La víspera de Rumoko
Me encontraba en el cuarto de control cuando la unidad J-9 nos jugó una mala pasada. Entre otras cosas, estaba allí para realizar un aburrido trabajo de mantenimiento.
Abajo, en la cápsula, dos hombres inspeccionaban el Camino al Infierno, ese eje atornillado al fondo del océano, a miles de brazas de profundidad, que pronto estaría abierto al paso. Normalmente no me habría preocupado, puesto que había dos técnicos entre el personal del J-9. Pero uno de ellos estaba de vacaciones en Spitzbergen y el otro había dado parte de enfermo esa misma mañana. Una inesperada combinación de viento y aguas turbulentas sacudió al Aquina: recordé entonces que era la víspera de Rumoko, y tomé una decisión. Crucé rápidamente la habitación y retiré un panel lateral.
—¡Schweitzer! No está autorizado a entrometerse en eso —dijo el Doctor Asquith.
Inspeccioné los circuitos.
—¿Quiere encargarse usted de este trabajo? —le pregunté.
—Por supuesto que no. Ni siquiera sabría por donde empezar. Pero…
—Entonces, ¿dejamos morir a Martin y a Demmy?
—No, por favor. Pero usted no…
—Entonces dígame quién… —dije—. Esa cápsula se controla desde aquí arriba, y algo acaba de saltar. Si conoce alguien más apto para hacer el trabajo, mándelo buscar. De lo contrario trataré de reparar el J-9.
Finalmente guardó silencio, y yo pude buscar la falla. El sabotaje estaba hecho de modo bastante burdo. Hasta soldaduras habían empleado. Tras alterar cuatro circuitos, habían vuelto a meter toda la maraña en uno de los cronómetros.
Comencé a desarmar el artefacto. Asquith era especialista en oceanografía y, por lo tanto, sabía muy poco de circuitos electrónicos. Ni siquiera debía sospechar que yo estaba desbaratando un acto de sabotaje. Tras diez minutos de trabajo, la cápsula flotante empezó a funcionar nuevamente, a cientos de brazas de profundidad.
Mientras trabajaba, reflexioné en los poderes que pronto serían invocados, las fuerzas que atravesarían por un breve lapso el Camino al Infierno para verse libres al fin, allí, en medio del Atlántico, como enviados por el demonio, o quizá como el demonio mismo. El mal tiempo, característico de esas latitudes en esa época del año, no contribuía a mejorar mi disposición. Se utilizaría una fuerza mortífera, la energía atómica, para liberar otra fuerza todavía más poderosa, el magma activo, que aún dormía burbujeante a grandes profundidades bajo el fondo del mar. Me parecía imposible que alguien se arriesgara a juego tan insensato. La nave volvió a sacudirse bajo el impulso de las olas.
—Está bien —dije—. Había un cortocircuito, pero ya lo arreglé. Es posible que no tengamos más problemas.
Y volví a colocar el panel.
Miró el monitor.
—Parece que ahora funciona bien —dijo—. Voy a verificar…
Y agregó, mientras deslizaba la palanca.
—Aquina a cápsula. ¿Me escuchan?
Después de una pausa, contestó.
—Cortocircuito en J-9. Ya fue reparado. ¿Cuál es la situación?
—Todos los sistemas han vuelto a la normalidad. ¿Cuáles son las instrucciones?
—Continúen con su misión —dijo.
Volviéndose hacia mí, agregó:
—Lo recomendaré para un ascenso. Lamento haberle hablado así. No sabía que era capaz de reparar el J-9.
—Soy ingeniero electricista —repuse—, y he estudiado estas cosas. Sé que es un trabajo especial. Si no hubiera sabido con seguridad dónde estaba la falla no lo habría tocado.
—¿Eso significa que no desea mi recomendación?
—Así es.
—Entonces no lo haré.
Era lo mejor que podía hacer, dadas las circunstancias. Había desconectado también una pequeña bomba, que en ese momento ocupaba el bolsillo izquierdo de mi chaqueta; muy pronto la arrojaría al mar. Habría estallado en cosa de cinco minutos, borrándonos del mapa.
Pedí permiso para retirarme y me deshice de las pruebas, mientras pensaba en los acontecimientos del día. Alguien había tratado de sabotear el proyecto. Por lo tanto, Don Walsh tenía razón.
La presunta amenaza había sido verdadera. Traté de entender eso, de digerirlo. Algo muy serio estaba en juego. Me pregunté, en primer lugar, qué era, y qué vendría después.
Encendía un cigarrillo y me apoyé en la baranda del Aquina, para contemplar las embestidas del frío Mar del Norte contra el casco. Me temblaron las manos. Era un proyecto decente, humanitario, pero también muy peligroso. Dejando a un lado los grandes riesgos, no se me ocurría qué intereses podía haber en contra. Sin embargo, era obvio que los había.
¿Presentaría Asquith un informe sobre mí? Probablemente sí, aunque sin comprender lo que hacía. También tendría que explicar la interrupción en el funcionamiento de la cápsula, para que su informe coincidiera con el libro de bitácoras. Probablemente diría que yo había reparado un cortocircuito. Nada más.
Eso bastaba.
Yo había llegado a la conclusión que el enemigo tenía acceso al libro de bitácoras. Sabrían que no había informe alguno sobre la bomba desconectada. Sabrían también quién los había detenido y, en un momento crítico como ése, se interesarían lo bastante como para actuar drásticamente. Bien. Eso era, precisamente, lo que yo quería.
… Ya había malgastado un mes entero esperando una oportunidad así. Era de esperar que me siguieran la pista y trataran de interrogarme. Inhalé profundamente el humo del cigarrillo, contemplando un témpano distante que brillaba a la luz del sol. Tuve el presentimiento que aquél sería un caso extraño. El cielo gris y el océano oscuro parecían anunciarlo. Alguien, en alguna parte, no aprobaba lo que se estaba haciendo, sin embargo, por más esfuerzo que hiciera, no podía imaginarme la razón.
Bueno, al diablo con todo. Me gustan los días nublados. Nací en una jornada gris. Me dispuse a disfrutar de aquélla.
Volví a mi cabina y me preparé un trago; oficialmente, estaba fuera de servicio.
Un rato después, alguien llamó a mi puerta.
—Gire el picaporte y empuje —dije.
Se abrió y entró un joven llamado Rawlings.
—Señor Schweitzer —dijo—, Carol Deith quiere hablarle.
—Dígale que ya voy —contesté.
—Está bien —dijo, y se marchó.
Me pasé el peine por el pelo casi rubio, y me cambié la camisa. Ella era joven y bonita. No obstante, era el Oficial de Seguridad de la nave y no me costó imaginar lo que le interesaba realmente.
Me dirigí a su oficina y llamé dos veces a la puerta.
Al entrar, iba considerando la posibilidad que me hubiera citado a raíz de mis andanzas con el J-9 y lo que había hecho media hora antes. Esto sería buena señal que ella estaba al tanto de todo.
—¡Hola! —le dije—. ¿Me hizo llamar?
—¿Schweitzer? Sí, así es. Tome asiento, ¿quiere? —dijo señalando con un ademán a ambos lados de su elegante escritorio.
Así lo hice.
—¿Qué desea?
—Esta tarde, usted hizo reparaciones en el J-9.
Me encogí de hombros.
—¿Es una afirmación o una pregunta?
—Usted no está autorizado a poner las manos allí.
—Si lo desea, puedo desbaratarlo todo y dejarlo como estaba.
—Entonces, ¿reconoce haber trabajado en eso?
—Sí.
Dando un suspiro, continuó:
—Mire, a mí no me importa. Probablemente hoy salvó dos vidas, de manera que no lo voy a amonestar por una violación de seguridad. Pero quiero saber otra cosa.
—¿Qué?
—¿Era sabotaje?
La pregunta confirmó mis presentimientos.
—No —dije—. Nada de eso. Hubo un cortocircuito…
—¡Tonterías! —exclamó.
—Lo siento, pero no entiendo…
—Entiende muy bien. Alguien manipuló ese artefacto. Usted lo arregló, pero se trataba de algo más grave que un cortocircuito. Era una bomba. Hace media hora registramos una explosión fuera del puerto.
—Es usted quien lo dice, no yo —contesté.
—¿Qué intenciones tiene? —preguntó—. Nos allana el camino, pero está protegiendo a alguien. ¿Qué es lo que quiere?
—Nada —dije.
La miré bien. Tenía el cabello corto y rojizo, pecas sobre la nariz y ojos verdes, bien separados bajo el flequillo. Era bastante alta; cerca de un metro sesenta, según mis cálculos. En ese momento no estaba de pie, pero una vez había bailado conmigo en una fiesta de a bordo.
—¿Bien? —preguntó.
—Muy bien —dije—. ¿Y usted?
—Quiero que me diga.
—¿Qué?
—¿Fue sabotaje?
—No —repuse—. ¿De dónde sacó esa idea?
—Ya hubo otros intentos, ¿sabe?
—No, no lo sabía.
Se ruborizó súbitamente y sus pecas se iluminaron ¿A qué se debía eso?
—Bueno, hubo otros intentos. Por supuesto, los descubrimos a tiempo. Pero los hubo.
—¿Y quién fue?
—No lo sabemos.
—¿Y cómo es eso?
—Nunca pudimos atrapar a los culpables.
—¿Y por qué?
—Son muy listos.
Encendí un cigarrillo.
—Bueno —dije—, esta vez se equivoca. Hubo un cortocircuito. Soy ingeniero electricista y logré detectarlo. Eso es todo.
Sacó un cigarrillo y se lo encendí.
—Está bien —dijo—. Creo que eso es todo lo que va a decirme.
Me puse de pie.
—A propósito —dijo—. Volví a revisar sus antecedentes.
—¿Sí?
—Nada. Tan limpio como la nieve y como las plumas de un cisne.
—Me alegro de saberlo.
—No se apresure, señor Schweitzer. Aún no he terminado con usted.
—Haga lo que guste —dije—. No encontrará nada.
Y bien seguro estaba de eso.
Me marché, preguntándome cuándo me darían alcance.
Todos los años envío una tarjeta de Navidad, sin firmar. Todo su contenido, escrito en letras de imprenta, es una lista de cuatro bares y las ciudades donde se encuentran. El Domingo de Pascua, el Primero de Mayo, el primer día del verano y el Día de Todos los Santos, voy a uno de esos bares, según corresponda, y allí me quedo desde las nueve de la mañana hasta medianoche, hora local. Después me marcho. Cada año, la lista cambia.
Siempre pago al contado, en vez de emplear la tarjeta de Crédito Universal que todo el mundo utiliza en esta época. Por lo general, los bares son tugurios ubicados en lugares apartados.
Algunas veces aparece Don Walsh, se sienta cerca de mí y pide una cerveza. Entablamos conversación y después salimos a caminar un poco. No obstante, nunca deja de venir dos fechas seguidas. Y la segunda vez siempre me trae dinero.
Hace un par de meses, un día en que el verano parecía estallar sobre el mundo, me senté a una mesa apartada, en el Infierno, en San Miguel de Allende, México. Era una noche fresca, como todas en ese lugar. El cielo estaba despejado, como había podido comprobar mientras caminaba por las calles empedradas hacia el monumento nacional. De pronto vi entrar a Don, que llevaba un traje oscuro de símil lana y una camisa amarilla, de estilo deportivo, con el cuello abierto. Se dirigió al bar, pidió algo y se volvió, paseando la mirada por las mesas. Sonriendo, me saludó con la mano; respondí con un movimiento de cabeza. Se acercó, trayendo un vaso en una mano y una cerveza en la otra.
—Lo conozco —dijo.
—Sí. Creo que sí. Tome asiento.
Sacó una silla y se sentó frente a mí al otro lado de la mesa. El cenicero estaba repleto, pero no por mi causa. Había olor a tequila en la brisa, es decir, en la corriente que venía de la puerta abierta enfrente del bar. A nuestro alrededor, en las paredes, dos desnudos rivalizaban con unos grandes anuncios de corridas de toros.
—Usted se llama…
—Frank —dije, sacándome el nombre de la manga—. ¿Fue en Nueva Orleans?
—Sí, un martes de carnaval; hace un par de años.
—Eso es. Y usted se llama…
—George.
—¡Ah, sí! Ahora recuerdo. Tomamos unas copas. Después jugamos al póquer toda la noche. Y lo pasamos muy bien.
—Y usted me desplumó unos doscientos dólares.
Sonreí.
—… ¡Ah!, ¿y qué anda haciendo? —le pregunté.
—Lo de siempre. A veces se vende mucho; otras veces, poco. En este momento tengo en marcha una operación muy grande.
—Lo felicito. Me alegra saberlo. Espero que salga bien.
—También yo.
Y continuamos la conversación intrascendente, mientras él terminaba la cerveza.
—¿Ha tenido ocasión de recorrer la ciudad? —le pregunté.
—En realidad, no. Me dijeron que es un lugar interesante.
—¡Oh, creo que le gustará! Una vez estuve aquí durante la fiesta popular. Todo el mundo toma bencedrina para permanecer despierto los tres días que duran los festejos. Los indios bajan de las sierras para bailar. Aquí todavía tienen la costumbre de los paseos, ¿sabe? Y aquí está la única catedral gótica de todo México. Fue diseñada por un indio analfabeto que la copió de unas tarjetas postales de Europa. Nadie creía que se pudiera mantener en pie cuando quitaran los andamios, pero todavía está allí, y ya va para mucho tiempo.
—Desearía poder quedarme un poco más, pero sólo tengo un día más o menos. Pensé en comprar algunos regalos para mi familia.
—Éste es el lugar más indicado. Aquí las cosas son baratas, sobre todo las joyas.
—Quisiera disponer de más tiempo para ver los lugares de interés turístico.
—En cierta colonia, hacia el noroeste, hay una ruina tolteca. Tal vez usted haya reparado en ella, pues hay tres cruces en la cima. El gobierno no reconoce su existencia. Desde allí hay una vista magnífica.
—Me gustaría visitarla. ¿Cómo se llega hasta allí?
—Siga caminando y llegará fácilmente. Una vez allí, basta con trepar.
—¿Hay que caminar mucho tiempo?
—Desde aquí, menos de una hora. Cuando termine su cerveza podemos hacer el paseo.
