‘Kjwalll'kje'k'koothailll'kje'k’
Cuando todos se hubieron marchado, tomadas ya las declaraciones y retirados los restos de los restos, mucho después de todo eso, me senté en una silla de lona, en el patio trasero de mi vivienda, con una lata de cerveza, para contemplar la marcha de las estrellas. En torno a la estación, la noche, ya avanzada, era clara y limpia; sus refulgentes multitudes se duplicaban en el curso fresco de la corriente del Golfo.
En mi ánimo pesaban sentimientos mezclados e incómodos; aún no había resuelto qué hacer con lo que restaba. Era muy extraño. Con sólo olvidar las pequeñas cosas inexplicables, todo estaría en orden. Mi misión estaba cumplida. No faltaba sino estampar las palabras CASO CERRADO en mi archivo mental; desde ese momento, podía marcharme, cobrar mis honorarios y vivir relativamente feliz.
De las cosas que aún me preocupaban, nadie se enteraría; al menos, nadie las notaría. Yo no tenía la menor obligación de llevar la investigación más allá de ese punto.
Y sin embargo…
Tal vez hubiera cierta obligación. En realidad, a veces se convertía en una fuerza irresistible, y era preferible utilizar un término más grato para salvaguardar las nociones de deber y libre albedrío.
¿Qué era? La posesión de una frente de primate, con un profundo surco de curiosidad hendiéndola en el medio, para bien o para mal.
De cualquier modo, tendría que permanecer un tiempo más en la estación, a fin de salvar las apariencias.
Tomé otro sorbo de cerveza, y me dije que sí, que necesitaba más respuestas, para profundizar en esa arruga de honduras incalculables. Bien podía investigar un poco más, y decidí que lo haría.
Saqué un cigarrillo y me incliné para encenderlo. En ese momento, la llama atrajo mi atención. Miré fijamente aquella lengua incesante que iluminaba la palma y los dedos curvados de mi mano izquierda, con la cual la protegía de la brisa nocturna. Parecía tan pura como el mismo fulgor de las estrellas, algo fundido, líquido, con un toque de anaranjado, un halo azul; la luz de color cereza aparecía a intervalos, semioculta, como las almas. Precisamente entonces empecé a oír aquella música…
Debo llamarla música, por no disponer de un término mejor, por cierta similitud de esencia, aunque no se parecía a nada que yo conociera hasta entonces. Para empezar, no se trataba de algo audible. Me llegaba como llegan los recuerdos, sin estímulos externos, aunque desprovisto de ese lustre acrílico de timidez, que convierte el pensamiento en remembranza, al tocarlo con la varita del tiempo. Me llegaba, en fin, como llegan los sueños. De pronto, algo cesó, y algo quedó en libertad; mis sensaciones comenzaron a avanzar hacia el efecto. No se trataba de emociones ni de nada específico, sino más bien de una creciente sensación de euforia, de maravilla y deleite, todo mezclado en común con la marea que subía. Cómo se combinaba, cómo se sucedía todo aquello, qué era en verdad, no pude descubrirlo. Era una intensa belleza, una bella intensidad, y yo formaba parte de ella. Era como si yo estuviera experimentando algo desconocido hasta entonces para todos los seres humanos, algo cósmico, magnífico, ubicuo, sin embargo ignorado por todos.
Y fue con un esfuerzo peculiar y ambiguo, causado por un casi imperceptible decisión, que flexioné los dedos de la mano izquierda para tocar la llama.
Por un momento, el dolor quebró aquel sueño. Cerré el encendedor y me levanté de un salto, mientras un tropel de suposiciones me cruzaba la mente. Volviéndome, eché a correr a través de aquel rumoroso islote artificial, en dirección al grupo oscuro de edificios donde funcionaban el museo, la biblioteca y las oficinas.
Sin embargo, y aun mientras corría, algo volvió a mí. Pero esa vez no era la sensación musical y gloriosa que me rozara momentos antes. Ahora se trataba de algo siniestro, y el temor que me causaba no era menos auténtico porque lo reconociera irracional; lo acompañaban distorsiones sensoriales; debo haberme tambaleado mucho mientras corría. El suelo parecía ondularse y volar bajo mis pies. Las estrellas, los edificios, el océano, todo avanzaba y retrocedía sin orden, en una serie de ataques de náusea. Caí varias veces, pero logré siempre recobrarme y continuar mi carrera. Tengo conciencia de haber cubierto a la rastra parte de aquella distancia. De nada servía cerrar los ojos, pues todo era lo mismo dentro de mí que en el exterior: un horrible palpitar, retorcerse, girar a toda velocidad.
Pero el trayecto era sólo de unos pocos cientos de metros, por mucho que pesaran los portentos y los terribles signos, y al fin pude apoyar las manos contra la pared. Me dirigí penosamente hasta la puerta, la abrí y pasé al interior.
Tras cruzar otra puerta, me encontré en la biblioteca. Me llevó años, en apariencia, encontrar el interruptor de la luz.
A tropezones, avancé hacia el escritorio; con gran esfuerzo logré abrir un cajón y saqué de él un destornillador.
Por último, arrastrándome de rodillas, con los dientes rechinantes, llegué hasta el remoto acceso a la Red de Informaciones. Manoteé de cualquier modo el tablero de controles, y tuve la suerte de hallar los botones que lo ponían en funcionamiento.
Todavía de rodillas, traté de retirar la cubierta izquierda del panel, manejando el destornillador con ambas manos. La pieza cayó al suelo con un ruido que me clavó infinitas púas en el cráneo. Pero los componentes estaban ya a la vista. Con sólo efectuar tres pequeños cambios, me sería posible transmitir, y mi mensaje llegaría finalmente a la Central. Resolví que haría esos cambios y enviaría la información más dañina que tuviera en mi poder, para que, en el lugar de destino, la vincularan con algo similar; y un día todo eso sugeriría un interrogante, y ese interrogante podía llevar a la destrucción de aquello que me atormentaba en esos momentos.
—¡Va en serio! —dije en voz alta—. ¡Si no cesa ahora mismo, lo haré!
Fue como quitarse un par de guantes extraños: volví a la simple realidad.
Me levanté trabajosamente y cerré el tablero. Ahora podría fumar ese cigarrillo que había tratado de encender un rato antes.
Al aspirar la tercera bocanada, oí el ruido de la puerta exterior al abrirse y volverse a cerrar. El doctor Barthelme entró en la habitación; era un hombre bajo, tostado por el sol, delgado, pero fuerte; tenía cabellos grises y ojos azules.
—¡Jim! —dijo, levantando una mano—. ¿Qué pasa?
—Nada —repliqué—. Nada.
—Lo vi correr. Tuvo una caída, ¿verdad?
—Sí. Tenía ganas de correr hasta aquí. Me resbalé y me disloqué un tobillo. No es nada.
—¿Y por qué tanta prisa?
—Nervios. Todavía estoy malhumorado, fuera de quicio. Tenía necesidad de correr, o algo así, para tranquilizarme. Decidí venir hasta aquí para llevarme un libro.
—Puedo darle un tranquilizante.
—No, gracias, no hace falta.
—¿Qué estaba haciendo con esa máquina? No se nos permite tocar esos…
—El panel lateral se desprendió cuando pasé. Estaba por colocarlo en su sitio.
Y agregué, mostrando el destornillador:
—Las tuerquitas deben haberse soltado.
—¡Oh!
Me incliné y puse el panel en su lugar. Mientras estaba ajustando los tornillos sonó el teléfono. Barthelme se dirigió al escritorio, conectó la extensión y contestó.
—Sí, un momento —dijo enseguida.
Y se volvió hacia mí.
—Es para usted.
—¿De veras?
Me acerqué al escritorio. Mientras tomaba el receptor, dejé caer el destornillador en el cajón y lo cerré.
—¡Hola!
—Bien —dijo la voz—. Será mejor que charlemos. ¿Quiere venir a verme ahora mismo?
—¿Dónde está usted?
—En casa.
—Está bien. Voy.
Y corté.
—Después de todo, no necesito ningún libro —dije—. Iré hasta Andros.
—Es muy tarde. ¿Está seguro de sentirse bien?
—Ahora me siento bien. Lamento haberlo preocupado.
Pareció tranquilizarse. Por último, aflojó el cuerpo y sonrió apenas.
—A mí sí me hace falta un sedante —dijo—. Con todo lo que ha pasado… Ya sabe. Temía que a usted también le ocurriera algo.
—Bueno, ya pasó. Y lo que pasó no tiene remedio.
—Claro, claro… Bueno, que lo pase bien.
Se dirigió hacia la puerta. Yo salí tras él, apagando la luz al cerrar.
—Buenas noches, entonces.
—Buenas noches.
Lo vi alejarse hacia su vivienda, y me encaminé hacia la zona de amarre. Me decidí por el Isabella y subí. Un momento después iba ya navegando, todavía intrigado. En último término, la curiosidad puede ser la solución de la naturaleza al problema de la superpoblación.
Fue el Primero de Mayo; no hace tanto tiempo, aunque parezcan años. Yo estaba en el bar del capitán Tony, en Key West; me había sentado en el extremo derecho del mostrador, cerca del hogar, para beber una de mis periódicas cervezas. Algo después de las once, cuando estaba a punto de considerar fracasada la cita, Don entró por la gran puerta frontal. Echó una mirada a su alrededor, pasándome por alto, y localizó un banco vacío en el extremo opuesto del mostrador. Lo ocupó y pidió algo. Había muchas personas entre él y yo; un conjunto musical acababa de subir al escenario, situado a mis espaldas, para comenzar con una pieza muy ruidosa. Por un rato nos limitamos a permanecer sentados, quizá pensando.
Después de diez o quince minutos, Don se levantó y cruzó el local hacia los baños, pasando por detrás del mostrador. Al rato reapareció, esta vez por mi lado. Sentí que me ponía una mano en el hombro.
—¡Bill! —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Me volví, lo miré fijamente, me hice todo sonrisas.
—¡Sam! ¡Vaya!
Nos estrechamos la mano.
—Aquí no se puede charlar —dijo él—. Hacen mucho ruido. Vamos a otra parte.
—Buena idea.
Un rato después estábamos en un sector oscuro y desierto de la playa, aspirando el aliento salado del océano y escuchando su rumor, entre algunas salpicaduras ocasionales. Nos detuvimos, y yo encendí un cigarrillo.
—¿Sabías que en el curso de doce meses la corriente de Florida arrastra más de dos millones de toneladas de uranio por aquí? —preguntó.
—Francamente, no lo sabía.
—Bueno, ahora lo sabes. ¿Y sobre delfines, qué sabes?
—Eso sí —dije—. Son criaturas hermosas y mansas, tan bien adaptadas a su ambiente que no les hace falta embrollarlo para disfrutar de la vida. Son extremadamente inteligentes, colaboradores, y parecen totalmente desprovistos de malicia. Son…
—Ya basta —dijo Don, levantando la mano—. Te gustan los delfines. Sabía que dirías eso. A veces te pareces a ellos: nadas a través de la vida sin dejar huellas, rescatando cosas para mí.
—Compárame con los peces.
—Como siempre —asintió él—. Pero este caso es sencillo, cosa de sí o no, y no te llevará mucho tiempo. Está bastante cerca de aquí, y el incidente ocurrió hace unos pocos días.
—¡Oh! ¿De qué se trata?
—Quisiera absolver a un grupo de delfines de una acusación de homicidio.
Si esperaba algún comentario de mi parte, se llevó una desilusión. En silencio, traté de recordar cierta noticia leída en los periódicos de la semana anterior. Dos hombres-rana habían sido muertos en uno de los parques submarinos situados hacia el este; para la misma época se había detectado en esa zona una peculiar actividad por parte de los delfines. Los hombres habían sufrido numerosas mordeduras producidas por una criatura cuya mandíbula respondía a la forma de la del Tursiops truncatus, el delfín con nariz de botella, visitante habitual, y a veces residente de esos mismos lugares. El sitio donde ocurriera el incidente había sido cerrado hasta próximo aviso. Según creí recordar, no se presentaron testigos del suceso, y no hubo posteriores agregados a la noticia.
—Hablo en serio —dijo Don, finalmente.
—Uno de esos hombres era guía diplomado, y conocía bien la zona, ¿verdad?
El rostro se le iluminó, a pesar de la oscuridad.
—Sí —respondió—, Michael Thornley. Solía organizar paseos a la luz de la luna. Trabajaba con horario completo en Beltrane Processing, como encargado de mantenimiento y reparaciones subacuáticas en las plantas de extracción. Ex marino, hombre-rana, muy capacitado. El otro hombre era un amigo suyo, hombre de tierra firme: Rudy Myers, de Andros. Salieron juntos a una hora inusitada, y se demoraron bastante. Mientras tanto, se observó que varios delfines nadaban a toda velocidad. Saltaban por sobre la «pared», en vez de utilizar los portones. Otros utilizaban las salidas normales, pero entraban y salían como enloquecidos. En cosa de pocos minutos, todos los delfines del parque se marcharon. Cuando uno de los empleados salió en busca de Mike y de Rudy, los encontró muertos.
—¿Y qué papel juegas tú en el asunto?
—El Instituto de Estudios Delfinológicos está disgustado por la mala propaganda que esto representa para sus sujetos. Sostienen que nunca se ha podido probar un caso en que los delfines atacaran a un ser humano sin provocación. Tienen mucho interés en que éste no sea el primer antecedente, si las cosas han sido de otra manera.
—Bueno, en realidad no se ha podido saber. Tal vez fue obra de algún otro animal que también asustó a los delfines.
—No tengo idea —dijo, encendiendo uno de sus cigarrillos—. Pero no hace mucho que se prohibió en todo el mundo la caza de delfines y empezó a valorarse la labor de los pioneros como Lilly, con su proyecto en gran escala para la educación de esas criaturas. Han obtenido resultados extraordinarios, como sabes. Ya no se trata de averiguar si los delfines son tan inteligentes como el hombre; se ha probado que son seres de gran inteligencia, aunque su mente trabaja de modo diferente, y por eso no es muy fácil establecer una comparación. Ésa es la causa principal por la que perdure el problema de la comunicación, y el público lo tiene muy en cuenta. Por lo tanto, a nuestro cliente le desagradan las inferencias que podrían extenderse del incidente; o sea, que estas criaturas tan poderosas e inteligentes pudieran volverse hostiles al hombre.
—¿Y el Instituto te ha contratado para que averigües?
—Oficialmente, no. Se pusieron en contacto conmigo porque el asunto coincide con mi línea de investigación científica. Pero, por sobre todo, se debió a la insistencia de una ancianita que quizá, algún día, deje una fortuna en herencia al Instituto: la señora Lidia Barnes, ex presidente de la Sociedad Amigos del Delfín, grupo de ciudadanos que pujó por la legislación en favor de los delfines, hace varios años. En realidad, es ella quien paga mis honorarios.
—¿Y qué papel me tienes reservado en todo esto?
—Beltrane necesitará un reemplazante para Michael Thornley. ¿Crees que podrías aceptar ese puesto?
—Tal vez. Dame más detalles sobre Beltrane y sobre los parques.
—Bien —dijo Don—. Hace cosa de una generación, según creo, el doctor Spencer, de Harwell, demostró que el hidróxido de titanio provocaba una reacción química que separaba los iones de uranio del agua de mar. Sin embargo, era muy costoso. Varios años después, Samuel Beltrane apareció con su técnica de pantalla; fundó una pequeña compañía que se desarrolló velozmente, instalando plantas de extracción de uranio por toda esta zona de la corriente del Golfo. El proceso era bastante limpio, ecológicamente hablando; pero en la época en que se inició en los negocios, la presión del público sobre las industrias era muy fuerte, y se sintió obligado a demostrar su preocupación al respecto. Por lo tanto, invirtió mucho dinero, mano de obra y equipos en la construcción de cuatro parques submarinos, en las proximidades de la isla de Andros. Uno de ellos es especialmente atractivo, gracias a una barrera coralina. Esa obra le permitió evadir una buena porción de impuestos. Pero lo merecía, según he oído decir. Cooperó con quienes estudian a los delfines, y les instaló laboratorios en los parques. Cada una de las cuatro zonas está cerrada por una «pared» sónica, una barrera de sonido que mantiene a las criaturas que viven dentro bien aisladas de las del exterior. Con excepción de los hombres y los delfines. En determinados puntos, el «muro» tiene «portones sónicos»; es decir, un par de cortinas sónicas, separadas por varios metros, que se operan por medio de un control simple situado en el fondo. Los delfines aprenden la forma de manejarlos y se la enseñan unos a otros; además, no tienen inconvenientes en cerrar la puerta una vez que han pasado. Van y vienen, visitando los laboratorios cuanto se les antoja, y creo que enseñan a los investigadores tanto como aprenden de ellos.
—Un momento —dije—. ¿Qué pasa con los tiburones?
—Los retiraron de los parques, como primera medida. Y los delfines ayudaron en la operación. Hace más de diez años que no hay uno solo por ahí.
—Comprendo. ¿Y qué autoridad tiene la compañía sobre los parques?
—Ninguna. En la actualidad se limitan a mantener las máquinas en buen estado de funcionamiento.
—¿Hay otros empleados de Beltrane que trabajen como guías en los parques?
—Unos cuantos lo hacen; media jornada. Están dentro de la zona, la conocen bien y están muy capacitados.
—Me gustaría ver los informes médicos.
—Aquí los tengo, completos, y con fotografías de los cadáveres.
