresión infinita en el mal sentido, porque son las preguntas lo que va decreciendo, en la medida en que pierden agudeza, y no las respuestas. Se va apreciando eso en las preguntas porque el concepto contiene, en sí mismo, la idea de ser capaz de responder indefinidamente a tales preguntas. A pesar de que los seres conscientes tienen la facultad de avanzar en esto, no deseamos presentarla simplemente como una sucesión de metas que aquéllos están en condiciones de alcanzar, ni tampoco pretendemos ver la mente como una secuencia infinita de conciencias y superconciencias y supersuperconciencías. Por el contrario, subrayamos que un ser consciente es una unidad, y que, aun cuando hablemos de partes distintas de la mente, lo hacemos sólo metafóricamente, y no concederemos que se lo interprete literalmente.

Las paradojas de la conciencia surgen porque un ser consciente puede ser consciente de sí mismo, tal como lo es de otras cosas, y sin embargo no puede, realmente, interpretárselo como un ser divisible en partes. Esto significa que un ser consciente puede abordar los problemas gödelianos en una forma que no es accesible a una máquina, porque un ser consciente puede considerarse a sí mismo y al propio tiempo a su actuación, y sin embargo no ser algo distinto a lo que cumplió la actuación. Una máquina puede estar construida de modo que, por decir así, “considere” su actuación, pero no puede “tenerla en cuenta” sin convertirse, a causa de ello, en una máquina diferente, a saber: la misma máquina, a la que se agrega una “parte adicional”. Y lo intrínseco de nuestra noción de mente consciente es que puede reflexionar acerca de sí misma y someter a crítica sus propias actuaciones, sin que se requiera para ello el agregado de una nueva parte: ya está completa, y no tiene talón de Aquiles.

La tesis comienza así a convertirse en una cuestión de análisis conceptual más que en un descubrimiento matemático. Esto se confirma al considerar otro argumento, postulado por Turing. Hasta ahora, hemos construido solamente artefactos sumamente simples y predecibles. Cuando incrementemos la complejidad de las máquinas, tal vez nos encontremos con muchas sorpresas. Turing traza un paralelo con una pila de fisión: por debajo de cierta magnitud “crítica”, no es mucho lo que sucede, pero superada esa dimensión comienzan a saltar las chispas. Quizá ocurra lo mismo con el cerebro y la máquina; la mayor parte de los cerebros y de las máquinas son, en la actualidad, “subcríticos” —ante la presencia de estímulos, reaccionan de modo insípido y escasamente interesante, no tienen ideas acerca de sí mismos, producen únicamente respuestas estereotipadas—, pero unos pocos cerebros hoy en día, y posiblemente algunas máquinas en el futuro, son supercríticos, y centellean por propio impulso. Turing sugiere que se trata exclusivamente de un problema de complejidad, y que por encima de un determinado nivel de ésta aparece una diferencia cualitativa, por lo cual las máquinas “supercríticas” serán totalmente distintas a las de tipo simple que hemos conocido hasta ahora.

Puede que así sea. Es frecuente que la complejidad introduzca diferencias cualitativas. Aunque suene inverosímil, podría resultar que, traspasado cierto nivel de complejidad, una máquina deje de ser predecible, inclusive en principio, y comience a hacer cosas por iniciativa propia o, para utilizar una expresión reveladora, podría empezar a tener mente propia. Podría empezar a tener mente propia. Podría empezar a tener mente propia cuando ya no fuese enteramente predecible y enteramente dócil, y sí capaz de hacer cosas que reconozcamos como inteligentes: no como simples errores o disparos casuales, sino cosas que no han sido programadas en su interior. Pero entonces, a la luz de la significación habitual, dejaría de ser una máquina: lo que está en juego en el debate mecanicista no es cómo son las mentes, o cómo podrían llegar a ser, sino cómo operan. Para la tesis mecanicista, es esencial que el modelo mecánico de la mente opere con arreglo a “principios mecánicos”, esto es, que podamos comprender las operaciones que cumple el conjunto en función de las operaciones que cumplen sus partes; estas últimas, a su vez, estarán determinadas por su estado inicial y por las características constructivas de la máquina, o bien por una elección arbitraría dentro de una cantidad determinada de operaciones determinadas. Si el mecanicista produce una máquina tan complicada que deja de ser coherente consigo misma, ya no se trata de una máquina, desde el punto de vista que estamos siguiendo, cualquiera sea la manera en que ha sido construida. Por el contrarío, diríamos que lo producido es una mente, en el mismo sentido que tiene la procreación de seres humanos en la actualidad. Habría entonces dos modos de traer nuevas mentes al mundo: el tradicional, a través del engendramiento de niños para que nazcan de mujeres, y otro nuevo, a través de la construcción de sistemas enormemente complicados de, digamos, válvulas y relés. Cuando hablemos de este último modo, deberemos preocupamos por subrayar que, aun cuando la mente resultante haya sido creada como se hace con una máquina, no es verdaderamente tal cosa, porque no es tan sólo la suma de sus partes. El conocimiento de la forma en que fue construida y del estado inicial de sus partes no permite predecir cómo se va a comportar: ni siquiera podremos predecir los límites de lo que haga, ni aun cuando, enfrentada a una pregunta de tipo gödeliano, la conteste correctamente. En realidad, deberíamos decir, en resumen, que un sistema que no sea derrotado por la problemática gödeliana no es, eo ipso, una máquina de Turing, esto es, una máquina en el sentido habitual de la palabra.[3]

Al leer este pasaje, mi mente tropieza constantemente con la rápida sucesión de tópicos, alusiones, connotaciones, confusiones y conclusiones. Brincamos desde una paradoja carrolliana a Gödel y a Turing y a las inteligencias artificiales y al holismo y al reduccionismo, en el breve trecho de dos páginas. La lectura de estos párrafos de Lucas es, sin el menor lugar a dudas y sin abrir por ahora otros juicios, estimulante. En los capítulos que siguen retomaremos muchos de los tópicos tratados tan dramática y fugazmente en estas curiosas líneas.