Así lo hizo, y nos fuimos.
A poco de andar, su respiración se tornó fatigosa. Pero eso tenía una explicación: él vivía casi al nivel del mar y allí estábamos a unos dos mil metros de elevación.
No obstante, llegamos hasta la cima y seguimos la marcha entre cactus. Nos sentamos sobre unas grandes piedras.
—Así que este lugar no existe —me dijo—, igual que tú.
—Así es.
—Entonces, claro está, no hay micrófonos, como ocurre últimamente en casi todos los bares.
—No, todavía es un pequeño desierto.
—Espero que no cambie.
—También yo.
—Gracias por la tarjeta de Navidad. ¿Andas en busca de trabajo?
—Bien lo sabes.
—Bueno. Puedo ofrecerte algo.
Y así comenzó todo esto.
—¿Has oído hablar de las Islas de Sotavento y Barlovento? —me preguntó—. ¿O de Surtsey?
—No. Explícame.
—Esas islas están allá en las Indias Occidentales, en el sistema de las Antillas Menores, comenzando en un arco que se dirige al sudeste desde Puerto Rico y las Islas Vírgenes hacia América del Sur, al norte de Guadalupe; constituyen los puntos más altos de una cadena subterránea, escalonada entre cuarenta y doscientas millas de ancho. Están situadas en medio del océano y constituidas por materiales volcánicos. Cada cumbre es un volcán, apagado o en actividad.
—¿Y?
—El origen de las islas hawaianas es el mismo. En cambio, Surtsey es un fenómeno del siglo veinte. Se trata de una isla volcánica, que se elevó en muy poco tiempo, un poco hacia el oeste de las Islas Vestmanna, cerca de Islandia. Eso fue en 1963. Con la Isla de Capelinhos, entre las Azores, ocurrió lo mismo; tuvo su origen en el fondo del mar.
—¿Y?
Pero mientras él hablaba, yo había adivinado ya de qué se trataba. Estaba enterado del proyecto RUMOKO, que correspondía al nombre del dios maorí de los volcanes y los terremotos. Allá por el siglo veinte, hubo un proyecto Mohole, fracasado después, gracias al cual ciertas compañías intentaban aprovechar los gases naturales efectuando perforaciones profundas mediante explosivos atómicos «modelados».
—RUMOKO —dijo—. ¿Has oído algo sobre eso?
—Algo, sí. En la sección de Ciencia Ficción del Times.
—Con eso basta. Nosotros formamos parte de él.
—¿De qué modo?
—Alguien está tratando de sabotear el asunto. He sido contratado para averiguar quién, cómo y por qué, y para impedirlo. He tratado de hacerlo, pero hasta la fecha ha sido un absoluto fracaso. Más aún, perdí dos de mis mejores hombres en circunstancias extrañas. Por entonces llegó tu tarjeta de Navidad.
Me volví hacia él; sus ojos verdes relucían en la oscuridad. Era unos diez centímetros más bajo que yo, y tal vez pesara unos quince kilos menos, sin dejar de ser bastante corpulento. La postura casi militar que había adoptado en esos momentos no parecía corresponder al mismo hombre que trepara jadeando hasta ese punto.
—¿Quieres que me haga cargo?
—Sí.
—¿Cuánto ofreces?
—Cincuenta mil. Podemos llegar a ciento cincuenta…, según el resultado.
Encendí un cigarrillo.
—¿Qué debo hacer? —pregunté al fin.
—Debes hacerte incluir en la tripulación del Aquina, de preferencia como técnico en algo. ¿Podrás?
—Sí.
—Bueno, hazlo. Después, averigua quién está tratando de arruinar la operación y pásame el informe. De lo contrario, quítalos del medio como mejor te parezca. Y pásame el informe.
—Parece un trabajo importante —comenté, con una risita—. ¿Quién es tu cliente?
—Un senador estadounidense —dijo—, que deberá permanecer anónimo.
—Con ese dato podría adivinarlo —observé—; pero lo dejaremos así.
—¿Aceptas?
—Sí. Ese dinero me vendrá bien.
—Te advierto que es peligroso.
—Todos estos trabajos lo son.
Contemplamos las cruces. A manera de ofrendas religiosas, habían atado a ellas paquetes de cigarrillos y distintas mercancías.
—Bueno —dijo—. ¿Cuándo comenzarás?
—Antes de fin de mes.
—Está bien. ¿Y cuándo presentarás el informe?
—Cuando tenga algo que decir —respondí, encogiéndome de hombros.
—Esta vez eso no basta. No podemos demorarnos sino hasta el 15 de septiembre.
—¿Si no se presentan inconvenientes?
—Cincuenta mil.
—¿Si se complica y tengo que deshacerme de uno o dos cadáveres?
—Lo que dije antes.
—Está bien. De acuerdo. Antes del 15 de septiembre.
—¿Sin informes?
—Sin informes, a menos que necesite ayuda. O que tenga algo importante para decirte.
—Esta vez es muy posible.
Le tendí la mano.
—Trato hecho, Don.
Inclinó la cabeza, como si saludara a las cruces.
—Aplícate —dijo—. Quiero éxito. Los hombres que perdí eran muy capaces.
—Haré lo que pueda. Me ocuparé a fondo.
—Sabes, todavía no te entiendo. Quisiera saber cómo haces para…
—Mejor así. Para mí sería fatal que supieras cómo hago para…
Comenzamos a descender de la sierra y lo acompañé hasta el lugar donde él pasaría la noche.
Al salir de la cabina de Carol Deith, pasé junto a Martin y éste propuso:
—Lo invito a tomar una copa.
—Bueno —dije.
Fuimos juntos al salón de a bordo.
—Quiero agradecerle lo que hizo cuando Demmy y yo estábamos allá abajo. Fue…
—No es nada —contesté—. Usted lo hubiera arreglado en un minuto de haber estado en mi lugar.
—Pero no fue así; fue una suerte que usted se encontrara cerca.
—De acuerdo, dejémoslo así —dije, levantando el vaso de cerveza sintética. (Toda la cerveza es sintética actualmente, ¡maldita sea!)
—¿Cómo estaba ese eje? —le pregunté.
—En muy buen estado —contestó.
Frunció su amplia frente rojiza y el gesto le dibujó innumerables líneas en torno a los ojos azulados.
—No parece estar muy convencido —observé.
Él sonrió y tomó otro sorbo.
—Bueno…, nunca se ha hecho algo semejante. Es lógico que todos estemos un poco asustados…
Me pareció una forma muy cautelosa de describir la situación.
—Pero ¿el eje estaba en buenas condiciones de arriba abajo? —insistí.
Miró a su alrededor; seguramente se preguntaba si habría micrófonos ocultos por allí. Los había, pero lo que él dijera no podía perjudicarlo, ni a mí tampoco. De lo contrario, yo lo hubiera hecho callar.
—Sí —concordó.
—Bien, muy bien —dije, recordando las expresiones del hombre bajo y corpulento.
—Su actitud es algo extraña —dijo—. Después de todo, usted es un técnico a sueldo.
—Pero pongo cierto orgullo en mi trabajo.
Me echó una mirada indescifrable y agregó:
—Me recuerda cierta actitud muy propia del siglo veinte.
—Soy un tanto anticuado —repliqué, encogiéndome de hombros—. No puedo evitarlo.
—Así me gusta —dijo—. Quisiera que hubiera más gente así en esta época.
—¿Y Demmy, qué hace?
—Está durmiendo.
—Bien.
—A usted deberían darle un ascenso.
—Espero que no lo hagan.
—¿Por qué?
—No quiero responsabilidades.
—Pero usted mismo las asume, y se desenvuelve muy bien.
—Esta vez tuve suerte. ¿Quién sabe lo que puede suceder en otra oportunidad?
Me dirigió una mirada furtiva.
—¿Qué quiere decir «en otra oportunidad»?
—Quiero decir, si vuelve a pasar —contesté—. Fue una casualidad que me encontrara en el cuarto de control.
Me di cuenta entonces que él estaba tratando de averiguar lo que yo sabía. Por lo visto, ninguno de los dos estábamos enterados de mucho, pero ambos sabíamos que algo andaba mal.
Me miró fijamente mientras tomaba un poco de cerveza.
—¿Es por pereza? —preguntó.
—Así es.
—Tonterías.
Me encogí de hombros y continué bebiendo.
Allá por 1957 —hace unos cincuenta años— existía algo llamado AMSOC; una broma, por cierto. Estaba formado por los nombres de ciertas organizaciones científicas, ordenados alfabéticamente; Asociación Miscelánea Americana. Sin embargo, para los hombres involucrados en organizaciones sociales, aquello era más que una broma, debido a que entre sus miembros figuraban el doctor Walter Munk, del Instituto Scripps de Oceanografía, y el doctor Henry Hess, de Princeton. Ellos presentaron una extraña propuesta que, más tarde, fracasó por falta de fondos. Sin embargo, al igual que John Brown, siguió vivo en espíritu mientras su cadáver se descomponía en la tumba.
Aunque el Proyecto Mohole murió antes de nacer, dio origen a algo distinto, mucho más importante y creativo que la idea original.
Como es bien sabido, la corteza terrestre tiene un espesor de unos veinte kilómetros y sería tarea difícil efectuar perforaciones en ella. Bajo el océano, esto cambia, pues la corteza es mucho más fina. Sería posible perforar allí, atravesando la Discontinuidad Mohoróvica. Bien, se dijo que por este sistema podría recogerse toda clase de datos. Hasta aquí, todo es claro. Pero pensemos en otra cosa: indudablemente, algunas muestras de la corteza podrían darnos la respuesta a ciertas preguntas con respecto a la radiactividad y el fluir del calor, a la estructura geológica y la edad de la Tierra. Al trabajar con materiales naturales, lograríamos descubrir los límites y espesores de varias capas dentro de la costra; después podríamos comparar esos datos con lo que hemos aprendido de las ondas sísmicas y los terremotos del pasado. Todo eso y mucho más. Una muestra de los sedimentos podría proporcionarnos un testimonio completo de la historia de la Tierra, aun de los tiempos anteriores al hombre. Pero hay mucho más que eso en cuestión; mucho, pero mucho más.
—¿Quiere otro? —me preguntó Martin.
—Sí. Gracias.
Si uno estudia una publicación de la Unión Geológica Internacional, llamada Volcanes Activos del Mundo, y marca en un mapa aquellos que ya no están activos, notará que están distribuidos en cinturones volcánicos y sísmicos. El «Anillo de Fuego» rodea el Océano Pacífico desde la costa del Pacífico, en América del Sur, siguiendo hacia el norte a través de Chile, Ecuador, Colombia, América Central, México, los estados occidentales de Estados Unidos, Canadá y Alaska; desde allí desciende por Kamchatka, las Kuriles, el Japón, las Filipinas, Indonesia y Nueva Zelanda. Dejando a un lado el Mediterráneo; también existe una zona en el Atlántico, cerca de Islandia.
Aún seguíamos allí sentados. Alcé mi copa y tomé un sorbo.
En el mundo hay unos seiscientos volcanes que pueden considerarse activos, aunque en verdad estén tranquilos la mayor parte del tiempo.
Nosotros agregaríamos otro a la lista. Crearíamos un volcán en el Océano Atlántico. Específicamente, una isla volcánica, como Surtsey. Tal era el proyecto RUMOKO.
—Tengo que volver abajo —dijo Martin—. Dentro de poco, en algunas horas, creo. ¿Me haría usted el favor de vigilar esa maldita máquina, la próxima vez? Se lo retribuiré de algún modo.
—Está bien —dije—; pero avíseme cuando llegue «la próxima vez», en cuanto lo sepa; trataré de andar por el cuarto de control. Si algo anda mal haré lo mismo que esta vez, si no se puede contar con otro.
Me palmeó la espalda.
—Con eso me basta. Gracias.
—Tiene miedo.
—Sí.
—¿Por qué?
—Este maldito aparato parece embrujado. Usted me trajo suerte. Sería capaz de pagarle la cerveza desde ahora hasta el día del juicio, con tal que se mantuviera cerca. Algo anda mal, pero no sé qué es. Quizá sólo sea mala suerte.
—Tal vez —dije.
Lo miré por un momento y luego volví a mi copa.
—Según los mapas isotérmicos, éste es el lugar exacto, el punto exacto en el Atlántico —dije—. Lo único que temo no tiene nada que ver conmigo.
—¿Y qué es? —preguntó.
—El magma tiene cosas que me asustan —respondí.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Quién sabe lo que hará una vez puesto en libertad. Desde un Krakatoa hasta un Etna. El magma tiene diversas composiciones. Expuesto al agua y al aire puede producir cualquier resultado.
—¿No teníamos ciertas garantías a que esto no entrañaba riesgos?
—Sólo en teoría. Pero toda teoría, por documentada que esté, no deja de ser una suposición. Eso es todo.
—¿Tiene miedo?
—Confieso que sí.
—¿Corremos peligro?
—Nosotros, no mucho, según creo, pues estaremos fuera de alcance. Pero esto puede afectar la temperatura del mundo, las olas, el clima. Reconozco que estoy un poco nervioso. No me gusta nada —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Probablemente usted ya cubrió su cuota de mala suerte —le dije—. En su lugar me quedaría más tranquilo.
—Tal vez tenga razón.
Vaciamos nuestras copas y yo me levanté:
—Bueno, me voy.
—¿Puedo invitarle otra copa?
—No, gracias. Tengo trabajo.
—Bueno, le veré en cualquier momento.
—Sí. Quédese tranquilo.
Salí del bar y volví a los puentes superiores.
La luz de la luna, bastante intensa, arrojaba sombras en mi torno; el aire frío de la noche me obligó a abotonarme el cuello.
Contemplé el oleaje durante un rato; después volví a mi cabina.
Después de ducharme, escuché las noticias y leí un poco. Por último me acosté con un libro. Al sentirme soñoliento, dejé el libro sobre la mesa de noche y apagué el velador. El movimiento de la nave acunó mi sueño.
Me hacía falta dormir bien. Después de todo, el siguiente día sería el día de RUMOKO.
¿Cuánto dormí? Pocas horas, según creo. Algo me despertó.