—¿Y el hombre de Andros, Rudy Myers? ¿De qué se ocupaba?
—Era enfermero. Trabajó en varios hogares de ancianos. Un par de veces se lo acusó de robar a los pacientes; la primera vez no se le pudo probar nada y la segunda se dejó la sentencia en suspenso. Después abandonó ese tipo de trabajos; eso fue hace unos seis o siete años. Desde entonces trabajó en varios empleos menores, sin mezclarse en nada sucio. Desde hacía un par de años trabajaba en la isla, atendiendo una especie de bar.
—¿Qué quiere decir «una especie de bar»?
—Tiene sólo autorización para servir bebidas alcohólicas, pero también vende drogas. Sin embargo, como el local está bastante retirado, no ha habido problemas.
—¿Cómo se llama el local?
—El Chickcharny.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Es una leyenda de estos parajes. Un chickcharny es una especie de espíritu de los árboles. Travieso, como los duendes…
—Qué pintoresco. ¿No es en Andros donde vive Martha Millay, la fotógrafa?
—Así es.
—Soy un ferviente admirador de su obra. Me gusta mucho la fotografía subacuática y la de ella es siempre buena. A propósito, ha publicado varios libros sobre los delfines. ¿No se le ha pedido su opinión con respecto a los asesinatos?
—Está de viaje.
—¡Oh, ojalá vuelva pronto! Me gustaría conocerla.
—¿Aceptas el trabajo, entonces?
—Sí. Lo necesito.
Sacó un pesado sobre del interior de su chaqueta y me lo extendió.
—Ahí tienes copias de todos los datos necesarios. No hace falta recomendarte que…
—No hace falta. La vida de una mariposa será toda una eternidad comparada con la de estos papeles.
Los guardé en mi propia chaqueta, y dije a Don:
—Hasta pronto.
—¿Ya te vas?
—Tengo mucho que hacer.
—Buena suerte, entonces.
—Gracias.
Él se marchó por la derecha, yo por la izquierda, y eso fue todo por el momento.
La Estación Uno era algo así como el centro neurálgico de la zona. Era mayor que las otras plantas de extracción; abarcaba la oficina, varios laboratorios, una biblioteca, un museo, un consultorio, varias viviendas y algunos lugares de diversión. Se trataba de una isla artificial, constituida por una plataforma fija de unos doscientos metros de ancho; desde allí se controlaban otras ocho plantas situadas en la zona. Estaba a poca distancia de Andros, la mayor de las Islas Bahamas. Para quien gustara de verse rodeado por agua (y ése era mi caso), el panorama resultaba pacífico y bastante agradable.
El primer día, terminados el viaje y las presentaciones, descubrí que mis tareas eran un tercio de rutina y dos de reacción ante las circunstancias. La parte rutinaria se componía de inspecciones y mantenimiento preventivo. El resto, de reparaciones imprevistas, reemplazos, etcétera. En general, debía convertirme en un hombre para todo servicio subacuático, según lo requirieran las necesidades de cada día.
El doctor Leonard Barthelme, director de la zona, fue el encargado de recibirme y mostrarme las instalaciones. Se trataba de un hombrecillo agradable, que parecía tomar con entusiasmo su trabajo; era un viudo de edad madura, y desde hacía casi cinco años consideraba la estación como su propio hogar. En primer término me presentó a Frank Cashel, a quien encontramos en el laboratorio principal, comiendo un emparedado mientras esperaba los resultados de cierta prueba en curso.
Frank tragó un bocado y se levantó con una sonrisa. Mientras nos estrechábamos la mano, Barthelme explicó:
—El señor es James Madison, el nuevo empleado.
Cashel era moreno, con algún toque de canas; unos cuantos pliegues acentuaban la dureza de la mandíbula y de los pómulos; por sobre el cinturón, el vientre empezaba a abultarse.
—Es un gusto conocerlo —dijo—. Manténgase atento por si encuentra alguna piedra preciosa, y tráigame una rama de coral de vez en cuando; así nos llevaremos muy bien.
—El hobby de Frank es coleccionar minerales —dijo Barthelme—. Las muestras que tenemos en el museo son de él. Podrá verlas cuando pasemos, dentro de un rato. Son muy interesantes.
—Muy bien —acepté—. Lo tendré en cuenta. Veremos si le encuentro algo de su interés.
—¿Tiene algún conocimiento de ese tema? —me preguntó Frank.
—Algo. En otros tiempos me gustaba buscar rocas.
—Bueno, se lo agradecería.
Mientras nos alejábamos, Barthelme comentó:
—Frank gana algún dinero adicional con la venta de ejemplares en las exposiciones de piedras preciosas. Yo, en su lugar, lo tendría en cuenta antes de traerle muchas muestras o dedicarle demasiado tiempo.
—¡Oh!
—Si tiene ganas de dedicarse a eso más o menos en serio, le aconsejo que ponga las cosas en claro desde el principio, arreglando con él un porcentaje.
—Comprendo. Gracias.
—No quisiera que me interpretara usted mal. Frank es un buen hombre, sólo que algo distraído.
—¿Hace mucho que trabaja aquí?
—Unos dos años. Es geofísico, y de los buenos.
En ese momento llegamos al galpón de los equipos, y allí conocí a Andy Deems y a Paul Carter. El primero era un hombre delgado y de aspecto algo siniestro, debido a varias heridas que le marcaban la mejilla izquierda, sin que la barba entera lograra ocultarlas por completo. Carter era alto, rubio, de rostro agradable, entre corpulento y gordo. Al entrar, los encontramos limpiando algunos tanques. Se secaron las manos, estrecharon la mía y me dieron la bienvenida.
Los dos desempeñaban el mismo tipo de tareas que me corresponderían a mí. La organización de la planta requería que fuéramos cuatro y que trabajáramos de a dos.
El cuarto empleado era Paul Vallons; en ese momento había salido con Ronald Davies, el encargado de las lanchas, para cambiar cierta unidad sellada en uno de los flotadores. Según me dijeron, Paul había sido el compañero de Mike; ambos eran amigos desde que hicieran el servicio en la Marina; a mí me tocaría trabajar con él la mayor parte de las veces.
—Pronto te verás reducido a este miserable estado —me dijo Carter alegremente, mientras Barthelme y yo reiniciábamos la marcha—. Que te diviertas, y junta flores.
—Estás amargado porque sudas como un obsceno —observó Deems.
—Cuéntaselo a mis glándulas.
Mientras cruzábamos el islote, Barthelme comentó que Deems era el buzo más hábil de cuantos conocía. Había vivido por un tiempo en una de las ciudades-burbuja; tras perder a su esposa y a su hija en el desastre del RUMOKO II, volvió a la superficie. Carter, en cambio, había pedido el traslado desde la costa oeste hacía cosa de cinco meses, tras un divorcio o separación de la que prefería no hablar; Barthelme me mostró el segundo laboratorio, que en ese momento estaba vacío; allí pude admirar un gran mapa iluminado de los mares que circundaban Andros; cada punto luminoso indicaba la disposición y el funcionamiento de los diversos dispositivos que mantenían los «muros» sónicos en torno a los parques y a las estaciones. Pude apreciar que estábamos cercados por una barrera que incluía también el parque más próximo.
—¿Dónde ocurrió el accidente? —pregunté.
El doctor se volvió para analizar mi expresión. En seguida señaló un punto de nuestro propio parque.
—Por aquí —dijo—. Hacia el extremo nordeste del parque. ¿Ha oído hablar del asunto?
—No sé más que lo publicado por los periódicos —respondí—. ¿Se ha descubierto algo más?
—No, nada.
Recorrí con la punta del dedo la L invertida que formaban las luces.
—¿No hubo huecos en la «pared»? —pregunté.
—Hace tiempo que no se producen fallas en el equipo.
—¿Cree usted que fue un delfín?
—Soy químico y no especialista de delfines —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero, a juzgar por lo que he leído, supongo que hay delfines y delfines. El ejemplar común parece ser bastante pacífico, dotado de una inteligencia comparable a la nuestra. Además, deberían estar distribuidos según la vieja curva: la mayor parte en el medio, unos pocos retrasados en una punta, y unos pocos genios en la otra. Tal vez ese ataque haya sido obra de un delfín idiota, que no era responsable de sus acciones. O por un Raskolnikov de los delfines. Casi todo lo que se sabe sobre ellos proviene de los estudios realizados sobre especímenes normales. Estadísticamente debe ser así, dado el poco tiempo que llevamos ocupándonos de esto. ¿Qué sabemos sobre sus anormalidades psíquicas? Nada, en realidad.
Y concluyó, volviendo a encogerse de hombros:
—Sí, me parece posible que haya sido un delfín.
Mientras tanto, yo pensaba en una ciudad-burbuja, y en gente que nunca había llegado a conocer, y me preguntaba si los delfines se sentirían alguna vez culpables y desdichados por los actos cometidos. Me deshice de aquellos pensamientos en el preciso momento en que él decía:
—¿No estará usted preocupado…?
—Preguntaba por curiosidad, simplemente —dije—. Pero también me preocupa, por supuesto.
En tanto yo lo seguía hacia la puerta, él observó:
—Bueno, recuerde, en primer término, que eso ocurrió a bastante distancia, en el parque propiamente dicho. Allí no tenemos ningún equipo en funcionamiento, de modo que no tendrá necesidad de acercarse. Segundo, un grupo del Instituto de Estudios Delfinológicos está revisando toda la zona, incluyendo nuestro anexo, con un equipo detector subacuático. Tercero, hasta nuevo aviso se hará funcionar constantemente un radar en cualquier zona donde nuestros empleados deban sumergirse; además, cuando sea necesario operar a profundidad, se enviará también al fondo una jaula contra tiburones y una cámara de descompresión sumergible, por las dudas. Todos los portones han sido cerrados hasta que estas medidas estén en marcha. Y se le proporcionará un arma, un largo tubo de metal con una cápsula y una carga; con eso podrá despachar a cualquier tiburón o delfín furioso.
—Me parece bien —dije, caminando con él hacia el edificio siguiente—. Eso me tranquiliza.
—De cualquier modo, yo tenía que hablar con usted de todo esto —dijo—. Pero estaba buscando la forma de hacerlo. También yo estoy más tranquilo ahora que lo hemos aclarado. Estas son las oficinas. A esta hora están vacías.
Abrió la puerta, y yo le seguí. Escritorios, divisiones, armarios de archivo, máquinas de oficina… Nada fuera de lo común; tal como él lo dijera, estaban desiertas. Al final del corredor central había una puerta que daba a una callejuela angosta, y enseguida se levantaba otro edificio. Allí entramos.
—Éste es nuestro museo —dijo Barthelme—. A Samuel Beltrane se le ocurrió que estaría bien tener algo así para mostrar a nuestros visitantes. Está lleno de objetos marinos, y tenemos también unos cuantos modelos de nuestros equipos.
Contra lo que yo esperaba, los modelos de equipos no eran lo más abundante. El suelo estaba cubierto con una alfombra verde. Cerca de la puerta frontal había una maqueta de la estación, con toda la maquinaria del interior expuesta a la vista. Contra la pared, varios estantes exhibían versiones en mayor escala de los componentes más importantes; uno o dos párrafos escritos explicaban su historia y su utilidad. Había un cañón antiguo, dos reflectores, varias hebillas de cinturón, unas cuantas monedas y algunos utensilios herrumbrados; todo eso había sido rescatado de un navío naufragado varios siglos atrás, que yacía aún en el fondo del mar, a poca distancia de la estación. Al frente había una colección de esqueletos marinos, acompañados de dibujos en color del animal completo, desde el pececito más diminuto al delfín, y una réplica tamaño natural de un gran tiburón. Decidí volver solo para estudiar todo eso, cuando tuviera tiempo. Separada de los peces por una ventana estaba la colección de minerales de Cashel; era una gran sección, y cada piedra había sido cuidadosamente colocada y etiquetada. Frente a ella colgaba una acuarela algo extraña, pero atractiva, llamada Paisaje de Miami; en una de las esquinas inferiores se leía la firma: Cashel.
—Así que Frank pinta —dije—. No está mal.
—No es Frank, sino Linda, su esposa —corrigió el doctor—. Ahora se la presentaré. Debe estar en el cuarto de al lado. Se ocupa de la biblioteca y de todas nuestras tareas de oficina.
Al pasar por la puerta que comunicaba con la biblioteca pude ver a Linda Cashel. Estaba sentada ante un escritorio, escribiendo, y levantó la vista al oírnos entrar. Parecía tener unos veinticinco o veintiséis años; su pelo, largo y desteñido por el sol, estaba sujeto sobre la nuca con una hebilla incrustada en piedras preciosas. Ojos azules, rostro alargado de barbilla hendida, y nariz ligeramente respingada, con unas cuantas pecas. Ante la presentación de Barthelme, exhibió una hilera de dientes perfectos y muy blancos.
—Cuando quiera un libro… —dijo.
Eché una mirada a los estantes, las cajas y las máquinas.
—Tenemos varias copias de las obras que usamos mucho como referencia —explicó ella—. En cuanto a lo demás, puedo conseguir fotocopias de un día para otro. Hay varias secciones de literatura general y novelas por allí.
Señaló una estantería situada junto a la ventana frontal, y prosiguió:
—También hay registros grabados en casetes, a su derecha; casi todos son ruidos submarinos: sonidos emitidos por los peces y cosas por el estilo, parte del estudio constante que hacemos para la Fundación Nacional de Ciencias. La última estantería contiene grabaciones musicales para nuestro propio entretenimiento. Todo está catalogado aquí.
Se levantó e indicó un índice pegado en el archivo.
—Si quiere llevarse algo cuando no haya nadie aquí —agregó—, le agradecería que anotara en este libro el número, su nombre y la fecha.
Indicó con la mirada un libro de registros que estaba sobre el escritorio.
—Y si quiere quedarse con algo durante más de una semana, avíseme, por favor. También hay un equipo de herramientas en el último cajón, por si alguna vez necesita un par de alicates. No olvide volver a guardarlos allí. No se me ocurre nada más que pueda decirle. ¿Alguna pregunta?
—¿Qué tal anda esa pintura últimamente? —pregunté.
—¡Oh! —exclamó, volviendo a sentarse—, ha visto mi paisaje. Mucho temo que éste es el único museo que exhiba mis obras. Prácticamente he dejado de pintar. Sé que no sirvo.
—Sin embargo, me gustó.
Ella frunció los labios.
—Cuando sea mayor y más sabia —dijo—, y esté en alguna otra parte, tal vez vuelva a probar. Ya he hecho todo lo posible con el agua y las costas.
No se me ocurrió qué contestar, y esbocé una sonrisa. Ella hizo lo mismo. Nos despedimos. Barthelme me concedió el resto de la mañana para instalarme en mi cabaña, que había sido la vivienda de Michael Thornley. Eso hice.
Después del almuerzo me dirigí al galpón de los equipos, para trabajar con Deems y Carter. Terminamos temprano. Como no era tiempo aún para pensar en la cena, me llevaron a nadar, para visitar el buque hundido.
Los restos estaban a unos quinientos metros hacia el sur, fuera del «muro» y a unas veinte brazas de profundidad. Parecía misterioso y fantástico (esas cosas siempre lo parecen), a la luz de los rayos ondulantes que proyectábamos. Un mástil quebrado, un bauprés suelto, parte de la cubierta y una borda hecha pedazos: sólo eso era visible sobre el lodo; una horda de pececitos asustados por nuestra presencia iban y venían por los agujeros del casco, y una cortina de algas se mecía al impulso de las corrientes. Eso era todo cuanto quedaba de tantas esperanzas puestas en algún lejano viaje, del trabajo de los armadores, y quizá de varias personas, cuya última visión fue una tormenta o una espada; después, el gris, el verde, el azul, súbitos remolinos, el frío.
O tal vez lograron llegar a Andros para cenar, como lo hicimos nosotros. Comimos en un local cercano a la costa, con los clásicos manteles a cuadros blancos y rojos, donde se demoraban todos los objetos de fabricación humana; el interior de Andros, en cambio, estaba atestado por manglares, bosques de pinos y caobas, palomas, patos y codornices. La comida era buena, y yo estaba hambriento.
Hicimos un rato de sobremesa, charlando y fumando. Me faltaba conocer a Paul Vallons, pero al día siguiente debía trabajar con él. Pregunté a Deems cómo era.
—Corpulento, más o menos de tu tamaño. Es buen mozo. Medio reservado. Muy buen nadador. Él y Mike solían salir todos los fines de semana por el Caribe. Apostaría a que tenían una muchacha en cada isla.
—¿Y cómo… ha tomado las cosas?
—Bastante bien, parece. Como te dije, es medio reservado; no deja ver sus sentimientos. Él y Mike eran amigos de muchos años.
—En tu opinión, ¿qué fue lo que mató a Mike?
En ese momento, Carter resolvió intervenir:
—Uno de esos condenados delfines. No sé por qué empezamos a jugar con ellos. Una vez, uno de ellos se me abalanzó desde abajo, y estuvo a punto de quebrarme un hueso.
—Son juguetones —observó Deems—. No quería hacerte daño.
—Yo creo que sí. ¡Y esa piel resbaladiza parece un globo mojado! ¡Asqueroso!
—Es un prejuicio tuyo. Son como cachorritos. Debes tener algún complejo sexual.
—¡Vete al diablo! —exclamó Carter—. Son…
Como todo había comenzado por mi culpa, me sentí obligado a cambiar de tema. Por lo tanto, pregunté si era cierto que Martha Millay vivía en esa isla.