Alguien abrió mi puerta silenciosamente; percibí unas pisadas. Permanecí inmóvil, bien despierto, pero con los ojos cerrados, aguardando. Cerraron la puerta con cerrojo. Después se encendió la luz y una pieza metálica se apoyó contra mi cabeza, mientras una mano se posaba sobre mi hombro.
—¡Eh, usted, despiértese! —dijo alguien.
Fingí hacerlo, lentamente.
Eran dos. Pestañeé y me restregué los ojos, sin dejar de mirar el revólver que tenía a medio metro de mi cabeza.
—¿Qué diablos pasa? —dije.
—No —dijo el que tenía el arma—, nosotros hacemos las preguntas y usted las contesta. Nada de hacer las cosas a la inversa.
Me erguí, buscando apoyo en el respaldo de la cama.
—Está bien —dije—. ¿Qué quieren?
—¿Quién es usted?
—Albert Schweitzer —respondí.
—Ya sabemos que usa ese nombre. Pero queremos saber quién es.
—Eso es todo —dije.
—No pensamos lo mismo.
—Lo siento.
—Nosotros también.
—¿Entonces?
—Nos hablará de usted y de su misión.
—No sé de qué están hablando.
—¡Levántese!
—Hagan el favor de alcanzarme mi bata. Está colgada en la puerta del baño.
El que tenía el revólver se inclinó hacia el otro:
—Búscala y dásela —dijo.
Aproveché la oportunidad para mirarlo. Un pañuelo le cubría la parte inferior del rostro. También al otro. Era un detalle profesional; los aficionados también usan máscara, pero en la parte superior del rostro. Esas máscaras sirven de poco pues la parte inferior de la cara es la más fácil de identificar.
Uno de ellos me alcanzó la bata de tela afelpada y se lo agradecí.
Respondió con un movimiento de cabeza. Me la coloqué sobre los hombros y pasé los brazos por las mangas; envuelto en ella, me senté en el borde de la cama.
—Bien —dije—. ¿Qué es lo que quieren saber?
—¿Para quién trabaja? —preguntó el primero.
—Para el proyecto RUMOKO —respondí.
Me dio una leve bofetada con la mano izquierda, sin soltar el revólver.
—No —dijo—. Queremos la historia completa.
—No sé a qué se refieren, pero ¿pueden darme un cigarrillo?
—Está bien… No, espere. Tome uno de los míos. No sé qué puede tener su paquete.
Tomé uno y lo encendí; inhalé profundamente, tragando el humo.
—No los entiendo —repetí—. Denme alguna clave de lo que quieren saber y quizá pueda ayudarlos. No quiero problemas.
Esto pareció tranquilizarlos un tanto; ambos soltaron un suspiro de alivio. El que estaba a cargo del interrogatorio medía alrededor de un metro setenta de altura; el otro, unos pocos centímetros más. El más alto era corpulento; pesaría, aproximadamente unos 90 kilos.
Se sentaron en dos sillas cercanas, siempre con el revólver a la altura de mi pecho.
—Tranquilo, señor Schweitzer; nosotros tampoco queremos problemas —dijo el que más hablaba.
—¡Espléndido! —dije, mientras me preparaba a mentir a rajatabla—. Pregunten lo que quieran y trataré de contestarles sinceramente. Pregunten.
—Hoy usted reparó la unidad J-9.
—Todo el mundo lo sabe.
—¿Por qué lo hizo?
—Porque la vida de dos hombres estaba en peligro y yo sabía cómo salvarlos.
—¿Dónde aprendió esa especialidad?
—¡Por favor! ¡Soy ingeniero electricista! —dije—. Sé calcular los circuitos. ¡Hay mucha gente que lo sabe!
El más alto miró al otro hombre. Éste asintió.
—En ese caso, ¿por qué trató de hacer callar a Asquith? —me preguntó el más alto.
—Porque desobedecí las reglas al tocar esa unidad —contesté—. No estoy autorizado a efectuar reparaciones.
Volvió a asentir. Ambos tenían el cabello oscuro y limpio; sus pectorales y bíceps estaban bien desarrollados, según se traslucía por las ligeras camisas que llevaban.
—Usted parece un ciudadano común y honesto —dijo el más alto—, fue a su escuela preferida, quedó soltero y se empleó en esto. Si todo es como usted dice, está siendo víctima de una injusticia. No obstante, las circunstancias parecen condenarlo. Usted se encargó de reparar una máquina muy compleja, contra todos los reglamentos.
Asentí.
—¿Por qué? —preguntó.
—Tengo ciertas ideas extrañas con respecto a la muerte. No me gusta dejar que se lleve a la gente —dije.
Y enseguida pregunté:
—¿Para quién trabajan ustedes? ¿Alguna especie de oficina de espionaje?
El más bajo sonrió. El otro repuso:
—No podemos decirlo. Sin embargo, usted parece entender de estas cosas. Nuestro único interés es averiguar porqué guardó usted semejante silencio con respecto a un evidente sabotaje.
—Ya se lo he dicho.
—Sí, pero mintió. En general, la gente no desacata las órdenes como usted lo hizo.
—¡Tonterías! Dos vidas estaban en juego.
Meneó la cabeza.
—Lo siento, pero este interrogatorio tendrá que seguir según otros métodos.
Cada vez que me veo frente al desenlace de una situación peligrosa, o cuando reflexiono sobre las pocas lecciones que pueden aprenderse en el curso de una vida malgastada, algunas burbujas pasan por mi memoria; reflejan todos los cambios de color que puede presentar la superficie de una burbuja, dejándome una persistente sensación.
Burbujas… Hay una en el Caribe, llamado Nuevo Edén. Está a una profundidad aproximada de 320 metros. De acuerdo con los censos más recientes, en ella tenían su hogar unas cien mil personas. Es una enorme cúpula geodésica, cuya vista panorámica hubiera halagado al mismo Euclides. Dentro de esta cúpula, grandes sectores se hallan iluminados por luces semejantes a lámparas callejeras, que bordean avenidas abiertas entre las rocas, puentes tendidos sobre gargantas, caminos a través de las montañas. Por estas vías circulan los aquamóviles, siempre en el fondo del mar, y los minisubmarinos, a diversas alturas; nadadores garbosos y ágiles, ataviados con ropas ajustadas y coloridas, van y vienen, en torno a la burbuja o dentro de ella, atendiendo diversos trabajos.
En un tiempo pasé allí dos semanas de vacaciones: en ese tiempo descubrí ciertas tendencias claustrofóbicas hasta entonces ignoradas, pero aquélla fue una experiencia muy placentera.
Los habitantes eran muy diferentes a la gente de la superficie. Como ellos imagino yo a los antiguos exploradores y pioneros de las fronteras: bastante más individualistas e independientes que el ciudadano común de la superficie, pero con un mayor sentido de la comunidad y de las responsabilidades inherentes a la misma. Esto se debe, sin duda, a que son en realidad pobladores de fronteras, voluntarios, en su mayoría, de un doble programa, que estudia a la vez la solución a ciertas presiones de población y la explotación de los recursos oceánicos. No obstante, no rechazan a los turistas. Me aceptaron totalmente, me permitieron nadar con ellos, hacer recorridos en sus submarinos, contemplar sus minas y sus jardines hidropónicos, admirar sus hogares y sus edificios públicos. Recuerdo toda esa belleza; recuerdo a la gente, recuerdo también la manera en que el mar parecía pender sobre nuestras cabezas como el cielo nocturno visto a través del ojo multifacético de un insecto. O tal vez como un insecto gigante que nos contemplara desde fuera. Sí, eso es más apropiado. Tal vez las características del lugar sentaban muy bien a ciertas tendencias rebeldes que algunas veces sentí palpitar a muchas brazas de profundidad dentro de mi propia psiquis.
Si bien es cierto que no era en realidad un Edén bajo cristal, y que esas extrañas y deliciosas ciudades burbujas no son mi residencia favorita, había allí algo similar a una de esas extrañas burbujas de color que se me aparecen a veces, en momentos de tensión.
Con un suspiro, di una última chupada al cigarrillo y lo apagué, sabiendo que mi burbuja estallaría en cualquier momento.
¿Cómo puede sentirse alguien al saberse la única persona de la Tierra sin existencia comprobable? Es difícil decirlo. Cuesta mucho generalizar cuando sólo se está seguro de las particularidades de un caso: el propio. En mi caso, se debió a cierto acuerdo desacostumbrado y dudo que exista algo similar en alguna parte. En otros tiempos solía maldecir y quejarme de la progresiva mecanización; ya no lo hago.
Sucedió en una forma muy extraña.
Mi ocupación era preparar programas para computadoras. Así comenzó todo.
Un buen día me enteré de una noticia insólita y aterradora: supe que todo el mundo sería registrado en cintas.
¿Cómo? Bueno, es bastante complicado.
En esta época, todo el mundo tiene un certificado de nacimiento, antecedentes de estudios, calificación para créditos, una historia de sus viajes y diversos domicilios; por último se archiva un certificado de defunción en algún lugar. Antes, todos estos documentos estaban en distintos archivos. Hasta que a cierto grupo de gente se le ocurrió reunirlos y combinarlos. Se dio a aquello el nombre de Banco Central de Datos. Como consecuencia se produjeron grandes cambios en el orden de la existencia humana.
Ahora sé, sin lugar a dudas, que ninguno de esos cambios fue positivo.
Yo estaba entre ese grupo. Sólo cuando las cosas habían llegado bastante lejos comencé a tener dudas al respecto. Para entonces, ya era demasiado tarde para remediarlo. Al menos, eso creí.
Las personas encargadas de ese proyecto reunían todos los datos existentes en un solo Banco, de manera tal que los archivos públicos, así como los financieros, los médicos y los técnicos, estuvieran todos reunidos en una sola fuente, a través de estaciones clave, cuyo personal tenía acceso a esta información según diversos grados en lo confidencial.
En mi opinión, nada era totalmente bueno o totalmente malo. Pero aquello me pareció más cercano a lo último. Al principio había pensado que se trataba de algo muy bueno, sin lugar a dudas. Creí que en el maravilloso fin de siècle electrificado de McLuhan en el que vivíamos se necesitaba algo así: cada hogar tenía acceso, mediante circuitos cerrados, a cualquier libro que se hubiera escrito, a cualquier obra de teatro grabada en cinta o cristal, a cualquier conferencia universitaria de las últimas dos décadas, o a cualquier tipo de conocimiento estadístico general. Así, nadie podría mentir sobre las estadísticas, puesto que todo el mundo tendría acceso a la misma fuente para averiguarlas directamente; toda oficina comercial o estatal tendría información sobre los ingresos de cada uno y sobre los gastos que hubiere hecho; todo abogado autorizado por el tribunal tendría acceso a una lista de los sucesivos domicilios de cualquiera de las personas con quienes había vivido y de todo vehículo comercial en el que alguna vez hubiera viajado. La vida entera de cada uno, acto por acto, estaría expuesta como en un croquis del sistema nervioso para una clase de neurología. Y todo esto me parecía positivo.
Para empezar, era muy probable que eliminara los delitos. Sólo un loco, en mi opinión, osaría cometerlos con tantos testimonios en contra; además, como todos los registros médicos constarían en los archivos, cualquier psicópata sería individualizado de antemano.
Y a propósito de medicina, sería magnífico que la computadora y los médicos encargados de hacer un diagnóstico dispusieran al instante de toda la historia clínica del paciente. Se podrían efectuar importantes curas y evitarse muchas muertes. ¿Y cómo cambiaría el estado de la economía mundial cuando se supiera dónde estaba cada centavo en circulación y en qué se invertía?
Y una vez que todo estuviese reglamentado, se podría llegar a la solución de los problemas de control del tránsito por tierra, aire y mar.
¡Oh, demonios!, yo presentía el advenimiento de una Edad de Oro.
Cuando me alisté al servicio del gobierno, recién salido de la Universidad, un amigo vinculado con la Mafia se burló de mi ingenuidad.
—¿Crees de verdad que todos los bienes serán registrados? ¿Que todas las operaciones constarán por escrito? —solía preguntarme.
—A su debido tiempo, así será.
—Todavía no han logrado violar los secretos de Suiza y, aunque lo hagan, la gente encontrará otros lugares.
—Hay que hacer ciertas concesiones.
—En ese caso, no olviden tener en cuenta los colchones y los pozos excavados en los patios. Nadie sabe en realidad cuánto dinero hay en el mundo y nadie lo sabrá jamás.
Me detuve a pensar sobre el asunto, y comencé a leer algo sobre economía. Él tenía razón. En ese aspecto, nuestros programas eran aproximados; se basaban en datos estimados con respecto a todo lo que se registrara, incluyendo un margen de duda.
Entonces comencé a pensar en los viajes. ¿Cuántos eran los barcos registrados? Imposible saberlo. No se pueden tener datos estadísticos sobre determinado asunto cuando no se dispone de información. Y si hay dinero negro, se pueden construir más embarcaciones. Hay muchas costas marítimas en el mundo, y el control del tránsito podría no ser tan perfecto como yo lo había imaginado.
¿En el terreno médico? Los médicos son tan humanos y perezosos como todos los demás. De pronto me di cuenta que tal vez no todos los datos médicos fueran archivados, especialmente si alguien quisiera cobrar honorarios sin pagar los impuestos correspondientes, o si no se pidiera recibo.
Había olvidado el factor humano.
Estaban los sospechosos, aquellos que preferían conservar la intimidad, y los que honestamente harían trampas al conceder la información necesaria. Toda esa gente demostraba que el sistema no era perfecto.
Lo cual significaba que la cosa podría resultar distinta de lo previsto. Habría también ciertos resentimientos y un poco de resistencia, además de la verdadera evasión. Y quizá en cierta medida estas actitudes serían justificables…
Pero no hubo mucha oposición explícita y el proyecto siguió adelante. Se prolongó por un período de tres años. Yo trabajaba como supervisor en la oficina central, donde me había iniciado como programador.
Para entonces tenía del proyecto un conocimiento lo bastante amplio como para agregar ciertos temores a las dudas que ya tenía. La misión empezó a disgustarme, razón por la cual me propuse estudiarlo más intensamente. Me hacían bromas, pues solía llevarme trabajo a casa. Nadie se daba cuenta que eso no era exceso de dedicación, sino más bien un deseo, originado por mis temores, de aprender cuanto fuera posible con respecto al proyecto. Como mis superiores también se engañaban en cuanto a mi actitud, me concedieron un nuevo ascenso.
—Eso fue muy oportuno, pues me daba acceso a más información política. Entonces, por varias razones, se produjo una serie de muertes, ascensos, renuncias y jubilaciones. Esto dejó el campo libre a los muchachos con futuro y yo me destaqué dentro del grupo.
Me nombraron asesor del viejo John Colgate, a cuyo cargo estaba todo el operativo.
Un día, al terminar nuestras tareas del día, le expresé mis dudas y temores.
Era un hombre de cabellos grises, tez cetrina y húmedos ojos perrunos. Le dije que temía estar creando una especie de monstruo y cometiendo, al mismo tiempo, el más completo asalto a la intimidad humana.
Me miró un largo rato, mientras jugaba con un pisapapeles de coral rosado.
—Quizá tenga razón —dijo entonces—. Pero ¿qué va a hacer al respecto?
—No lo sé —contesté—. Sólo quería expresarle mis opiniones sobre este asunto.
Con un suspiro, se volvió en la silla giratoria para mirar por la ventana. Al cabo de unos minutos pensé que se había dormido, como solía hacer algunas veces después del almuerzo. Pero al fin dijo:
—¿No se le ocurre que ya he oído esos argumentos miles de veces?
—Es probable —contesté—, y siempre me he preguntado cómo los habría contestado.
—No tengo ninguna respuesta —dijo, bruscamente—. Creo que todo esto es para bien; de lo contrario, no estaría aquí. Sin embargo, puedo estar equivocado, lo admito. De cualquier modo, debe encontrarse algún medio para registrar y reglamentar todas las características de una sociedad tan compleja como la nuestra. Si a usted se le ocurre una manera mejor de hacer las cosas, dígamelo.
Permanecí en silencio. Encendí un cigarrillo mientras esperaba que prosiguiera. En ese momento no sabía que a ese hombre sólo le restaban seis meses de vida.
—¿Alguna vez pensó en encontrar una salida? —preguntó al fin.
—¿Qué quiere decir?
—No sé. Renunciar, abandonar el sistema.
—Creo que no lo entiendo…
—Nosotros, los del Centro, seremos los últimos en entrar en los registros.
—¿Por qué?
—Porque yo lo quise así; por si alguien venía a plantearme las preguntas que usted me ha hecho hoy.
—¿Alguien más lo ha hecho?
—Si así fuera, no lo diría, para que todo siguiera siendo inmaculado.
—Encontrar una salida… ¿Se refiere a destruir mis datos personales antes que entren en el sistema?
—Correcto —contestó.
—Pero sin un currículum no podré conseguir otro trabajo…
—Por supuesto; ése es asunto suyo.
—No podría comprar nada a crédito, pues carecería de antecedentes.
—Podría comprar todo al contado.
—Todo está registrado.
Hizo volver la silla giratoria y sonrió al preguntarme:
—¿Es así? ¿Es realmente cierto?
—Bueno, no del todo —admití.
Me quedé pensativo, mientras él encendía la pipa; el humo se dispersó sobre sus patillas blancas y anchas. ¿Era una broma? ¿Quería ser mordaz? ¿O hablaba en serio?
Como en respuesta a mis pensamientos, se levantó de la silla, cruzó la habitación y abrió un armario de archivos. Tras buscar algo en el interior, volvió con un manojo de tarjetas perforadas, como si mostrara una mano de póquer. Las puso sobre el escritorio, ante mi vista.
—Ahí está usted —dijo—. La semana próxima se incorpora al sistema, como todo el mundo.
Y volvió a sentarse, exhalando un anillo de humo.
—Lléveselas a su casa y póngalas bajo la almohada —dijo—. Mañana, cuando despierte, decida lo que quiere hacer.
—No entiendo.
—Dejaré que usted decida.
—¿Y qué pasaría si las destruyera? ¿Qué haría usted?
—Nada.
—¿Cómo nada? ¿Por qué?
—Porque no me importa.
—Eso no es cierto. Usted está al frente de todo esto.
Se encogió de hombros.
—¿Acaso no cree en el valor del sistema? —pregunté.
Bajó los ojos y dio otra chupada.
—Ya no estoy tan seguro como antes —confesó.
—Si lo hago, dejo oficialmente de existir —dije.
—Así es.
—¿Qué será de mí entonces?
—Eso es cosa suya.
Cavilé unos instantes. Después dije:
—Déme las tarjetas.
Así lo hizo. Las recogí y las puse en el bolsillo interior.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó.
—Dormir con ellas bajo la almohada, como usted sugirió —contesté.
—En todo caso, devuélvalas antes del martes por la mañana.
—Por supuesto.
Me despidió con una sonrisa y una inclinación de cabeza.
Me llevé las tarjetas a casa. Pero no dormí. En verdad, no pude dormir. Pasé siglos pensando en aquello (bueno, toda la noche, al menos), caminando y fumando. Vivir fuera del sistema… ¿Qué podría hacer, si el sistema no me reconocía?
A eso de las cuatro de la madrugada, se me ocurrió invertir la pregunta:
¿Cómo podría reconocerme el sistema, hiciera yo lo que hiciese?
Comencé a elaborar algunos planes muy precisos. A la mañana, rasgué las tarjetas, las quemé y arrojé las cenizas.
—Siéntese allí —dijo el más alto, señalando una silla con la mano izquierda.
Así lo hice.
Se situaron tras de mí.
Empecé a respirar rítmicamente mientras trataba de aflojarme.
Un minuto después, el hombre dijo:
—Bueno, cuéntenos la historia completa.
—Conseguí este trabajo por una oficina de colocaciones —le dije—. Lo acepté, empecé a trabajar, cumplí con mi deber, y me encontré con ustedes. Eso es todo.
—Desde hace un tiempo corre el rumor, y nosotros creemos que es cierto, que, por razones de seguridad, el gobierno puede obtener permiso para crear un personaje ficticio en los registros centrales. Envían a un agente que coincida con esos detalles; así, si alguien trata de controlar sus credenciales, éstas tienen toda la apariencia de ser fidedignas.
No le contesté.
—¿Es cierto eso? —preguntó.
—Sí —repuse—. Dicen que se puede hacer eso; si es mentira o verdad, no lo sé.
—¿Reconoce que ése es su caso?
—No.
Comenzaron a murmurar entre ellos y pude oír el ruido de una caja metálica al abrirse.
—Está mintiendo.
—No, no es así. Salvé la vida a dos tipos y ustedes empiezan a insultarme. No sé por qué, aunque me gustaría. ¿Qué he hecho de malo?
—Yo haré las preguntas, señor Schweitzer.
—Tengo curiosidad. Tal vez si ustedes me dicen…
—Levántese la manga. Cualquiera de las dos, no importa.
—¿Por qué?
—Porque yo se lo ordeno.
—¿Qué me van a hacer?
—Le aplicaremos una inyección.
—¿Usted es médico?
—Eso no le interesa.
—Bueno, no acepto. Que conste. Cuando la policía los atrape por una u otra causa, me encargaré a fin que la Asociación Médica les dé su merecido.
—La manga, por favor.
—Lo hago bajo protesta —afirmé, y levanté la manga izquierda—. Si piensan matarme cuando se aburran de jugar, tengan en cuenta que un asesinato es cosa seria. Si no lo hacen, los buscaré, y tal vez un día los encuentre…
Sentí el pinchazo en el bíceps.
—¿Pueden decirme qué me han dado? —pregunté.
—Se llama TC-6 —contestó—. Quizá haya leído algo sobre eso. No perderá la conciencia, puesto que lo necesitamos en pleno razonamiento. Pero sus respuestas serán veraces.
Reí entre dientes, cosa que ellos, probablemente, atribuyeron al efecto de la droga, y continué respirando según la técnica yogui. De esa manera no podía detener el efecto de la droga, pero al menos me sentía mejor. Tal vez lograra unos segundos de tregua; traté de situarme en otro plano, como si fuera una tercera persona.
Me mantengo siempre informado en las novedades de ese estilo. La TC-6, según sabía, mantiene al sujeto en estado racional, aunque no permite mentir; las respuestas suelen ser bastante literales. Pensé aprovechar sus puntos débiles, dejándome llevar por la corriente. Como último recurso tenía un truco.
Lo que más me disgustaba respecto a la TC-6 era un efecto lateral, de tipo cardíaco que provocaba a veces.
No me provocó la sensación de caída. Me encontré bajo su dominio sin experimentar en mí cambio alguno. Sabía que eso era ilusorio. Me habría gustado tener a mano la caja de antídotos que guardo siempre en un botiquín de emergencia, escondido en mi escritorio.
—Me escucha, ¿verdad? —preguntó.
—Sí —me oí contestar.
—¿Cómo se llama?
—Albert Schweitzer.
A mis espaldas hubo dos exclamaciones ahogadas; el que me interrogaba hizo callar al otro, que decía algo.
—¿De qué se ocupa? —preguntó entonces.
—Soy técnico.
—Eso ya lo sé. ¿Qué más?
—Hago muchas cosas…
—¿Trabaja para el gobierno? ¿Para cualquier gobierno?
—Pago los impuestos. De esa manera, sí, trabajo para el gobierno.
—No me refiero a eso. ¿Es agente secreto al servicio de algún gobierno?
—No.
—¿Agente oficial?
—No.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—Soy técnico, especialista en reparar máquinas.
—¿Qué más? ¿Para quién trabaja, aparte del proyecto?
—Para mí.
—¿Qué quiere decir?
—Mis actividades tienen como finalidad mantener mi bienestar económico.
—Me refiero a otros posibles empleadores. ¿Tiene otros?
—No.
Escuché que el otro hombre decía:
—Parece que dice la verdad.
—Tal vez —contestó el otro. Y agregó, dirigiéndose a mí—: ¿Qué haría si me encontrara en alguna parte y me reconociera?
—Lo denunciaría.
—¿Y si no fuera posible?
—Si pudiera, le causaría un serio daño. Quizá lo mataría, haciéndolo pasar por defensa propia o accidente.
—¿Por qué?
—Porque quiero conservar mi bienestar físico. Si usted lo ha perturbado una vez, significa que puede hacerlo nuevamente. No se lo permitiré.
—Dudo mucho que vuelva a intentarlo.
—Sus dudas no significan nada para mí.
—Usted salvó hoy dos vidas; no obstante, está dispuesto a quitar una.
No respondí.
—Contésteme.
—Usted no me hizo preguntas.
—¿No tendrá conciencia de drogas? —preguntó el otro.
—Nunca lo pensé —respondió el primero—. ¿Es así?
—No entiendo la pregunta.
—Esta droga le permite mantener conciencia en las tres esferas; saber quién es, dónde está y en qué momento. No obstante, debilita la voluntad, y por eso usted se ve obligado a responderme. Sin embargo, una persona con mucha experiencia en drogas de la verdad puede anular su efecto, reformulándose las preguntas en otra forma, para contestar de manera literal y cierta. ¿Es eso lo que usted está haciendo?
—Esa pregunta es errónea —dijo el otro.
—¿Cuál es la correcta?
—¿Ha tenido alguna experiencia con drogas? —me preguntó el otro.
—Sí…
—¿Cuáles?
—He tomado aspirina, nicotina, cafeína, alcohol…
—Sueros de la verdad —dijo—. Drogas como ésta, que lo hacen hablar. ¿Las ha tomado antes?
—Sí.
—¿Dónde?
—En la Universidad del Noroeste.
—¿Por qué?
—Fui voluntario para una serie de experimentos.
—¿Referentes a qué?
—Efectos de las drogas sobre la conciencia.
—Reservas mentales —dijo el otro—. Podría llevarnos días enteros. Creo que está adiestrado.
—¿Puede burlar a las drogas de la verdad? —me preguntó el otro.
—No entiendo.
—¿Puede mentirnos…, en este estado?
—No.
—Otra vez equivocaste la pregunta —dijo el más bajo—. No está mintiendo. Todo lo que dice es literalmente cierto.
—Entonces, ¿cómo hacemos para que conteste?
—No estoy seguro.
Y continuaron fustigándome a preguntas. Al cabo de un rato empezaron a ceder.
—Nos ha burlado —dijo el más bajo—. Necesitaríamos varios días para doblegarlo.
—¿Te parece que deberíamos…?
—No. Aquí tenemos la cinta con sus respuestas. Dejemos que la computadora se encargue de eso.
Para entonces ya había amanecido. Sentí escalofríos en la nuca y tuve la extraña sensación que podría aventurar dos o tres embustes más. Había pasado bastante tiempo desde que me aplicaran la droga. Resolví tener suerte.
—Creo que aquí hay micrófonos ocultos —dije.
—¿Qué? ¿Qué quiere decir?
—El servicio de seguridad de a bordo —expliqué—. Creo que todos los técnicos están vigilados.
—¿Dónde están?
—No lo sé.
—Tenemos que encontrarlos —dijo uno de ellos.
—¿De qué nos servirá? —contestó el otro, entre susurros.
Tuve que reconocer que estuvo bien: los susurros no se registran.
—Si así fuera —agregó—, ya hubieran venido a buscarnos hace rato.
—También puede ser que estén esperando, para que nos condenemos solos.
No obstante, el primero empezó a buscar. Yo me puse de pie, y al no hallar objeciones, caminé a tropezones por el cuarto hasta llegar a la cama y allí me desplomé.
Como por accidente, mi mano derecha se deslizó tras el respaldo y buscó el revólver. Mientras lo retiraba quité el seguro y lo apunté hacia ellos.
—Muy bien, idiotas. Ahora son ustedes quienes van a contestar mis preguntas.
El grandote movió la mano hacia el cinturón. Mi disparo le dio en el hombro.
—¿Quién es el próximo? —pregunté.
Al mismo tiempo retiré el silenciador, que ya había cumplido su misión, y lo reemplacé con una almohada.
El otro levantó las manos y miró a su compañero.
—Déjelo que se desangre —le dije.
Asintió, retrocediendo un poco.
—¡Siéntense! —ordené a ambos.
Así lo hicieron.
Me situé a sus espaldas, y dejé sus armas sobre el tocador.