—Sí —respondió Deems, tomando al vuelo la oportunidad—. Tiene una casa a cinco kilómetros de aquí, por la costa. Muy bonita, según tengo entendido, aunque sólo la he visto desde el mar; con puerto propio. Ella tiene un hidroplano, un bote a vela, una lancha con cabina grande y dos lanchitas de gran velocidad. Vive sola en un edificio largo y bajo, casi metido en el agua. No hay siquiera una ruta que lleve hacia allí.
—Admiro sus trabajos desde hace mucho tiempo. Me gustaría conocerla algún día.
Él meneó la cabeza.
—No creo que puedas. No le gusta la gente. Ni siquiera tiene teléfono, o si lo tiene no figura en guía.
—Qué pena. ¿Tienes idea de por qué es así?
—Bueno…
—Es deforme —explicó Carter—. Una vez me encontré con ella, en el agua. Ella estaba anclada, y yo pasaba camino hacia una de las estaciones. Eso ocurrió antes que yo oyera hablar de ella, de modo que me acerqué para saludarla. Estaba tomando fotografías a través del fondo de vidrio de su embarcación. Al verme, empezó a gritar y me hizo señas para que me alejara, porque estaba asustando a los peces. Tomó una lona y se la echó sobre las piernas. Sin embargo, logré echarle un vistazo. Desde la cintura hacia arriba es una mujer normal y bonita, pero tiene las caderas y las piernas torcidas y feas. Me dio pena haberla perturbado, y no supe qué decir. Le grité: «Disculpe», la saludé con la mano y pasé de largo.
—Me han dicho que ni siquiera puede caminar —dijo Deems—, aunque se la tiene por una excelente nadadora. Por mi parte, nunca la he visto.
—¿No saben si fue por algún accidente?
—Creo que no —respondió Deems—. Es medio japonesa, y se dice que la madre era uno de los bebés de Hiroshima. Algún daño genético, debió ser.
—Lástima.
—Sí.
Nos preparamos para regresar. Más tarde, completamente desvelado, pensé largo rato en los delfines, en buques hundidos y gente ahogada, en gente medio deforme y en la corriente del Golfo, que me hablaba sin cesar a través de la ventana. Finalmente acabé por prestarle atención; me apresó, y juntos nos hundimos en la oscuridad, hacia donde su rumbo la lleva.
Tal como Deems había dicho, Paul Vallons era más o menos de mi tamaño y bastante buen mozo, del estilo de los modelos para propaganda de ropa. En veinte años más, quizá tuviera un aspecto distinguido. Algunos hombres tienen suerte en todo. Deems había estado también en lo cierto con respecto a su reserva. No era precisamente parlanchín, aunque no por eso dejaba de parecer amistoso. En cuanto a su habilidad como nadador, no pude confirmar ese dato en nuestro primer día de trabajo, pues trabajamos en la costa, mientras Deems y Carter salían a la Estación Tres: otra vez al galpón.
No me pareció bien preguntarle por su antiguo compañero, ni hablar de delfines, y eso mantuvo la conversación en los temas del trabajo que teníamos entre manos, con excepción de unas cuantas generalidades. Así pasó la mañana.
Sin embargo, después del almuerzo yo había planeado ya algunas cosas para la noche, y se me ocurrió que él sería tan capaz como cualquier otro para informarme con respecto al Chickcharny.
Dejó la válvula que estaba limpiando y me clavó los ojos.
—¿Para qué quieres ir allí? —preguntó.
—Oí mencionar ese local, y me gustaría visitarlo.
—Sirven drogas sin autorización —dijo—. No hay inspecciones. Si te gusta la droga, nada garantiza que no te den cualquier porquería preparada por algún imbécil.
—Me limitaré a la cerveza. Pero quiero visitar el negocio.
Se encogió de hombros.
—No hay mucho que ver allí. Pero…
Se secó las manos, arrancó una hoja vieja de un calendario colgado en la pared, y me esbozó rápidamente un mapa. El lugar estaba tierra adentro, entre los pájaros y los manglares, los pantanos y la caoba, algo más al sur que el sitio que yo visitara la noche anterior. Estaba situado sobre un arroyo, construido sobre pilotes, según me dijo Paul; me sería posible llegar en bote hasta el muelle inmediato.
—Creo que iré esta misma noche —dije.
—No olvides lo que te dije.
Asentí, guardando el mapa.
La tarde pasó pronto. Llegó un banco de nubes y tuvimos una breve precipitación (cosa de quince minutos); después, el sol volvió a secar las cubiertas y a calentar el mundo recién lavado. Por segunda vez, terminamos con todo el trabajo bastante temprano. Me di una ducha rápida, me puse ropas frescas y salí a conseguir un bote ligero.
Ronald Davies, un hombre alto, de cabellos finos, con acento del norte, me sugirió llevar un bote de carrera llamado Isabella, se quejó de la artritis y me deseó que me divirtiera. Agradecí, puse proa hacia Andros, y me alejé. Confiaba en que el Chickcharny sirviera también comida, pues no quería perder tiempo deteniéndome en otro sitio.
El mar estaba en calma; las gaviotas se lanzaban en picada o volaban en círculos, entre ásperos gritos, mientras la estela de mi bote invadía sus dominios. En realidad, yo mismo no sabía qué buscaba. No me gustaba operar así, pero no había alternativa. No tenía una línea de ataque definida, y ese caso no ofrecía de dónde asirse. Por lo tanto, había decidido reunir tanta información como pudiera, y pronto. La celeridad siempre parece esencial cuando uno no sabe qué es lo que se está enfriando mientras tanto.
Andros se irguió ante mí. Tomando como punto de referencia el sitio donde habíamos cenado la noche anterior, busqué la boca del arroyo que Vallons me había indicado.
Tardé casi diez minutos en localizarlo; avancé lentamente por su curso arremolinado. De tanto en tanto se divisaba algún tramo de una ruta polvorienta que corría a lo largo de la orilla izquierda. Pero el follaje se tornó más denso, y acabé por perderla totalmente de vista. Finalmente, las ramas se entrecruzaron sobre el arroyo, y durante varios minutos me vi encerrado en un callejón de prematura penumbra, antes que el arroyo volviera a ensancharse. Al doblar un recodo me encontré en el sitio que me habían descrito.
Me dirigí hacia el muelle y amarré junto a otros botes. Al salir, eché una mirada a mi alrededor. A mi derecha, el único edificio, aparte de un pequeño cobertizo, se extendía por sobre un armazón de madera, tan remendado que difícilmente quedaba algo del material primitivo. A un lado había cinco o seis vehículos estacionados. Un cartel desvaído denominaba el local: EL CHICKCHARNY. Al avanzar, pude ver hacia la izquierda que la ruta de la costa no estaba en tan malas condiciones como yo pensara.
En el interior había un hermoso mostrador de caoba, a unos cinco metros de la puerta; tenía todo el aspecto de haber pertenecido a algún barco. Aquí y allá se veían ocho o diez mesas, varias de ellas ocupadas, y una puerta con cortinas, a la derecha del mostrador. Alguien había pintado un tosco halo de nubes en la parte superior.
Me dirigí al mostrador. Era el único ocupante. El cantinero, un gordo con barba de tres o cuatro días, dejó su periódico para acercarse a mí.
—¿Qué le sirvo?
—Una cerveza —dije—. ¿Hay algo para comer?
—Un momento.
Se alejó unos pasos y revisó una pequeña heladera.
—¿Sandwiches de ensalada de pescado? —preguntó.
—Está bien.
—Me alegro. Porque no hay otra cosa.
Preparó los emparedados, me los trajo y me sirvió la cerveza.
—¿Era su bote el que acaba de llegar? —preguntó.
—Así es.
—¿Está de vacaciones?
—No; acabo de empezar a trabajar en la Estación Uno.
—Oh. ¿Buceador?
—Sí.
Suspiró.
—Entonces, usted debe ser el reemplazo de Mike Thornley. Pobre hombre.
En estos casos, prefiero que se utilice la palabra «sucesor» y no «reemplazo»; de lo contrario, la gente tiene la impresión de ser una bujía de encendido. Pero asentí.
—Sí, ya me enteré —dije—. Qué desgracia, ¿no?
—Venía mucho por este lugar.
—Eso me dijeron… Y el que murió con él trabajaba aquí, ¿verdad?
Hizo un gesto afirmativo:
—Rudy, Rudy Myers —dijo—. Trabajó aquí un par de años.
—Eran buenos amigos, ¿eh?
—No mucho —respondió, meneando la cabeza—. Conocidos, solamente. Rudy trabajaba en la trastienda.
Y señaló la cortina con una mirada, agregando:
—Ya sabe a qué me refiero. Guía principal, funcionario médico y lavacopas en jefe —dijo, con estudiada ligereza—. ¿Le interesaría…?
—¿Cuál es la especialidad de la casa?
—Paraíso Rosado —dijo—. Es buenísimo.
—¿De qué está compuesto?
—Un poco de euforia, otro poco de laxitud, luces bonitas…
—Dejémoslo para la próxima vez —dije—. ¿Él y Rudy salían juntos a nadar?
—No, ésa fue la única vez. ¿Se siente preocupado?
—No me gusta mucho todo eso. Cuando me dieron este trabajo no me dijeron que podía servir de comida. ¿Y Mike no comentó nada sobre alguna actividad desacostumbrada en el mar, o algo así?
—No, no que yo recuerde.
—¿Y Rudy? ¿Le gustaba el agua?
Me miró de reojo, con un atisbo de pliegue en el ceño.
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque se me ocurre que eso podría tener importancia. Si a él le interesaban esas cosas y Mike descubrió algo especial, tal vez le llevó a verlo.
—¿Cómo por ejemplo?
—¡Diablos, qué sé yo! Pero si descubrió algo peligroso, me gustaría saberlo.
La arruga desapareció de su frente.
—No —dijo—. A Rudy no le habría interesado. No habría salido a la puerta ni para ver al monstruo de Loch Ness.
—¿Por qué habrá ido, entonces?
—No tengo idea —respondió, encogiéndose de hombros.
Tuve la intuición que una sola pregunta más podía acabar con nuestra hermosa relación. Por lo tanto, comí, bebí, pagué y me marché.
Volví a bajar por el arroyo hasta el mar abierto, y seguí la costa con rumbo al sur. Deems había dicho que eran unos cinco kilómetros de distancia, contando desde el restaurante, y que era un edificio largo y bajo, casi metido en el agua. Bien. ¡Ojalá ella hubiese vuelto ya de ese viaje que Don había mencionado! Cuanto más, me ordenaría marcharme. Pero sabía muchas cosas que podían serme de utilidad. Conocía la zona, y conocía a los delfines. Yo tenía mucho interés en escuchar su opinión, si la tenía.
Aún había bastante luz cuando situé la pequeña ensenada, aunque el aire empezaba a tornarse fresco. Disminuí la velocidad y me dirigí hacia ese lugar. Sí, ése era el lugar: una casa edificada contra una escarpada elevación, hacia atrás y hacia la izquierda, con un muelle que avanzaba sobre el agua. A un lado descansaban varios botes, uno de ellos a vela, protegidos por la prolongada curva blanca de un rompeolas.
A velocidad cada vez menor, rodeé el extremo interior del rompeolas. Allí estaba ella, sentada en el muelle. Al verme, extendió la mano para tomar algo y enseguida dejé de verla, me la ocultó la misma estructura al aproximarme a sotavento. Apagué el motor y até el bote al pilar más próximo, preguntándome a cada instante si al segundo siguiente no la vería aparecer, bichero en mano, lista para repeler a los invasores.
Sin embargo, no ocurrió nada de eso. Trepé entonces por una especie de rampa que me llevó a la parte superior. Ella estaba acabando de ajustarse una falda larga y acampanada; tal vez era eso lo que había tomado al verme llegar. Tenía puesta la parte superior de un bikini, y estaba sentada sobre la misma cubierta, cerca del borde, con las piernas ocultas por la tela estampada en verde, blanco y azul. Su pelo era negro y muy largo, y los ojos grandes y oscuros. Sus facciones muy regulares, presentaban un aspecto definidamente oriental, cosa que suelo encontrar demasiado atractiva. Me detuve en el extremo de la rampa; su mirada me hizo sentir incómodo desde el momento en que se cruzó con la mía.
—Me llamo Madison, James Madison —le dije—. Trabajo en la Estación Uno, y soy nuevo aquí. ¿Puedo subir un minuto?
—Ya lo ha hecho —dijo, pero enseguida me dirigió una sonrisa cautelosa—. De cualquier modo, puede terminar de subir y tomarse ese minuto.
Así lo hice; ella no dejó de mirarme fijamente mientras avanzaba. Eso me provocaba una aguda timidez, sensación que había dejado de molestarme desde los comienzos de la adolescencia. Cuando estaba a punto de apartar la vista, me dijo:
—Soy Martha Millay, tanto como para completar la presentación.
Y volvió a sonreír.
—Soy un viejo admirador de su obra —comenté—, aunque ése es sólo uno de los motivos que me traen aquí. Tenía la esperanza que usted me diera confianza en la seguridad de mi propio trabajo.
—Por los homicidios —dijo.
—Sí, exactamente. Me gustaría conocer su opinión.
—Muy bien, no hay inconvenientes —respondió—. Pero yo estaba en la Martinica cuando ocurrió el hecho; no sé más que lo leído en los periódicos y lo que me dijo por teléfono un amigo perteneciente a la Sociedad de Investigaciones Delfinológicas. De cualquier modo, llevo años de relación con los delfines, años enteros fotografiándolos, jugando con ellos, amándolos. Y no creo que un delfín pueda matar a un ser humano. Eso contradice toda mi experiencia al respecto. Por algún motivo (tal vez por algún delfinesco concepto referido a la hermandad de la inteligencia consciente), los humanos somos muy importantes para ellos; tan importantes que cualquiera de ellos, según creo, preferiría morir antes de ver morir a uno de nosotros.
—En ese caso, ¿usted descarta la idea que un delfín pueda matar, incluso en defensa propia?
—Así lo creo, aunque no tengo prueba alguna. De cualquier modo, hay un detalle más importante para usted, y es que esos asesinatos, por sus características, me parecen totalmente ajenos a los delfines.
—¿Por qué?
—Me parece muy extraño que un delfín emplee los dientes en la forma en que lo describieron. Dada la constitución física de los delfines, el rostro, o el pico, contiene cien dientes, de los cuales ochenta y ocho están en la mandíbula inferior. Pero en el caso que se trabe en lucha con un tiburón o con una ballena, por ejemplo, no los emplea para morder o desgarrar. Los cierra fuertemente, con lo que se ve provisto de una estructura muy rígida, y utiliza la mandíbula inferior, con su considerable impulso, para embestir a su oponente. La parte anterior del cráneo es bastante gruesa, y el cráneo, en sí, lo suficientemente grande como para soportar los enormes impactos de los golpes que asesta de ese modo; y son violentísimos, pues los delfines tienen poderosos músculos en el cuello. De esa manera pueden matar a un tiburón. Por lo tanto, aunque aceptara el argumento que los delfines pueden haber hecho algo así, no puedo aceptar que mordieran a las víctimas: las hubieran matado a golpes.
—¿Y por qué no lo explicaron los del Instituto?
—Lo hicieron —respondió ella, con un suspiro—. Pero los medios informativos ni siquiera publicaron esa declaración. Por lo visto, nadie dio a ese episodio mucha importancia, y no valía la pena seguir con eso.
Apartó al fin los ojos de mí, para perderlos por sobre el agua. Después agregó:
—Creo que es peor la indiferencia por el daño que se causa al publicar sólo una versión de la historia que la verdadera malicia intencionada.
Al verme absuelto de su mirada, me agaché para sentarme en el borde del muelle, dejando colgar las piernas por sobre el borde. Tener que mirarla de pie, desde arriba, era una incomodidad aún mayor. También yo perdí la vista por sobre su amarradero.
—¿Un cigarrillo? —propuse.
—No fumo.
—¿Me permite que lo haga?
—Adelante.
Encendí un cigarrillo y aspiré el humo. Después de meditar por un instante, pregunté:
—¿Tiene alguna idea sobre cómo pudieron producirse esos homicidios?
—Pudo ser un tiburón.
—Pero no hay tiburones en esta zona desde hace años. Los «muros»…
Ella echó a reír.
—Hay muchas formas en las que pudo entrar un tiburón —dijo—. Una grieta en el fondo, que haya formado una especie de túnel por debajo del muro. Un cortocircuito momentáneo en uno de los proyectores, que pudo pasar inadvertido; o tal vez un cortocircuito permanente que el sistema de controles no detectó. Por otra parte, la frecuencia utilizada en el «muro» es muy perturbadora para muchas especies marinas, pero no necesariamente fatal. Normalmente, los tiburones tratan de evitar ese muro, pero alguno pudo haber pasado, obligado por alguna causa extraña, y se encontró atrapado dentro.
—Podría ser —dije—. Sí, gracias. No me ha desilusionado en absoluto.
—Yo habría pensado que sí.
—¿Por qué?
—No he hecho más que tratar de reivindicar a los delfines y demostrar que pudo ser un tiburón. Según dijo usted, quería oír algo que lo hiciera sentir más seguro en su trabajo.
Volví a sentirme incómodo. De pronto había tenido la impresión irracional que ella me conocía a fondo y estaba jugando conmigo.
—Usted dice que se interesa por mi obra —observó ella, súbitamente—. ¿Conoce también los dos libros de fotografías de delfines?