—Déme ese brazo —le dije, tomándolo.
La bala se lo había atravesado; lavé la herida y la vendé. Les quité los pañuelos para estudiarles la cara. Nunca los había visto.
—Muy bien. ¿A qué vinieron? —pregunté—. ¿Y por qué tantas preguntas?
No hubo respuesta.
—No dispongo de tanto tiempo como ustedes —les advertí—, así que los voy a amarrar donde están. No puedo perder el tiempo con drogas.
Saqué la cinta adhesiva del botiquín y procedí a sujetarlos.
—Este lugar es a prueba de ruidos —comenté—; por otra parte, no es cierto lo que dije con respecto a los micrófonos. Pueden gritar cuanto quieran. Sin embargo, será mejor que no lo hagan, o les romperé los huesos.
—¿Para quién trabajan? —repetí.
—Estoy encargado del mantenimiento de la lanzadera —dijo el más bajo—. Mi amigo es el piloto.
El otro le dirigió una mirada desdeñosa.
—Bueno —dije—. Acepto eso porque nunca los he visto por aquí. Pero piensen bien antes de contestar lo que voy a preguntarles ahora: ¿para quién trabajan?
Al hacerles la pregunta sabía que ellos no tenían las ventajas que tenía yo. Trabajo en forma independiente; dependo de mí mismo. En ese momento me llamaba Albert Schweitzer y eso era todo. Punto y aparte. Siempre me transformo en la persona que debo ser. Si me hubiesen preguntado quien era antes, tal vez hubieran tenido una respuesta diferente. Es cuestión de actitud y de condicionamiento mental.
—¿Quién pulsa las cuerdas? —pregunté.
Ninguna respuesta.
—Muy bien —dije—. Creo que tendré que preguntarles de manera diferente.
Las cabezas se volvieron hacia mí.
—Ustedes estaban dispuestos a violar mi organismo por unas pocas respuestas —les dije—. Y bien, creo que les devolveré el favor. Haré que me respondan, no lo duden. Pero mis procedimientos serán más sencillos. Me limitaré a torturarlos hasta que hablen.
—No podrá hacerlo —dijo el más alto—. Su índice de violencia es muy bajo.
Dejé escapar una risa apagada.
—Ya veremos —les previne.
¿Cómo se hace para dejar de existir sin dejar de estar vivo? A mí no me resultó difícil, gracias a que estuve en el proyecto desde el principio; pusieron confianza en mí y me dieron una opción…
Después de destruir mis tarjetas, volví al trabajo como de costumbre. Allí busqué y localicé el punto de partida conveniente.
Fue Thule, una estación meteorológica muy alejada, en una zona fría…
A cargo de ella estaba un anciano aficionado al ron. Aún recuerdo el día en que llegué allí con mi nave Proteus; me refugié en el puerto, quejándome por lo picado que estaba el mar, y él dijo:
—Yo le daré albergue.
La computadora no me había traicionado.
—Gracias —le dije.
Me llevó al interior, me dio de comer y comenzó a hablarme del mar y del clima. Yo traje un cajón de Bacardi y dejé que se entusiasmara con eso.
—¿Aquí no es todo automático? —le pregunté.
—Así es.
—Entonces, ¿para qué lo necesitan a usted?
Sonrió tristemente y dijo:
—Necesitaba un lugar donde ir. Mi tío era senador y él me hizo nombrar. Vamos a ver su barco. ¿Qué importa que esté lloviendo?
Así lo hicimos.
Era un crucero con cabina, de buen tamaño y con un poderoso motor…, muy lejos del lugar donde debía estar.
—Es una apuesta —le dije—. Quería llegar hasta el Ártico y traer pruebas de haber estado allí.
—Estás loco, muchacho.
—Lo sé. Pero voy a ganar.
—A lo mejor —dijo, acariciándose la barba entrecana, con una sonrisa malintencionada—. Yo también era así, antes; bien pertrechado y listo para cualquier cosa. ¿Qué tal? ¿Cómo anda la «pesca»?
—Bastante bien —contesté—. Tome un trago.
Me había hecho pensar en Eva.
Aceptó la invitación y yo no dije más que eso. Ella no era de esa clase. Es decir, no era algo que a él pudiera interesarle. Lo nuestro había terminado hacía unos cuatro meses. No a causa de la política ni de la religión, sino por algo mucho más elemental.
Para dejar contento al viejo, inventé una historia sobre una chica imaginaria.
La había conocido en Nueva York, en una temporada en que yo hacía lo mismo que ella: disfrutar de unas vacaciones, yendo al teatro y al cine.
Era una muchacha alta, de cabellos rubios muy cortos. La ayudé a encontrar una estación del ferrocarril subterráneo, viajé con ella y nos bajamos juntos; la invité a cenar, y me mandó al demonio.
Escena:
—No soy de ésas.
—Yo tampoco. Pero tengo hambre. ¿Acepta?
—¿Qué es lo que pretende?
—Busco alguien con quien hablar —le respondí—. Estoy solo.
—Creo que se equivocó de persona.
—Es probable.
—No lo conozco a usted.
—Lo mismo me sucede a mí. Pero me gustaría mucho un plato de tallarines con albóndigas y un buen vaso de vino Chianti.
—¿Y después? ¿Cómo haré para sacármelo de encima?
—Me iré tranquilamente.
—Bueno, lo acompaño a comer los tallarines.
Y así lo hicimos.
Durante todo un mes nos fuimos acercando poco a poco, hasta llegar a lo inevitable. El hecho que ella viviera en una de esas extrañas ciudades-burbuja bajo el mar parecía no tener la menor importancia. Era lo bastante amplio de criterio como para comprender que el Club Sierra tenía sus motivos para impulsar esas construcciones.
Probablemente debí haberla acompañado cuando regresó allí. Ella me lo pidió. Los dos estábamos de vacaciones en la Gran Ciudad. Tampoco yo iba con demasiada frecuencia a Nueva York.
—Cásate conmigo —le dije.
Pero ella no deseaba abandonar su burbuja y yo no quería renunciar a mi sueño. Yo ambicionaba el gran mundo que había sobre las olas…, todo lo que pudiera sacar de él. Sin embargo, amaba también a esa hembra que vivía a quinientas brazas de profundidad; ahora lo reconozco: debí haber aceptado sus condiciones. Soy demasiado independiente. ¡Qué diablos! Si alguno de los dos hubiera sido normal… Bueno, el hecho es que no lo somos, y ahí está la cuestión.
Dondequiera que estés, Eva, espero que tú y Jim sean muy felices.
—Sí, con Coca-cola —dije—. Me gusta así.
Yo tomaba Coca-cola y él dobles de ginebra con Coca-cola, hasta que lo noté cansado.
—Señor Hemingway —dijo—, empiezo a sentir los efectos.
—Bueno. Vamos a dormir. Ese diván es para usted.
—Magnífico.
—¿Le mostré dónde están las mantas?
—Sí.
—Entonces, buenas noches, Ernie. Hasta mañana.
—Quédese tranquilo, Bill. Yo haré el desayuno.
—Gracias.
Se retiró desperezándose y entre bostezos.
Después de media hora empecé a trabajar.
Esa estación meteorológica tenía línea directa con la computadora central. Pude aprovechar la instalación para establecer una buena interferencia. Operaba por onda corta. Una banda poco utilizada. Disimulé muy bien toda la manipulación.
Cuando terminé, sabía que había dado un paso importante.
Desde muchos kilómetros de distancia podría informar cualquier cosa a la Central, a través de ese lugar, y ellos lo aceptarían como un hecho.
Me sentía como un dios.
Eva, quizá jamás lo sepas, pero debí haber elegido el otro camino.
A la mañana siguiente ayudé a Bill Mellings a superar los efectos de la borrachera. No tuvo la menor sospecha. El viejo era muy bueno. Me consolé pensando que mi intromisión no le causaría ningún inconveniente. Mi seguridad consistía en que jamás lograran localizarme. Y si lo conseguían, difícilmente le ocasionaría dificultades; después de todo, tenía un tío senador.
Tenía la posibilidad de elegir lo que yo quisiera. La única condición era borrar toda mi historia pasada: mi nombre, mi nacimiento, estudios, etc… Después podría encontrar un lugar para mí donde más me conviniera, dentro de la sociedad moderna. Sólo debía informar a la Computadora Central, a través de la estación meteorológica, por onda corta. Podría llevar una vida según el registro que yo ideara, en la encarnación que quisiera elegir. Ab initio, como quien dice.
Pero Eva, yo te quería. Yo…, bueno.
Creo que, de tanto en tanto, el gobierno emplea los mismos trucos. Pero estoy seguro que ellos no sospechan siquiera la existencia de un empresario independiente.
Sé todo lo que es preciso saber —en realidad, más que eso—, con respecto a detectores de mentiras y sueros de la verdad. Mi nombre es un secreto sagrado. No lo revelo a nadie. ¿Y el polígrafo? Es posible engañarlo en más de diecisiete maneras distintas. No lo han mejorado mucho desde mediados del siglo veinte. Bastaría una cinta en la parte inferior del tórax y un detector de transpiración en la punta de los dedos para lograr verdaderas maravillas con él. Pero para estas cosas nunca hay dinero en el presupuesto oficial. A lo sumo, algunas universidades juegan un poco con esas cosas…, pero eso es todo.
Yo podría diseñar uno imposible de burlar, pero los resultados no podrían utilizarse en ningún tribunal. En cuanto a las drogas, eso es otra cosa.
Un mitómano puede vencer al Amytal y al Pentotal. También las personas que tienen conciencia de drogas.
¿Qué significa conciencia de drogas?
Indudablemente, usted salió alguna vez a buscar trabajo y se encontró ante tests de inteligencia, de aptitud o personalidad. A todo el mundo le ha pasado, y todos los tests están archivados en la Central. Pero al fin, uno aprende a lograr buenos resultados. Se comienza muy temprano con esas malditas pruebas, y se las soporta toda la vida. A la larga, uno adquiere lo que los psicólogos llaman «conciencia de tests». En otras palabras, uno se acostumbra tanto a ellos que adivina la respuesta más conveniente, según el código empleado por ellos. Aprende a darles las respuestas que buscan, y aprende también todas las mañas para ahorrar tiempo. Comienza a sentirse seguro; sabe que es un juego y se torna consciente del juego.
Con esto ocurre lo mismo. Si uno no se asusta, y ha probado antes algunas drogas con ese propósito bien definido, es posible superarlas.
Tener conciencia de drogas no significa otra cosa que saber cómo desenvolverse bajo ese tipo especial de armas.
—Váyase al diablo. Conteste mis preguntas —dije.
Creo que lo mejor es el antiguo método, tan probado, de obtener respuestas por medio del dolor. Amenazar y llevarlo a cabo. Eso fue lo que hice.
Aquella mañana me levanté temprano y preparé el desayuno. Le llevé un vaso de jugo de naranjas y lo sacudí para despertarlo.
—¿Qué demonios…?
—El desayuno —le dije—. Beba esto.
Bebió el jugo; después fuimos a la cocina a terminar de desayunar.
—El mar está hermoso hoy —dije—. Creo que me iré.
Asintió, saboreando los huevos.
—Cuando andes por ahí, ven a verme, ¿eh?
—Claro que sí —le dije.
Y lo he hecho varias veces desde entonces. Porque él me gustó. Es curioso.
Aquella mañana no dejamos de hablar, mientras consumíamos tres jarras de café. Años atrás, como médico, él había tenido una clientela bastante numerosa. (En fecha posterior me extrajo algunas balas del cuerpo, sin abrir la boca). También había sido, por un breve período, uno de los primeros astronautas. Después me enteré que su mujer había muerto de cáncer hacía unos seis años. Fue entonces cuando abandonó la medicina; no volvió a casarse. Buscó una manera de retirarse del mundo; cuando la encontró, así lo hizo.
A pesar que ya somos buenos amigos, nunca le reveló la existencia de una unidad de ingreso clandestina en su estación. Tal vez un día lo haga, pues reconozco que es uno de los pocos tipos en quien puedo confiar. Por otra parte, no deseo convertirlo en cómplice de lo que estoy haciendo. ¿Por qué preocupar a un amigo y hacerlo moralmente responsable por nuestras extrañas acciones?
Así me convertí en el hombre que no existe. Pero tenía la posibilidad de convertirme en quien yo quisiera. Sólo necesitaba, para ello, preparar el programa y alimentar con él la Central, por vía de esa estación. También me hacía falta un medio de vida. Esto fue un poco más complicado.
Quería una ocupación por la que me pagaran siempre en efectivo. También necesitaba una remuneración bastante generosa para vivir como me gustaba.
Estas condiciones limitaban bastante el campo de elección y descartaban muchas actividades legales. Podía confeccionarme un juego de antecedentes de apariencia convencional en la oficina que se me ocurriera, y figurar como empleado en ella. Pero ¿necesitaba hacerlo, en realidad?
Me creé una nueva personalidad y la adopté. Todas esas pequeñas cosas que a veces se le ocurren a uno y las descarta como caprichos intrascendentes, las hice entonces. Vivía a bordo del Proteus, que en ese entonces se encontraba anclado en la ensenada de una islita cerca de la costa de Nueva Jersey.
Me dediqué a estudiar judo. Como se sabe, hay tres escuelas diferentes: la Kodokan, o estilo japonés puro, el Budo Kwai y el sistema de la Federación Francesa. Las dos últimas han adoptado casi todas las reglas de la primera, con una excepción: si bien usan las mismas tomas, llaves, etcétera, lo hacen con menor pulcritud. Consideran que el estilo puro fue ideado para satisfacer las necesidades de una raza más pequeña, para la cual la velocidad, la energía y la agilidad tienen más importancia que la fuerza. En consecuencia, trataron de adaptar las técnicas básicas a las necesidades de una raza más grande. Emplearon más fuerza física, sin que la técnica fuera tan perfecta. En lo que a mí concernía, eso me convenía, pues soy un tipo grande y desmañado. Sin embargo, algún día podrán derribarme a causa de mi laxitud. Con el sistema Kodokan, es posible hacer un nage-no-kata a la perfección aún a los ochenta años. Esto se debe a que no hace falta efectuar mucho esfuerzo; todo es cuestión de técnica. Mi método, en cambio, tiene esa dificultad: cuando uno se acerca a los cincuenta no se tiene la misma fuerza que en la juventud. Bueno, todavía me quedan un par de décadas para refinar mi estilo. Tal vez lo consiga. En la Federación Francesa llegué al grado de Nidan; por lo tanto, no soy tan malo. Y siempre me mantengo en forma.