—Sí; me gustaron mucho los textos.
—No eran gran cosa —dijo—, y ya hace varios años que los escribí. Tal vez eran demasiado caprichosos. Hace mucho que no los releo.
—En mi opinión, se ajustaban admirablemente al tema: pequeños aforismos al estilo Zen para cada fotografía.
—¿Recuerda algo en especial?
—Sí —respondí, pues uno acudía súbitamente a mi memoria—. Recuerdo una instantánea de un delfín en medio de un salto; usted captó su sombra en el agua, y anotó como epígrafe: «En la ausencia del reflejo, qué dioses…».
Ella rio suavemente.
—Durante mucho tiempo ése me pareció quizá demasiado astuto. Sin embargo, cuando llegué a conocer mejor ese tema, comprendí que no lo era.
—Muchas veces me he preguntado qué clase de religión o de sentimientos religiosos pueden tener —observé—. Ese ha sido un elemento común entre todas las razas humanas. Parecería que algo de eso surge en cuanto se alcanza cierto nivel de inteligencia, a fin de explicar las cosas que aún están más allá del entendimiento. Me intriga la forma que podría tomar entre los delfines. ¿Usted tiene alguna idea al respecto?
—He pensado mucho en eso mientras los observaba —respondió ella—, tratando de analizar su carácter según la conducta, la fisiología. ¿Conoce las obras de Johan Huizinga?
—Vagamente —repliqué—; hace años leí Homo Ludens, y tuve la impresión que era el borrador de alguna obra que jamás elaboró por entero. Pero recuerdo la premisa básica: la cultura comienza como una especie de sublimación del instinto lúdico, y por un tiempo perduran elementos de representaciones sagradas y contiendas festivas en las instituciones que se desarrollan; quizá jamás dejan de estar presentes de un modo u otro. Sin embargo, su análisis no ahondaba mucho en los tiempos modernos.
—Sí —confirmó ella—. El instinto lúdico. Muchas veces me ha parecido, mientras los observaba jugar, que su perfecta adaptación al medio les ha hecho innecesaria la creación de instituciones sociales complejas. Por lo tanto, cualquier elemento de ese tipo que posean debe estar mucho más próximo a las situaciones primitivas consideradas por Huizinga: una condición vital llena de franca indulgencia, de luchas y representaciones festivas.
—¿Una religión del juego?
—No es tan simple, aunque eso es parte del esquema. El problema, en este caso, radica en el idioma. Huizinga empleó la palabra latina ludus por cierta razón. A diferencia del idioma griego, que tiene varias palabras para indicar, por ejemplo, el ocio, la competencia en deportes, las diferentes formas de pasar el tiempo, el latín refleja la unidad básica de todos esos términos resumiéndolos en un concepto simple, por medio de la palabra ludus. Obviamente, las distinciones que hacen los delfines entre el juego y lo serio son diferentes de las nuestras, tal como las nuestras son diferentes de las de los griegos. Sin embargo, según nuestro modo de entender la palabra ludus, y según comprendemos que unifica ejemplos de actividades muy diversas considerándolas como distintas clases de juego, tenemos una base mejor, tanto para la conjetura como para la interpretación.
—¿Y por esos medios ha deducido usted la religión que poseen?
—No la he deducido, claro está. Sólo puedo hacer unas cuantas conjeturas. ¿Dice usted que no tiene la menor idea?
—Bueno, si me viera obligado a adivinar, diría que debe ser alguna especie de panteísmo, tal vez similar a las formas menos contemplativas del budismo.
—¿Por qué «las menos contemplativas»?
—Por la actividad que despliegan —expliqué—. Ni siquiera duermen del todo, ¿verdad? De tanto en tanto deben subir a la superficie para respirar. No cesan de moverse. ¿Cómo les sería posible reposar bajo una rama de coral, equivalente del árbol de boj?
—¿Cómo cree que sería su mente si nunca durmiera?
—Me resulta bastante difícil imaginarlo. Supongo que sería perturbador después de cierto tiempo, a menos que…
—¿A menos que?
—A menos que me permitiera ensueños periódicos.
—Creo que ése es el caso de los delfines, aunque, dada la capacidad cerebral que ellos gozan, no es imprescindible que sea periódico.
—No lo comprendo.
—Creo que están lo bastante dotados como para vivir esos ensueños simultáneamente con otros pensamientos, en vez de hacerlos sucesivamente.
—Es decir, que estarían siempre soñando un poco. Tomándose unas vacaciones mentales, divagando, a un costado del tiempo.
—Así es. También nosotros lo hacemos, hasta cierto punto. Siempre hay cierta meditación de fondo, cierta interferencia mental mientras consideramos los pensamientos que ocupan nuestra conciencia. Aprendemos a suprimirla, y eso es lo que llamamos concentración. Es, en cierto sentido, una forma de evitar la ensoñación.
—¿Y, según su modo de ver, los delfines sueñan y atienden sus procesos mentales normales, todo al mismo tiempo?
—En cierto modo, sí. Pero también intuyo que la ensoñación, en sí, es un proceso algo diferente.
—¿En qué sentido?
—Nuestros sueños son fundamentalmente visuales, ya que nuestras vigilias se orientan visualmente. El delfín, por el contrario…
—… se orienta gracias al oído. Sí. Aceptado ese efecto de ensoñación constante y aplicándolo a su estructura neurofisiológica, resultaría que chapotean para gozar del sonido.
—Más o menos, ésa es la idea. ¿Y si esa conducta respondiera a una forma de ludus?
—No sé.
—Cierta forma de ludus, a la cual los griegos consideraban, naturalmente, como una actividad independiente; la llamada diagoge, que puede traducirse como recreación mental. La música figuraba en esa categoría; Aristóteles, en su Política, especulaba sobre el beneficio que puede ofrecer, y aceptaba finalmente que la música puede conducir a la virtud, pues da armonía al cuerpo, promueve cierto ethos, y nos permite disfrutar las cosas en la forma correcta…, sea esto lo que sea. Pero si consideramos la posibilidad de una ensoñación acústica desde este punto de vista, como una variedad musical de ludus, ¿no sería una forma de promover cierto ethos, de alentar una manera determinada de disfrutar las cosas?
—Posiblemente, si fuera una experiencia compartida.
—Aún no sabemos qué significan muchos de sus sonidos. Suponga que estuvieran vocalizando parte de esa experiencia.
—Podría ser, aceptadas sus otras premisas.
—Eso es todo lo que puedo ofrecerle —dijo—. Por mi parte, veo un significado religioso en las expresiones espontáneas de diagoge. Usted puede no estar de acuerdo.
—No lo estoy. Lo aceptaría como una necesidad fisiológica o psicológica, hasta como una forma de juego, o ludus, como usted lo ha propuesto. Pero no tengo modo de saber si esa actividad musical es una auténtica expresión religiosa, de manera que allí acaba el asunto, a mi modo de ver. En el estado actual de nuestros conocimientos, no comprendemos su ethos ni su modo peculiar de considerar la vida. Para ellos sería poco menos que imposible transmitir un concepto tan extraño y sofisticado como el que usted acaba de desarrollar, aunque la barrera del idioma no fuera tan infranqueable como lo es ahora. A menos que halláramos la forma de meternos dentro de ellos para averiguarlo, no veo cómo sé podría probar la existencia de sentimientos religiosos, aunque cada una de sus conjeturas fuera correcta.
—Usted tiene razón, por supuesto —dijo—. La conclusión no es científica a menos que se la pueda demostrar. No puedo demostrarla, pues es sólo una intuición, una sensación, una inferencia…, y la ofrezco sólo como tal. Pero si los observa jugar algún día, escuche sus sonidos. Piense. Trate de sentirlo.
Seguí contemplando el cielo y el agua. Ya había averiguado cuanto quería saber de ella, y el resto era sólo sobremesa, pero no todos los días se tiene la oportunidad de tales charlas. Comprendí que la muchacha me gustaba mucho más de lo que había esperado, que me había fascinado con su conversación, y no sólo a causa del tema. En parte para prolongar las cosas, y en parte por verdadera curiosidad, dije:
—Continúe. Cuénteme el resto, por favor.
—¿El resto?
—Usted ve en esto una religión, o algo similar. Dígame cómo cree que es.
Vaciló antes de responder:
—No lo sé. Cuantas más conjeturas se hacen, más ridículas se tornan. Dejémoslo así.
Pero eso me dejaba muy poco por decir: «gracias», y «buenas noches». Instigué a mi imaginación para que trabajara dentro de los parámetros fijados por ella, y me vino a la mente la mención que hiciera Barthelme con respecto a la curva normal de distribución con referencia a los delfines.
—Si es como usted dice —comencé—, si expresan e interpretan constantemente su personalidad y su universo por medio de una especie de canto subliminal, es posible que, como en todos los aspectos, algunos sean mejores que otros. ¿Cuántos Mozarts habrá, aun en una raza de músicos? ¿Cuántos campeones, en una nación de atletas? Si todos juegan una diagoge religiosa, algunos deben ser superiores a los demás en el juego. ¿Serían los sacerdotes o los profetas? ¿Los bardos? ¿Los músicos sagrados? ¿Serán templos las zonas en donde ellos habitan, o lugares sagrados? ¿Una Meca, un Vaticano delfinescos? ¿Un Lourdes?
Ella echó a reír.
—Se está entusiasmando demasiado, señor… Madison.
La miré fijamente, tratando de desentrañar la expresión aparentemente divertida con que me sonreía.
—Usted me dijo que pensara en ello —repliqué—, que tratara de sentirlo.
—Sería extraño que usted estuviera en lo cierto, ¿no es verdad?
Asentí.
—Y tal vez el peregrinaje valdría la pena —dije, levantándome—, si se pudiera hallar un intérprete. Le agradezco el minuto que me tomé y los que usted me concedió. ¿Le molestaría mucho que la visitara alguna otra vez?
—Lo siento, pero estoy bastante ocupada —respondió.
—Comprendo. Bien, le agradezco lo que ha hecho. Buenas noches.
—Buenas noches.
Bajé por la rampa hasta el bote, lo puse en marcha y lo conduje en torno al rompeolas hacia el mar que se iba oscureciendo. Sólo una vez volví los ojos atrás, con la esperanza de descubrir a quién me recordaba, sentada allá arriba, con la mirada perdida por sobre las olas. Tal vez a la Sirenita.
No respondió a mi ademán de despedida. Pero la luz era ya mortecina, y tal vez no me vio hacerlo.
Al llegar a la Estación Uno, me sentí lo bastante inspirado como para dirigirme al edificio de oficinas-museo-biblioteca, para ver qué material de lectura podía conseguir con referencia a los delfines.
Crucé el islote hacia la puerta frontal; tras cruzar junto a las maquetas y las colecciones del museo, sumidos en las sombras, me volví hacia la derecha y abrí la puerta. La luz estaba encendida, pero no había nadie. En los registros figuraban varios libros que no había leído. Los busqué para hojearlos, elegí dos y tomé el libro para anotar el retiro.
Mientras lo hacía, uno de los nombres anotados en el primer renglón de la página atrajo mi atención: Mike Thornley. Al mirar la fecha, comprobé que la anotación había sido hecha el día anterior a su muerte. Terminé de registrar mi propio retiro, y decidí averiguar qué se había llevado para leer en la víspera de su desgracia. Para leer y para escuchar. Porque había tres títulos, y el prefijo agregado a uno de los números de registro indicaba que se trataba de una grabación.
Los dos libros resultaron ser novelas ligeras de gran circulación. En cambio, al hallar la cinta me sentí poseído de una extraña sensación. No estaba en la sección de música, sino en la de biología submarina. Más exactamente, era la grabación de los sonidos emitidos por la ballena asesina.
Mis conocimientos someros sobre el tema bastaban sin embargo, para mayor seguridad, verifiqué el dato con uno de los libros que había retirado. Efectivamente, la ballena asesina era, sin lugar a dudas, el mayor enemigo del delfín: hacía más de una generación se habían realizado experimentos en el Centro Nacional Submarino de San Diego, utilizando la grabación de los sonidos emitidos por la ballena asesina a fin de asustar a los delfines, con el propósito de idear un artefacto para alejarlos de las redes de atún, donde se degollaban con frecuencia.
¿Para qué lo querría Thornley? Si lo habían utilizado en una unidad transmisora sumergible, ésa podía ser la explicación de la desacostumbrada conducta observada en los delfines del parque en el momento del asesinato. Pero ¿por qué?
Hice lo que hago siempre cuando me siento confundido: me senté y encendí un cigarrillo.
Aquello revelaba aún más a las claras que las cosas no eran como parecieran en el primer momento, y me obligaba también a considerar una vez más la aparente naturaleza del ataque. Pensé en las fotografías de los cadáveres y en los informes médicos que había estudiado.
Mordidos, masticados, desgarrados.
Hemorragias arteriales, carótida.
Yugular afectada; numerosas laceraciones sobre hombros y pecho…
Según dijera Martha Millay, un delfín no hubiese actuado de ese modo. Sin embargo, no podía olvidar que sus dientes, aunque no muy grandes, eran afilados como agujas. Empecé a hojear los libros, en busca de fotografías de mandíbulas y de dientes.
En ese momento se me ocurrió una idea llena de implicaciones oscuras: en el cuarto contiguo había un esqueleto de delfín.
Tras aplastar la colilla de mi cigarrillo, me levanté para pasar al museo. El interruptor de la luz no estaba muy a mano. Mientras la buscaba, oí que se abría la puerta en el lado opuesto de la habitación.
Al volverme vi a Linda Cashel en el umbral. Dio un paso en mi dirección, quedó petrificada y ahogó un grito involuntario.
—Soy yo, Madison —dije—. Lamento haberla asustado. Estoy buscando el interruptor de la luz.
Pasaron varios segundos antes que contestara:
—Oh, está detrás de la colección. Se la mostraré.
Cruzó el cuarto hasta la puerta principal y metió la mano tras un modelo de componente. Se encendió la luz, y ella soltó una risa nerviosa.
—Me asustó —dijo—. Me quedé trabajando fuera de hora, algo no muy común. Me sentí fastidiada y salí a tomar un poco de aire. No lo vi entrar a usted.
—Ya tengo los libros que buscaba —repliqué—; de cualquier modo, gracias por encender la luz.
—Permítame que anote el retiro.
—Ya lo hice —respondí—; los dejé allá dentro, porque quería echar otro vistazo a las colecciones antes de volver a casa.
—Oh. Bueno, estaba por cerrar. Si quiere quedarse un rato, le dejaré esa tarea.
—¿En qué consiste?
—Sólo en apagar las luces y cerrar las puertas. No echamos llave. Ya he cerrado las ventanas.
—Está bien, lo haré. Y discúlpeme por haberla asustado.
—No hay motivo, no pasó nada.
Se dirigió a la puerta de entrada y se volvió a mirarme con una sonrisa, que esta vez fue más convincente.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches.
Mi primer pensamiento fue que nada indicaba que se hubiese presentado trabajo extra desde la última vez que estuve en las oficinas; el segundo fue que ella había tratado de mostrarse demasiado convincente, y el tercero resultó bastante innoble.
Pero las pruebas del pastel no se desvanecerían. Volví mi atención al esqueleto del delfín.
La mandíbula inferior, provista de dientes agudos y brillantes, me dejó fascinado; el tamaño era lo más interesante, o casi. Lo más curioso era el hecho que los alambres que la sostenían en su sitio estuvieran limpios, desprovistos de toda herrumbre, relucientes en los extremos, como si los hubiesen cortado poco tiempo atrás; en cambio, los otros alambres que sostenían el esqueleto se veían opacos y oxidados.
En cuanto al tamaño, lo interesante es que era el adecuado para convertir esa mandíbula en un arma práctica y eficaz.
Eso era todo. Y era bastante. Pero dejé correr mis dedos sobre los huesos maxilares y premaxilares, hacia atrás, siguiendo el rostro; aferré la mandíbula una vez más, sin saber por qué, hasta que una grotesca imagen de Hamlet se filtró en mi cerebro. ¿Era en verdad tan incongruente? Recordé entonces una frase de Loren Eiseley: «… Todos somos fósiles en potencia, que llevamos aún en el cuerpo las imperfecciones de anteriores existencias, las marcas de un mundo en el cual las criaturas vivientes pasan de era en era, apenas más consistentes que las nubes». Proveníamos del agua. El prójimo que tenía entre las manos había pasado en ella su vida entera. Pero tanto su cráneo como el mío estaban compuestos de calcio, un producto marino elegido en nuestros días primitivos, y que formaba parte de nosotros de un modo irrevocable. Ambos eran morada de un cerebro consciente, de un centro de sensibilidad, con todos los placeres, penas y emociones correspondientes a la existencia, que en uno u otro momento habían pasado por esas pequeñas piezas rígidas, constituidas por carbonato de calcio. La única diferencia de importancia no era que ese individuo hubiese nacido delfín y yo hombre, sino que yo vivía aún: un detalle mínimo en la escala cronológica por la que vagaba mi pensamiento. Retiré la mano, preguntándome, perturbado, si alguna vez mis restos serían utilizados como arma mortal.
Sin otra cosa que hacer allí, recogí mis libros, cerré, y me marché del edificio.
Al entrar a mi cabaña, deposité los libros sobre la mesa de noche y dejé encendida la lámpara del velador. Volví a marcharme por la puerta trasera, que conducía a un patio pequeño, más o menos privado, abierto precisamente en el borde del islote, lo que le proporcionaba una hermosa vista al mar. Pero no me detuve a admirar el panorama. Si otras personas salían a tomar un poco de aire, no había ninguna razón que me impidiera a mí hacer lo mismo.