Mientras me encontraba en este tipo de actividad física, también tomé un curso de cerrajero. Me llevó varias semanas aprender a desarmar la cerradura más simple, y hasta el día de hoy creo que la manera más eficiente de hacerlo es romper la puerta, sacar lo que uno quiere y huir a toda prisa.
Eso sí; creo que no tengo tendencias criminales innatas. Algunos las tienen, otros no.
Estudié todo aquello que podía servirme de ayuda.
Si bien no soy experto en nada, excepto tal vez en mi modo de vida tan peculiar, conozco en parte muchas cosas insólitas. Y además tengo en mi favor la ventaja de no existir.
Cuando me veía escaso de fondos buscaba a Don Walsh. Yo sabía quién era él, sin que él supiera nada respecto a mí. Así me convenía. Lo había elegido como mi medio de vida.
Eso sucedió hace más de diez años, y hasta el día de hoy no puedo quejarme. Tal vez he mejorado bastante en lo que respecta a las cerraduras y a los golpes nage; ni qué hablar de drogas y micrófonos.
De todos modos, esto es parte de la verdad. Y todos los años envío una tarjeta de Navidad a Don.
Tal vez ellos pensaban que lo mío era una bravuconada.
Al mencionar mi bajo índice de violencia, revelaron que habían tenido acceso a mi archivo personal o bien a la Central. Todo eso significaba que debía mantenerlos en jaque por el tiempo que me restara todavía, en la víspera de RUMOKO. Pero el reloj despertador señalaba que eran las seis menos cinco, y a las ocho yo debía presentarme a trabajar. Sí sabían tanto como parecía debían tener acceso también a las listas de personal.
Por otra parte, precisamente en vísperas de la explosión RUMOKO tenía en las manos la oportunidad que esperaba desde hacía un mes. Si hubiesen sabido el poco tiempo del que disponía para ablandarlos, tal vez habrían podido demorarme. Yo no podía dejarlos en mi cabina todo el día, y la única alternativa era entregarlos a la policía de a bordo antes de presentarme a trabajar. Estaba poco dispuesto a hacerlo, pues ignoraba si tenían cómplices a bordo —fueran quienes fuesen—, o si tenían planeado algo más, ya que el trabajo del J-9 no había salido como esperaban. De haber tenido éxito, sin duda se habría postergado la fecha límite, el 15 de septiembre.
Tenía que ganarme los honorarios; eso significaba que debía entregar un determinado paquete. Y hasta el momento, la caja estaba vacía.
Al hablar, mi voz me sonó extraña; mis reflejos eran lentos. Por lo tanto, traté de restringir en lo posible mis movimientos y de hablar lenta y cuidadosamente.
—Señores —dije—. Señores, ustedes ya jugaron; ahora es mi turno.
Di vuelta una silla y me senté, apoyando la mano armada en el antebrazo y éste en el respaldo de la silla.
—Sin embargo —proseguí—, antes de actuar, y a manera de prefacio, diré lo que he deducido con respecto a ustedes.
Los miré fijamente, antes de proseguir.
—Ustedes no son agentes del gobierno. No; estoy seguro que representan a ciertos intereses privados. Si fueran agentes, habrían tenido oportunidad de verificar que yo no lo soy. No obstante, han llegado al extremo de interrogarme como lo han hecho; por lo tanto, presumo que son civiles y que están bastante desesperados. Esto me lleva a vincularlos con el intento de sabotaje a la unidad J-9, que se produjo ayer por la tarde. Sí, llamémosle sabotaje. Ustedes saben que lo fue, y además saben que yo lo sé, puesto que desbaraté el plan. Como es obvio, esto provocó su acción de esta noche; por lo tanto, ni siquiera los interrogaré al respecto.
»Segundo (y esto se deduce de mi primera suposición), sé que sus credenciales son auténticas. En cualquier momento podría quitárselas del bolsillo, si están allí, pero nada ganaría con saber sus verdaderos nombres. En realidad, sólo hay una pregunta que quiero formular y probablemente puedan responder sin causar ningún daño a quienes los emplean; ellos, sin lugar a dudas, los desconocerán por completo.
—Quiero saber a quiénes representan —dije.
—¿Por qué? —preguntó el más grandote.
Frunció el ceño, dejando al descubierto una cicatriz en el labio, que yo no había notado al desenmascararlo.
—Quiero saber quién les ordenó tratarme así —dije.
—¿Con qué propósito?
—Por presentimiento personal, tal vez —sugerí, encogiéndome de hombros.
Negó con un movimiento de cabeza.
—Usted también trabaja para alguien. Tal vez no sea para el gobierno, pero aún así ese alguien no nos agrada.
—Entonces, admiten no trabajar por su propia cuenta. Si no quieren revelar para quién trabajan, por lo menos me dirán por qué quieren sabotear el proyecto.
—No.
—Está bien. Dejemos eso a un lado. Tal vez trabajan para un contratista importante que quedó fuera en algo conectado con esta obra. ¿Qué les parece eso? Tal vez pueda hacer ciertas sugerencias…
El otro hombre rio, pero el más corpulento lo interrumpió con una mirada rápida.
—Bien, eso queda descartado —dije—. Gracias. Entonces, pasemos a otra cosa: puedo denunciarlos por violación de domicilio. Tal vez diga que estaban ebrios y confundieron mi cabina con la de un amigo, siempre dispuesto a pasar un buen rato, quien, según pensaban, podría pagarles otra ronda antes de irse a la cama. ¿Qué les parece eso?
—¿Hay micrófonos o no en este lugar? —preguntó el más bajo que parecía un poco más joven que el otro.
—Claro que no —dijo su compañero—. Cierra la boca.
—Bueno, ¿qué les parece mi idea? —volví a preguntar.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—La alternativa es que yo denuncie toda la verdad: lo de las drogas, las preguntas y el resto. ¿Qué les parece? ¿Cómo se las arreglarían en un interrogatorio riguroso?
El corpulento pensó un momento y volvió a sacudir la cabeza.
—¿Lo hará? —preguntó al fin.
—Claro que sí.
Pareció meditar sobre mi afirmación.
—En ese caso no podré ahorrarles el disgusto, como desearía. Aunque tengan conciencia de drogas, claudicarán en un par de días, bajo un tratamiento de narcóticos y otros métodos. Ustedes lo saben. Se trata, simplemente, de hablar ahora o más tarde. Si ustedes prefieren demorar las cosas, debo suponer que tienen algún otro plan para detener RUMOKO…
—¡Usted es demasiado listo!
—Dígale otra vez que se calle —dije—. Contesta demasiado pronto y me arruina la diversión. Bueno, ¿qué pasa? Vamos; saben que de una u otra manera conseguiré lo que quiero.
—Tiene razón —dijo el tipo de la cicatriz—. Es demasiado listo. Esto no aparece en su perfil de personalidad ni en su coeficiente de inteligencia. ¿Está dispuesto a escuchar una oferta?
—Tal vez —le dije—; pero tendrá que ser buena. Dígame las condiciones y quién hace la oferta.
—Condiciones: un cuarto de millón de dólares, efectivo —dijo—. Y ése es el máximo que puedo ofrecer. Pónganos en libertad y siga con sus asuntos. Olvídese de esta noche.
Lo tuve en cuenta, por cierto. La oferta era tentadora, reconozcamos. Pero dentro de pocos años habré hecho mucho dinero, y me fastidia que derroten a Investigaciones Privadas Walsh, la tercera agencia de detectives en el mundo, con la que me gustaría seguir asociado como investigador independiente.
—¿Y quién paga la cuenta? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Esta noche puedo conseguirle la mitad en efectivo, y la otra mitad en una semana o diez días. Usted nos dice cómo lo quiere, y así se hará. ¿Por qué? No debe hacernos esa pregunta; es una de las condiciones.
—Evidentemente, su jefe tiene dinero para despilfarrar —dije, mirando el reloj, que marcaba las seis y cuarto—. No, debo rechazar la oferta.
—Entonces usted no pertenece al gobierno. De lo contrario, tomaría el dinero y nos arrestaría después.
—Ya se lo dije. ¿Qué más?
—Señor Schweitzer, parece que estamos en punto muerto.
—Nada de eso —contesté—. Simplemente hemos llegado al fin de mi preámbulo. Como todo intento de hacerlos razonar ha fracasado, ahora debo entrar en acción. Les pido disculpas, pero es necesario.
—¿Recurrirá a la violencia física?
—Temo que sí —contesté— y no se preocupen; esta mañana esperaba las consecuencias de una borrachera, y anoche di parte de enfermo. Tengo el día libre. Como ya tienen una herida dolorosa, esta vez les daré una ventaja.
Me levanté, cauteloso. La habitación giró a mi alrededor pero disimulé. Me acerqué a la silla del hombre más bajo y sujeté al mismo tiempo sus brazos y los de la silla para alzarlo en el aire. Me sentía mareado, pero no débil.
Lo transporté hasta el baño y lo senté bajo la ducha con silla y todo, evitando entretanto cualquier cabezazo que pudiera intentar.
Después me dirigí al otro:
—Para tenerlo informado de lo que está pasando —le dije—, todo depende de la hora del día; en varias oportunidades he controlado la temperatura del agua caliente de esa ducha, y varía entre 60 y 80 grados. Su compinche lo recibirá en pleno cuerpo y con toda la fuerza cuando le suelte los botones de la camisa y del pantalón, para dejar la piel al descubierto. ¿Comprende?
—Sí, comprendo.
Volví a entrar en el baño y desabroché sus ropas. Abrí la ducha, dejando pasar sólo el agua caliente. Después volví a la habitación. Examiné las facciones de su compañero y entonces noté cierto parecido entre los dos; quizá fuesen parientes.
Cuando el otro comenzó a gritar, él se esforzó en permanecer impasible. Pero pude ver que aflojaba.
Una vez más, probó la resistencia de sus ligaduras y echó una mirada al reloj.
—¡Ciérrela, maldito sea! —gritó.
—¿Es su primo? —le pregunté.
—Medio hermano. Cierre eso, bestia.
—Sólo si usted tiene algo que decirme.
—Está bien. Pero déjelo allí y cierre la puerta.
Me apresuré a hacer lo que él quería. Comenzaba a sentir la cabeza más despejada, pero todavía me sentía muy mal.
Al cerrar la ducha me quemé la mano derecha. Dejé al que había elegido como víctima encogido en medio del vapor, y cerré la puerta al volver a la habitación.
—¿Qué novedades tiene para mí?
—¿Puede desatarme una mano? Quiero fumar.
—La mano no, pero puede fumar un cigarrillo.
—¿Y la derecha? Casi no puedo moverla.
Pensé un momento y luego asentí.
—Está bien —dije, tomando el revólver.
Encendí un cigarrillo, se lo puse entre los labios, después corté la cinta adhesiva y se la desprendí del brazo derecho. Ante eso dejó caer el cigarrillo; yo lo recogí para devolvérselo.
—Muy bien —dije—. Tiene diez segundos para disfrutar. Después de eso hablaremos en serio.
Asintió y recorrió el cuarto con una mirada, después inhaló profundamente y exhaló.
—Parece que sabe cómo provocar dolor —dijo—. Si no es del gobierno, creo que su archivo personal está muy equivocado.
—No pertenezco al gobierno.
—Entonces, desearía que estuviera de nuestro lado, porque es algo muy serio. Sea quien sea y haga lo que haga, espero que esté bien enterado de todas las implicaciones.
… Y volvió a mirar mi reloj.
Las seis y veinticinco.
Lo había hecho ya varias veces, sin que yo le diera importancia. Pero en ese momento se me ocurrió que no era sólo curiosidad por saber qué hora era.
—¿Cuándo estallará? —le pregunté, como al azar.
Aceptando eso, también como al azar, contestó:
—Ponga a mi hermano donde yo pueda verlo.
—¿Cuándo estallará? —repetí.
—Muy pronto —contestó—, y entonces ya no importará nada. Es demasiado tarde.
—No creo —dije—. Pero ahora que lo sé tengo que actuar muy rápido. No se desvele por esto. Creo que voy a entregarlo.
—¿Y si le ofrezco más dinero?
—No. Sólo lograría abochornarme, e igual le diría que no.
—Está bien. Pero traiga a mi hermano y cúrele las quemaduras, por favor.
Hice lo que me pidió.
—Ustedes, muchachos, se quedarán aquí un rato más —dije, al fin.
Le quité el cigarrillo al mayor y volví a atarle la muñeca. Después me dirigí hacia la puerta.
—No tiene la menor idea, no sabe nada realmente —escuché decir a mis espaldas.
—No vayan a creerlo —exclamé, por sobre mi hombro.
No sabía. Realmente no sabía nada. Pero podía imaginarlo.
Me precipité por los corredores hasta llegar a la cabina de Carol Deith. Golpeé la puerta hasta escuchar algunas maldiciones ahogadas.
—¡Espere un momento! —dijo.
La puerta se abrió y la vi ante mí, parpadeando ante la luz, con una especie de camisa para dormir y una bata sobre los hombros.
—¿Qué es lo que quiere? —me preguntó.
—Hoy es el día señalado —dije—. Tengo que hablar con usted. ¿Puedo entrar?
—No —dijo—; no tengo por costumbre…
—Es sabotaje —dije—. Ya lo sé. Se trata de eso, y aún no está todo terminado. Por favor…
De pronto, la puerta se abrió y ella se hizo a un lado.
—Pase —dijo.
Y yo entré.
Enseguida cerró la puerta y dijo, recostándose contra ella:
—Está bien ¿Qué sucede?
Vi una lucecita débil y una cama en desorden; obviamente, yo la había obligado a levantarse.
—Mire, tal vez el otro día no le conté todo —afirmé—. Sí, fue sabotaje; había una bomba y yo la hice desaparecer. Eso es asunto terminado. Pero hoy es el gran día, el del intento final. Estoy bien seguro; creo saber qué es y dónde está. ¿Puede ayudarme? ¿Me dejará ayudarla? Ayudar.