A grandes pasos, avancé hasta localizar un lugar adecuado: un pequeño banco situado a la sombra del consultorio. Allí me senté, bastante bien oculto, aunque disponiendo de una buena vista sobre el complejo de edificaciones que acababa de abandonar. Aguardé durante largo rato; me sentía innoble, pero no por eso dejé de observar.
Según se sucedían los minutos, comencé a pensar que me había equivocado, que nada ocurriría, pues se había superado el margen de prudencia.
Pero en cierto momento se abrió la puerta lateral de las oficinas (por la cual yo entrara en mi primera visita a las instalaciones), y por ella salió la silueta de un hombre. Se encaminó hacia la costa, y allí inició un recorrido que, para quien lo viera allí, podía ser un paseo por la playa. El hombre era alto y corpulento, más o menos como yo, y eso reducía considerablemente las posibilidades. Fue casi inútil esperar a que se dirigiera a su vivienda: era la cabaña de Paul Vallons. Un minuto después vi encenderse la luz en el interior.
Un rato más tarde, ya en la cama con mi libro sobre los delfines, comencé a pensar que algunos parecen prosperar en todo con mucha facilidad, y que yo parecía haber nacido para poner las cosas en su sitio.
A la mañana siguiente, durante esa fase ambulatoria de preconciencia y cafétropismo, tropecé con el detalle más aterrorizante y detestable de todo el caso. Es decir, le pasé por encima, y quizás hasta lo pisé, antes de reparar en su existencia. Siguieron varios segundos de estupefacción, antes que comprendiera su posible importancia.
Me incliné para recogerlo: era un rectángulo de papel duro, un sobre, y por lo visto lo habían echado por debajo de mi puerta trasera. Al menos, estaba próximo a ella.
Lo llevé hasta la mesa de la cocina, lo abrí y extraje el papel doblado que contenía. Mientras sorbía el café, leí varias veces el mensaje escrito en letras de molde: SUJETO AL PALO MAYOR DEL BUQUE HUNDIDO, A UNOS TREINTA CENTÍMETROS BAJO EL CIENO.
Eso era todo. Nada más.
Me sentí de pronto completamente despierto. No era sólo el mensaje, por muy misterioso que pareciera; además, estaba el hecho que me hubiesen elegido como receptor. ¿Por qué? ¿Y quién?
Fuera lo que fuese (y sin duda era importante), me preocupó mucho la posibilidad que alguien supiera los verdaderos motivos que me llevaban allí; el corolario inevitable era que esa persona sabía demasiado con respecto a mí. Me sentí iracundo; la adrenalina corrió hasta mis miembros. Nadie sabía mi nombre; quien lo supiera amenazaba mi existencia. En el pasado, yo había llegado a matar para proteger el secreto de mi identidad.
Mi primer impulso fue desaparecer, abandonar el caso, disponer de esa identidad y perderme tal como estaba acostumbrado a hacerlo. Pero de ese modo no podría averiguar cuándo, dónde, cómo, por qué y de qué modo me habían descubierto. Peor aún: jamás sabría quién lo había hecho.
Por otra parte, al volver a estudiar el mensaje comprendí que no había seguridad alguna en huir. Allí había un elemento coercitivo, una extorsión oculta en el imperativo. Era como si el remitente dijera: «Sé todo. Asistiré. Guardaré silencio. Pues hay algo que usted debe hacer en mi servicio».
Sin duda, tendría que ir a inspeccionar el buque naufragado, aunque sólo podría hacerlo tras concluir con el trabajo de la jornada. No valía la pena preguntarse por anticipado qué podía encontrar allí, aunque tendría que manejar las cosas con mucha cautela. Eso me dejaba el día entero para pensar cuál había sido mi error, y para decidir cuál era el mejor modo de defenderme. Froté el anillo en donde dormían las esporas mortales, y me levanté para afeitarme.
Ese día me enviaron, junto con Paul, a la Estación Cinco, para una inspección habitual y un trabajo de mantenimiento. Algo fácil, seguro, rutinario. Apenas nos mojamos.
Él no dio señales de saber que yo tuviera algo entre manos. En realidad, llegó a buscar conversación en varias oportunidades. En una de ellas me preguntó:
—¿Has ido al Chickcharny?
—Sí —respondí.
—¿Qué te ha parecido?
—Tenías razón. Es un bodegón de mala muerte.
Él sonrió, asintiendo, y preguntó:
—¿Probaste alguna de sus especialidades?
—No, sólo algunas cervezas.
—Es lo más seguro —observó—. Mike… Mi amigo, el que murió, solía ir con mucha frecuencia.
—¿Ah, sí?
—Al principio yo iba con él. Tomaba cualquier cosa y esperaba que él volviera.
—¿Nunca entraste a probar?
Meneó la cabeza, respondiendo:
—Cuando era más joven tuve una experiencia muy mala. Me asusté. De cualquier modo, él también las tuvo; allí, en el Chickcharny, varias veces. Tenía la costumbre de pasar a la trastienda; allí hay una especie de bodegón. ¿Lo viste?
—No.
—Bueno, se enfadó un par de veces, y discutimos. Él sabía que ese maldito local no tenía autorización, pero no le importaba. Al fin le dije que debería tener una provisión de confianza, allá en la estación, pero no se atrevía por esas normas estúpidas que tiene la compañía. A mí me parecía tonto. De cualquier modo, acabé por decirle que podía ir solo, si necesitaba tanto de los narcóticos y no podía esperar hasta el fin de semana para buscarlos en otra parte. Y dejé de ir.
—¿Y él?
—También, pero más tarde. Se curó por el lado difícil.
—¡Oh!
—Por eso, si vas a meterte en ésas, te digo lo mismo que a él: si no puedes esperar para ir a un sitio de más confianza, más limpio, ten tu propia provisión.
—Lo recordaré —dije.
Me pregunté interiormente si no tendría algo contra mí, pues parecía alentarme a quebrar las reglas de la compañía como para tener una razón para hacerme despedir. No parecía probable; más bien, era una reacción algo paranoica de mi parte, y dejé la sospecha a un lado.
—¿Volvió a tener problemas? —pregunté.
—Creo que sí —respondió—, pero no lo sé.
Y eso fue todo lo que dijo al respecto. Yo habría querido preguntarle otras cosas, por supuesto, pero nuestra relación no era lo bastante profunda como para hacerlo si no me daba pie, y él no lo hizo.
Terminamos nuestra tarea y regresamos a la Estación Uno; allí, cada uno tomó su camino. Me detuve para decirle a Davies que necesitaría un bote algo más tarde. Me reservó uno. Yo regresé a mi cabaña, y allí aguardé hasta que lo vi salir a cenar. Entonces volví a los amarraderos, puse mi equipo de buceo en el bote, y partí. Tales maniobras eran imprescindibles, pues estaba prohibido bucear individualmente; era una medida de precaución, que Barthelme me había enunciado el día de mi llegada. Se aplicaba sólo dentro de la zona, y el buque hundido estaba más allá, pero yo no tenía interés en explicar adónde iba.
Naturalmente, no había dejado de pensar que podía tratarse de una treta, que podía funcionar de muchas maneras. Era de esperar que mi amigo del museo siguiera teniendo la mandíbula en su sitio, pero tampoco se podía descontar la posibilidad de una emboscada submarina. Teniendo en cuenta todo eso, había llevado uno de mis dispositivos mortales, cargado y listo. Las fotos eran muy claras, y no podía olvidarlas. También podían haber instalado alguna trampa; tendría que ser muy cauteloso al hurgar en el cieno.
No tropecé con más obstáculos que la caja en sí. No había cuerdas, alambres, ni elementos extraños. Era sólo metal, y pude distinguir sus formas: medía unos quince centímetros, por veinte de longitud y diez de altura. Estaba erguida sobre uno de los lados, y sujeta en su sitio, contra el palo mayor, por una doble atadura de alambre. No encontré conexiones, y resolví descubrirla (al menos por el momento) para observarla mejor.
Era una caja fuerte pequeña y de aspecto común, con manijas en ambos costados y en la tapa; los alambres habían sido sujetos a dos de ellas. Desenrollé un trozo de cordel plástico y lo até a la manija más próxima. Después de soltar varios metros, me incliné para cortar con unas tenazas los alambres que ataban la caja al mástil. Enseguida ascendí a la superficie, llevando conmigo el resto del cordel.
Una vez en el bote, me quité el equipo y levanté la caja, tirando del cordel. Ni los movimientos, ni los cambios de presión, pusieron en funcionamiento trampa alguna. Por lo tanto, me sentía ya algo más tranquilo cuando la coloqué sobre cubierta. Allí la dejé, mientras desataba y recogía el hilo.
La caja estaba cerrada y el contenido se agitaba al moverla. Hice saltar la cerradura con un destornillador. Después pasé por sobre la borda para volver al agua, y levanté la tapa con la varilla.
Pero nada interrumpió el silencio, salvo el batir de las olas y mi propia respiración. Volví a trepar al bote y eché una mirada al contenido.
Contenía una bolsa de lona con una solapa doblada hacia abajo que la mantenía cerrada. La solté.
Piedras. Estaba llena de piedras de aspecto bastante vulgar. Pero nadie se habría tomado tantos problemas, a menos que tuvieran algún valor intrínseco. Sequé algunas de ellas, y las froté vigorosamente con una toalla. Después las volví en todos sentidos. Sí, había unos cuantos destellos, aquí y allá.
No había mentido al decir a Cashel que sabía algo sobre minerales. Era poco. Pero en ese caso resultaba suficiente. Elegí los ejemplares más promisorios para experimentar, y rasqué los minerales polvorientos que los cubrían. Varios minutos después, un borde del material expuesto presentaba grandes raspaduras provocadas por los diversos elementos con los cuales lo había puesto a prueba.
Alguien estaba contrabandeando diamantes y algún otra quería ponerme en antecedentes. Y ese delator, ¿qué esperaba de mí? En caso de querer que la información llegara a las autoridades, se habría encargado de eso por sí mismo.
Comprendí que me estaban usando para fines que no comprendía. Por lo tanto, decidí hacer lo que probablemente se esperaba de mí, ya que coincidió con lo que habría hecho de todos modos.
Pude atracar y descargar las cosas sin encontrar problema alguno. Mantuve el bolso de las piedras envuelto en mi toalla hasta que estuve de vuelta en mi cabaña. Ningún otro mensaje había sido deslizado debajo de la puerta. Me introduje en la ducha y me limpié completamente.
No pude pensar en ningún lugar realmente adecuado para ocultar las piedras, así que rellené el bolso inferior de la unidad del triturador de basura y substituí la cubierta del drenaje. Eso bastaría. Antes de esconderlo, sin embargo, quité cuatro de los patitos feos. Después me vestí y efectué una caminata.
Dando un paseo cerca, vi que Frank y Linda estaban comiendo fuera, en su patio, así que volví a mi casa y me preparé una comida rápida, prefabricada. Luego, miré el sol en su descender por quizás unos veinte minutos. Entonces, cuando lo que parecía un adecuado lapso había pasado, hice mi camino de regreso otra vez.
Fue incluso mejor que lo que yo había esperado. Frank sentado solo, leyendo, en el patio ahora despejado. Me acerqué y dije:
—Hola.
Él se volvió hacia mí, sonrió, hizo un gesto de asentimiento y bajó su libro.
—Hola, Jim —dijo—. Ahora que has estado aquí unos cuantos días, ¿te ha gustado?
—Oh, bien —dije—. Sólo bien. ¿Cómo está todo contigo?
Él se encogió de hombros.
—No puedo quejarme… Íbamos a invitarte terminada la cena. ¿Quizás mañana?
—Suena perfecto. Gracias.
—Ven cerca de las seis.
—Está bien.
—¿Has encontrado alguna diversión interesante hasta ahora?
—Sí. De hecho, tomé tu consejo y resucité mis viejos hábitos de persecución de rocas.
—¿Oh? ¿Has encontrado algunos especímenes interesantes?
—Sucede que muy recientemente ocurrió —dije—, un accidente realmente asombroso. Dudo que alguien los hubiese localizado excepto por accidente. Aquí. Te mostraré.
Los extraje de mi bolsillo y los descargué en su mano.
Él miró fijamente. Los palpó con los dedos. Los cambió de lugar. Durante quizás medio minuto.
—Deseas saber qué son ellos, ¿es eso? —preguntó entonces.
—No. Eso ya lo sé.
—Así veo.
Él me miró y sonrió.
—¿Dónde los encontraste?
Sonreí, muy lentamente.
—¿Hay más? —preguntó.
Asentí con la cabeza.
Él humedeció sus labios. Regresó a las piedras.
—Bien, dime esto, si tú… ¿Qué clase de depósito era?
Entonces pensé más rápidamente que en cualquier otro momento desde mi llegada. Era algo sobre la manera en que él había preguntado lo que puso mi mente a girar. Había estado pensando simplemente en términos de una operación de contrabando de diamantes, con él como el natural reducidor de las piedras del contrabando. Ahora, sin embargo, repasé qué conocimiento escaso poseía en el tema. Las minas más grandes del mundo eran las de Sudáfrica, donde los diamantes fueron encontrados encajados en esa roca conocida como kimberlita, o de la «tierra azul». ¿Pero cómo las consiguieron allí en primer lugar? Con la acción volcánica: como los pedacitos de carbón que habían sido atrapados en las corrientes de la lava fundida, sujetas al intenso calor y a la presión que alteraron su estructura a la forma dura y cristalina del mejor amigo de una muchacha. Pero estaban también los depósitos aluviales: diamantes que habían sido cortados y liberados de sus lugares de descanso por la acción de corrientes antiguas, llevados a menudo a grandes distancias de sus puntos de origen, y acumuladas en bolsas mar adentro. Ésa era África, por supuesto, y mientras que formalmente no sabía mucho en cuanto a depósitos del Nuevo Mundo, mucho del sistema de islas del Caribe había sido acumulado por medio de actividad volcánica. La posibilidad de depósitos locales —de la variedad de los conductos volcánicos o aluvial— no fue excluida.
En vista de mi área algo restringida para la actividad desde mi llegada, dije:
—Aluvial. No era un conducto. Yo diría eso.
Él asintió.
—¿Tienes alguna idea en cuanto a la amplitud de tu hallazgo? —inquirió.
—No realmente —dije—. Hay más de donde éstos vinieron. Pero en cuanto a la amplitud completa de su distribución, es simplemente demasiado temprano para mí decirlo.
—De lo más interesante —dijo—. Sabes, está de acuerdo con una idea que he llevado a cabo referente a esta parte del mundo. A ti no te importaría darme apenas una noción muy rústica, una idea general en cuanto a de qué parte del océano son éstos, ¿lo harías?
—Lo siento —dije—. Debes comprender.
—Por supuesto, por supuesto. No obstante, ¿cuán lejos irías de aquí para una aventura de una tarde?
—Supongo que dependería de mis propias nociones en este asunto…, como bien del transporte aéreo disponible, o en hidroala.
Él sonrió.
—Perfecto, no te presionaré más. Pero soy curioso. Ahora que los tienes, ¿qué vas a hacer con ellos?
Hice una pausa para encender un cigarrillo.
—Sacaré de ellos toda la ventaja que pueda y no abriré la boca, por supuesto —dije al fin.
—¿Y dónde vas a venderlos? ¿En la calle?
—No sé —respondí—. No he pensado mucho en eso. Tendré que llevarlos a alguna joyería.
—Si tienes mucha suerte —dijo, riendo—. Si tienes suerte, encontrarás a alguien que quiera correr el riesgo. Si tienes mucha suerte, encontrarás quién quiera correr el riesgo y darte además una buena ganancia. Supongo que querrás evitar que esto figure en un expediente, tener que pagar impuestos por ganancias extraordinarias.
—Ya lo he dicho, quiero sacar de esto tanto como pueda.
—Es lógico. En ese caso, puedo suponer que has venido a verme para que te ayude a hacerlo.
—En resumidas cuentas, así es.
—Comprendo.
—¿Y bien?
—Estoy pensando. Podría actuar como representante tuyo en esta clase de cosas, pero no sin riesgos para mí.
—¿Cuánto quieres?
—No, lo siento —respondió—. Es demasiado arriesgado. Después de todo, es ilegal. Soy casado, y podría arriesgar el empleo por meterme en algo así. Si hubiese pasado quince años antes…, ¿quién sabe? Lo siento. Pero no diré nada de esto. No te preocupes. De cualquier modo, no quiero formar parte del negocio.
—¿Estás seguro?
—Sin duda. Los riesgos son demasiado grandes como para tenerlos en cuenta.
—¿Veinte por ciento? —propuse.
—Ni pensarlo.
—¿Veinticinco, tal vez?
—No, ni siquiera por el doble…
—¿Cincuenta por ciento? ¡Estás loco!
—¡Por favor, no grites! ¿O quieres que se entere toda la estación?
—Disculpa. Pero no hay caso. ¡Cincuenta por ciento! No. Si consigo un joyero cualquiera ganaré más que así, aunque me estafe. Veinticinco, y ni uno más. Es definitivo.
—Me temo que no podré aceptar.
—Bueno, piénsalo, de cualquier modo.
—Será difícil olvidarse de esto —respondió, riendo.
—Bien, hasta luego.
—Hasta mañana a las seis.
—Bueno, buenas noches.
—Buenas noches.
Y así emprendí el regreso, cavilando sobre las posibles transmutaciones de la gente y sobre los hechos que podían conducir a un asesinato. Pero aún había demasiados blancos en el cuadro; no era posible deducir nada aceptable.
Lo más problemático era que alguien conocía los motivos de mi presencia en ese sitio, y representaba mucho más de lo que aparentaba. Volví a revisar mi actuación, una y otra vez, para ver en qué había podido denunciarme, pero no encontré ninguna posibilidad. Había sido muy cuidadoso con mis credenciales. Y no había tropezado con nadie que me fuera conocido. Comencé a desear (y no por primera ni por última vez) no haber aceptado ese caso.
Consideré entonces el próximo paso. Podría inspeccionar el sitio donde habían sido hallados los cadáveres. Aún no había estado allí, simplemente porque no creía poder encontrar algo importante. Sin embargo… Lo puse en mi lista de cosas a hacer el día siguiente, si podía hallar tiempo antes de la cena con los Cashel. De lo contrario, lo haría dos días después.
Me pregunté si había obrado con respecto a las piedras según se esperaba. Así me parecía, y me sentía muy curioso en cuanto a las repercusiones que eso pudiera tener; casi tan curioso como con respecto a los motivos de mi informante. Pero nada podía hacer por el momento, salvo esperar.
Pensando en todo esto, oí que Andy Deems me llamaba desde su cabaña; allí estaba, de pie, con la pipa en la mano. Quería saber si yo tenía ganas de jugar una partida de ajedrez. En realidad, yo no las tenía. Pero allá fui. Perdí dos partidas y me las compuse para hacer tablas en la tercera. No me sentía muy cómodo, pero al menos no necesitaba hablar mucho.
Al día siguiente, Deems y Carter recibieron orden de ir a la Estación Seis; a Paul y a mí, en cambio, se nos asignaron «tareas varias detalladas» en el galpón de los equipos. Parecía ser una jornada más, sin nada especial, hasta que llegara el momento de asumir otra vez mis verdaderas tareas.
Y así pasó, hasta que, avanzada ya la tarde, empecé a preguntarme qué tal cocinaría Linda Cashel; en ese momento, Barthelme entró deprisa en el cobertizo.
—Recojan sus equipos —dijo—. Tenemos que salir.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Paul.
—Algo anda mal con uno de los generadores sónicos.
—¿Qué?
Meneó la cabeza.
—No hay modo de saberlo mientras no lo traigamos para revisarlo. Lo único que puedo decir es que se ha apagado una de las luces del tablero. Quiero retirar todo el aparato y colocar una unidad nueva. No vamos a tratar de repararlo bajo el agua, aunque parezca un trabajo simple. Quiero que se haga cuidadosamente en el laboratorio.
—¿Dónde está situado?
—Hacia el sudoeste, a unas veintiocho brazas. Vayan a mirar el tablero si quieren. Eso les dará una imagen más precisa. Pero no tarden mucho, hay muchas cosas que cargar.
—Bien. ¿Qué barco?
—El Mary Ann.
—¿Según los reglamentos nuevos para inmersión?
—Sí. Carguen todo. Ahora bajaré a decírselo a Davies. Después me cambiaré de ropa. Volveré en un instante.
—Hasta luego.
—Adiós.
Se alejó y nosotros nos dedicamos al trabajo. Buscamos nuestros equipos, la jaula contra tiburones, y preparamos la cámara sumergible de descompresión. En dos viajes cargamos todo en el Mary Ann. Después hicimos una pausa para verificar la posición en el mapa. Pero no sirvió de nada, y volvimos a la cámara de descompresión, que estaba lista en un carro.
—¿Has estado antes en esta zona? —pregunté a Paul, mientras maniobrábamos con el carro.
—Sí —respondió—. Hace algún tiempo. Está bastante próxima al borde de un cañón submarino. Por eso falta un buen pedazo en esa esquina de la «pared». Se desvía bastante en esa sección del perímetro.
—¿Y eso puede complicar las cosas?
—No hay razón para ello —respondió—, a menos que se desmorone toda una sección, y todo se venga abajo. En ese caso tendríamos que anclar para instalar todo de nuevo. Eso nos llevaría bastante más tiempo. Revisaré contigo el trabajo en la unidad que vamos a retirar.
—Bien.
Barthelme se reunió con nosotros. Tanto él como Davies, que también nos acompañaría, ayudaron a embarcar todo lo necesario. Veinte minutos después estábamos ya en camino.
Por medio de una grúa, se bajaron la jaula contra tiburones y la cámara de descompresión, una tras otra y en ese orden. Paul y yo nos encargamos de guiar la cámara, evitando que los cables se enredaran e iluminando, mientras descendíamos, a nuestro alrededor con la linterna. Mientras no me vi obligado a emplear esa clase de artefactos, me pareció siempre una especie de lujo, a pesar de la función ominosa que representaba en nuestro tipo de trabajo. En esos momentos su presencia me resultaba tranquilizadora; era bueno saber que, si nos dañábamos de algún modo, podríamos entrar a ella, hacer una señal, y nos izarían directamente hasta la superficie sin perder tiempo en pausas para descompresión; la presión del fondo sería mantenida en forma constante dentro de aquella campana mientras nos subieran, y se aprovecharía el viaje de regreso hasta el consultorio para bajarla gradualmente hasta la normal.
Ya en el fondo, situamos la jaula junto a la unidad, que aún se mantenía, sin señales de daño, y detuvimos la cámara iluminada un par de brazas más arriba y algo hacia el este. Por cierto, estábamos en el borde de un inmenso precipicio. Mientras Paul inspeccionaba la unidad de transmisión sónica, me acerqué y dirigí hacia abajo el haz de mi linterna.
Agudos pináculos rocosos y grietas retorcidas… Cautelosamente, me aparté de aquel abismo y volví hacia otro lado el rayo de luz. Después me volví hacia Paul, que ya estaba trabajando.
Le llevó diez minutos desconectar aquello y liberarlo de las monturas. En otros cinco, el artefacto estaba sujeto a los cables y ya en marcha hacia arriba.
Algo después, los periódicos rayos de nuestras linternas iluminaron la unidad de repuesto, que venía bajando. Nadamos a su encuentro y la condujimos hasta su sitio. Esa vez, Paul me permitió trabajar. Le indiqué por señas que deseaba hacerme cargo de esa tarea, y él escribió sobre su pizarra: ADELANTE VEAMOS QUE RECUERDAS.
La sujeté en su sitio, y eso me llevó cosa de veinte minutos. Él revisó el trabajo, me palmeó en el hombro, y asintió. Entonces me adelanté para conectar los sistemas, pero me detuve enseguida para echarle una mirada. Él me indicó por señas que podía continuar.
Esta vez demoré sólo unos pocos minutos; al terminar, sentí cierta satisfacción al pensar que en el gran tablero de la estación volvería a encenderse la luz. Me volví para indicar que el trabajo estaba listo, que podía venir a revisar mi obra.
Pero ya no estaba conmigo.
Por algunos segundos permanecí petrificado, sin comprender nada. Después iluminé los alrededores con el rayo de mi linterna.
No, no. No estaba.
Casi presa del pánico, me dirigí hacia el borde del abismo y alumbré las profundidades. Por fortuna, no se movía con mucha celeridad. Pero nadaba hacia abajo, sin duda alguna. Me lancé en su persecución con toda la prisa de la que era capaz.
La narcosis de nitrógeno, o la enfermedad de las profundidades menores de sesenta metros. Pero estábamos cerca de los cincuenta y eso lo hacía posible. Además, parecía dar muestras de todos los síntomas.
Algo preocupado por mi propio estado mental, lo alcancé, apresándolo por el hombro, y lo volví. Pude ver, a través de su máscara, que su expresión era de éxtasis.
Lo tomé de un brazo y un hombro, y empecé a arrastrarlo. Durante varios segundos me acompañó sin resistencia. Pero de pronto empezó a debatirse. Yo había previsto esa posibilidad, y pasé a sujetarlo con una toma de kansetsu-waza. Sin embargo, pronto descubrí que el judo no da los mismos resultados bajo el agua, especialmente cuando uno tiene una válvula demasiado cerca de la máscara respiratoria. No podía dejar de girar la cabeza para echarla hacia atrás. Por algunos momentos me fue imposible conducirlo de ese modo, pero no quise soltarlo. Si podía sostenerlo así un rato más sin sufrir el mismo efecto, la ventaja estaría de mi parte. Después de todo, su coordinación estaba tan afectada como sus pensamientos.
Por último conseguí llevarlo hasta la cámara de descompresión; para entonces, una loca antena de burbujas brotaba de su tubo de aire, pues había escupido la embocadura, y no había forma de volvérsela a colocar sin dejarlo ir. Sin embargo, eso pudo colaborar también a facilitarme la tarea de manejarlo en los últimos momentos.
Lo metí en la cámara iluminada y entré tras él, cerrando la escotilla. En ese momento abandonó toda resistencia y empezó a relajarse. Pude entonces colocarle el tubo de respiración, y enviar la señal para que nos subieran.
Casi inmediatamente, la cámara inició la ascensión. Me habría gustado saber qué pensaban Barthelme y Davies en esos momentos.
Nos subieron con gran celeridad. Cuando nos depositaron sobre cubierta, me sentí ligeramente perturbado. Poco después bombearon el agua hacia fuera. No sé cuál era la presión en ese punto, pero el comunicador entró en funcionamiento, y la voz de Barthelme dijo, mientras yo me quitaba el equipo:
—En pocos momentos emprenderemos el regreso. ¿Qué pasó? ¿Es grave?
—Narcosis de nitrógeno, me parece. Paul empezó a alejarse nadando por el abismo, y luchó contra mí cuando traté de impedírselo.
—¿Alguno de los dos está herido?
—No, no creo. Perdió el tubo de respiración por un momento, pero ahora respira bien.
—¿Y en lo demás, cómo está?
—Todavía parece en éxtasis; parece borracho.
—Está bien. Puede quitarse su equipo…
—Ya lo he hecho.
—… y quítele a Paul el suyo.
—Lo estoy haciendo.
—Nos comunicaremos por radio para que nos espere un equipo médico en el consultorio, por las dudas. Sin embargo, se diría que lo mejor es la cámara, por el momento. Iremos bajando muy lentamente la presión hasta igualarla con la de superficie. En este mismo instante estoy haciéndolo. Y usted, ¿siente algún síntoma?
—No.
—Bien. Lo dejaremos así por un rato. ¿Tiene algo más que decirme?
—No, creo que no.
—En ese caso, iré a proa para comunicarme con el doctor. Si me necesita para algo, silbe en el parlante y lo oiré.
—Bien.
Liberé a Paul de su equipo, confiando en que pronto recobraría los sentidos. Pero no fue así. No hizo más que permanecer así, en cuclillas, balbuceando; sus ojos estaban abiertos, pero la mirada era vidriosa. De tanto en tanto sonreía.
¿Qué le ocurría? Si habían disminuido ya la presión, la mejora debía ser instantánea. Tal vez necesitaría un paso más.
Pero…
¿Y si hubiese estado buceando esa mañana, antes de empezar la jornada de trabajo?
En realidad, el tiempo de descompresión depende del tiempo total transcurrido bajo el agua durante un período de doce horas, pues todo depende de la cantidad de nitrógeno que hayan absorbido los tejidos, especialmente el cerebro y la médula espinal. Tal vez Paul había estado buceando en busca de algo; y ese algo podía estar en el cieno, junto a la base de un palo mayor quebrado, entre los viejos restos de cierta nave hundida. Tal vez había pasado largo rato bajo el agua, revisándolo todo cuidadosamente, preocupado; sin tener en cuenta la acumulación de nitrógeno, puesto que ese día sus tareas debían desarrollarse en tierra firme. De pronto, al producirse la emergencia, pudo verse forzado a correr el riesgo; trató de hacer lo menos posible, alentando a su compañero para que se hiciera cargo del trabajo; trató de descansar, de demorarse.
Podía ser. Y en ese caso, los cálculos de Barthelme en cuanto a la descompresión no servían de nada. El tiempo se mide entre el momento de sumergirse y el de volver a la superficie, y la profundidad se calcula según el punto más profundo a donde se haya llegado en cualquiera de las zambullidas. Diablos, Paul había estado quizás en varios escondrijos, dispersos en diversos sitios en el fondo del mar.
Me incliné para estudiar sus pupilas, y eso pareció llamarle la atención.
—¿Cuánto tiempo estuviste buceando esta mañana? —pregunté.
—No buceé —respondió, sonriendo.
—No importa para qué lo hiciste. Ahora, lo que importa es tu salud. ¿Cuánto tiempo buceaste? ¿Y a qué profundidad?
—No buceé —repitió, meneando la cabeza.
—¡Vamos, sé que lo hiciste! En el buque hundido, ¿no es cierto? Veinte brazas, tal vez. ¿Cuánto tiempo estuviste allí? ¿Una hora? ¿Te sumergiste más de una vez?
—¡No buceé! —insistió—. ¡De veras, Mike, no lo hice!
Con un suspiro, me recosté hacia atrás. Era posible que estuviera diciendo la verdad. Cada ser humano es distinto de todos los demás. Tal vez su organismo desarrollaba alguna variante del juego que yo había supuesto. Sin embargo, parecía tan claro… Por un momento había creído ver en él al proveedor de las piedras preciosas, con Frank como reducidor. Al enterarse Frank de mi descubrimiento, se lo habría comunicado, y Paul, preocupado, se había sumergido muy temprano, mientras todos dormían, para asegurarse que su caja estuviera aún donde debería estar. Sus tejidos acumularon mucho nitrógeno durante esa frenética búsqueda, y así se había producido ese incidente. Parecía lógico, por cierto. Pero yo, en su lugar, habría admitido el buceo matutino; siempre era posible inventar algún motivo más tarde.
—¿No recuerdas? —volví a preguntar.
Lanzó una retahíla de maldiciones desprovistas de convicción, pero perdió todo entusiasmo en cuanto hubo pronunciado unas cuantas sílabas. Su voz se apagó.
—¿Por qué no me crees, Mike? —dijo entonces—. No estuve buceando.
—Está bien, te creo —respondí—. No te preocupes. Quédate tranquilo.
Extendió una mano para tomarme el brazo.
—Todo es hermoso —dijo.
—Sí.
—Todo es como…, como nunca ha sido.
—¿Qué tomaste? —le pregunté.
—… Hermoso.
—¿A qué te has dedicado?
—Sabes que nunca tomo nada —dijo, al fin.
—Entonces, ¿qué es lo que te pasa? ¿Lo sabes?
—… Es magnífico.
—Algo te pasó allá en el fondo. ¿Qué fue?
—¡No lo sé! ¡Vete! No me hagas recordar. Así debería ser la vida. Siempre. No con esa porquería que tomas… Ésa fue la causa de todo el problema…
—Lo siento —dije.
—… Por eso empezó todo.
—Ya lo sé. Lo siento. Lo arruiné todo —aventuré—. No debí haber…
—… hablado. Soplón.
—Lo sé. Lo siento. Pero arreglamos cuentas con él —arriesgué.
—Sí —respondió—. ¡Oh, Dios mío!
—Los diamantes —sugerí, deprisa—. Los diamantes están a salvo.
—Arreglamos cuentas… ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy arrepentido!
—Olvídalo. Dime qué ves —dije, tratando que recordara lo que me convenía.
—Los diamantes… —dijo.
Se perdió en un largo monólogo inconexo. De tanto en tanto, yo injertaba alguna frase para hacerlo volver al tema de los diamantes, y no dejaba de mencionar el nombre de Rudy Myers. Sus respuestas seguían siendo fragmentarias, pero me permitieron formarme una idea de la situación.
Me era necesario acelerar las cosas para descubrir cuanto me fuera posible antes que Barthelme regresara para descomprimirnos más. Temía que eso le devolviera súbitamente la sobriedad, como suele ocurrir cuando se llega al punto adecuado en los casos de narcosis de nitrógeno.
Por lo que pude deducir, él y Mike habían estado trayendo diamantes, aunque no pude averiguar desde dónde. Cada vez que intentaba averiguar si Frank se encargaba de reducirlos, Paul empezaba a murmurar frases amorosas dedicadas a Linda. Sin embargo, a fuerza de insistencia logré aclarar ciertos aspectos.
Mike debió decir algo en cierta oportunidad, en el bodegón del Chickcharny. Rudy se sintió lo bastante interesado como para prepararle otra especialidad de la casa, y no precisamente un Paraíso Rosado; en apariencia, lo hizo varias veces. Tal vez a eso se referían los problemas de los que yo había oído hablar. Fuera el trago que fuese, Rudy logró sacarle la historia y olfateó dólares. Pero Paul resultó ser mucho más rudo de lo que él creía. Cuando pidió dinero a cambio de su silencio, Paul elaboró la idea del delfín enloquecido, y logró que Mike lo ayudara, persuadiendo a Rudy para que se encontrara con él en el parque submarino para entregarle su pago. En ese punto, la historia se hace confusa, pues la mención de los delfines causó en Paul una gran perturbación. De cualquier modo, creí entender que esperó a Rudy en el sitio convenido, y los dos se hicieron cargo de él. Mientras uno lo sujetaba, el otro lo atacó con la mandíbula. No pude poner en claro si Mike fue herido al luchar con Rudy o si Paul decidió acabar con él aprovechando la oportunidad; tal vez había planeado también ese aspecto, y atacó a Mike por sorpresa, cuando hubieron terminado con Rudy. De cualquier manera, la amistad de ambos había venido decayendo en los últimos tiempos, y aquel asunto de la extorsión representó el punto final.