—Siéntese —dijo.
—No queda mucho tiempo.
—Siéntese, por favor. Debo vestirme.
—Por favor, apresúrese.
Pasó a la habitación contigua, dejando la puerta abierta. Yo estaba muy cerca, pero eso no parecía molestarle, pues confiaba en mí. Al menos, actuaba como si así fuera.
La oí hablar entre el susurro de las ropas.
—¿De qué se trata? —me preguntó.
—Creo que al menos una de nuestras tres cargas atómicas tiene una trampa instalada, de modo tal que la explosión se produzca antes de tiempo.
—¿Por qué?
—Porque tengo dos hombres en mi cabina, bien asegurados a una silla; trataron de hacerme hablar con respecto a mi reparación del J-9.
—Y eso, ¿qué prueba?
—No me trataron muy bien.
—¿Y entonces?
—Cuando estuve en ventaja yo hice lo mismo con ellos. Los hice hablar.
—¿Cómo lo consiguió?
—Eso no le importa. Pero hablaron. Creo que conviene volver a inspeccionar la ignición de RUMOKO.
—¿Puedo hacerlos sacar de su cabina?
—Sí.
—¿Cómo logró burlarlos?
—No sabían que yo tenía un revólver.
—Ya veo. Yo tampoco lo sabía. Bueno, no se preocupe, nos haremos cargo de ellos. Pero ¿logró sacarles algunas respuestas?
—Más o menos —dije—. Sí y no; que esto quede entre nosotros…, por si aquí hay micrófonos. ¿Los hay?
Regresó con un dedo entre los labios, e hizo un gesto de asentimiento.
—Bueno —dije—. Será mejor que actuemos pronto, no quiero que estos tipos arruinen el proyecto.
—No lo conseguirán. Bueno, usted sabe lo que hace, lo reconozco. Tendré que aceptarlo como un caso raro. Usted hizo algo completamente inesperado. A veces suele suceder, en ocasiones ocurre que alguien conoce muy bien su trabajo; adivina lo que anda mal, y se interesa lo bastante como para hacer lo que debe y afrontar las consecuencias. Lo que está diciendo es que en esta nave va a estallar una bomba atómica, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Usted cree que una de las cargas ha sido saboteada y tiene un cronómetro conectado?
—Eso es —dije, echando una mirada a mi reloj, que marcaba cerca de las siete—. Apostaría a que estallará en menos de una hora.
Tomó el teléfono que estaba en la mesita cerca de su cama.
—Operaciones —dijo—. Suspendan la cuenta regresiva. Póngame con los talleres.
Y enseguida continuó:
—Sargento, hay que detener a alguien.
Volviéndose a mí, preguntó:
—¿Qué número tiene su cuarto?
—Seiscientos cuarenta —contesté.
—Seiscientos cuarenta —repitió ella—. Hay dos hombres. Así es. Sí. Gracias.
Y colgó.
—Ya se encargarán de ellos —me aseguró—. ¿Piensa usted que una de las cargas estallará antes de tiempo?
—Así lo he dicho. Dos veces.
—¿Puede impedirlo?
—Si tuviera el equipo adecuado, sí. Aunque prefiero que envíe a un técnico de Reparaciones.
—Vaya a buscar el equipo —dijo.
—Está bien —asentí.
Fui a buscarlo. Unos cinco minutos más tarde estaba de vuelta en su cabina con un bulto pesado colgado del hombro.
—Por poco me piden un análisis de sangre —dije—. Pero conseguí lo que quería. ¿Por qué no busca un buen técnico?
—Quiero que lo haga usted —aseguró—. Usted está en esto desde el comienzo y sabe lo que hace. Prefiero que todo quede entre nosotros.
—Indíqueme dónde debo hacerlo —le dije.
Ella encabezó la marcha.
Ya eran casi las siete. Me llevó diez minutos localizar la carga que habían preparado.
Era un juego de niños. Habían utilizado el motor de un equipo de mecano, con una unidad dotada de energía propia. Debía entrar en acción por medio de un cronómetro común mediante un tirón de la placa principal. Todo se iría al demonio en el trayecto hacia abajo.
En menos de diez minutos conseguí desarmarlo.
Permanecimos cerca de la barandilla; me apoyé en ella.
—Bueno —dije.
—Muy bueno —afirmó ella. Y enseguida agregó—: Le prevengo una cosa: póngase en guardia porque lo voy a someter a la investigación más minuciosa de la que haya tenido noticias.
—Proceda. Soy tan puro como la nieve y las plumas de un cisne.
—Usted no es de este mundo —dijo—. Ya no hay gente así.
—Convénzase, tóqueme —dije—. Lamento que no le guste mi manera de ser.
—Si antes de medianoche no se convierte en un sapo, podría gustarle a cualquier chica.
—Tendría que ser una chica muy tonta —le aseguré.
Me observó de una manera tan extraña que ni siquiera traté de interpretar su mirada.
Entonces me miró directamente a los ojos.
—Usted tiene un secreto que no alcanzo a comprender —dijo—. Parece alguien rezagado de los viejos tiempos.
—Quizá lo sea. Escuche; ya dijo que le había prestado ayuda. ¿Por qué no dejamos las cosas como están? Después de todo, no he hecho nada malo.
—Tengo una tarea que cumplir. Pero, en parte tiene razón. No sólo ayudó, sino que no quebró ningún reglamento. Excepto en lo que respecta al J-9, pero no creo que nadie ponga dificultades sobre eso. Por otra parte, tengo que hacer un informe; en él, por fuerza, sus actos deben figurar en forma prominente. No puedo dejarlo a un lado.
—Yo no se lo pedí —afirmé.
—Entonces, ¿qué quiere?
Sabía que yo podía interceptar el informe, cuando llegara a la Central. Pero antes se iría filtrando a través de mucha gente, y alguien podía ocasionarme problemas.
—Usted quiere que todo quede entre nosotros —dije—. Quizá pueda prescindir de mí.
—No.
—Bien. Tal vez podría ser un recluta desde el comienzo.
—Eso me gusta más.
—Entonces quizá podríamos dejarlo así.
—No veo grandes inconvenientes.
—¿Lo hará?
—Veré qué puedo hacer.
—Con eso me basta. Gracias.
—¿Qué va a hacer cuando termine su trabajo aquí?
—No lo sé. Tal vez tome unas vacaciones.
—¿Solo?
—Quizás.
—Vea, usted me gusta. Podría hacer ciertas cosas para evitarle inconvenientes.
—Le quedaría muy agradecido.
—Parece tener una respuesta para todo.
—Gracias.
—¿Qué pasaría con una chica?
—¿Qué quiere decir?
—¿No hay sitio para una muchacha en lo que usted hace, sea lo que sea?
—Creí que le gustaba su propio trabajo.
—Así es. No me refiero a eso. ¿Ya tiene alguna?
—¿Una qué?
—Deje de hacer el papel de estúpido. Una muchacha…, eso es lo que quiero decir.
—No.
—¿Entonces?
—Usted no tiene juicio —dije—. ¿Qué diablos podría hacer yo con una muchacha de su profesión? No me diga que se arriesgaría a asociarse con un extraño.
—He visto cómo se desenvuelve en acción. Sí, correría ese riesgo.
—Ésta es la proposición más absurda que alguna vez recibí.
—Piénselo deprisa —dijo ella.
—No sabe lo que está pidiendo —contesté.
—¿Y si usted me gustara… demasiado?
—Bueno, yo desarmé la bomba…
—No estoy hablando de gratitud. De todas maneras, gracias. Por lo visto, la respuesta es no.
—Un momento. ¿No puede darme tiempo para pensar un poco?
—Está bien —dijo ella, volviéndose.
—Espere. No sea así. No puedo esperar ningún daño de su parte, así que hablaré sinceramente. Estoy entusiasmado con usted, pero soy un solterón empedernido y usted sería una complicación.
—Miremos las cosas de otra manera —dijo—. Usted es diferente; ya lo sé. Yo también desearía hacer cosas distintas.
—¿Por ejemplo?
—Mentirle a la computadora sin ser descubierto.
—¿Y por qué me dice eso?
—Es la única respuesta, si usted existe.
—Claro que existo.
—Entonces, ha descubierto cómo engañar al sistema.
—Lo dudo.
—Lléveme —dijo ella—. Me gustaría hacer lo mismo.
Entonces la miré. Un mechón de pelo le rozaba la mejilla y parecía a punto de llorar.
—Soy la última oportunidad, ¿no es cierto? Me encontró en un momento crítico de su vida y está dispuesta a arriesgarse.
—Sí.
—Está demente, y no puedo prometerle ningún margen de seguridad, a menos que quiera abandonar el juego…, y no puedo hacerlo. Yo me rijo por mis propias reglas, y le resultarían un poco extrañas. Si llegamos a ponernos de acuerdo, con toda probabilidad usted quedará viuda muy joven. Eso es lo que le espera.
—Es bastante fuerte como para desarmar bombas…
—Moriré prematuramente. Hago muchas estupideces cuando me veo obligado.
—Creo que me estoy enamorando de usted.
—Entonces, por el amor de Dios, hablemos más tarde. Ahora tengo demasiadas cosas en qué pensar.
—Está bien.
—Usted debe ser tonta.
—No lo creo.
—Bueno, veremos.
Desperté de uno de los sueños más profundos de mi vida y me presenté a trabajar.
—Es tarde —dijo Morrey.
—Haga que me echen —contesté.
Fui a ver el comienzo de la operación.
RUMOKO estaba en marcha.
Martin y Demmy descendieron para colocar la carga. Hicieron todo cuanto debían, y abandonamos el lugar. Todo estaba listo, esperando sólo la señal de radio. Ya habían sacado a los intrusos de mi cabina, cosa que me tranquilizaba.
Nos alejamos lo suficiente y dieron la señal.
Por unos instantes, todo permaneció en silencio. Entonces explotó la bomba.
Por encima del arco de la escotilla vi al hombre, de pie. Era viejo y canoso, llevaba un sombrero de alas anchas. Se inclinó hacia delante y cayó de bruces.
—Hemos contribuido a envenenar un poco más la atmósfera —dijo Martin.
—¡Demonios! —exclamó Demmy.
Las aguas del océano se elevaron, amenazadoras. El barco continuaba anclado. Transcurrieron algunos minutos sin que nada sucediera. Después, todo comenzó. El barco se sacudió como un perro mojado. Me aferré a la pasarela y traté de observar. Enseguida se produjo un tumulto de olas encrespadas, viciosas; pero pasamos por sobre ellas.
—Estas son las primeras señales —dijo Carol—. Ahora irá en aumento.
Asentí, permaneciendo en silencio. No había nada que decir.
—Está creciendo —dijo ella tras un minuto.
Volví a asentir.
Por fin, esa misma mañana, todo aquello que se había desatado comenzó a salir a la superficie.
Para entonces, las aguas habían entrado en ebullición. Las burbujas aumentaban de tamaño. El registro de la temperatura era cada vez más elevado. Por último, se produjo un resplandor.
Y surgió un chorro fantástico. Hendió el aire hasta alcanzar gran altura, luciendo su tono dorado en medio de la mañana, como si Zeus se hubiera apareado con una de sus mujeres. Salió acompañado de un profundo rugido. Quedó suspendido por unos momentos, y luego descendió en una llovizna de chispas.
De inmediato se produjo una gran conmoción. Creció ante mis ojos, desnudos o auxiliados por instrumentos. Las olas centelleaban, coronadas de espuma. Los rugidos aumentaban y decrecían. Debajo de las olas, las aguas parecían bullir. Hubo cuatro chorros más, cada uno mayor que el precedente.
Por fin, un estallido del océano apresó al Aquina en algo similar a una ola gigantesca.
Por suerte estábamos preparados, el buque había sido construido para soportar ese castigo, y pudimos hacerle frente.
Nos dejamos acunar; el movimiento no disminuyó.
Nos hallábamos a varios kilómetros, pero parecíamos estar a un brazo de distancia.
El chorro siguiente continuó proyectándose hacia arriba hasta convertirse en una columna sin tope. Pareció perforar el cielo; en esos momentos, comenzó a expandirse una cierta oscuridad. Fue creciendo poco a poco, mientras varios fuegos se encendían alrededor de la base.
Finalmente, todo el cielo pareció teñirse en un falso crepúsculo; comenzó a caer un polvo fino que se esparció por el aire, penetrando en los ojos, en los pulmones.
De vez en cuando, un manojo de cenizas se esparcía en la distancia, como una bandada de pájaros oscuros. Encendí un cigarrillo para proteger mis pulmones de la contaminación y seguí contemplando los fuegos crecientes.
Al caer la noche, el mar se ensombreció. Tal vez, el mismo Kraken, perturbado, pudo haber estado lamiendo el casco de la nave. En medio del continuo resplandor surgió una forma oscura.
Era RUMOKO.
El cono era ya visible. Una isla artificialmente creada. Tal vez un trozo de la misma Atlántida, hundida por largo tiempo, se elevaba ahora en la distancia. El hombre había logrado crear una masa de tierra. Algún día sería habitable. Y, si lográbamos formar una cadena…
Sí. Tal vez otro Japón. Más lugar para la raza humana en expansión. Más espacio. Más lugares habitables.
¿Por qué me habían interrogado? ¿Quién se oponía a esto? Parecía algo positivo. Me alejé. Y luego fui a cenar.
Como por accidente, Carol llegó al bar después de mí. La saludé con la cabeza; ella, sentándose al frente, hizo su pedido.
—¡Hola!
—¡Hola!
—Tal vez haya tenido tiempo de pensar un poco —dijo, mientras atacábamos la ensalada y el bistec.
—Sí.
—¿Y con qué resultado?
—Aún no lo sé. Todo fue muy rápido; francamente, quisiera tener oportunidad de conocerla un poco más.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Hay una antigua costumbre, llamada «noviazgo». Conviene pasar un tiempo en ese estado.
—¿No le gusto, acaso? Estuve verificando nuestros índices de compatibilidad. Todo indica que nos llevaríamos muy bien…, es decir, según las apariencias. Pero creo saber un poco más con respecto a usted.
—Fuera del hecho que no me vendo, ¿qué significa eso?
—Estuve barajando diversas teorías; creo que también podría llevarme bien con un individualista que sabe cómo jugar con las máquinas y salir ganador.
Sabía bien que el bar tenía micrófonos escondidos; tal vez ella no sospechaba que yo lo sabía. Por lo tanto, tenía una buena razón para decir lo que había dicho…
—Lo siento. Es demasiado súbito —le dije—. ¿Por qué no me da una oportunidad?
—¿Por qué no seguimos hablando en otro lado?
A esa altura sólo nos faltaba el postre.
—¿Dónde?
—En Spitzbergen.
Lo pensé un poco; después respondí:
—Está bien.
—Estaré lista dentro de una hora y media.
—¡Un momento! —le dije—. Creí que se refería tal vez al fin de semana. Todavía hay que hacer ciertas pruebas, y debo presentarme al trabajo.
—Pero su misión aquí ha terminado, ¿no es cierto?
Comencé a saborear mi postre, un apetitoso pastel de manzanas y una porción de queso cheddar, intercalando sorbos de café, incliné la cabeza por encima de mi taza y la meneé lentamente.
—Puedo conseguirle permiso por un día —me dijo—. No se pierde nada.
—Lo siento. Tengo mucho interés en saber el resultado de las pruebas. Dejémoslo para el fin de semana.
Pareció meditar sobre esto por un momento.
—Afirmativo —dijo por fin.
Asentí, y seguí saboreando el postre.
Tal vez, al decir «afirmativo», en lugar de «sí» o «bueno», pronunció una palabra clave. O quizá fue otra palabra, otro gesto. No lo sé, y ya no me importa en absoluto.
Cuando salimos del bar, ella me precedía un poco. Sostuve la puerta para que ella pasara. En ese momento, dos hombres se acercaron a mí por ambos lados.
Ella se detuvo, volviéndose.
—No se moleste en decirlo —afirmé—. No fui lo suficientemente rápido, así que estoy detenido. Por favor, no vaya a recitarme mis derechos. Los conozco.
Levanté la mano al ver el acero que llevaba uno de los hombres.
—Feliz Navidad —agregué.
De todos modos me enumeró los derechos de los que gozaba. Yo seguía mirándola fijamente, pero sus ojos esquivaban los míos.
Vaya, la propuesta era demasiado buena para ser cierta. Sin embargo, no parecía muy acostumbrada al papel que había desempeñado y especulé, como al azar, si llegada la oportunidad lo hubiera hecho.
No obstante, estaba en lo cierto al afirmar que mi trabajo en el Aquina había terminado. Tendría que seguir mi camino y encargarme a fin que Albert Schweitzer muriera dentro de las veinticuatro horas siguientes.
—Pasará la noche en Spitzbergen, de todas maneras —dijo—; allí hay más comodidad para interrogarlo.
¿Cómo me las arreglaría?
Como si leyera mis pensamientos, me previno:
—Usted parece un tanto peligroso; debo advertirle que sus acompañantes están muy bien entrenados.
—Así que usted no me acompañará, después de todo.
—Temo que no.
—Qué lástima. Esta es la despedida, entonces. Me gustaría haberla conocido un poco mejor.
—Eso no tiene ninguna importancia —afirmó—. Era solamente para traerlo hasta allí.
—Tal vez. Pero ahora se quedará con la duda; no puede saberlo con seguridad.
—Le prevengo que vamos a esposarlo —dijo uno de los hombres.
—Por supuesto.
Extendí las manos y, como disculpándose, él especificó:
—No, señor. Detrás de la espalda, por favor.
Así lo hice, pero mientras ellos se adelantaban le eché un vistazo a las esposas. Vi que eran anticuadas. La escasez de los recursos gubernamentales da, a veces, origen a ahorros muy convenientes. Si me arqueaba hacia atrás, podría pasar por sobre los brazos y quedar con las manos adelante. Si tuviera unos veinte segundos…
—¡Ah, una cosa! —dije—. Sólo por curiosidad, ya que le dije la verdad: ¿descubrieron la razón por la que esos tipos entraran en mi cuarto para interrogarme, y qué querían en realidad? Si me lo puede decir, se lo agradecería, porque me preocupa un poco.
Se mordió el labio. Tras una pausa, dijo:
—Venían de Nueva Salem, una ciudad-burbuja situada en la plataforma continental de Norteamérica. Temían que RUMOKO destruyera su cúpula.
—¿Y lo hizo?
Hubo un silencio.
—Todavía no lo sabemos —dijo al fin—. Desde hace un rato no se les oye. Hemos tratado de comunicarnos con ellos, pero debe haber alguna interferencia.
—¿Qué quiere decir con eso?
—No hemos conseguido reanudar el contacto.
—¿Es posible que hayamos destruido toda una ciudad?
—No. Según los científicos, las posibilidades para que eso ocurriera eran mínimas.
—Nuestros científicos —dije—. Los de ellos deben haber pensado de otra manera.
—Naturalmente —respondió—, siempre hay retrógrados. Enviaron saboteadores porque no tenían confianza en nuestros hombres de ciencia. Se deduce…
—Lo siento —afirmé.
—¿Qué cosa?
—Haber puesto a ese hombre bajo la ducha. Está bien. Gracias. Ya me enteraré por los periódicos. Ahora envíeme a Spitzbergen.
—Entienda —dijo ella—. Cumplo con mi obligación. Y creo que es lo correcto. Usted puede ser tan puro como la nieve o las plumas de un cisne. Si ése es el caso, muy pronto lo sabrán. Entonces…, entonces quisiera que tenga presente algo: lo que dije antes aún sigue vigente.
Dejé escapar una risa sorda.
—Por supuesto. Como ya dije: Adiós. Gracias por contestar mi pregunta.
—No me odie.
—No es eso; jamás podría confiar en usted.
Ella se volvió.
—Buenas noches —dije.
Me acompañaron hasta el helicóptero. Me ayudaron a subir. Eran ellos dos, además del piloto; nadie más.
—Usted le gusta —dijo el hombre del revólver.
—No —contesté.
—Si ella tiene razón y usted está libre de culpa, ¿volvería a verla?
—Jamás volveré a verla —afirmé.
Me hizo sentar en la parte posterior del transporte. Él y su compañero se situaron cerca de las ventanillas y dieron una señal.
Los motores comenzaron a zumbar; despegamos de inmediato.
A lo lejos, rugía RUMOKO, ardiendo, vomitando.
Eva, lo siento. No lo sabía. Nunca sospeché que podía suceder tal cosa.
—Se supone que usted es peligroso —dijo el que estaba a mi derecha—. Por favor, no piense intentar nada extraño.
Ave, Atque, avatque, dije, desde el fondo de mi corazón.
Veinticuatro horas, dije a Schweitzer.
Cuando hube cobrado lo que Walsh me debía, volví al Proteus y dediqué algunos días a la meditación. Como esto no produjo los resultados deseados, salí a emborracharme con Bill Mellings. Después de todo, para matar a Schweitzer había usado su equipo. No le conté más que una fábula sobre una supuesta muchacha ni-hi de abundantes pechos.
Después, nos dedicamos a pescar durante dos semanas.
Había dejado de existir. Albert Schweitzer estaba borrado. Me repetía constantemente que no deseaba volver a vivir.
Cuando alguien debe matar a un hombre por obligación, sin más remedio, debe ser algo terrible y sangriento, algo que arde en nuestra propia alma, haciéndonos apreciar mejor el valor de la vida humana.
Sin embargo, no había ocurrido así.
Todo había sido muy tranquilo y ascético. Yo estaba inmunizado contra eso, pero mucha gente no lo conoce. Abrí mi anillo y dejé salir las esporas. Eso fue todo. No sabía el nombre de mis acompañantes ni del piloto. Ni siquiera les había visto bien las caras.
Murieron en treinta segundos; en menos de veinte logré quitarme las esposas. Hice que el helicóptero se estrellara contra la playa; en la maniobra me disloqué la muñeca derecha; abandoné el vehículo rápidamente y eché a andar.
Pasaría por infarto de miocardio o síndrome de cerebro arteriosclerótico, según cuáles hubieran sido los efectos.
Por un tiempo debería permanecer escondido. Mi propia vida vale para mí algo más que la de quien intenta perturbarla. Sin embargo, eso no me ayudaba a sentirme mejor.
Carol sospechó, creo; pero la Central sólo se interesa en hechos. Verifiqué que entrara bastante agua al helicóptero como para lavar las esporas. No había forma de probar que yo los había matado.
Sin duda el cuerpo de Albert Schweitzer habría sido arrojado al mar a través de la portilla abierta.
Si alguna vez encuentro a alguien que le haya conocido seré entonces otra persona, con la debida identificación, y ese alguien estará en un error.
Perfecto. Pero creo que éste no es trabajo para mí. Todavía me siento pésimamente.
RUMOKO. Exhaló todos esos vapores y creció desde aquellas profundidades como esos monstruos culpables de las películas de ciencia-ficción. Según las predicciones, en pocos meses más el fuego se apagaría. Entonces se importaría una capa de suelo para esparcirla en su superficie. Se alentaría a las aves a detenerse allí para descansar, tal vez para hacer su nido y usar el lugar como baño. Allí echarán raíz las mangles rojas mutantes, para entrelazar el mar y la tierra. Hasta traerían insectos. Un buen día, según los planes, aquello se transformará en una isla habitable. Otro día, más lejano, será uno de los eslabones de una cadena de islas habitables.
Una solución doble al problema de la superpoblación: crear un lugar nuevo para el hombre, destruyendo, al hacerlo, a todos los habitantes de otro lugar.
Sí; los choques sísmicos habían quebrado la cúpula de Nueva Salem. Mucha gente murió en ese episodio.
No obstante, el segundo vástago del proyecto RUMOKO está programado para el próximo verano.
La gente de Baltimore II está muy preocupada, pero la investigación del congreso ha demostrado que la culpa fue de quienes construyeron Nueva Salem, pues debieron haber previsto tales vicisitudes. Los tribunales condenaron a varios contratistas, incriminándolos a pesar de las vinculaciones que les otorgaran los contratos.
Es una culpa terrible. ¡Cómo desearía no haber puesto nunca a ese tipo bajo la ducha! Tengo entendido que vive y está bien; es habitante de Nueva Salem, pero sé muy bien que nunca volverá a ser el mismo.
La próxima vez tomaré más precauciones…, aunque ni siquiera sé qué quiere decir esto. Estas precauciones no valen un comino. Pero en realidad, ya no creo en nada.
Eva: supongo que si otra ciudad desaparece, como la tuya, las cosas se harán un poco más lentas. Pero no creo que eso detenga el proyecto RUMOKO. Encontrarán otra excusa. Después de eso, intentarán una tercera.
Si bien ha quedado demostrado que somos capaces de crear tales cosas, no creo que la respuesta al problema de la población estribe en la creación de nuevas tierras. No. Puesto que todo lo demás está controlado en nuestra época, también podríamos hacer lo propio con la población. Si alguna vez hay un referendo en la materia, me conseguiré una identidad (muchas, en realidad) para votar a favor del mismo. Y sostengo que debería haber más ciudades-burbuja y un mayor presupuesto destinado a la exploración del espacio lejano. Pero no más RUMOKOS. No.
A pesar de ciertas reservas mías, haré un trabajo gratuito. Walsh no se enterará jamás. Espero que nadie lo sepa. No soy altruista, pero creo deber algo a la raza que he estado explotando. Después de todo, en un tiempo fui miembro de ella.
Aprovecharé mi no-existencia para sabotear ese condenado proyecto RUMOKO; y lo haré en forma tal que no habrá otro.
¿Cómo?
Lo convertiré en un verdadero Krakatoa. Como consecuencia del último intento, Central sabe mucho más con respecto al magma…, y también yo.
Alteraré la carga, convirtiéndola quizás en múltiple.
Cuando ese engendro estalle, me encargaré que ésta sea la peor perturbación sísmica que el hombre recuerde. No debe ser demasiado difícil.
Es posible que de ese modo mate a miles de personas… Así será, sin duda. Pero RUMOKO, al destrozar a Nueva Salem, asustó a mucha gente. Rumoko II asustará a muchas más. Confío en que por entonces muchos estén de vacaciones en la superficie. Además, sé cómo se echan a rodar ciertos rumores, y me encargaré de ello.
Al menos, despejaré las cubiertas hasta donde me sea posible.
Los planificadores obtendrán resultados, quizás un Monte Everest en medio del Atlántico y algunas cúpulas quebradas. Si usted se ríe de esto, es una buena persona.
Puse el pañuelo y arrojé la línea. Bill tomó un sorbo de jugo de naranja; me llevé el cigarrillo a los labios.
—¿Ahora eres ingeniero asesor? —me preguntó.
—Sí.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy ideando un trabajo. Un poco difícil.
—Lo harás.
—Sí.
—A veces me gustaría tener algo así.
—No, no creas. No vale la pena.
Contemplé las aguas oscuras, capaces de albergar verdaderos prodigios. El sol matinal besaba apenas las olas. El viento helado era agradable. El cielo estaría radiante. Ya era visible ente las nubes.
La decisión estaba tomada.
—Parece que es muy interesante. ¿Dijiste que es un trabajo de demolición?
Y yo, Judas Iscariote, respondí:
—Pásame la carnada, por favor. Creo que tengo algo en la línea.
—Yo también. Espera un poco.
El día se esparció sobre cubierta como una lluvia de monedas plateadas.
Saqué el mío y lo golpeé en la cabeza, para acortarle la agonía.
«Ya no existo», me repetía constantemente. ¡Ojalá fuera cierto! Debajo de alguna ola blanca me parece ver la cara del viejo Colgate.
Eva, Eva.
Perdóname, Eva. Cómo me aliviaría sentir tu mano sobre mi frente…
Qué bonito es el dinero. Esta mañana, las olas son azules y verdes. ¡Oh, Dios!, ¡qué hermosa luz!
—Aquí está la carnada.
—Gracias.
La tomé, y seguimos a la deriva.
Tarde o temprano, todos moriremos, pensé. Pero no encontré alivio en eso.
En realidad, jamás lo encontraría.
Dentro de un año, alrededor de esta misma época, enviaré a Don la próxima tarjeta.
No me pregunten por qué.