Tal fue la historia que conseguí sacarle, mediante preguntas indirectas. Pero el asesinato de Mike le había perturbado mucho más de lo que él creyera. No cesaba de llamarme Mike, y repetía que estaba arrepentido; yo no dejaba de dirigir su atención hacia los puntos que me interesaban.
Antes que pudiera extraerle más datos, Barthelme volvió y me preguntó cómo estaba.
—Balbucea —repliqué—. Eso es todo.
—Voy a descomprimirlos un poco más. Tal vez eso lo serene. Ya estamos en camino, y nos están esperando.
—Bueno.
Pero no sirvió de nada. Siguió lo mismo. Traté de aprovechar ese estado para sonsacarle algo más (específicamente, el origen de los diamantes), pero algo se interpuso: su nirvana pareció convertirse en una especie de infierno.
Se lanzó contra mí, tratando de aferrarme por la garganta, y me fue necesario luchar contra él para mantenerlo a raya. Entonces se dejó caer, se puso a sollozar, y narró entre murmullos los horrores que estaba presenciando. Le hablé con suavidad, lentamente, tratando de tranquilizarlo, de guiarlo hacia su estado anterior. Pero nada dio resultado; por lo tanto, guardé silencio y me mantuve en guardia.
Finalmente se adormeció. Barthelme continuaba reduciendo la presión. Por mi parte, no dejaba de vigilar la respiración de Paul, y le tomaba periódicamente el pulso. Sin embargo, en ese aspecto todo parecía normal.
En el momento en que amarramos, ya nos habían descomprimido totalmente. Abrí la escotilla y saqué nuestros equipos. Ante eso, Paul se agitó. Abrió los ojos, me miró fijamente y murmuró:
—Qué horrible.
—¿Cómo te sientes ahora?
—Creo que bien. Pero muy cansado e inseguro.
—Deja que te ayude.
—Gracias.
Le ayudé a salir y a bajar al muelle, donde lo esperaban con una silla de ruedas. Allí estaban los Cashel, Deems y Carter, acompañados por un joven médico. Me habría gustado saber qué pasaba en esos momentos por la mente de Paul. El doctor verificó los latidos de su corazón, el pulso, la presión sanguínea; dirigió un rayo de luz contra sus ojos y le hizo tocarse la punta de la nariz un par de veces. Por último asintió e hizo un ademán; Bart Helm empujó la silla de ruedas hacia el consultorio, mientras el doctor los acompañaba por un trecho, hablando con ellos. Por último se volvió, y me pidió que le contara todo lo ocurrido.
Así lo hice, omitiendo sólo aquellos datos que había deducido de sus balbuceos. Me dio las gracias y se encaminó hacia el consultorio.
Corrí tras él para preguntarle:
—¿Qué es lo que le ha ocurrido?
—Narcosis de nitrógeno —replicó.
—Pero en una forma muy extraña, ¿no? —observé—. Me refiero a la manera en que reaccionó a la descompresión, por ejemplo.
Él se encogió de hombros.
—La gente es tan distinta por dentro como por fuera —dijo—. Uno puede efectuar a un paciente un examen físico completo, y de cualquier modo no puede saber cómo reaccionará si se emborracha, por ejemplo: puede mostrarse alegre, triste, agresivo o soñoliento. Con esto ocurre lo mismo. Pero ya parece estar mejor.
—¿No habrá complicaciones?
—Le haré un electrocardiograma en cuanto lleguemos al consultorio. Pero creo que está bien. Dígame, ¿hay cámara de descompresión en el consultorio?
—Supongo que sí, pero no sé. Soy nuevo aquí.
—Bueno, averígüelo, ¿quiere? Si no la hay, me gustaría que llevaran esa unidad sumergible.
—¿Eh?
—Como medida de precaución. Quiero que el paciente pase la noche en el consultorio, bajo la vigilancia de alguien. En caso que se presenten complicaciones, hará falta tener la cámara a mano para volver a comprimirlo.
—Comprendo.
Alcanzamos a Barthelme en la puerta. Los otros también estaban allí.
—Sí —aclaró Barthelme—, hay una unidad aquí. Yo me quedaré con él.
Todos se ofrecieron para hacerlo. Finalmente, se acordó formar tres guardias: Barthelme, Frank y Andy, en ese orden. Los tres conocían bien el equipo de descompresión.
Frank se acercó y me tomó por el brazo.
—No hay mucho que podamos hacer aquí —dijo—. ¿Vamos a cenar?
—¿Eh? —exclamé, echando una mirada a mi reloj.
—Comeremos a las siete en vez de hacerlo a las seis y media —observó, riendo.
—Bien. Tengo tiempo para darme una ducha y cambiarme.
—De acuerdo. Ven en cuanto estés listo; tomaremos una copa antes de la cena.
—Bueno. Tengo sed. Hasta luego.
Volví a mi cabaña y me bañé. No había nuevos mensajes, y las piedras seguían en el incinerador. Me peiné, e inicié el camino a través del islote.
Al acercarme al consultorio, vi que el doctor salía, hablando por sobre el hombro con alguien que estaba en el vano de la puerta. Barthelme, probablemente. Ya más cerca, vi que llevaba su maletín. Mientras se alejaba, me saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza.
—Creo que su amigo está bien —dijo.
—Me alegro. Es precisamente lo que iba a preguntarle.
—¿Y usted? ¿Cómo se siente?
—Bien. En realidad, muy bien.
—¿No tiene ningún síntoma?
—Ninguno.
—Bien. En cualquier caso, ya sabe dónde acudir.
—Claro.
—Bueno, me voy.
—Hasta luego.
Se encaminó hacia una lancha que había dejado cerca del laboratorio principal. Yo continué mi camino hacia la casa de Frank.
Él mismo salió a recibirme.
—¿Qué dijo el médico? —preguntó.
—Parece que todo está bien.
—¡Ajá! Bueno, entra y dime qué quieres beber.
—Un whisky —dije, mientras él abría la puerta para dejarme pasar.
—¿Con qué?
—Hielo, nada más.
—Bien. Linda está en el patio, preparando la mesa.
Se alejó para preparar un par de vasos. Me pregunté si mencionaría el asunto de los diamantes, ahora que estábamos solos, pero no lo hizo.
Se volvió, me alcanzó el vaso y levantó el suyo en un breve brindis.
—Cuéntame todo —dijo, después de tomar un sorbo.
—Bien.
El relato duró toda la cena. Yo tenía mucha hambre, Linda se mostraba muy callada, y Frank no cesaba de formular preguntas, tratando de averiguar todos los detalles sobre la indisposición de Paul y su inquietud. Por mi parte, observaba intrigado al matrimonio. Parecía difícil que ella hubiese mantenido en secreto sus amores en un lugar tan pequeño como la estación. ¿Qué sabía, qué pensaba, qué sentía Frank sobre todo eso? ¿Qué papel jugaba ese triángulo en este extraño caso?
Hicimos un rato de sobremesa después de cenar; casi me era posible sentir la tensión que existía entre ellos dos. Frank parecía disimularlo dirigiendo la conversación a los temas por él elegidos; ella, en cambio, se mantenía aparte. Sin duda alguna, el accidente ocurrido a Paul había agravado las cosas, y yo me veía obligado a representar el papel de amortiguador en una vieja disputa renovada, o tal vez una confrontación reciente. Tan pronto como me fue posible, les di las gracias por la invitación y me retiré, arguyendo un cansancio que, hasta cierto punto, no era fingido. Frank se levantó de inmediato.
—Te acompañaré —dijo.
—De acuerdo.
Así lo hizo. Cuando nos acercábamos a mi casa, dijo:
—En cuanto a esas piedras…
—¿Sí?
—¿Estás seguro que hay muchas más en el sitio donde encontraste ésas?
—Ven por aquí —indiqué.
Lo conduje en torno a la cabaña hasta el patio trasero. Cuando llegamos allí, le dije:
—Todavía quedan unos minutos de crepúsculo. Bellísimo. ¿Por qué no lo contemplas hasta que yo vuelva?
Entré por la puerta trasera y me dirigí al fregadero. Allí abrí el incinerador, y en un par de minutos logré sacar la bolsa. Una vez abierta, tomé un puñado abundante y lo llevé fuera.
—Ahueca las manos —indiqué.
Él lo hizo, y se las llené de piedras.
—¿Qué te parece?
Las llevó hasta el rayo de luz que se filtraba por la puerta abierta.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Tenías razón!
—Por supuesto.
—Está bien. Las venderé en tu nombre. Treinta y cinco por ciento.
—Veinticinco es el máximo; ya lo sabes.
—El próximo sábado habrá una exposición de gemas y minerales. Allí podría encontrarme con un hombre que me daría un buen precio. Lo llamaré…, si me das el treinta.
—Veinticinco.
—Es una lástima que no podamos ponernos de acuerdo, estando tan cerca. Así perdemos los dos.
—¡Oh, está bien! Digamos treinta, ¿eh?
Volví a tomar las piedras y las oculté en mis bolsillos. Nos estrechamos la mano, y Frank se volvió.
—Voy al laboratorio —dijo—. Quiero ver qué pasa con esa unidad que ustedes retiraron.
—Cuéntame lo que descubras, ¿quieres? Me gustaría saber qué pasó.
—Te lo diré.
Mientras él se alejaba, volví a ocultar las piedras y me dediqué a hojear un libro sobre delfines. De pronto se me ocurrió que todo era muy extraño. Tanto hablar sobre delfines, tanto leer, especular y filosofar sobre sus ensoñaciones hipotéticas y sus diagoge religiosa…, ¿para qué? Lo más probable es que resolviera todo el caso sin ver siquiera un delfín.
Bien, eso era lo que yo quería, lo que Don y Lydia Barnes, al igual que el Instituto, me habían encomendado: dejar en limpio el buen nombre de los delfines. Sin embargo, aquello estaba resultando un terrible embrollo. Extorsión, asesinato, contrabando de diamantes, y un toque de adulterio para completar las cosas. ¿Cómo haría para desenmarañar todo eso limpiamente? ¿Para dejar libres de culpa a los sospechosos, que en esos momentos practicaban su ludus sin preocuparse de nada, y para desaparecer después sin causar preguntas embarazosas ni involucrarme en nada?
De pronto me sentí muy envidioso de los delfines. ¿Acaso ellos provocaban esa clase de situaciones entre los de su especie? Me parecía muy difícil. Tal vez, si en esta vida lograba un karma positivo, podría pedir que me dejaran nacer delfín en la próxima.
Todo aquello me dejó agotado, y me quedé dormido con la luz encendida.
Me despertó un golpeteo agudo e insistente. Me froté los ojos, desperezándome. El ruido se repitió.
Provenía de la ventana. Alguien golpeaba el marco. Me levanté para abrirla. Era Frank.
—¿Sí? —dije—. ¿Qué pasa?
—Sal un momento —dijo—. Es importante.
—Está bien, espera.
Me lavé la cara, para acabar de despertarme; mientras tanto tuve tiempo para pensar. Mi reloj indicaba las diez y media.
Cuando salí, Frank me aferró por el hombro.
—¡Vamos, diablos! ¡Te dije que era importante!
—¡Está bien! —exclamé, echando a caminar a su lado—. Tenía que despertarme. ¿Qué ocurre?
—Paul ha muerto —respondió.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Ha muerto.
—¿Cómo fue?
—Dejó de respirar.
—Es lo normal. Pero ¿cómo ocurrió?
—Yo estaba trabajando con la unidad que ustedes trajeron. La tengo allá. La llevé conmigo cuando fue el momento de reemplazar a Barthelme, pues quería seguir trabajando en ella. De cualquier modo, me concentré tanto en ese trabajo que no presté atención a lo que pasaba con Paul. Cuando volví a echarle una mirada, estaba muerto. Eso es todo. Tenía la cara oscura y contraída. Parece un problema de pulmones. Tal vez tuvo una embolia…
Entramos al edificio por la parte trasera, cuya entrada era la más próxima; el agua chapoteaba suavemente a nuestras espaldas, y una brisa ligera nos siguió al interior. Dejamos atrás el banco de trabajo recién instalado, repleto de herramientas, sobre el cual se veía la unidad sónica parcialmente desarmada. Tomamos un recodo a la izquierda, y entramos a la habitación donde estaba Paul. Encendí la luz.
Su cara había perdido toda belleza; presentaba signos de haber luchado por recobrar el aire hasta el último instante. Me acerqué a él y le busqué el pulso, sabiendo de antemano que no lo encontraría. Le oprimí una uña con el pulgar; al retirarlo, la carne permaneció blanca.
—¿Cuánto hace? —pregunté.
—Antes que fuera a buscarte.
—¿Por qué a mí?
—Eras el más cercano.
—Comprendo. ¿Esta sábana ya estaba rota?
—No sé.
—¿No hubo gritos, ruidos, nada?
—No oí nada. De lo contrario, habría venido enseguida.
De pronto sentí deseos de fumar, pero en el cuarto había tanques de oxígeno, y todo el edificio estaba cubierto de carteles con las palabras NO FUMAR. Volví sobre mis pasos, abrí la puerta y me recosté contra ella. Con el cigarrillo ya encendido, perdí la mirada por sobre el agua.
—Bien pensado —dije entonces—. Después de los síntomas que presentó esta tarde, dirán que la muerte se debió a «causas naturales», con una «posible embolia», «congestión pulmonar» o cualquier cosa de ésas.
—¿Qué quieres decir? —reclamó Frank.
—¿Le habían dado algún sedante? No sé. No importa. Imagino que empleaste el recompresor. ¿Verdad? ¿O lo sofocaste sin más vueltas?
—Deja de bromear. ¿Qué motivos tenía yo para…?
—En cierto modo, yo colaboré —dije—. Pensé que estaría a salvo contigo, puesto que no le habías hecho nada hasta ahora. Querías quedarte con Linda, recuperarla. Y uno de tus métodos era gastar mucho dinero para tenerla contenta. Pero era un círculo vicioso, porque Paul era en parte la fuente de tus ingresos adicionales. En eso aparecí yo, para ofrecerte otra mercadería. Después se produjo el accidente de hoy, y todos los preparativos para esta noche… Aprovechaste la ocasión, viste la oportunidad y la tomaste por los cabellos. Además, supiste golpear mientras el hierro estaba caliente. Mis felicitaciones; creo que no podrán condenarte. Porque todas son suposiciones, por supuesto. No hay la menor prueba. Buen trabajo.
Frank suspiró, diciendo:
—En ese caso, ¿para qué hablar de esto? Ya está hecho. Ahora iremos a buscar a Barthelme, y tú te encargarás de hablar, porque yo me mostraré demasiado afligido.
—Tengo curiosidad por saber lo que pasó con Rudy y con Mike. ¿Tuviste algo que ver con la muerte de ellos?
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó—. ¿Y cómo lo sabes?
—Sé que Paul y Mike eran los proveedores de las piedras. Sé que Rudy lo descubrió y trató de extorsionarlos. Arreglaron cuentas con él, y creo que Paul se ocupó también de Mike al mismo tiempo. ¿Que cómo lo sé? Esta tarde Paul balbuceó constantemente mientras regresábamos, y yo estaba en el descompresor con él, ¿recuerdas? Lo descubrí todo: los diamantes, los asesinatos, lo de Linda y Paul. Escuchando, eso es todo.
Él se recostó contra el banco de trabajo y meneó la cabeza.
—Sospechaba de ti —dijo—, pero allí estaban tus diamantes cómo prueba. Los encontraste demasiado pronto, lo admito. Pero acepté tu versión, pues existía la posibilidad que el yacimiento de Paul estuviera cerca de aquí. Tampoco él me había dicho dónde estaba. Pensé que lo habrías encontrado por casualidad, o que lo habías seguido hasta allí. De cualquier modo, no importaba. Quería hacer negocio contigo. ¿Lo dejamos así?
—Siempre que me digas qué pasó con Rudy y Mike.
—No sé más de lo que has dicho. No era asunto mío. Paul se encargó de todo. Ahora, dime: ¿cómo encontraste el yacimiento?
—No lo encontré —respondí—. No tengo la menor idea de dónde puede estar.
—¡No te creo! —exclamó—. Las piedras, ¿de dónde provienen?
—Encontré una bolsa que Paul había escondido y la robé.
—¿Por qué?
—Por dinero, naturalmente.
—¿Y por qué me mentiste?
—¿Iba a decirte que las había robado? Vamos, hombre.
Se adelantó súbitamente. En la mano tenía una gran llave inglesa.
Salté hacia atrás, y la puerta le golpeó en el hombro al cerrarse. Eso no lo detuvo más que por un instante. La atravesó a toda prisa y volvió a lanzarse contra mí. Retrocedí en busca de una posición más segura.
Lanzó un golpe, y yo lo esquivé hacia un lado, tratando de alcanzarle el codo. Ambos fallamos. Sin embargo, enseguida logró golpearme el hombro. Cuando le asesté un puñetazo en los riñones, segundos después, no pudo hacerlo con la fuerza que había calculado. Volvió a balancear su herramienta, mientras yo retrocedía. El puntapié lo alcanzó en la cadera. Cayó sobre una rodilla, pero se levantó antes que yo pudiera aprovechar la oportunidad, y apuntó hacia mi cabeza. Retrocedí algo más, con él siguiéndome de cerca.
El agua sonaba muy cerca; me era posible percibir su olor. Consideré la posibilidad de zambullirme pero él estaba demasiado próximo.
Cuando volví a atacar, giré sobre mí y lo tomé por el brazo, cerca del codo, y así lo sostuve mientras intentaba alcanzarle la cara con los dedos. Pero se dejó caer contra mí, y me encontré en el suelo, sin soltarle el brazo; con la otra mano le aferré por el cinturón. Tenía el hombro apretado contra el piso, y todo el peso de Frank encima. Logró zafarse, liberándome al mismo tiempo. Entonces me encogí sobre mí mismo y lancé un puntapié con ambas piernas.
Di en el blanco. Le oí gruñir.
Y de pronto desapareció.
Me llegó un chapoteo en el agua. Escuché también voces distantes que se acercaban a través del islote.
Me puse de pie y avancé hacia la orilla.
En ese momento, Frank gritó. Fue un aullido prolongado, horrible, torturante. Cuando llegué a la orilla, ya había terminado.
Barthelme se aproximó, preguntando sin cesar:
—¿Qué pasa, qué pasa?
Al llegar a mi lado vio las raudas aletas en el centro del remolino, y se interrumpió.
—¡Oh, Dios mío! —fue todo lo que dijo.
Después, el silencio.
Más tarde, en mi declaración, afirmé que Frank había venido a buscarme en un estado de gran agitación, diciendo que Paul había dejado de respirar. Al regresar con él al consultorio, y comprobando que Paul estaba muerto, le pedí los detalles. Él tuvo la impresión que yo lo culpaba por esa muerte, considerándolo negligente en sus cuidados, y su agitación creció. Acabó por atacarme; en lucha subsiguiente, había caído al agua.
Todo eso era correcto. El testigo mintió sólo por omisión, como se diría en los tribunales. Parecieron creerme y se marcharon. El tiburón seguía rondando tal vez en espera del postre. La gente del Instituto Delfinológico vino para anestesiarlo, y se lo llevó. Barthelme dijo entonces que el proyector sónico defectuoso podía haber estado en cortocircuito intermitente.
Paul había matado a Rudy y a Mike; Frank había matado a Paul, para ser víctima a su vez del tiburón, sobre el cual recaían ahora todas las culpas. Los delfines estaban reivindicados, y no había otros culpables que llevar ante la justicia. El yacimiento diamantífero pertenecía ahora a los numerosos misterios de la vida.
Y así, cuando todos se hubieron marchado, tomadas ya las declaraciones y retirados los restos de los restos, mucho después de todo eso me senté en una silla de lona, en el patio trasero de mi vivienda, con una lata de cerveza, para contemplar la marcha de las estrellas. En torno a la estación, la noche, ya avanzada, era clara y limpia; sus refulgentes multitudes se duplicaban en el curso fresco de la corriente del Golfo.
Sólo hacía falta estampar las palabras CASO CERRADO en mi archivo mental. Pero ¿quién me había enviado la nota, aquella nota que pusiera en marcha la maquinaria infernal? ¿Importaba mucho, ahora que el trabajo estaba hecho? Mientras nadie hablara sobre mi identidad…
Tomé otro sorbo de cerveza. Y decidí investigar más.
Saqué un cigarrillo y me incliné para encenderlo…
Cuando llegué al amarradero, las luces estaban encendidas. Mientras subía por el muelle, la voz de ella se dejó oír por un altavoz.
Me saludó, llamándome por mi propio nombre…, mi nombre verdadero, que nadie pronunciaba desde hacía tiempo, y me invitó a cenar.
Crucé el muelle hasta llegar a la entrada. La puerta estaba abierta. Entré.
Era una habitación larga y de poca altura, decorada al estilo oriental. Ella lucía un kimono de seda verde. Estaba arrodillada en el suelo, con un servicio de té ante ella.
—Entre, por favor, y tome asiento —dijo.
Asentí. Antes de entrar me quité los zapatos.
—¿O-cha do desu-ka? —inquirió ella, cuando me senté.
—Itadakimasu.
Me sirvió. Durante un rato no hicimos más que degustar el té. Tras la segunda taza acerqué un cenicero.
—¿Un cigarrillo? —la invité.
—No fumo —respondió—. Pero hágalo usted. Trato de no introducir en mi organismo sustancias nocivas. Supongo que así empezó todo.
Encendí un cigarrillo.
—Hasta ahora no me había tropezado con un verdadero telépata —observé.
—Cambiaría esa facultad por un cuerpo sano —dijo ella—, en cualquier momento. No haría falta que fuera muy atractivo.
—Supongo que ni siquiera hará falta formular las preguntas —comenté.
—No —replicó—, no hace falta. ¿Cree usted que gozaremos de libre albedrío?
—Cada día menos.
Ella sonrió, agregando:
—Se lo pregunto porque últimamente he pensado mucho en eso. Pensaba en una niñita que conocí. Vivía en un jardín lleno de flores odiosas. Eran hermosas, y estaban allí para hacerla feliz. Pero no podían ocultar su olor a la niñita. Y olían a compasión. Porque la niñita estaba enferma. Así, ella se veía forzada a huir, no de sus colores ni de sus formas, sino de esa fragancia que podía percibir sin que nadie (o muy pocos) lo supieran. Era doloroso percibirla constantemente. En la soledad, encontró un poco de paz. De no haber sido por esa facultad especial, ella habría podido permanecer en el jardín.
Hizo una pausa y tomó un sorbo de té, para continuar luego:
—Un día encontró amigos en un sitio inesperado. El delfín es un ser alegre, y en su corazón no existe esa piedad que humilla. Y en ese caso, la misma facultad que la había hecho buscar el aislamiento la ayudó a comunicarse con ellos. Llegó a conocer el corazón y los pensamientos de sus nuevos amigos, tal como ningún hombre conoce los de su prójimo. Llegó a amarlos, se convirtió en un miembro de la familia.
Tomó otro sorbo de té y permaneció en silencio por un rato, con la mirada perdida dentro de la taza.
—Entre ellos hay algunos superiores a los demás, tal como usted lo supuso. Profeta, vidente, filósofo, músico. Entre los idiomas del hombre no hay palabras que puedan describir la función que ellos cumplen. Pero entre ellos hay algunos que expresan la ensoñación con especial sutileza y profundidad; es algo parecido a la música aunque no lo es, extraída de ese lugar atemporal que guardan dentro de sí; desde allí miran hacia el infinito y lo expresan para bien de sus semejantes. Entre ellos, conocí a uno superior a todos. Su nombre, o su título, es algo así como Kjwalll’kje’k’koothailll’kje’k.
Pronunció aquellas sílabas en un tono muy agudo, y continuó:
—No puedo explicarle cómo es su ensoñación, así como no podría explicarle la música de Mozart si usted no hubiese escuchado nunca un trozo musical. Pero cuando algo lo amenazó, hice lo que debía hacer.
—No comprendo —dije, bajando la taza.
Ella volvió a llenarla, y explicó:
—El Chickcharny está construido por sobre el agua.
Al escucharla, pude ver claramente en mi cerebro la imagen del edificio.
—Así —continuó ella—. No fumo, no tomo bebidas fuertes y rara vez recurro a las medicinas. No es cuestión de principios; es una regla fisiológica que quiebro a mi propio riesgo. Pero ¿por qué no gozar de las mismas cosas que disfrutan los de mi especie, así como estoy disfrutando ese cigarrillo que los dos fumamos?
—Empiezo a comprender…
—Por las noches nadaba bajo el bodegón, y recogía los sueños de la droga; conocí la paz, la felicidad, la alegría… Cuando aquello se convertía en otra cosa me retiraba.
—Y Mike…
—Sí, fue él quien me condujo hasta Kjwalll’kje’k’koothailll’kje’k, sin saberlo. Vi en él el sitio donde habían encontrado los diamantes. Usted piensa que está en la Martinica, puesto que estuve allí hace poco. No le aclararé ese punto. Pero en él vi también la intención de dañar a los delfines. Por lo visto, los animales les apartaban del yacimiento, aunque sin hacerles daño. Me pareció tan extraño que resolví investigar, y descubrí que era cierto. Los diamantes estaban en la zona donde él cantaba. Él habita en esas aguas, y los demás vienen a escucharlo. Es, en este aspecto, un sitio especial, debido a su presencia. Los hombres buscaban un medio de poder trabajar sin problemas cuando volvieran a buscar diamantes, y descubrieron los efectos de los sonidos emitidos por la ballena asesina. Pero también consiguieron explosivos, por si la grabación no resultaba del todo eficaz después de unos cuantos días.
»Los dos asesinatos ocurrieron durante mi ausencia. En cuanto a la forma, usted está en lo cierto. Yo no sabía que se iban a producir, y de cualquier modo, ningún tribunal habría aceptado mi testimonio sobre lo que pensaba Paul. Ese hombre utilizó todo cuanto se puso al alcance de sus manos o de su mente, aunque en sí no era brillante. Aprovechó la teoría de Frank, le robó también la esposa, e investigó lo suficiente como para encontrar las piedras, con un poco de suerte. Suerte era lo que le sobraba. También investigó algo sobre los delfines, hasta descubrir el efecto de esos sonidos, pero no llegó a conocer el modo en que atacan cuando se ven obligados a luchar o a matar. Aun así tuvo suerte. La versión fue aceptada. No por todos, pero logró bastante crédito. Estaba a salvo, y planeó regresar a ese lugar… Busqué un modo de impedírselo. Además, mi interés era que se reivindicara a los delfines, pero eso era de importancia secundaria. En eso apareció usted, y supe que había encontrado el medio. Fui hasta la estación por la noche, nadé hasta la costa y dejé una nota bajo su puerta.
—¿Fue usted quien dañó la unidad sónica?
—Sí.
—Lo hizo en el momento justo en que Paul y yo estaríamos de turno, para que bajáramos a reemplazarla.
—Sí.
—¿Y lo otro?
—También. Llené la mente de Paul con percepciones que había recogido bajo el bodegón del Chickcharny.
—Y podía ver también dentro de la mente de Frank. Sabía cómo reaccionaría. ¡Usted preparó el asesinato!
—No le obligué a nada. ¿Acaso su voluntad no es tan libre como la nuestra?
Bajé la vista a mi taza, preocupado por la idea. Tuve que aceptarla. Por último volví a mirarla.
—¿No le controló usted, ni siquiera un poquito, en los últimos momentos, cuando me atacó? Hay algo más importante, ¿qué pasaría con un sistema nervioso más rudimentario? ¿Podría controlar los actos de un tiburón?
—Claro que no —respondió ella, volviendo a llenar mi taza.
Volvió a producirse un silencio. Finalmente pregunté:
—¿Qué pretendía hacer conmigo cuando decidí continuar con las investigaciones? ¿No trató de aturdirme para llevarme a la destrucción?
—No —se apresuró a contestar—. Lo estaba observando para ver qué decidía. Su decisión me asustó. Pero lo que hice no fue una agresión, en primer lugar. Traté de transmitirle parte de la ensoñación, para tranquilizarlo, para darle paz. Tenía la esperanza que tal experiencia provocara alguna alquimia mental, facilitando sus decisiones.
—Y pensaba acompañarla con sugerencias adecuadas.
—Sí, eso es. Pero en ese momento usted se quemó, y el dolor le hizo reaccionar. Por eso lo ataqué.
En ese momento parecía cansada. Pero había sido un día agotador para ella, considerando todo lo ocurrido.
—Ese fue mi error —prosiguió—. Si lo hubiera dejado en paz, no habría ocurrido nada. Pero usted percibió el carácter sobrenatural del ataque, lo asoció con el éxtasis de Paul, y pensó en mí, una mutante; pensó en los delfines y en los diamantes y en mi viaje reciente. Todo eso giró en su cerebro; y enseguida, la amenaza: los diamantes y la Martinica. Entonces tuve que llamarlo para que habláramos.
—¿Y ahora? Ningún tribunal podría encontrarla culpable de nada. Está a salvo. Yo mismo no puedo condenarla; tampoco yo estoy libre de culpa, como usted debe saber. Es la única persona que sabe quién soy, y eso me preocupa. Sin embargo, he llegado a adivinar algunas cosas que usted preferiría mantener en secreto. Por lo tanto, no intentará destruirme, pues sabe lo que haré con esas suposiciones en caso que usted falle.
—Sé también que no utilizará su anillo a menos que se vea obligado. Gracias. Tenía miedo.
—Parece que hemos llegado a un punto muerto.
—En ese caso, ¿por qué no olvidar, los dos?
—¿Está proponiendo un voto de confianza mutua?
—¿Es tan extraño?
—Reconozca que en eso me lleva cierta ventaja.
—Es cierto —aceptó—. Pero sólo vale por poco tiempo. La gente cambia. No puedo saber qué pensará usted en otro momento y en otro lugar. Usted está en mejores condiciones que yo de adivinarlo, pues se conoce desde hace mucho más tiempo.
—Supongo que tiene razón.
—Yo no ganaría nada arruinando su modo de vida. Usted, por el contrario, podría verse impelido a buscar un ingreso monetario considerable.
—No voy a negarlo —dije—. Pero si le doy mi palabra, la mantendré.
—Sé que es sincero. Sé también que cree casi todo lo que le he contado, con ciertas reservas.
Asentí.
—Pero en realidad —prosiguió ella— no comprende la importancia de Kjwalll’kje’k’koothailll’kje’k.
—¿Cómo puedo entenderla, si no soy delfín, ni siquiera telépata?
—¿Puedo mostrarle lo que trato de preservar, de defender?
Medité unos segundos, recordando los momentos pasados recientemente en la estación, cuando ella me atacara con algo digno de William James. No tenía modo de saber qué controles, qué poderes era capaz de ejercer esa muchacha sobre mí, si le permitía efectuar un experimento. Sin embargo, si las cosas llegaban demasiado lejos, si llegaba a sentir que intervenía en mi mente más de lo que el asunto requería, tenía una manera de acabar inmediatamente con la experiencia. Crucé las manos ante mí, colocando dos dedos sobre el anillo.
—De acuerdo —dije.
Y todo volvió a empezar. Algo similar a la música, aunque no lo era, algo así como una frase que no podía expresarse en palabras, porque consistía en imágenes desconocidas para todo ser humano, más allá de nuestros sentidos. Comprendí entonces que el centro receptor de esa experiencia estaba ubicado momentáneamente en la mente de su creador; aquello era la ensoñación de Kjwalll’kje’k’koothailll’kje’k, y yo presenciaba y participaba a la vez en aquel argumento atemporal. Era él quien lo improvisaba, lo orquestaba, extrayendo fragmentos enteros de visiones y frases previamente construidas, perfectas y puras, de una memoria tan vital que su funcionamiento era apenas distinguible de las actividades que cumplía simultáneamente. Y todo se combinaba en frescas armonías, en un ritmo alegre que sólo indirectamente lograba yo comprender, al percibir el placer con que las formulaba.
Experimenté el deleite encerrado en esa danza del pensamiento, racional, aunque no lógico. El proceso, como toda expresión del arte, era una respuesta a algo, aunque yo no lograra precisar qué era, ni me importara saberlo, pues era en sí la razón de ser. Y si algún día me proporcionara un arma emocional, en un momento en que, de lo contrario, habría permanecido solo e inerme…, pues bien, era una de esas cosas que nadie tiene el derecho de esperar; sin embargo, se las descubre algunas veces, entre los recuerdos de tales fragmentos de vida, captados por un profeta especial con cierta furiosa alegría.
Olvidé mi propio ser, abandoné los límites de mis sentidos, y me alejé nadando por un océano que no era ni de luz ni de sombras, que no tenía formas ni carecía de ellas. Sin embargo, conocía mi sendero, subordinado como estaba a la perpetua realización de aquello que habíamos dado en llamar ludus; pero era creación, destrucción y permanencia, algo creado y recreado infinitamente, disperso y reunido, que subía y bajaba; algo aislado de todo fenómeno temporal, que contenía no obstante la esencia del tiempo. El alma del tiempo: eso me sentí, con infinitas potencialidades que llenaban ese instante, rodeando y penetrando el diminuto arroyo de la existencia, y feliz, feliz, feliz…
Mi mente se alejó girando enloquecida. Allí permanecí, sentado, aferrando aún mi anillo mortífero, frente a la niñita que había huido de las flores odiosas, vestida ahora de verde húmedo, con una expresión muy, muy triste.
—¿O-cha do desu-ka? —preguntó.
—Itadakimasu.
Vertió el té. Yo habría querido alargar mi mano para tocar la suya, pero me limité a levantar la taza para llevarla a mis labios.
Pero ella tenía mi respuesta. Ella sabía.
Al cabo de un rato, dijo:
—Cuando llegue mi hora (¿quién sabe cuándo será?), iré hacia él. Estaré allí, con Kjwalll’kje’k’koothailll’kje’k. ¿Quién sabe si no debo continuar, tal vez como un recuerdo, en ese sitio atemporal, como parte de la ensoñación? Ahora siento parte de ella.
—Yo…
Alzó la mano, y terminamos en silencio nuestro té. No habría querido marcharme pero tenía que hacerlo.
Mientras conducía el Isabella hacia la Estación Uno, pensaba en las muchas cosas que podría haber dicho. Volvía hacia mi bolsa de diamantes, hacia todas las cosas y los seres que había dejado a mi espalda, y que esperaban mis palabras o el toque de mis manos.
Y, sin embargo, según pensé, las mejores palabras suelen ser las que jamás se pronuncian.